—Y llévese a la niña —terminó Héctor, volviendo a sumergirse en las cobijas.
David tomó la mano de Manuela, la ayudó a ponerse los zapatos y, con suavidad, le quitó la cobija, todo en silencio, cuidándose de no perder de vista a su hermano que respiraba agitado en la cama. Le alisó el vestido a la niña, y descubrió la mirada ilusionada de su hermanita que lo esperaba feliz con la idea de ir a la calle. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, oyó el último grito.
—¡Y le da a su hermana de lo que le den! ¡Y no vuelvan sino hasta que yo me haya despertado! ¿Entendió cabeza hueca?
Manuela lo miró sonriéndole cómplice; pensaba que estaban a punto de hacer alguna travesura y lo arrastró hacia afuera del cuarto.
—PÁSELE ESTE DE PAPA —dijo el hombre grueso que no se doblaba bajo el peso de dos costales. Indicaba a Héctor que, cubierto de tierra, se acercó al camión dispuesto a recibir uno.
—Eso, chino —lo felicitó el cargador al dejarle caer el costal sobre el hombro y comprobar que lo podía cargar—. Ahora, adentro —rio, retando al muchacho.
Héctor tomó aire, y paso a paso fue llevando el costal hasta el interior del almacén. Una vez allí, el hombre grueso le indicó el lugar donde tenía que dejarlo.
—Falta la zanahoria. Vamos.
Héctor lo siguió hasta el camión y recibió otro costal en el hombro. Había dejado de sentir el dolor en la espalda. Los chorros de sudor le hacían surcos en la tierra que le cubría la cara y el cuello. Trataba de secarse la frente con la manga, pero ya estaba empapada y apenas conseguía remover el sudor que salía de su cuerpo sin retirarla. Cargó diez costales más hasta el interior del almacén y, cuando el camión estuvo desocupado, se sentó sobre uno de los últimos. Recobró el aliento mientras le hacía un hueco a un costal por el lado. Sus dedos hurgaron las fibras. Metió primero uno, después dos y sintió cómo la cabuya se dilataba hundiéndose en su carne y dejaba entrar toda la mano. Una vez adentro palpó la forma del tubérculo, lo rodeó con sus dedos y lo dejó. Sacó la mano y chupó el agua de una bolsa de plástico que el hombre grueso le había lanzado.
Desde el pasillo del almacén, las dos mujeres que organizaban la mercancía en los estantes se quedaron mirándolo fijamente.
—¿Qué le ve? —preguntó la más vieja a la más joven.
—Mírelo. Lleva sólo un mes aquí y ya parece más grande —respondió la joven.
—Qué va, todavía es un niño.
Las mujeres se quedaron en silencio acomodando las bolsas de fríjoles y arroz que sacaban de cajas de cartón hasta que la más vieja se detuvo, suspiró y señaló a Héctor.
—¿Le gusta?
La joven sonrió ruborizada y se pasó la manga por la frente como si se secara el sudor.
—Es muy niño —dijo.
—Usted también. ¿Cuántos le pone? —preguntó la más vieja.
—¿Diecisiete?
—Ni por el forro —respondió ella retomando su trabajo—. Si acaso trece. Es que se ve más grande.
—Será porque le tocó empezar tan temprano. . .
—Como a todos. ¿Usted cuántos tiene o qué?
La joven se volvió a ruborizar y clavó la vista en la columna de bolsas llenas de pepas rojas.
—¿Qué le importa?
Héctor, que había recuperado el aliento, percibió el rubor de las mejillas de la joven y sintió su mirada buscando la suya en un pestañeo imperceptible para cualquiera que no fuera ellos dos.
UELE TENER LA CARA APLASTADA contra una pared. Pero uno no sabe qué duele más: la rabia de no poder defenderse o el dolor mismo de los huesos apretados contra los ladrillos. Y esa vez, aunque yo quería, no podía moverme. Me tenían agarrada entre tres. Uno me mantenía los brazos en la espalda, el otro me sujetaba de las piernas, casi levantada, y el otro me empujaba la cara contra la pared. Los tres me amenazaban para que no gritara. Y aunque la verdad, hubiera querido, no podía; apenas conseguía respirar de lo aplastada que estaba mi cara contra los ladrillos. No sé cuánto tiempo estuve así, llorando de la rabia, mientras los tres me insultaban y me sacudían. Pero llegó ese niño y los espantó. Quién sabe cómo lo hizo porque parecía menor que ellos. Quizá es como yo, bajita de estatura y nada más. Aunque creo que sintieron miedo, porque bastó con que lanzara un par de patadas y un grito para que me dejaran en paz.
Cuando me soltaron y pude respirar, sentí un mareo tan tremendo que me caí ahí mismo en el corredor. No me desmayé, sólo que no me podía mover. Era como si me hubieran quitado los huesos. El niño se quedó mirándome y apuntándome con el dedo como si me fuera a disparar. Cuando llegó la coordinadora y me vio tirada en el piso, él ya no estaba. Me recogieron en una camilla y me llevaron a la enfermería. La enfermera me dijo que no me había pasado nada, me limpió los rasguños que me hicieron en la frente y en las piernas y me preguntó si sabía quiénes me habían pegado. Yo no tenía ni idea de quiénes eran, y quedé como una valiente porque no pude delatarlos. La señora me tranquilizó y me explicó que eso le hacen a los nuevos cuando llegan a este sitio, pero que después todos se vuelven amigos.
Después de un rato la enfermera me dejó volver a salir, y apenas estuve libre empecé a buscarlo. Pero este sitio es grande. Parece que antes era una finca, y ahora la casa de la finca es para las oficinas y un comedor pequeño. El dormitorio de las niñas es un edificio que está pegado a la casa. El colegio queda al otro lado, después de las canchas, la biblioteca, los laboratorios y el comedor grande. No lo encontré por ninguna parte. Fui por detrás del dormitorio de las niñas, por el camino de la huerta. Nunca había ido por allí y ahora sé que, además de pasar por la huerta, el camino termina en una tapia. Tal vez antes el sendero atravesaba la chamba que está frente al muro y conducía a los potreros que seguramente hay detrás. Quizá antes tampoco existía la tapia que encierra todo el sitio. Pero ahora el sendero se termina unos pasos antes de llegar a ella. Y ahí lo vi, acurrucado debajo de un sauce, al lado de la chamba. Yo no quería molestarlo, pero apenas me le acerqué y le toqué el hombro, saltó como una fiera, me insultó y salió corriendo. Yo sólo quería saber cómo se llamaba y darle las gracias. Cuando estuvo lejos, se volvió hacia mí y me disparó muchas veces haciendo una pistola con la mano. Yo no sabía qué hacer, pero como él seguía disparándome, me imaginé que lo mejor sería caerme muerta.
Cuando lo hice, él se metió la mano en el bolsillo y se fue.
ÉCTOR, EN EFECTO, tenía trece años. Miraba el techo con las manos debajo de la cabeza, sin pestañear. Ante sus ojos no se formaba ninguna figura. Simplemente estaba en otra parte. Sus piernas pedaleaban con fuerza, levantaba la bicicleta en la llanta delantera y la hacía girar como un trompo. Frente a él, la joven del almacén alzaba su mirada del piso y cruzaba sus ojos con los suyos, de manera que sólo él percibiera el ligero rubor que le producía su presencia.
—¡Ya déjenla! —les pidió María a sus hermanos menores, Robert, el tercero, y David, el cuarto, que perseguían a Manuela por la habitación haciéndola gritar y dar brincos, a causa de los pellizcos que le daban en las nalgas. El ruido y el movimiento le impedían a María terminar algo en la estufa.
—¡Que la dejen, que la van a hacer llorar! —les gritó, deteniéndolos con la intensidad de su voz y la fiereza de sus ojos. Sostenía un cuchillo en la mano y los miraba como si fuera a lanzárseles encima.
—¡Ya, María! —gritó Héctor volviendo de sus ensoñaciones.
—Siempre nos grita —se quejó David, y Manuela asintió.
—Está loca —aclaró Robert, que se tiró al suelo y con un ademán teatral se lanzó de espaldas.
—No les grite, no ve que no puedo pensar —se quejó Héctor.
—Y no nos deja jugar —afirmó Manuela sacando la barriga.
—¿Y en qué piensa o qué? —se quejó María—. Usted sí no ayuda, no se da cuenta de que estoy cansada. Después del colegio doña Carmen me puso a hacer todo el oficio de la tienda.
—¿Y le pagó? —se interesó Héctor.
—Me dio dos libras de arroz y dos de f
ríjoles, ¿qué cree que vamos a comer? —le contestó a Héctor, y enseguida les lanzó otro alarido a los pequeños que estaban a punto de reiniciar sus juegos, esta vez lanzándose encima de Robert que seguía tendido en el piso, como desmayado.
Los chiquitos se quedaron en silencio mientras María golpeaba las ollas y gruñía palabras que nadie entendía. Manuela la miraba y la imitaba en silencio. Robert y David se tapaban la boca para no estallar de risa, mientras Héctor seguía haciendo volar su bicicleta invisible en el espacio que se abría frente a sus ojos.
STÁBAMOS ORGANIZADOS en grupos por edades, no por cursos, conocimientos o habilidades. En mi grupo éramos quince. Había algunos que ni siquiera sabían leer ni escribir y otros a quienes se les había olvidado. Lo único seguro era que ninguno de nosotros tenía otro sitio a donde ir. Algunos esperaban que cuando sus padres aparecieran vinieran a reclamarlos, otros ya se habían hecho a la idea de que eso no pasaría y muchos pensaban que a pesar de ser mayores alguna pareja los adoptaría. Por mi parte, esperaba que mis papás salieran de la cárcel. También había algunos que preferían la calle. Yo no era de esos. Prefería mi casa, pero entre este sitio y la calle era mejor este sitio, y creo que muchos de los niños con los que hablaba también pensaban lo mismo. Y ninguno de ellos sabía nada del que me salvó de los tres matones.
—Es nuevo, casi como usted, tiene nueve años —me dijo uno.
—No habla con nadie. Sólo dispara —dijo otro, confirmando lo que yo ya sabía.
—Es el Inmortal —dijo el primero muy bajito, como si me revelara un secreto peligroso—. Las balas no lo matan.
Me quedé mirándolo sin entender de qué me hablaba. Lo que yo necesitaba era saber el nombre del niño. Había tratado varias veces de acercarme a él para preguntárselo, pero siempre huía de mí como si fuera la peste. A veces, cuando nos cruzábamos en el comedor o en una de las salas de arte de la biblioteca, me miraba y me disparaba.
—Va donde la sicóloga todos los días —afirmó una niña mayor mirando con desprecio al que confesó lo de la inmortalidad. Ella lo sabía porque iba a verla con la misma frecuencia, no era de las que hablaba de cosas que no conocía.
Yo no iba donde la sicóloga. Yo iba a clases de música, baile y teatro; hacía labores en el jardín y en la cocina. Le pregunté cómo se hacía para ir a donde la sicóloga. Si yo pudiera ir, tal vez ella me contaría cosas sobre mi salvador y sobre la mejor manera de hacerme amiga de él. Para eso son los sicólogos, ¿no?
—Tiene que tener algún problema, un rayón. Que algo le funcione mal en la cabeza. A mí por ejemplo me cuesta dejar de hacerme este hueco en el muslo —me explicó la niña, que se levantó la falda y me mostró una herida abierta.
—¿Qué le pasó?
—Me pellizco, casi sin darme cuenta.
—¿Y no le duele? —le pregunté muy impresionada.
—Cuando lo estoy haciendo, no. Después sí, arde. A veces huele feo.
Miré por última vez el muslo antes de que lo cubriera de nuevo con la falda, y me di cuenta de que yo no estaba dispuesta a hacerme un hueco en ninguna parte del cuerpo a punta de pellizcos.
Nadie sabía nada más. Supe que casi todos le temían, aunque fuera una especie de defensor. Defendía a las víctimas con tanta violencia que incluso los salvados le temían. Parece ser que una vez le reventó la cara a uno de los agresores. Muchos repetían que era el Inmortal, que las balas no lo mataban. Varios decían que estaba loco, otros que sólo era raro, unos que era de otro planeta; bromeaban, claro. Yo lo veía siempre solo, jugando con cosas imaginarias y disparando. Varias veces lo seguí mientras se alejaba por ese camino mocho que termina en la chamba, pero apenas se daba cuenta de que lo estaba siguiendo, se devolvía corriendo hacia el edificio disparándome.
Inmortal o no, matón o no, raro o no, estaba segura de una cosa: por mucho que se me escapara, al fin y al cabo lo iba a atrapar, lo iba a volver mi amigo.
ANUELA YA HABÍA chupado las cuatro puntas de su cobija de lana y empezaba por el centro cuando lo vio entrar casi tumbando la puerta. Era su hermano Robert. Le sangraba la nariz y tenía un ojo cerrado por la hinchazón. La pequeña saltó de su cajón y corrió a mirarlo más de cerca.
—¿Qué le pasó? —le preguntó, señalándole la cara.
—Me cogieron —sollozó Robert—. Yo no había hecho nada. Me levantaron —dijo, y se quitó la mano de la nariz por la que brotó un intenso chorro de sangre.
—Robert, ¿se va a morir? —le preguntó Manuela tapándose la cara con la mano.
—No sé —confesó Robert, volviendo a taparse la nariz—. Présteme un trapo —le pidió.
La niña soltó la cobija mojada y tomó un trapo que estaba al lado de las ollas.
—Mójelo —ordenó Robert. La niña obedeció—. Eso —añadió el niño, recibiéndolo aliviado y poniéndoselo en el ojo.
—¿Ya no se va a morir? —quiso saber Manuela.
—No sé —dijo Robert saliendo de la habitación. A tumbos llegó hasta el lavaplatos del patio y metió la cabeza debajo del chorro—. Pero no voy a volver a ir al colegio —dictaminó.
—Entonces yo puedo ir por usted. No me quiero quedar más aquí sola —dijo la niña, que lo había seguido. Recogió una pepa de eucalipto y la lanzó hacia el cielo cubierto por las ramas frondosas de los árboles, tratando de imitar el gesto de alguno de sus hermanos mayores.
—Sí. Eso, vaya por mí a ver si a usted también la revientan así. . . —la desafió Robert, alisándose el pelo mojado y apretándose la nariz con el trapo.
Manuela regresó ofendida a la habitación, recogió la cobija y volvió a chuparla. Miraba sin saber qué hacer con su hermano que se tambaleaba en la puerta del cuarto y sorbía ruidosamente por la nariz.
—Ya, Manuela, no me mire así. Nadie le va a hacer nada, y si se meten con usted me avisa; me voy a entrenar con una gente y ahí sí van a ver quién es Robert. ¿Listo?
La niña asintió sin dejar de chupar la cobija.
—¿Entonces, no se va a morir? —preguntó después de un rato. Su hermano se había sentado en una cama.
—No, creo que no —respondió, y comprobó que la hemorragia de la nariz se había detenido. Sostenía el trapo húmedo contra la cara—. Pero no veo nada por este ojo —continuó, tapándose el ojo sano—. ¿Será que me voy a quedar ciego?
Manuela se le acercó y lo miró. El párpado estaba enrojecido. En la comisura tenía un coágulo de sangre y estaba muy hinchado. Sin embargo, Manuela vio como, debajo del desastre, el ojo se movía como un animal sano.
—No, tranquilo Robert, eso se le quita —le aseguró, y le ofreció un pedazo de la cobija mojada. El niño lo agarró, y se sentaron uno al lado del otro en la cama, a esperar.
—¿CÓMO ASÍ QUE no va a volver al colegio? —preguntó Héctor.
—Si vuelvo me matan —confirmó Robert—. Me lo advirtieron. Además, mejor me quedo cuidando a Manuela —dijo, y Manuela se apretó a su lado. No se habían movido en varias horas.
—¿Puedo comer más? —preguntó David, que ya había terminado la sopa.
—No. Falta Robert —dijo María—. Tiene que comer algo porque con esa golpiza. . .
—Pero es que yo tengo hambre —se quejó David.
—¿Y qué va a comer? —preguntó Héctor. Se dirigía a Robert—. Si no vuelve al colegio, ¿qué va a comer?
Robert miró a María, se dio cuenta de que su hermana estaba flaca y pálida. Los brazos le caían desganados a los lados del cuerpo como si no pudiera ya más.
—Pero es que me revientan otra vez —se quejó Robert.
—Yo lo defiendo —dijo David—. A mí nadie me hace nada porque saben que llevan. Mañana me los muestra y los levanto.
Héctor sonrió y le acarició la cabeza.
—¿Pero me regala su sopa? —terminó David.
Robert miró a Manuela, que lo empujó y le quitó la cobija que habían estado compartiendo.
O TENÍA NADA QUE hacer y de pronto me di cuenta de que estaba frente a la oficina de la sicóloga. Era la hora de la consulta y había tre
s niños esperando. Ninguno era el que me había salvado, pero uno de ellos era la niña de los pellizcos en el muslo. Me vio, se levantó la falda y me mostró una venda que cubría la herida.
—¿Ya no le rasca? —pregunté.
—Sí, pero con la venda me cuesta más trabajo y me doy cuenta de que me estoy pellizcando. Entonces dejo de meterme la uña.
—¿La acompaño? —le pregunté, y ella asintió, de modo que me senté a su lado y miré a los otros dos que esperaban en silencio la consulta con la doctora.
—¿Qué tal es? —dije, para ver quién me respondía.
Todos se miraron y sonrieron.
—¿Y quién está adentro? —pregunté con la esperanza de que fuera él.
—Julián —dijo el menor de los niños—. El que dispara todo el tiempo.
—Se llama David —corrigió el mayor.
—¿David? —exclamé emocionada mientras la niña empezaba a pellizcarse la piel del muslo alrededor de la venda.
—Eso, David. Mejor dicho, eso parece —dijo el menor—. No se sabe bien. No habla con nadie.
—Llegó hace poco —confirmó el mayor—. ¿Ya saben lo que dicen?
Me imaginé lo que diría, pero aun así le pedí que nos contara.
—Que es inmortal. Las balas no lo matan —contó emocionado.
—Por eso no habla —terció el menor.
—¿Cómo así? —pregunté sin entender.
Todos levantaron los hombros menos el pequeño, que me miró como si viera letras en mi cara. Me pidió que acercara la oreja a sus labios.
—Porque si habla puede revelar su secreto —me susurró al oído.
—¿Cuál secreto? —le susurré en la oreja.
—El de su inmortalidad. . .
El niño se alejó y me miró con gravedad.
—Es muy raro, siempre tiene hambre —dijo la niña—. Es lo único que dice, que tiene hambre —sonrió.
Nada de lo que me dijeron en ese momento me importó tanto como el nombre de mi salvador y futuro amigo. Mi mente lo repetía sin detenerse. Pensaba preguntar algo más sobre David, cuando la puerta se abrió con violencia y lo vimos salir enfurecido, rojo de la ira y respirando de una manera tan violenta que, incluso cuando ya estaba en el otro extremo del corredor, seguía sonando como si fuera la respiración de un animal enorme; o por lo menos eso me pareció a mí, que quedé prendida de esa espalda tratando de leer en sus movimientos los detalles de la historia de ese niño que me había salvado y se había convertido en mi obsesión. Tan distraída estaba viendo como se bamboleaba de un lado al otro, que no me di cuenta de que la doctora se me había acercado y me miraba con curiosidad. Los dos niños se codearon sonriendo y la niña hundió finalmente las uñas en su carne, liberando la humedad leve que circula bajo la piel.
The Immortal Boy Page 9