The Immortal Boy

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The Immortal Boy Page 12

by Francisco Montaña Ibáñez


  La mujer negó con la cabeza.

  —¿Y los demás cómo van? ¿Bien?

  —¿Y USTED ESTÁ a cargo de ella? —preguntó la profesora.

  —Sí —respondió Héctor sin soltarle la mano a su hermanita.

  —¿Cómo dice que se llama?

  —Manuela —respondió la chiquita sonriendo.

  —¿Cuántos años tiene? —continuó la profesora, que llenaba un formulario.

  —Cinco —dijo Manuela.

  —¿Y por qué no había venido antes al colegio? —preguntó insidiosa la mujer.

  —No habíamos podido —susurró Héctor.

  —Pero es que usted es menor de edad, ¡no puede hacerse cargo de otro menor!

  —¡Por favor! —rogó Héctor—. Es mientras mi papá regresa.

  La mujer levantó la mirada al cielo como si en lugar del techo fuese a ver al Altísimo. Suspiró, dejó el esfero sonoramente sobre la mesa y salió.

  —Voy a consultar. No sé si se pueda.

  Manuela miró a su hermano que sudaba copiosamente.

  —¿Tiene calor? —le preguntó.

  —No —gruñó el joven, y se secó la frente con la manga de la camisa.

  —Héctor —susurró Manuela—, si me dejan quedarme en el colegio no chupo más la cobija, ¿bueno?

  Héctor asintió, y se secó de nuevo el sudor de la frente. Se quedaron callados un momento, cogidos de la mano, hasta que la profesora volvió. Sonreía.

  —Estamos de buenas. Hay un cupo —dijo, y se sentó ruidosamente frente a la mesa—. La niña se puede quedar, y queda bien porque están los otros hermanos. Pero tiene que pagar la matrícula completa.

  Héctor abrió los ojos sorprendido.

  —¿Cuánto es?

  —Treinta y cinco mil —dijo la mujer, que se había puesto a anotar en el formulario.

  Héctor se metió la mano en el bolsillo y sacó dos billetes de veinte.

  —¿No se puede menos? Es todo lo que tenemos —dijo, refiriéndose a los billetes.

  —No, niño. Tiene que pagar completo o esperar hasta el año entrante a ver si vuelve a haber cupo. Tuviste mucha suerte.

  Manuela miró a la mujer que se quedó esperando y buscó la mano de su hermano.

  —¿Me van a dar almuerzo? —preguntó.

  —Sí. Almuerzo y merienda reforzada —respondió la mujer sonriéndole.

  Héctor suspiró y entregó los billetes arrugados. Recibió el cambio, y le pasó la mano por la cabeza a Manuela que sonreía radiante.

  —Gracias —dijo.

  —Vamos —dijo la mujer invitando a la niña.

  Manuela le soltó la mano a su hermano, le entregó la cobija rosada y siguió a la mujer al interior del colegio.

  O HICE COMO SE ME OCURRIÓ, casi sin pensarlo, mejor dicho. Apenas vi al profesor de música, corrí a su lado y le pregunté si podía llevar a un amigo a clase. El profe de música, que es muy buena gente, me sonrió.

  —¿Sabe cantar? —preguntó.

  Me quedé un momento en silencio pensando si debía mentir o no. Decidí no hacerlo. Quería que estuviera conmigo en mi clase favorita.

  —No sé.

  —¿Toca algún instrumento?

  —Tampoco sé, profe, pero le encanta la música —mentí, y me contuve para no decir más. Cuando uno empieza a decir una mentira, a veces no sabe cómo terminar, y nunca había cruzado palabra alguna con él acerca de la clase de música. Lo que pasaba es que a mí me gustaba mucho esa clase y pensaba que a él también le podía gustar; era mi oportunidad para pasar más tiempo a su lado.

  —Listo —dijo el profesor sin creerme mucho—, dígale que venga la próxima vez.

  —Gracias —le dije brincando de la emoción, y él volvió a sonreír.

  Ahora mi problema era, primero, acercarme otra vez a él, y luego convencerlo de que ir a clase de música era lo mejor. Entonces me di cuenta de que me había metido en camisa de once varas porque él no me hablaba, sólo me disparaba, y apenas yo trataba de hablarle, salía corriendo.

  Toda mi alegría por la respuesta del profesor de música se desvaneció ante esta difícil perspectiva. Era hora de almorzar y, aunque no tenía hambre, me paré en la cola a esperar que llegara mi turno. Estaba muy lenta y me aburría. Ya me iba a ir, cuando un alboroto dentro de la cafetería me hizo voltear a mirar lo que pasaba.

  Allí estaba él. Un profesor lo sostenía de los brazos mientras pataleaba luchando por soltarse. Frente a ellos, uno de los grandes se limpiaba la nariz sangrante. Una niña menor le daba explicaciones afanosas al profesor, que forcejeaba tratando de no soltar a David. El grande miraba al piso, aparentemente avergonzado. Me imaginé lo que había pasado y me abrí paso hacia el lugar a codazo limpio.

  —Me defendió —decía la niña mientras el profesor arrastraba a David hacia el fondo de la cafetería.

  —Y usted me espera aquí hasta que yo venga, ¿entendió? —dijo el profesor dirigiéndose al grande que sangraba—. Y los demás a la fila, si no cancelamos el almuerzo —amenazó—. Vamos —le dijo a la niña, que los siguió a zancadas conmigo detrás.

  —Entonces, ¿la defendió? —indagó el profesor cuando tuvo a los dos sentados en una mesa. Me di cuenta de que David respiraba agitadamente y no le quitaba los ojos de encima al grande.

  —Sí, ese me jaló el pelo, me sacudió tan duro que me arrancó un mechón —se quejó la niña, y señaló al grande tocándose la cabeza despeinada.

  El profesor acercó la cara y examinó la cabeza de la niña.

  —¿Y por qué? —preguntó cuando terminó de revisarla.

  —Yo creo que por él —confesó ella avergonzada, señalando a David.

  —¿Cómo así? —quiso saber el profesor.

  —Quería probarle a todos que él no es inmortal.

  —¿Y por eso le pegó a usted?

  —Sí, para que él lo viera pegándome y me defendiera. Al principio no hizo nada, pero cuando ese le dijo “Mire, Inmortal, ¿a ver qué hace?”, se puso como loco y le reventó la nariz.

  —Bien, ¿usted cómo es que se llama? —le preguntó el profesor.

  —David —respondió la niña llenando el silencio.

  El aludido la miró por primera vez.

  —¿Y por qué hace eso? —preguntó el profesor, y David levantó los hombros sin decir nada—, tiene que controlarse, no es que no esté bien defender a los chiquitos, pero hay que tener cuidado porque puede terminar mal.

  David miró al techo y después a la mesa.

  —¿Va a la sicóloga? —continuó el profesor, mientras detrás nuestro la fila para el almuerzo se reorganizaba a empujones.

  David asintió sin abrir la boca.

  —Digamos que esta vez tuvo suerte, pero si son varios le pueden hacer daño. ¿Por qué no va a clase de pintura o hace algo que lo tranquilice un poco?

  —¿A clase de música, por ejemplo? —pregunté, y repentinamente los tres se dieron cuenta de que yo había estado a su lado desde que llegaron a la mesa.

  —¿Y usted quién es? —me preguntó el profesor.

  —Una amiga de David —dije, y le sonreí.

  —Váyase, que no tiene nada que hacer aquí —me espantó con la mano el profesor.

  —Voy a ir a clase de música —anunció David, y nos dejó a todos sorprendidos por el tono bajo de su voz.

  En la fila se había formado un nuevo tumulto y el grande había desaparecido de nuestra vista. El profesor se levantó, miró a David, a la niña y a mí, y decidió que lo mejor era disolver el alboroto de la fila. Al parecer nosotros no representábamos ya peligro alguno.

  —Gracias —le dijo la niña a David cuando nos quedamos solos.

  El niño asintió con la cabeza.

  —¿En serio va a ir a clase de música? —le pregunté, pensando que tal vez no hubiera oído bien en medio del ruido de la cafetería.

  —Sí, ¿cuándo es? —me respondió sonriéndome, y nuevamente sentí que el mundo entero se iluminaba con ese gesto—. Quiero salir, ¿ya almorzó? —me preguntó, ignorando por completo a la niña que nos miraba intr
igada.

  —Sí —mentí—. Vamos, yo lo acompaño —me ofrecí, y salimos sin ver cómo se despedía la niña salvada, tal vez tratando de ocultar que la dejábamos sola.

  ARÍA CORRIÓ HASTA EL mostrador oscuro y, sin esperar que doña Carmen saliera, se coló hacia la parte trasera de la casa. Frente al lavadero estaba el cuerpo grande y lento de la mujer.

  —Buenas, doña Carmen —dijo María—. ¿Lo consiguió?

  La mujer se volvió despacio, sin alterarse. Había reconocido la voz de la niña y empezó a dar pasos hacia la tienda sin responderle.

  —¿Lo consiguió? ¿Lo consiguió? —insistía María a su lado.

  —Ya va, ya va, un momento, venga, vamos —le decía con parsimonia la mujer mientras revolvía papeles en un enorme cajón—. Aquí está —dijo, sacando un papel con un número anotado.

  —¿Llamamos? —preguntó María emocionada—. ¿Usted cree que pueda hablar con mi papá?

  —Un momento, un momento —insistía la mujer, agobiada por tantas preguntas.

  —Ya va, espere a que me ponga las gafas —dijo, y mientras se dejaba caer pesadamente sobre un banco de madera, se puso con torpeza los lentes sobre la nariz. Por las muecas que hacía, María pensó que seguro veía mejor sin gafas que con ellas, pero de todas formas esperó paciente a que la mujer confirmara que efectivamente en la tarjeta estaba anotado el número que había buscado. Cuando estuvo satisfecha, descolgó el teléfono y marcó.

  —No le puedo regalar sino una llamada, mijita, y cortica —le dijo, pasándole el auricular a María—. Le deja la razón rápido a su papito y ya, ¿bueno?

  María asintió y, sosteniendo la bocina con ambas manos contra su oreja, oyó el timbre del teléfono con los ojos brillantes.

  —¿Y QUÉ VAMOS a comer? —preguntó David, refregándose la nariz por la que se le escurrían los mocos. A su lado, Manuela, con un dedo entre los dientes, esperaba la respuesta.

  —Sopa —respondió María soltando un gruñido—. En lugar de preguntar, ¿por qué no van y le piden a doña Yeni más papas?

  —Dijo que no nos daba más —respondió Manuela.

  —Que comíamos más que todo el barrio —completó David.

  —Vieja hijuemadre —se quejó Robert—. Yo voy y le pido.

  —Eso, vaya usted que fue el de la idea de no cobrarle arriendo.

  Robert dejó el cuaderno sobre el que estaba garrapateando alguna tarea, salió al patio y subió las escaleras corriendo. David y Manuela se asomaron por la ventana a esperar el desenlace, y como no pasaba nada se metieron debajo de la mesa a seguir jugando.

  —¿Y ninguno de los dos tiene tareas? —preguntó María, que miraba como el agua empezaba a hervir en la olla.

  —No —contestaron los dos, al tiempo que se tapaban la boca de la risa y se hacían señas de guardar el secreto.

  —Ustedes verán. No es a mí a la que dejan sin merienda.

  Manuela y David se miraron y salieron a buscar sus maletas.

  —María —dijo Manuela, una vez tuvo su cuaderno sobre las piernas—, que si no llevo el uniforme no me van a dejar entrar.

  —Lo que va a tener que hacer es bañarse, cochina —le dijo María después de mirarla—. Ahorita arreglamos uno mío.

  —Doña Yeni les ayuda, ella sabe coser —aseguró David.

  En ese momento la puerta del cuarto se abrió y entró Héctor oliendo a gasolina. Se tiró sobre la cama y gimió.

  —¿Qué le pasó? —preguntó Manuela.

  —¡Me caí de la moto de Julio! —respondió adolorido.

  —¡Ay, qué gran cosa! Se cayó —dijo María en tono burlón.

  —Pero es que si no aprendo a montar, Julio no me puede ayudar a conseguir trabajo.

  —¿Le va a dar trabajo al fin? —preguntó María.

  —Si aprendo a manejar, si dejo de caerme. Me dijo que era una prueba para ver qué tal era.

  —¿Qué tal era qué?

  —Yo, qué tal era yo.

  Manuela y David los veían discutir como si fueran dos adultos.

  —¿Y cuántas veces se cayó?

  —Dos. Me di duro —respondió Héctor, levantándose y mostrándole a su hermana la pierna raspada.

  —¡Ya! —anunció Robert sonriente empujando la puerta y entrando con una bolsa de papas—. Aquí están. ¡Uy! Se dio duro, ¿jugando fútbol? —preguntó al ver la pierna de su hermano mayor.

  —No, me caí de la moto de Julio.

  —¿Le está enseñando a manejar?

  —Sí. . .

  Héctor y Robert se miraron como si sólo ellos dos entendieran en realidad lo que eso quería decir.

  —¿Qué les pasa? —preguntó María impaciente.

  —Nada —contestó Héctor—, aquí conseguí esto —dijo, y le entregó unos billetes a María.

  AS COSAS NUNCA PASAN como me las imagino. La noche anterior había estado mirando el hueco oscuro que había sobre mi cabeza y oyendo la respiración de mis compañeras, alargada por el sueño, hasta que la luna llenó de luz azul toda la habitación. Nunca he podido dormir con luz. Entre más oscuro esté el cuarto donde duermo, mejor.

  Pero en Chía, el pueblo donde queda este sitio, la luna llena es tan grande, que parece que se va a caer sobre la tierra, como en el cuento. Y la luz que proyecta es tan intensa como grande es su dueña. He comprobado que aunque las cortinas estén bien cerradas, le dé la espalda, me meta debajo de la almohada o me sumerja debajo de las cobijas, su luz se cuela hasta el centro de mi frente y no me deja dormir. Y esa noche me pasó.

  Entonces me puse a pensar. Había dos cosas que me daban vueltas en la cabeza. La primera era lo que le iba a decir a la sicóloga en nuestra cita esa tarde. Eran muchas cosas. Pensaba que si volvía a poner la música de ese señor, le hablaría de mi mamá y de mi papá. No me importaría llorar. Dejaría que todas las lágrimas que tenía guardadas salieran y se mezclaran con esa música que parecía salir del mismo sitio que ellas. Le contaría que mi papá era preso político y estaba en una cárcel de la costa, que mientras todavía estábamos juntas, mi mamá y yo habíamos podido ir a verlo dos veces. Estaba cada vez más flaco, con las manos cada vez más temblorosas. Pero desde que detuvieron a mi mamá por lo mismo y a mí me trajeron a este sitio, no había vuelto a saber de él.

  Le contaría que cuando me dijeron que no podría vivir con mi familia pensé que no podría seguir viviendo. Le diría también que ahora esperaba que mi mamá saliera libre muy pronto, como me había prometido, pero al mismo tiempo me daba terror no volver a ver a David, y que nunca antes había sentido tanto apego por alguien que no fuera de mi familia. Habíamos empezado a pasar mucho más tiempo juntos gracias a las clases de música. La verdad es que él era mucho mejor que yo sacando la música de las canciones que nos enseñaban y tocándolas en cualquier instrumento. Y al contrario de lo que me pasaba casi siempre, en lugar de sentir envidia, me sentía orgullosa y feliz de que fuera tan bueno, y el profe lo felicitara cada vez que podía. De pronto, si la sicóloga le pusiera esa música tan linda, tal vez él pudiera sacarla en algún instrumento y tocarla para todos en la clase. Todo eso pensaba decirle a la sicóloga esa misma tarde.

  La otra cosa que me daba vueltas en la cabeza era que David tenía algo que mostrarme. Eso me había dicho la última vez. Mi plan era verlo después de terminar con la sicóloga. Pero las cosas no pasan siempre como uno se las imagina.

  Así es que, cuando llegó la hora de levantarnos, me pareció que me había acabado de dormir y que la luz azul de la luna me había ablandado el cuerpo. Me bañe más lentamente que nunca, tendí mi cama y me arrastré hasta el comedor a desayunar. Como nos daban el desayuno y la comida en el comedor pequeño, era inútil que le prestara atención a las caras. No iba a ver a David allí. Él y yo sólo nos cruzábamos en el colegio, en las canchas, en la chamba y en el comedor grande, a la hora del almuerzo. Pero hay cosas que uno hace aunque no sirvan de nada, como si no pudiera evitarlo. Cuando estaba terminando el café con leche, aturdida de tanto mirar a los lados, con los ojos pesados del sueño y el cuerpo caliente, llegó la encargada de m
i grupo y se dirigió a mi mesa directamente.

  —Nina, ¿no durmió? —me preguntó, sentándose a mi lado y revisando mi cara.

  —La luna no me dejó —respondí, y ella rio como si fuéramos cómplices.

  —Cámbiese, póngase ropa de calle —me dijo, y abrí los ojos intrigada—. Tiene visita con su mamá a mediodía.

  —¿No voy a clases?

  —Sólo a las dos primeras —me respondió—. La recogen en la secretaría del colegio a las doce. ¿Qué clases tiene?

  —Tengo cita con la sicóloga. —Seguramente debía estar haciendo una cara terrible porque la mujer continuó.

  —¿No se alegra? Va a ver a su mamá. . . —dijo. Me miraba como si fuera una anormal.

  —¿Puedo llevar la flauta? —pregunté. Había sacado una canción y quería que mi mamá la oyera.

  —Claro —respondió sonriente—. ¡Corra!

  Me alegré al imaginarme la mano de mi mamá sobre mi mejilla. Dejé el café sin terminar y salí corriendo a ponerme la ropa más bonita y a recoger los dibujos y los cuentos que le había hecho. La mujer sonrió de nuevo, como para ella misma, y revisó lo que había quedado en el plato.

  I PAPÁ VA A VOLVER —dijo, y a Héctor le pareció increíble la cantidad de pelo que de repente tenía su hermana María.

  Manuela empezó a dar saltos sobre la cama haciéndola crujir.

  —¿Cuándo? —preguntó Robert.

  —Mandó decir que lo esperemos juntos, que él viene.

  —¿No dijo cuándo? —preguntó David.

  María negó con la cabeza.

  —Eso fue lo mismo que dijo cuando se fue —protestó Robert.

  —Sí. Pero esta vez nos mandó razón de que nos portemos bien y que lo esperemos juntos.

  —¿Habló con él? —insistió Robert.

  —No. Que mandó razón, que lo esperemos juntos —repitió sermoneando María.

  —Juntos —recalcó Héctor dirigiéndose a Robert—. A ver si entiende, ¿no?

  —¿Con quién le mandó razón? —preguntó David, mientras Manuela saltaba a su lado en la cama y lo hacía estremecer.

  —Con el señor amigo de doña Carmen —dijo María, que empezaba a aburrirse con el interrogatorio de sus hermanos.

 

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