Aqua alta

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Aqua alta Page 10

by Donna Leon


  Paola estaba sentada en el sofá de la sala, con los pies apoyados en la mesita de mármol, leyendo el periódico de la mañana. Eso quería decir que ya había salido a la calle a comprarlo, a pesar de la lluvia.

  Él se paró en la puerta y la vio volver una página. El radar de los muchos años de matrimonio hizo que ella volviera la cabeza.

  – Guido, ¿haces más café? -preguntó, reanudando la lectura del periódico.

  – Paola -empezó él. Ella captó el tono y bajó el periódico al regazo-. Paola -repitió él, sin saber lo que tenía que decir ni cómo decirlo-. He encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi.

  Ella lo miró, esperando que dijera más, volvió a levantar el periódico y siguió leyendo.

  – Paola, ¿has oído lo que he dicho?

  – ¿Hmm? -murmuró ella, alzando la cabeza para leer el titular de la parte superior de la página.

  – Digo que he encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi. Estaban en el fondo de un cajón. -Se acercó a ella, con el impulso de arrancarle el periódico de las manos y arrojarlo al suelo.

  – Ya. Ahí debían de estar -dijo ella volviendo la página.

  Él se sentó en el sofá a su lado y, haciendo un esfuerzo para mantener el gesto tranquilo, puso la palma de la mano sobre el papel y, lentamente, se lo bajó al regazo.

  – ¿Qué es eso de que «ahí debían de estar»? -preguntó él con voz tensa.

  – Guido -dijo ella dedicándole toda su atención ahora que ya no tenía delante el periódico-, ¿qué tienes? ¿No te encuentras bien?

  Totalmente inconsciente de lo que hacía, él apretó el puño estrujando el papel.

  – Te he dicho que en el cuarto de Raffi he encontrado dos jeringuillas, Paola. Jeringuillas, ¿no lo entiendes?

  Ella lo miró fijamente, desconcertada, y entonces comprendió lo que para él significaban las jeringuillas. Se miraban a los ojos, y él vio cómo la madre de Raffi descubría que su marido creía que el hijo de ambos era drogadicto. Apretó los labios, abrió mucho los ojos, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Se reía a carcajadas y, en su transporte de hilaridad, se dejó caer de lado en el sofá. Se enjugaba las lágrimas pero no podía dejar de reír.

  – Oh, Guido -dijo tapándose la boca con la mano en un vano intento por dominarse-. Oh, Guido, no, no es posible que pienses eso. Drogas no. -Y vuelta a reír.

  Durante un momento, Brunetti pensó que era la histeria del pánico, pero eso sería impropio de Paola. No; la suya era una risa provocada por la comicidad. Con un gesto violento, él agarró el periódico y lo arrojó al suelo. Esta manifestación de furor la serenó instantáneamente y se incorporó en el sofá.

  – Guido. I tarli -dijo como si esto lo explicara todo.

  ¿También ella estaba drogada? ¿Qué tenía que ver con esto la carcoma?

  – Guido -repitió Paola con voz suave, en tono dulce, como si hablara a un loco peligroso-. Te lo dije hace una semana. Tenemos carcoma en la mesa de la cocina. Las patas están llenas de carcoma. Y la única manera de acabar con ella es inyectar el veneno en los agujeros. Recuerda que te pregunté si me ayudarías a sacar la mesa a la terraza el primer día de sol que tuviéramos, para que no nos mataran a todos los vapores del veneno.

  Sí, lo recordaba, pero vagamente. No había prestado atención cuando ella se lo dijo, pero ahora le había vuelto a la cabeza.

  – Pedí a Raffi que me comprara jeringuillas y guantes de goma, para inyectar el veneno en la mesa. Creí que se había olvidado, pero por lo visto las trajo, las guardó en el cajón y olvidó decirme que las tenía. -Alargó la mano cubriendo la de él-. No pasa nada. Guido. No es lo que imaginabas.

  Él sintió cómo una cálida sensación de alivio le recorría el cuerpo, y tuvo que apoyar la cabeza en el respaldo del sofá. Cerró los ojos. Le hubiera gustado poder sentirse tan despreocupado como Paola, poder reírse de lo absurdo de su temor, pero no podía, todavía no.

  Cuando por fin consiguió hablar la miró:

  – No se lo digas a Raffi, por favor, Paola.

  Ella se inclinó hacia él, le puso la palma de la mano en la mejilla y lo miró fijamente, y él creyó que iba a hacerle la promesa, pero la risa volvió a apoderarse de ella y se dejó caer contra su pecho.

  El contacto del cuerpo de su mujer lo liberó por fin y él empezó a reír a su vez, primero entre dientes, moviendo la cabeza a derecha e izquierda y luego con una franca carcajada que fue subiendo de tono hasta convertirse en gritos, en aullidos de alivio, de júbilo y de puro gozo. Ella apretó el abrazo buscando sus labios. Y entonces, como una pareja de adolescentes, hicieron el amor en el sofá, arrancándose bruscamente la ropa que acabó en el suelo en un montón con el mismo abandono con que estaba la de Raffi en el armario.

  11

  Al pie del puente de Rialto, Brunetti entró en el pasaje cubierto situado a la derecha de la estatua de Goldoni, en dirección a SS Giovanni e Paolo y el apartamento de Brett. Sabía que ella había vuelto a casa porque el agente que estuvo de guardia en la puerta de la habitación del hospital durante un día y medio, regresó a la questura cuando le dieron de alta. No se había apostado a un agente en su casa, porque un policía de uniforme no podía estar en una de las estrechas calles de Venecia sin que todo el que pasaba le preguntara qué hacía allí, como tampoco podía rondar por los alrededores un detective de paisano que no fuera vecino del barrio sin que antes de media hora empezaran a recibirse en la questura llamadas telefónicas para denunciar su sospechosa presencia. Los forasteros veían en Venecia una ciudad, pero los residentes sabían que en realidad era como un aletargado pueblo del interior, con una inclinación natural al cotilleo, la curiosidad y el recelo, que no difería del más pequeño paese de Calabria o Aspromonte.

  Aunque hacía ya varios años que Brunetti había estado en el apartamento, lo encontró sin dificultad, a la derecha de la calle dello Squaro Vecchio, tan pequeña que el municipio no se había molestado en pintar el nombre en la pared. Tocó el timbre y al cabo de unos momentos una voz preguntó por el interfono quién era. Le alegró comprobar que tomaban por lo menos esta mínima precaución, ya que muchas veces los habitantes de esta tranquila ciudad abrían la puerta de la calle sin molestarse en preguntar quién llamaba.

  A pesar de que el edificio había sido restaurado no hacía muchos años, y la escalera, enyesada y pintada, la sal y la humedad ya habían empezado su labor, devorando la pintura y esparciendo partículas por el suelo, como migas debajo de una mesa. Al encarar el cuarto y último tramo de la escalera, Brunetti levantó la mirada y vio que la pesada puerta metálica del apartamento estaba abierta y que Flavia Petrelli la sostenía. Lo que había en su cara parecía realmente una sonrisa, aunque tensa y nerviosa.

  Se estrecharon la mano en la puerta y ella retrocedió para dejarle entrar. Hablaron al mismo tiempo:

  – Celebro que haya venido -dijo ella.

  – Permesso -dijo él al entrar.

  Ella llevaba una falda negra y un jersey escotado de un amarillo canario que pocas mujeres se arriesgarían a ponerse. Este color hacía que el cutis aceitunado y los ojos casi negros de Flavia resplandecieran por el contraste. Pero una observación más atenta revelaba que los ojos, aunque hermosos, estaban cansados y que de los labios partían finas líneas de tensión.

  Ella le pidió el abrigo y lo colgó en un gran armadio que estaba en el lado derecho del recibidor. Brunetti había leído el informe de los agentes que habían acudido al recibir el aviso de la agresión, por lo que no pudo menos que mirar el suelo y la pared de ladrillo. No había ni rastro de sangre, pero olía a un fuerte producto de limpieza y, según le pareció, a cera.

  Flavia no inició el movimiento de pasar a la sala sino que lo retuvo allí preguntando en voz baja:

  – ¿Han averiguado algo?

  – ¿Se refiere al doctor Semenzato?

  Ella movió la cabeza afirmativamente.

  Antes de que él pudiera contestar, Brett gritó desde la sala:

  – Deja de conspirar, Flavio y hazle pasar.

  Ella tuvo a b
ien sonreír encogiéndose de hombros, luego dio media vuelta y lo condujo a la sala. Tal como él recordaba, incluso en un día tan gris como éste, la pieza estaba inundada por la luz que se filtraba a través de seis grandes claraboyas abiertas en el techo. Brett, vestida con pantalón color borgoña y jersey negro con cuello de cisne, estaba sentada en un sofá situado entre dos ventanas altas. Brunetti observó que las marcas de su cara, aunque mucho menos hinchadas que en el hospital, aún tenían un marcado tinte azul. Ella se movió hacia la izquierda para hacerle sitio y extendió la mano.

  Él le estrechó la mano y se sentó a su lado, mirándola atentamente.

  – Ya no soy Frankenstein -dijo ella sonriendo para mostrar no sólo que sus dientes ya estaban libres de los alambres que los habían mantenido atados la mayor parte del tiempo que estuvo en el hospital, sino que el corte del labio se había curado lo suficiente como para permitirle cerrar la boca.

  Brunetti, que conocía las pretensiones de omnisciencia de los médicos italianos y su consiguiente inflexibilidad, preguntó sorprendido:

  – ¿Cómo ha conseguido que la dejaran salir?

  – Hice una escena -dijo ella simplemente.

  En vista de que no se le daban más explicaciones, Brunetti miró a Flavio, que se tapó los ojos con la mano y movió la cabeza al recordarlo.

  – ¿Y entonces? -preguntó él.

  – Me dijeron que podía marcharme, con la condición de que comiera, de modo que ahora mi dieta se ha ampliado y abarca plátano y yogur.

  Al hablar de comida, Brunetti miró más atentamente y vio que, bajo las magulladuras, tenía la cara más delgada, las facciones más angulosas y afiladas.

  – Tiene que comer más que eso -dijo y entonces, a su espalda, oyó reír a Flavia, pero cuando se volvió a mirarla, ella le recordó el tema del día preguntando:

  – ¿Qué hay de Semenzato? Esta mañana lo hemos leído en el periódico.

  – Poca cosa se puede añadir a la noticia. Lo mataron en su despacho.

  – ¿Quién encontró el cadáver? -preguntó Brett.

  – La mujer de la limpieza.

  – ¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo mataron?

  – Golpeándole en la cabeza.

  – ¿Con qué? -preguntó Flavia.

  – Con un ladrillo.

  Brett, con repentina curiosidad, preguntó:

  – ¿Qué clase de ladrillo?

  Brunetti trató de recordar la pieza que había visto al lado del cuerpo.

  – Es azul intenso, de un tamaño del doble de mi mano, y tiene marcas doradas.

  – ¿Y qué hacía allí ese ladrillo? -preguntó Brett.

  – La mujer de la limpieza dijo que él lo usaba de pisapapeles. ¿Por qué lo pregunta?

  Ella asintió, como en respuesta a otra pregunta, se levantó del sofá apoyando las manos en el asiento y cruzó la sala en dirección a la librería. Brunetti no pudo reprimir una mueca al observar su andar vacilante y la lentitud con que levantaba el brazo para sacar un libro grueso de un estante alto. Con el libro debajo del brazo, Brett volvió hacia ellos y puso el libro encima de la mesa baja que estaba delante del sofá. Abrió el libro y lo hojeó brevemente deteniéndose en una página doble que sostuvo apoyando la palma de las manos a cada lado.

  Brunetti se inclinó y vio varias fotos en color de lo que parecía una puerta grande, aunque faltaba la escala, porque no estaba unida a unas paredes sino aislada en una sala, quizá de un museo. Había a cada lado de la puerta un toro alado, enorme, en actitud protectora. El color de la puerta era el mismo azul cobalto que el del ladrillo utilizado para matar a Semenzato y el cuerpo de los animales estaba dibujado en oro. Una mirada más atenta descubría que la pared estaba construida con ladrillos rectangulares y las figuras de los toros esculpidas en bajorrelieve.

  – ¿Qué es? -preguntó Brunetti señalando la foto.

  – La puerta de Istar, de Babilonia -dijo ella-. Ha sido reconstruida en gran parte, pero de ella procede el ladrillo, o quizá de una construcción similar, del mismo sitio. -Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó-: Recuerdo haber visto varios de esos ladrillos en los almacenes del museo mientras trabajábamos allí.

  – Pero, ¿cómo pudo llegar a su mesa? -preguntó Brunetti.

  Brett volvió a sonreír.

  – Gangas del oficio, supongo. Como era el director, podía hacer subir a su despacho cualquier pieza de la colección permanente.

  – ¿Eso es normal? -preguntó Brunetti.

  – Sí. Desde luego, no hubiera podido colgar un Leonardo ni un Bellini para su disfrute particular, pero es frecuente que se usen piezas de los fondos de un museo para decorar un despacho, especialmente, el del director.

  – ¿Se lleva un control de esta clase de préstamos? -preguntó él.

  Al otro lado de la mesa se oyó un susurro de seda cuando Flavia cruzó las piernas mientras decía suavemente:

  – Ah, de modo que fue así. -Y entonces agregó, como si Brunetti le hubiera preguntado-: Yo hablé con él una sola vez, y no me gustó.

  – ¿Cuándo hablaste con él, Flavia? -preguntó Brett, sin responder a Brunetti.

  – Media hora antes de conocerte a ti, cara. En tu exposición del palazzo Ducale.

  Casi automáticamente, Brett rectificó:

  – No era mi exposición. -A Brunetti le pareció que aquella rectificación había sido hecha ya otras muchas veces.

  – Bueno, de quienquiera que fuese -dijo Flavia-. Era el día de la inauguración, y a mí me estaban haciendo los honores de la ciudad, la diva que nos visita, etcétera. -Su tono hacía que el concepto de su fama sonara un poco ridículo. Puesto que Brett tenía que estar enterada de las circunstancias en que se habían conocido, Brunetti supuso que la explicación estaba dirigida a él.

  – Semenzato me acompañaba por las salas, pero yo tenía ensayo aquella tarde y quizá estuve un poco brusca con él. -¿Brusca? Brunetti había sido testigo del mal humor de Flavia y «brusco» no parecía un término apropiado para describirlo.

  – No hacía más que decirme lo mucho que admiraba mi talento. -Hizo una pausa e inclinándose hacia Brunetti le puso una mano en el antebrazo mientras explicaba-. Eso siempre significa que no me han oído cantar y que, si me oyeran, seguramente no les gustaría, pero como saben que soy famosa les parece que tienen que adularme. -Dada la explicación, retiró la mano e irguió el busto-. Yo tenía la impresión de que, mientras me enseñaba lo fantástica que era la exposición -en un inciso, a Brett-: y lo era, desde luego -y otra vez a Brunetti-: lo que al parecer yo debía comprender era lo fantástico que era él por haber tenido la idea. Aunque no la había tenido él. Bueno, yo entonces ignoraba que era la exposición de Brett… pero él se daba tanta importancia que se me hizo antipático.

  Brunetti comprendía perfectamente que a Flavia no le gustara la competencia de personas presuntuosas. No; en esto era injusto, porque ella no era presuntuosa. Tenía que reconocer que la había juzgado mal. Allí no había vanidad, sólo el natural conocimiento de la propia valía y talento, y él sabía de su pasado lo suficiente como para comprender lo mucho que le había costado llegar adonde ahora estaba.

  – Y entonces llegaste tú con una copa de champaña y me rescataste -sonrió a Brett.

  – Champaña, no es mala idea -dijo Brett, cortando las reminiscencias de Flavia, y Brunetti observó con sorpresa la similitud entre su reacción y la de Paola cada vez que él se ponía a contar a alguien cómo se habían conocido, chocando en el extremo de uno de los pasillos de la biblioteca de la universidad. ¿Cuántas veces durante su matrimonio le habría pedido ella que le trajera una copa o interrumpido su relato haciendo una pregunta a otra persona? ¿Y por qué a él le producía tanto placer referir aquello? Misterios. Misterios.

  Flavia, captando la insinuación, se levantó y cruzó la sala. No eran más que las once y media de la mañana, pero, si ellas querían beber champaña, él consideró que no era quién para protestar ni impedírselo.

  Brett hojeó el libro y se recostó en el sofá, pero las páginas volvieron solas al lugar anterior, mostrando
a Brunetti el toro dorado, un fragmento del cual había matado a Semenzato.

  – ¿Cómo lo conoció usted? -preguntó Brunetti.

  – Colaboré con él en la exposición de China hace cinco años. La mayor parte de nuestra relación fue por carta, ya que mientras se organizaba la exposición yo estaba en China. Le escribía para sugerirle piezas, de las que le enviaba fotos, tamaño y peso, porque había que transportarlas por avión desde Xian y Pekín a Nueva York y luego a Londres y de Londres a Milán, desde donde vendrían a Venecia en camión y en barco. -Hizo una pausa antes de agregar-: No lo conocí personalmente hasta que vine a montar la exposición.

  – ¿Quién decidió qué piezas había que traer de China?

  Ella hizo una mueca al recordar la exasperación sufrida.

  – ¿Quién sabe? -Viendo que él no comprendía, trató de explicar-: Intervenían en esto el Gobierno chino, con sus ministerios de Antigüedades y Asuntos Exteriores y, por nuestra parte -él observó que, inconscientemente, ella consideraba Venecia «nuestra parte»-, el museo, el departamento de Antigüedades, la Policía de Finanzas, el Ministerio de Cultura y otras varias instituciones que me he esforzado en olvidar. -Su expresión reflejó el mal recuerdo de la burocracia-. Aquí era horrible, mucho peor que en Nueva York y que en Londres. Y tenía que hacer los trámites desde Xian, con cartas que se retrasaban en el correo o que eran retenidas por la censura. Finalmente, al cabo de tres meses, en vista de que las cosas no adelantaban (faltaba un año para la inauguración), decidí venir y en dos semanas lo arreglé casi todo, aunque tuve que ir dos veces a Roma.

  – ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.

  – Creo que, en primer lugar, debe usted comprender que su nombramiento fue esencialmente político. -Sonrió al ver la sorpresa de Brunetti-. Tenía cierta experiencia en museos, pero no recuerdo de dónde. Su designación fue una compensación política. De todos modos, en el museo había, hay -rectificó inmediatamente- conservadores que son los que se encargan de las colecciones. Su función era ante todo administrativa, y la desempeñaba muy bien.

 

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