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Aqua alta Page 18

by Donna Leon


  – ¿Cuándo se va?

  – El lunes. Ya les he dicho que el jueves cantaré. Han preparado un ensayo con piano para el martes por la tarde.

  Él preguntó a Brett:

  – ¿Piensa ir? -Como ella no contestara, agregó-: Creo que es una buena idea.

  – Lo pensaré -fue lo más que Brett se avino a decir, y Brunetti decidió no insistir. Si alguien podía convencerla, sería Flavia, no él.

  – Si decide ir, le agradeceré que me avise.

  – ¿Cree que existe peligro? -preguntó Flavia.

  Brett se adelantó a contestar:

  – Probablemente, habría menos peligro si creyeran que he hablado con la policía. Así no tendrían que hacer algo para impedírmelo. -Y a Brunetti-: Tengo razón, ¿no?

  Él no tenía la costumbre de mentir, ni siquiera a las mujeres.

  – Sí, es verdad. Cuando los chinos sean informados de la falsificación, el que matara a Semenzato ya no tendrá motivos para tratar de cerrarle la boca a usted. Sabrán que su intimidación no la detuvo. -Comprendía que también podían tratar de silenciarla permanentemente, pero prefirió no decirlo.

  – Fantástico -dijo Brett-. Puedo informar a los chinos y salvar el pescuezo pero hundir mi carrera. O me callo, salvo mi carrera y sólo tengo que preocuparme de salvar el pescuezo.

  Flavia se inclinó y puso la mano en la rodilla de Brett.

  – Es la primera vez que me pareces tú desde que empezó esto.

  Brett sonrió:

  – Nada como el miedo a la muerte para espabilarla a una.

  Flavia irguió el busto y preguntó a Brunetti:

  – ¿Diría usted que los chinos están involucrados en esto?

  Brunetti no era más propenso que cualquier otro italiano a creer en teorías de conspiración, lo que significa que solía verlas hasta en la coincidencia más inofensiva.

  – No creo que la muerte de su amiga fuera accidental -dijo a Brett-. Eso quiere decir que esa gente tiene a alguien en China.

  – Quienquiera que sea «esa gente» -apostilló Flavia con énfasis.

  – El que yo no sepa quiénes son no significa que no existan -le dijo Brunetti.

  – Precisamente -convino Flavia, y sonrió.

  Él dijo entonces a Brett:

  – Por eso creo que sería mejor que se fuera de la ciudad una temporada.

  Ella asintió vagamente, aunque sin duda no convencida.

  – Si me voy, se lo comunicaré. -No podía considerarse una promesa. Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo. Encima de ellos repicaba la lluvia.

  Él volvió su atención a Flavia, que señaló la puerta con la mirada e hizo un pequeño gesto con la barbilla para indicarle que era hora de irse.

  Brunetti comprendió que ya estaba dicho casi todo y se puso en pie. Brett, al verlo, puso los pies en el suelo y fue a levantarse.

  – No te muevas -dijo Flavia, que ya iba hacia el recibidor-. Yo lo acompañaré.

  Él se inclinó para estrechar la mano de Brett. Ninguno de los dos habló.

  En la puerta, Flavia le tomó la mano y se la apretó con calor.

  – Gracias -fue lo único que dijo, y sostuvo la puerta mientras él cruzaba por delante de ella y empezaba a bajar la escalera. La puerta, al cerrarse, cortó el sonido de la lluvia.

  18

  Aunque había asegurado a Brett que no lo habían seguido, Brunetti se paró un momento al salir de la casa, antes de torcer por la calle della Testa y miró a derecha e izquierda, buscando alguna cara a la que pudiera recordar haber visto cuando entró. Ninguna le resultaba familiar. Echó a andar hacia la derecha y entonces le acudió a la memoria algo que le habían dicho hacía años, cuando vino al barrio buscando el apartamento de Brett.

  Giró hacia la izquierda hasta la primera calle ancha transversal, la Giancinto Gallina, y allí, en la esquina, tal como lo recordaba de su primera visita, estaba el quiosco de prensa, frente al colegio de segunda enseñanza, de cara a la que era la principal arteria del barrio. Y, como si no se hubiera movido desde la última vez que él la había visto, encontró a la signora María, encaramada a un alto taburete en el interior del quiosco, con su toquilla de media que le daba por lo menos tres vueltas al cuello. Tenía la cara colorada, del frío, de un brandy matinal o, quizá, de las dos cosas, y su pelo corto parecía más blanco por el contraste.

  – Buon giorno, signora Maria -dijo él alzando la cara con una sonrisa hacia la mujer parapetada detrás de diarios y revistas.

  – Buon giorno, commissario -le respondió la mujer, como si fuera un viejo cliente.

  – Si sabe quién soy, signora, sabrá también por qué estoy aquí.

  – L'americana? -preguntó ella, aunque en realidad no era una pregunta.

  Él notó un movimiento a su espalda; de repente, una mano se adelantó con rapidez y agarró un periódico de uno de los montones que Maria tenía ante sí, alargando a la mujer un billete de diez mil liras.

  – Diga a su madre que el fontanero irá esta tarde a las cuatro -dijo Maria al devolver el cambio.

  – Grazie, Maria -dijo la joven, y se fue.

  – ¿En qué puedo ayudarle? -le preguntó Maria.

  – Usted debe de ver a todo el que pasa por esta calle. -Ella asintió-. Si ve rondar por aquí a alguien que no sea del barrio, ¿podría llamar a la questura?

  – Claro que sí, comisario. He tenido los ojos bien abiertos desde que ella volvió a casa, pero no he visto a nadie.

  Otra mano, ésta masculina, cruzó por delante de Brunetti y tomó un ejemplar de La Nuova. La mano se retiró para reaparecer al momento con un billete de mil liras y unas monedas que Maria recibió con un «Grazie» a media voz.

  – ¿Has visto a Piero, Maria? -preguntó el hombre.

  – Está en casa de tu hermana. Ha dicho que te espera allí.

  – Grazie -dijo el hombre alejándose.

  Brunetti comprendió que había acudido a la persona apropiada.

  – Si llama, pregunte por mí -dijo sacando la billetera para darle una tarjeta.

  – De acuerdo, dottor Brunetti -dijo la mujer-. Ya tengo el número. Si hay algo, lo llamo. -Alzó una mano en ademán amistoso y él vio que llevaba guantes de lana con las puntas recortadas, para manejar el cambio.

  – ¿Quiere tomar algo, signora? -preguntó señalando con un movimiento de la cabeza el bar situado en la esquina de enfrente.

  – No vendría mal un café contra el frío -respondió ella-. Un caffè corretto -puntualizó, y él asintió. Si tuviera que estar toda la mañana aquí sentado, sin moverse, con este frío húmedo, también le gustaría un chorro de grappa en el café. Le dio las gracias otra vez y entró en el bar, donde pagó un caffè corretto para que se lo llevaran a la signora Maria. Por la reacción del camarero, era evidente que ésta era práctica normal en el vecindario. Brunetti no recordaba si había en el actual Gobierno un ministro de Información; si así era, nadie mejor cualificado para el cargo que la signora Maria.

  Al llegar a la questura, subió rápidamente a su despacho, que, sorprendentemente, no estaba ni glacial ni tropical. Durante un momento fugaz, alimentó la ilusión de que al fin el sistema de calefacción hubiera sido reparado, ilusión que se desvaneció cuando el radiador situado debajo de la ventana se puso a soltar vapor con un gemido agudo. Entonces, al ver el montón de papeles que tenía encima de la mesa, Brunetti se explicó el fenómeno: la signorina Elettra debía de haberlos traído hacía poco y había abierto la ventana unos minutos.

  Colgó el abrigo detrás de la puerta y se acercó a la mesa. Se sentó y empezó a leer los documentos. El primero era un extracto de las cuentas bancarias de Semenzato correspondientes a los cuatro últimos años. Brunetti no tenía ni la menor idea de cuánto ganaba un director de museo, dato que se propuso averiguar, pero sabía lo que eran las cuentas de una persona rica. Se habían hecho ingresos cuantiosos sin aparente regularidad y análogamente, sin una pauta manifiesta, se habían retirado importes de cincuenta millones o más. En el momento de la muerte de Semenzato, el saldo era de doscientos millones de liras, una s
uma enorme para tenerla en una cuenta de ahorro. Los datos que figuraban en la segunda hoja indicaban que sus inversiones en bonos del Estado ascendían al doble de esta cantidad. ¿Una esposa rica? ¿Operaciones de Bolsa afortunadas? ¿O algo más?

  En las hojas siguientes se detallaban las llamadas al extranjero hechas desde el número de su despacho. Eran varias docenas, pero tampoco se advertía un patrón.

  Las tres últimas hojas recogían los importes pagados con cargo a las tarjetas de crédito durante los dos últimos años, y Brunetti pudo deducir de ellos los billetes de avión adquiridos. Repasó la lista rápidamente, sorprendido por la frecuencia y la envergadura de los viajes. Al parecer, para el director del museo, pasar un fin de semana en Bangkok era tan normal como para cualquier persona irse a la casa de la playa. O hacer una visita de tres días a Taipei y, de regreso a Venecia, dormir una noche en Londres. El detalle de los cargos de sus dos tarjetas de crédito indicaba que Semenzato no escatimaba en los gastos cuando viajaba.

  Debajo de estos papeles, encontró un fajo de hojas de fax sujetas con un clip. Todas hacían referencia a Carmello La Capra. En la primera hoja, la signorina Elettra había escrito en lápiz la observación: «Un hombre interesante.» El padre de Salvatore no tenía un medio de vida visible: ni empleo ni trabajo fijo. En su declaración de impuestos de los tres últimos años indicaba la profesión de «asesor», término que, asociado a su procedencia de Palermo, hizo sonar señales de alarma en la mente de Brunetti. Su extracto bancario indicaba que se habían ingresado fuertes sumas en sus distintas cuentas, en divisas, por así decir, interesantes, cuando no sospechosas: pesos colombianos, escudos ecuatorianos y rupias paquistaníes. Brunetti encontró una copia de la escritura de venta del palazzo que La Capra había comprado hacía dos años y que debió de pagar en efectivo, ya que de ninguna de sus cuentas se había retirado una suma proporcionada a la adquisición.

  La signorina Elettra había conseguido no sólo copias de los estados de cuentas de La Capra sino también liquidaciones de los pagos hechos con las tarjetas de crédito, tan completas como las que ella había obtenido de Semenzato. Brunetti, que sabía lo mucho que se tardaba en conseguir esta información por la vía oficial, no tuvo más remedio que admitir que habían sido obtenidos extraoficialmente, lo que probablemente equivalía a decir ilegalmente. Así lo admitió, y siguió leyendo. Sotheby's y la taquilla del Metropolitan Opera de Nueva York, Christie's y el Covent Garden de Londres y la Sydney Opera House, seguramente, al regreso de un fin de semana en Taipei. La Capra se había hospedado, cómo no, en el Oriental de Bangkok, donde al parecer pasó un fin de semana. Al ver esto, Brunetti buscó la lista de los viajes y la liquidación de los pagos con tarjeta de crédito de Semenzato. Puso un papel al lado del otro. La Capra y Semenzato habían pasado en el Oriental las mismas dos noches. Brunetti separó las hojas de uno y otro y las dispuso encima de la mesa en dos columnas. Por lo menos en cinco ocasiones, Semenzato y La Capra habían estado en una ciudad extranjera en el mismo hotel y las mismas fechas.

  ¿Sentía el cazador esta emoción cuando veía las primeras huellas en la nieve o cuando oía un susurro de hojas a su espalda y al volverse descubría el vivo flamear de unas alas? La Capra y su nuevo palazzo, La Capra y sus compras en Sotheby's, La Capra y sus viajes al Próximo y al Lejano Oriente. Su camino se cruzaba repetidamente con el de Semenzato, y Brunetti sospechó que la razón era su común interés por las cosas muy bellas y muy caras. ¿Y Murino? ¿Cuántos de los objetos que adornaban el nuevo hogar del signor La Capra habían salido de su tienda?

  Brunetti decidió bajar al despacho de la signorina Elettra para darle las gracias personalmente pero abstenerse de preguntar por su fuente de información. La puerta del despacho estaba abierta, y ella tecleaba en el ordenador mirando la pantalla con la cabeza ladeada. Hoy las flores -observó Brunetti- eran rosas rojas, por lo menos, dos docenas, símbolo de amor y añoranza.

  Ella notó su presencia, levantó la mirada hacia él, sonrió y dejó de escribir.

  – Buon giorno, comisario. ¿En qué puedo ayudarle?

  – He venido a darle las gracias, bravissima Elettra, por los papeles que ha dejado en mi mesa.

  Ella sonrió, al oírle usar su nombre de pila, como si viera en ello un tributo y no una libertad.

  – No hay de qué darlas. Interesantes las coincidencias, ¿verdad? -preguntó sin tratar de disimular la satisfacción que le producía haberlas observado.

  – Muy interesantes. ¿Y las listas de llamadas telefónicas? ¿Las tiene?

  – Están verificándolas, para ver si hablaron el uno con el otro. Tienen las listas del teléfono del signor La Capra de Palermo además del teléfono y el fax que se hizo instalar aquí. Les he pedido que busquen si alguna llamada procedía del domicilio o el despacho de Semenzato, pero eso lleva más tiempo y probablemente no lo tendremos hasta mañana.

  – ¿Todo esto lo debemos a su amigo Giorgio? -preguntó Brunetti.

  – No; él está en Roma, haciendo un cursillo, de modo que les dije que el vicequestore Patta necesitaba esta información inmediatamente.

  – ¿Le preguntaron para qué la necesitaba?

  – Claro que sí, comisario. No querría usted que facilitaran esta clase de información sin la debida autorización, ¿verdad?

  – Por supuesto que no. ¿Y qué les dijo?

  – Que era un asunto confidencial. Asunto del Gobierno. Eso hará que trabajen más aprisa.

  – ¿Y si el vicequestore se entera? ¿Y si ellos se lo mencionan y le dicen que ha usado usted su nombre?

  La sonrisa de la muchacha se hizo más cálida todavía.

  – Les dije que él tendría que negar que estaba al corriente y que no le gustaría que le hablaran de ello. Además, me parece que están acostumbrados a hacer cosas tales como controlar teléfonos particulares y hacer listas de llamadas.

  – Eso me parece a mí también -convino Brunetti. E incluso tenía la impresión de que se guardaban grabaciones de lo que ciertas personas decían durante esas llamadas, una idea paranoica que compartía con buena parte de la población, pero no lo dijo a la signorina Elettra sino que le preguntó-: ¿Existe alguna posibilidad de que nos las den hoy?

  – Les llamaré. A lo mejor esta tarde.

  – ¿Tendrá la bondad de subírmelas si llegan, signorina?

  – Naturalmente -respondió ella, volviendo a mirar el teclado.

  Él fue hacia la puerta, pero antes de llegar, tratando de aprovechar el clima de confianza de los últimos minutos, dijo:

  – Signorina, perdone la pregunta, pero siempre me ha intrigado por qué vino a trabajar para nosotros. No todo el mundo renunciaría a un empleo en la Banca d'Italia.

  Ella dejó de escribir, pero mantuvo los dedos en las teclas:

  – Oh, me apetecía un cambio -respondió con naturalidad, y volvió a concentrarse en la escritura.

  «Sí, y los peces vuelan», pensaba Brunetti al subir a su despacho. Durante su ausencia, el calor se había hecho tórrido, por lo que abrió las ventanas unos minutos, aunque no del todo, para que no entrara la lluvia. Luego las cerró y volvió a su mesa.

  La Capra y Semenzato: el misterioso personaje del Sur y el director del museo. El hombre acaudalado con pasión por el lujo y el director de museo bien situado para satisfacerla. Eran una pareja interesante. ¿Qué otros objetos podía tener en su poder el signor La Capra? ¿Los tendría ya en su palazzo? ¿Se habían terminado los trabajos de restauración y, en tal caso, qué cambios se habían hecho? Sería fácil averiguarlo: no tenía más que ir al ayuntamiento y pedir que le enseñaran los planos. Desde luego, lo que figurara en los planos quizá no se pareciera mucho a lo que se había hecho en realidad, pero si preguntaba cuál de los inspectores municipales había firmado la licencia, podría hacerse una idea de la relación.

  Quedaba la cuestión de qué objetos podía contener el recién restaurado palazzo, pero averiguarlo exigía otra clase de planteamiento. En Venecia, ciudad en la que palazzi como el de La Capra se vendían a razón de siete millones de liras el metro cuadrado, no existía el magis
trado que librase una orden de registro sobre la base de una coincidencia de fechas en unas facturas de hotel.

  Brunetti decidió probar primero la vía oficial, lo que suponía hacer una llamada al otro extremo de la ciudad, a las oficinas del catasto, donde tenían que registrarse todos los planos, proyectos y cambios de propiedad. Tardó mucho en conseguir comunicación con el despacho adecuado, y su llamada deambuló por los teléfonos de funcionarios displicentes que, antes ya de que Brunetti tuviera ocasión de explicarles lo que quería, estaban seguros de que esa información debía dársela otra persona. Varias veces probó de hablar en veneciano, confiando en que el uso del dialecto le facilitara las cosas al demostrar a la persona que estaba al otro extremo del hilo que quien llamaba era no sólo un policía sino un veneciano nativo. Las tres primeras personas le contestaron en italiano -no eran venecianas- y la cuarta, en un sardo cerrado y totalmente incomprensible, por lo que Brunetti tuvo que recurrir otra vez al italiano; pero ni aun así. Finalmente, tras varias tentativas más, encontró lo que buscaba.

  Sintió viva alegría cuando oyó una voz de mujer que hablaba en el más puro veneciano y, por si fuera poco, con marcado acento de Castello. Olviden lo que dijo Dante de que si el toscano tiene dulce sabor. Ésta sí que era lengua para el deleite.

  Mientras esperaba pacientemente que la burocracia se aviniera a escucharle, Brunetti abandonó la pretensión de conseguir una copia de los planos, por lo que se limitó a pedir el nombre de la empresa que había hecho la restauración. Era Scattalon, una de las mejores y más caras de la ciudad. En realidad, esta firma tenía un contrato, más o menos a perpetuidad, para proteger el palazzo de su suegro contra los no menos perpetuos estragos del tiempo y las mareas.

  Arturo, el hijo mayor de Scattalon, estaba en el despacho, pero no estaba dispuesto a revelar a la policía datos de un cliente.

  – Lo siento, comisario, pero se trata de información reservada.

  – Lo único que me interesa es poder hacerme una idea aproximada del importe de las obras, diez millones más o menos -explicó Brunetti, que no comprendía por qué había de ser reservada o confidencial esta información.

 

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