by Donna Leon
– En general, los metales no me interesan, pero cuando lo vi no pude resistir la tentación. -Se lo mostró y sonrió cuando ella tomó el objeto y le dio la vuelta examinando una y otra cara.
– ¿Es una fíbula? -preguntó ella al ver un cierre del tamaño de un guisante en uno de los extremos. El objeto era tan largo como su mano, estrecho y afilado como una cuchilla. Una cuchilla.
Él sonreía encantado.
– ¡Muy bien! Sí, señora. Hay otra en el Metropolitan de Nueva York, pero yo diría que el trabajo de ésta es más delicado -dijo señalando con un grueso dedo una incrustación ondulada que recorría la superficie plana. Desinteresándose del objeto, él se volvió de espaldas a Brett y atravesó de nuevo la habitación. Ella, de cara a la hornacina, haciendo pantalla con su propio cuerpo, se guardó la fíbula en el bolsillo del pantalón.
Él se inclinó sobre otra vitrina y, al ver lo que había en ella, Brett sintió que le flaqueaban las rodillas y los huesos se le helaban de terror. Porque dentro de la vitrina estaba el vaso cubierto que había sido sustraído de la colección expuesta en el palazzo Ducal.
Él dio la vuelta a la vitrina, mirando a Brett a través del plexiglás.
– Ah, veo que ha reconocido el vaso, dottoressa. Es fabuloso, ¿verdad? Siempre había deseado uno de éstos, pero no se encuentran. Como muy acertadamente señala usted en su libro.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho asiéndose los hombros, para tratar de retener algo del calor que huía de su cuerpo.
– Hace frío aquí -dijo.
– Sí, ¿verdad? Tengo rollos de seda en esos cajones, y no quiero caldear la habitación hasta que pueda protegerlos en una cámara con regulación de temperatura y humedad. Así que tendrá que soportar esta incomodidad mientras esté aquí, dottoressa. Aunque ya habrá tenido ocasión de acostumbrarse a la incomodidad durante sus estancias en China.
– Y también por lo que sus hombres me hicieron -dijo ella en voz baja.
– Ah, sí, debe usted perdonarlos. Les dije que le hicieran una advertencia, pero mis amigos suelen mostrar un exceso de celo en lo que consideran que es la defensa de mis intereses.
Ella ignoraba por qué, pero sabía que aquel hombre mentía, y que sus órdenes habían sido directas y explícitas.
– ¿Y al dottor Semenzato, también tenían que hacerle una advertencia?
Por primera vez, él la miró con franco desagrado, como si el que ella dijera eso en cierto modo amenazara su control de la situación.
– ¿A él también? -preguntó ella con naturalidad.
– ¡Santo Dios, dottoressa! ¿Por quién me toma?
Ella optó por no responder.
– En fin, ¿por qué no decírselo? El dottor Semenzato era un hombre muy pusilánime. Bien, supongo que eso puede admitirse, pero después empezó a ser también muy codicioso, y eso ya es inadmisible. Fue tan necio como para sugerir que las dificultades que usted estaba creando merecían una compensación económica. A mis amigos, como le decía, les molesta ver mi honor en entredicho. -Frunció los labios y agitó la cabeza al recordarlo.
– ¿Su honor? -preguntó Brett.
La Capra no se extendió en explicaciones al respecto.
– Y luego la policía estuvo aquí haciendo preguntas. Por todo ello, he considerado conveniente hablar con usted.
Mientras él hablaba, Brett tuvo una revelación demoledora: si le hablaba de la muerte de Semenzato tan francamente era porque no tenía nada que temer de ella. Ella vio dos sillas arrimadas a la pared del fondo, fue hasta allí y se sentó pesadamente en una de ellas. Se sentía tan débil que dejó que su cuerpo se venciera hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas, pero el dolor de las costillas aún vendadas la obligó a erguir el tronco ahogando una exclamación.
La Capra le lanzó una rápida mirada.
– Pero no hablemos del dottor Semenzato, teniendo aquí con nosotros cosas tan bellas. -Tomó el vaso con las dos manos, fue hacia Brett, se inclinó y se lo mostró-; Mire esto. Fíjese en la fluidez de las líneas de la pintura, el movimiento de esas patas. Hubiera podido pintarse ayer, ¿no le parece? Una ejecución plenamente moderna. Una maravilla.
Ella miró el vaso que tan bien conocía y miró al hombre.
– ¿Cómo lo consiguió? -preguntó ella con cansancio.
– Ah -dijo él irguiendo el cuerpo y volviendo a la vitrina, en la que depositó cuidadosamente la cerámica-. Secreto profesional, dottoressa. No me pida que se lo revele -dijo, aunque era evidente que estaba deseando decirlo.
– ¿Fue Matsuko? -preguntó ella deseando saber por lo menos eso.
– ¿Su amiguita japonesa? -preguntó él con sarcasmo-. Dottoressa, a su edad, debería usted saber que no hay que mezclar la vida personal con la vida profesional, especialmente cuando se trata con gente joven. Ellos no tienen nuestra visión del mundo, no saben separar las cosas como nosotros. -Se detuvo un momento, como midiendo la profundidad de su sabiduría, y prosiguió-: Ellos tienden a tomarlo todo de un modo muy personal, a verse a sí mismos como el centro del universo. Y por eso pueden ser muy peligrosos. -Sonrió, pero no era agradable ver su sonrisa-. O también muy útiles.
Él volvió a cruzar la habitación y se quedó delante de ella mirándola a la cara.
– Claro que fue ella. Pero sus motivos no estaban muy claros. No quería dinero, y hasta se ofendió cuando Semenzato se lo ofreció. Tampoco quería perjudicarla a usted, dottoressa, en realidad, si eso puede servirle de consuelo. Simplemente, no se paró a pensarlo con calma.
– ¿Por qué lo hizo entonces?
– Oh, al principio por despecho, el clásico caso de amante abandonada que quiere vengarse de la persona que la ha hecho sufrir. No creo que llegara ni a comprender claramente lo que nosotros nos proponíamos, el alcance de nuestros planes. Estoy seguro de que creyó que sólo queríamos una pieza. Y hasta diría que ella deseaba que se descubriera la sustitución. Ello pondría en tela de juicio el criterio de usted. Al fin y al cabo, usted había seleccionado las piezas para la exposición y, si se descubría la sustitución cuando las piezas fueran devueltas, parecería que había elegido para la exposición una imitación en lugar de un original. Hasta después no se dio cuenta de lo inverosímil que parecería que hubiera falsificaciones en el museo de Xian, Pero entonces ya era tarde. Las piezas habían sido copiadas, dicho sea de paso, con un fuerte desembolso, lo cual, naturalmente, hacía aún más necesario que se utilizaran todas las copias.
– ¿Cuándo?
– Durante la operación de embalado en el museo. En realidad, fue muy fácil, más de lo que pensábamos. La japonesa protestó, pero ya era tarde. -Calló y miró a lo lejos, recordando-. Creo que fue entonces cuando comprendí que aquella muchacha acabaría siendo un estorbo. Y tenía razón.
– ¿Y por eso había que eliminarla?
– Naturalmente -dijo él con naturalidad-. Comprendí que no había otra solución.
– ¿Qué hizo ella?
– Oh, aquí nos causó bastantes molestias y cuando regresó a China y usted le dijo que varias de las piezas le parecían falsas, ella escribió una carta a sus padres, para preguntarles qué debía hacer. Naturalmente, entonces decidí que había que eliminarla sin más dilación. -Ladeó la cabeza con un gesto que anunciaba una revelación-: Francamente, me sorprendió que resultara tan fácil. Yo pensaba que en China era más difícil organizar esas cosas. -Movió la cabeza a derecha e izquierda lentamente, lamentando este nuevo ejemplo de contaminación cultural.
– ¿Cómo sabe que Matsuko escribió a sus padres?
– Porque leí la carta -respondió él con sencillez y enseguida puntualizó-: Quiero decir que leí una traducción.
– ¿Cómo la consiguió?
– Toda su correspondencia era interceptada. -Lo decía en un tono casi de reproche, como si ella hubiera tenido que adivinar por lo menos esto-. Por cierto, ¿cómo se las arregló usted para hacer llegar aquella carta a Semenzato? -Su curiosidad era real.
– La di a una persona que iba a Hong Kong.
– ¿Alguien de la excavación?
– No; un turista al que conocí en Xian. El hombre iba a Hong Kong y le pedí que la echara al correo allí. Sabía que así llegaría antes.
– Muy lista, dottoressa. Muy lista, sí.
Ella se estremeció de frío. Hacía ya mucho rato que no sentía los pies. Los levantó del suelo de mármol y los puso en el travesaño de la silla. La lluvia le había empapado el jersey y se sentía atrapada dentro de su ropa helada. Empezó a tiritar violentamente y cerró los ojos, esperando a que pasara el espasmo. El dolor que desde hacía días se mantenía latente en la mandíbula se había despertado y convertido en una llama viva.
Cuando Brett abrió los ojos, el hombre se había ido de su lado y estaba en el otro extremo de la habitación alargando los brazos hacia otro vaso.
– ¿Qué va a hacer conmigo? -preguntó ella esforzándose por mantener la voz firme y serena.
Él se volvió hacia ella, sosteniendo el vaso cuidadosamente con las dos manos.
– Creo que esta pieza es la más hermosa de todas las que tengo -dijo haciéndola girar ligeramente para que ella pudiera seguir el sobrio dibujo del contorno-. Viene de la provincia de Ch'ing-hai, al extremo de la Gran Muralla. Yo diría que tiene cinco mil años, ¿no le parece?
Brett lo miraba con pasividad y vio a un hombre grueso de mediana edad que sostenía en las manos un bol marrón decorado.
– Le he preguntado qué piensa hacer conmigo -repitió ella, interesada sólo en esto y no en el bol.
– ¿Hmm? -murmuró él distraídamente, dejando de contemplar el bol un momento para mirarla-. ¿Con usted, dottoressa? Lo siento, pero aún no he tenido tiempo de pensarlo. Era tanto mi interés por traerla a ver mi colección…
– ¿Por qué?
Él se quedó donde estaba, justo delante de ella. De vez en cuando, alargaba el brazo con el dedo extendido para hacer girar el bol un milímetro hacia un lado y luego hacia, el otro.
– Porque tengo muchas cosas hermosas y no puedo enseñarlas a nadie -dijo con un pesar tan evidente que no podía ser fingido-. La miró con una sonrisa amistosa que pretendía explicar muchas cosas-. Quiero decir a nadie que cuente. Porque si las enseño a personas que no entienden de cerámicas, no creo que puedan apreciar la belleza ni la singularidad de lo que ven. -Aquí calló, esperando que ella comprendiera su dilema.
Lo comprendía.
– ¿Y, si las enseña a personas que entienden de arte o cerámica chinos, sabrán de dónde han salido?
– Muy sagaz -dijo él alzando las manos con evidente satisfacción ante su perspicacia. Se le nubló la cara-. Es difícil tratar con gente que no entiende. En todas estas maravillas -describió con la mano derecha un ademán que abarcaba todo lo que había en la habitación- no ven nada más que ollas y vasos, y no perciben su belleza.
– Lo cual no les impide conseguírselas, ¿verdad? -preguntó ella sin tratar de disimular el sarcasmo.
Él encajó la frase con ecuanimidad.
– No, desde luego. Yo les digo lo que hay que conseguir y ellos me lo traen.
– ¿También les dice cómo conseguirlo? -Empezaba a costarle demasiado esfuerzo hablar. Quería que aquello terminara.
– Eso según a quién lo encargo. A veces tengo que ser explícito.
– ¿Tuvo que ser muy «explícito» con los hombres que envió a mi casa?
Ella le vio disponerse a mentir, pero entonces optó por cambiar de tema.
– ¿Qué le parece la colección, dottoressa?
De pronto, ella ya no pudo más. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.
– Le he preguntado qué le parece la colección, dottoressa -repitió él alzando la voz.
Lentamente, más por agotamiento que por obstinación, Brett movió la cabeza a derecha e izquierda con los ojos cerrados.
Con el dorso de la mano y de un modo enteramente casual, más como advertencia que como castigo, él le golpeó la cabeza a la altura de la sien. Era poco más que un cachete, pero fue suficiente para que la fisura de la mandíbula se abriera y cerrara con una explosión de dolor que ahuyentó de su cerebro el pensamiento y el conocimiento.
Brett se deslizó al suelo y quedó inmóvil. Él la miró un momento, fue hacia el pedestal, se agachó a coger la cubierta de plexiglás y la colocó cuidadosamente sobre el bol, lanzó otra mirada a la mujer que había quedado inconsciente y salió de la habitación.
22
Brett estaba de regreso en China, en la tienda instalada en la excavación para el personal arqueológico. Dormía, pero el saco estaba en mal sitio, y ella sentía en los huesos la dureza del suelo. La estufa de gas había vuelto a apagarse, y el frío cruel de la meseta esteparia le mordía las carnes. Se había negado a ir a la Embajada en Pekín a que le pusieran la vacuna contra la encefalitis y ahora había enfermado, había enfermado de encefalitis, ya sentía el primer síntoma, una jaqueca espantosa, ya se estremecía con las convulsiones de la fiebre mientras el cerebro se inflamaba con la infección mortal. Matsuko la había advertido, ella se había vacunado en Tokio.
Si tuviera otra manta, si Matsuko le trajera algo para el dolor de cabeza… Abrió los ojos, esperando ver la lona de la tienda, pero vio piedra gris debajo de su brazo, y una pared, y entonces recordó.
Cerró los ojos y se quedó quieta, tendiendo el oído, para averiguar si el hombre seguía en la habitación. Levantó la cabeza y consideró que el dolor era soportable. Sus ojos le confirmaron lo que ya le habían dicho los oídos: él se había ido, dejándola sola con su colección.
Se alzó sobre las rodillas y, apoyándose en la silla, se puso de pie. Le latían las sienes y la habitación le daba vueltas. Cerró los ojos hasta que se le pasó el vahído. El dolor partía de debajo de las orejas y le perforaba el cráneo.
Cuando abrió los ojos vio que un lado de la habitación era todo ventanas enrejadas. Se obligó a ir hasta la puerta para intentar abrirla, pero estaba cerrada. Al principio, el dolor se recrudecía a cada paso que daba, pero probó a relajar los músculos de la mandíbula y se le calmó mínimamente. Arrastró una silla hasta las ventanas y, muy despacio, se subió a ella. Al otro lado vio el tejado de la casa de enfrente. A la izquierda, más tejados y, a la derecha, el Gran Canal.
Seguía lloviendo intensamente, y de pronto ella notó la ropa mojada y pegada al cuerpo. Se bajó de la silla con movimientos inseguros y buscó en la habitación una fuente de calor, pero no la había. Se sentó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho, tratando de dominar el temblor que la sacudía, Apretó las manos contra los costados y notó un objeto duro. La fíbula. A través de la tela empapada del pantalón, la oprimió como si fuera un talismán.
Pasaba el tiempo; no hubiera podido decir cuánto. La luz que entraba por las ventanas menguaba, cambiando del plomo mate del día a la penumbra del anochecer. Sabía que tenía que haber luz eléctrica en la habitación, pero le faltaban las fuerzas para buscarla. Además, la luz no cambiaría nada; sólo podría reconfortarla un poco de calor.
Al fin oyó girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió para dar paso al hombre que antes la había golpeado. Detrás de él venía el joven que la había traído hasta aquí no recordaba cuánto tiempo atrás.
– Professoressa -empezó el más viejo con una sonrisa-, espero que ahora podamos continuar nuestra conversación. -Se volvió a decir algo al joven, en un dialecto que parecía siciliano, pero hablaba tan deprisa que ella no entendió nada. Los dos hombres fueron entonces hacia ella, y Brett no pudo resistir el impulso de levantarse y situarse detrás de la silla.
El más viejo se paró delante de la vitrina que contenía el bol marrón y se quedó mirándolo. El joven se mantenía a su lado y su mirada iba de su compañero a Brett.
Nuevamente, con la delicadeza del entendido que caracterizaba todos sus movimientos cuando manejaba las piezas de su colección, el hombre retiró la cubierta de plexiglás y levantó el bol. Cual un sacerdote que portara una ofrenda a un altar lejano, cruzó la habitación con el bol entre las manos.
– Como le decía antes de la interrupción, creo q
ue procede de la provincia de Ch'ing-hai, aunque también podría ser de Kansu. Seguro que comprende por qué no puedo hacerlo examinar por un perito.
Brett levantó el mentón y miró fijamente al hombre, miró al joven que se mantenía a su lado, como un acólito, miró el bol, vio su belleza y volvió la cara, desentendiéndose.
– Aquí puede verse -dijo el hombre haciendo girar ligeramente el bol- el punto de sellado de los aros. Es extraño, ¿verdad?, que parezca un vaso hecho en un torno. Y el dibujo. Siempre me ha interesado la forma en que los pueblos primitivos utilizaban las formas geométricas, casi como si pudieran adivinar el futuro y supieran que volveríamos a ellas. -Desvió la atención del bol, como si le costara trabajo, para mirar a Brett-: Como le decía, es la pieza más bella de mi colección. Quizá no la más valiosa, pero sí la que más quiero. -Rió entre dientes como el que comparte un chiste con un colega-. ¡Y lo que tuve que hacer para conseguirla!
Ella quería cerrar los ojos y los oídos, no escuchar este desvarío. Pero recordó lo ocurrido cuando había dejado de prestar atención y emitió un sonido interrogativo, no atreviéndose a hablar por el dolor que sabía que ello había de causarle.
– Un coleccionista de Florencia. Un viejo muy testarudo. Habíamos tenido tratos comerciales y cuando se entero de que me interesaban las cerámicas chinas me llevó a su casa para enseñarme su colección. Bien, cuando vi esta pieza, me enamoré. Comprendí que hasta que fuera mía no podría descansar.
Levantó el bol y lo hizo girar otra vez, contemplando la fina tracería de líneas negras que discurrían por el costado, se deslizaban sobre el borde y llegaban hasta el centro del recipiente.
– Le pedí que me lo vendiera, pero él se negó, me dijo que no le interesaba el dinero. Le ofrecí más, más de lo que valía el bol, y luego doblé la oferta. -Apartó los ojos del bol y la miró a ella, tratando de reconstruir y así explicar su indignación. Agitó la cabeza y volvió a mirar la pieza-. Él siguió negándose. Así que no tuve alternativa. Él no me dejó alternativa. Le hice una oferta más que generosa y no la aceptó. Entonces tuve que usar otros métodos.