Lord Tyger

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Lord Tyger Page 20

by Farmer, Phillip Jose


  La muerte de Eeva Rantanen era el último empujón, el que mandaría el sol hacia su abismo.

  El Pantano de las Mil Patas

  No había amado a la mujer de piel blanca tal y como había amado a Mariyam, Yusufu y Wilida. Pero la ternura que sentía hacia ella había ido aumentando, pese a que su compañía le frustrara, le enfureciera y le hiciera sentirse perplejo.

  Ahora su rabia era como el sol que se hunde, enfriándose pero aún rojo, y Ras no permitiría que acabara de hundirse en la gélida y entumecedora melancolía. El sol del cielo tenía que ocultarse, su sol interior no tenía que hacerlo. Quería vengarse. Quería matar a Bigagi por lo que había hecho, y quería matar a Igziyabher porque Él había enviado al Pájaro para que matase a Eeva. Ahora seguiría a Bigagi y terminaría con aquella tarea tan pronto como le fuese posible y después iría hasta el final del río y haría que Igziyabher pagase por sus actos, y después volvería al lago y, aunque no sabía cómo, llegaría hasta la cima del pilar de piedra y tanto el Pájaro como los hombres que iban dentro de él morirían.

  La bola roja que había en el horizonte de su cerebro empezó a subir. Ras podía verla claramente. Los colores de la bóveda interna empezaron a volverse más brillantes. El sol del interior podía ir hacia atrás, del oeste al este, trayendo de nuevo el día y librándose de la noche igual que una serpiente se desprende de su piel. Ésta era la diferencia entre el mundo inexorable que había fuera de su piel y el mundo interior.

  Volvió a la orilla. Al menos, no había dejado la bolsa y las dos hachas de los wantso en la balsa. Fue al arbusto detrás del que lo había arrojado todo cuando bajó de la balsa. Encontrar ramas del grosor y la longitud deseadas y cortarlas le tuvo ocupado hasta bastante después del mediodía. Ató las ramas con lianas, y después aún tuvo que perder más tiempo para cazar. Una flecha derribó a un loro, y desplumarlo, encender una hoguera y asarlo requirió otra hora. Cuando hubo terminado ya era demasiado tarde para ponerse en marcha.

  Pese a ello, media hora después, Ras se dio cuenta de que estaba demasiado impaciente para posponer el viaje hasta mañana. Apartó la balsa de la orilla, y el río la fue llevando suavemente por varios recodos durante un kilómetro y medio. El curso de agua se fue estrechando; la corriente aumentó de fuerza; la balsa empezó a ir más deprisa. De repente las orillas se apartaron bruscamente la una de la otra. Habían sido vecinas durante una gran distancia, pero ahora debían despedirse. El río ya no existía. El pantano, el Pantano de las Mil Patas, se extendía ante él, y la pértiga con la que había estado empujando la balsa se hundió apenas un metro en el agua marrón antes de quedar absorbida por el fango. Ras tuvo que manejarla con mucho cuidado para impedir que éste la engullera.

  Ahora el sol se encontraba detrás de las montañas. El cielo, visible a retazos a través de las hojas y las ramas, seguía siendo de un azul brillante. Bajo las ramas, la penumbra iba haciéndose cada vez más espesa. Las lianas colgaban por todas partes, como si aquí hubiera una ciudad de serpientes que se suspendieran de sus colas para sorber el agua. Racimos de nenúfares aplanados y muy gruesos se iban abriendo de mala gana ante la balsa. Un gran insecto pasó cerca de Ras, tan cerca que su mejilla sintió el viento creado por sus alas. Un pensamiento triste en un lugar triste.

  El agua cubría la balsa, y Ras sentía su calor en los pies. Algo delgado y pegajoso cayó sobre su rostro, y Ras se agazapó para quitárselo. Después alzó la mirada para ver a una araña tan grande como su cabeza que bajaba rápidamente por su tela hacia la fuente de aquella perturbación. La negrura ya casi era total, pero Ras había visto la suficiente cantidad de ellas bajo la luz diurna durante su primer viaje al pantano y sabía que era de color púrpura, con minúsculos crecientes lunares amarillos por todo su cuerpo, y sus ocho ojos eran de color escarlata.

  Los wantso decían que una mordedura de aquella boca ribeteada de amarillo haría que un hombre gritase hasta ahogarse a sí mismo para ponerle fin a su agonía. Aunque Ras no estaba totalmente seguro de creer en aquellas historias, no tenía intención de comprobar su veracidad, y lo cierto es que las arañas tenían aspecto de ser venenosas.

  Algo se deslizó por el agua junto a la balsa, dejando una curva plateada a su paso. Ras sacó la pértiga de un tirón y estrelló su extremo en la parte más oscura de la negrura. La pértiga dio en algo sólido, algo que empezó a debatirse en el agua. Ras empujó la balsa hacia delante mientras la vieja herida de su pie ardía con el fantasma de una mordedura de víbora.

  Unos segundos después algo duro y frío le rozó el hombro. Ras lanzó un grito ahogado y se arrojó de bruces sobre la balsa. La balsa siguió avanzando. Ras siguió tendido durante un rato, el cuerpo tembloroso. Cuando se puso de rodillas y empezó a usar nuevamente la pértiga se mantuvo medio encogido, mirando todo el rato a derecha e izquierda. Una telaraña le cubrió la cabeza. Mientras se la quitaba, algunas de las hebras más largas se le pegaron a los dedos. Su mano se cerró sobre el vacío y reseco cascarón de una mariposa de gran tamaño y la arrojó al agua. La mariposa se alejó, una cruz que giraba lentamente flotando sobre el agua.

  La noche seguía siendo cálida, pero Ras tenía la piel de gallina. Sentía como si los insectos acuáticos que moran en las frías profundidades de un manantial de montaña estuvieran arrastrándose por todo su cuerpo. La sensación era tan vívida que no pudo contenerse y se tocó el hombro para asegurarse. Esto era mucho peor que encontrarse en una jungla llena de leopardos. Aquí no había belleza alguna. Las arañas y las serpientes estaban teñidas por la negrura de la noche, vestidas con el silencio y el veneno. Las arcadas que formaban las gruesas ramas bajas y los troncos, oscuros y achaparrados, parecían una puerta tras otra, y todas llevaban a la muerte. Las telarañas se agarraban a él como si fueran manos débiles pero insistentes. Aquella sustancia gris y pegajosa estaba envolviéndole cada vez más apretadamente, encerrándole en un capullo igual que si fuera una gran mariposa servida a las arañas. Incluso el extremo superior de la pértiga se había vuelto gris debido a las telas; ahora la misma pértiga se había convertido en un largo y flaco fantasma. Ras pensó que era como el fantasma de una serpiente, y un instante después deseó que le fuera posible no pensar en serpientes.

  ¿Cuándo saldría la luna? Entonces habría luz allí arriba, entre las hojas y las lianas, y un poco de esa luz se filtraría hasta aquí abajo. Entonces por lo menos podría ver a las grandes arañas justamente como eso, como arañas, y no confundiría el gran nudo de un tronco con una araña esperando el momento adecuado para saltar sobre él, y no creería que cada liana era un reptil.

  Casi dio un salto. Una masa de oscuridad corría por la rama que tenía delante. Ras la golpeó con la pértiga, pero falló. La balsa empezó a ir más despacio y chocó con el tronco de un árbol. Ras no podía oír nada aparte de su respiración. Después..., el roce de algo sobre la madera.

  Se dio la vuelta, pero no pudo distinguir nada más que un débil destello lejano que se encontraba al final de las interminables hileras de arcos formados por ramas y troncos. Lanzó un profundo suspiro. En este lugar había muchas cosas que daban miedo, pero, ¿por qué asustarse de esa manera? ¿Sería quizá debido a los cuentos con que le había llenado la cabeza Mariyam desde que había sido lo bastante mayor para hablar? ¿O era el que hubiese estado a punto de morir por una mordedura de víbora? ¿O era quizá alguna otra cosa, algo tan viejo como la mismísima muerte?

  El pantano apestaba. Ahora las flores de las plantas acuáticas eran invisibles, pero emitían el mismo olor que el de una rata que llevase dos días muerta. La madera muerta, saturada de agua y de gusanos ahogados, añadía una sutil pestilencia a ese olor. El agua se movía lentamente pero se movía pese a todo, por lo que no debería tener ese olor de estancamiento. Aun así, apestaba. Cargada de fango, se movía tan lentamente como la sangre de un hombre que agoniza. Incluso tenía el olor de la sangre. Tenía el olor de muchas cosas desagradables.

  Es mi nariz la que piensa todo eso, se dijo Ras, mi nariz que se llena de olores que son ideas temerosas y enloquecidas. El agua no apesta a sangre. Soy yo qu
ien piensa eso, nada más. Las arañas no están esperando lanzarse sobre mí. Me tienen miedo. Si alguna cayera sobre mí sería por puro accidente. ¡Y las serpientes! Si se me acercan será sólo por casualidad. No me atacarán; no pueden comerme, y lo saben. Pero siempre es posible que ocurran accidentes.

  Cuando entró en el pantano por primera vez, seis años antes, sólo había avanzado unos pocos metros bajo los árboles antes de ser mordido. En aquel entonces le pareció que la víbora estaba esperándole. Había sido enviada allí por Igziyabher para impedirle que entrara en el pantano.

  Por lo tanto, si ahora Igziyabher no quería que cruzara el pantano, haría caer sobre él una araña gigante.

  —¡Pues déjala caer sobre mí!—gritó Ras—. ¡La aplastaré y seguiré adelante!

  No ocurrió nada. Ras siguió impulsándose con la pértiga, y por fin la luna se alzó en el cielo, igual que si hasta entonces no hubiera tenido ganas de manchar su gloria con el mal del pantano. Sus rayos bailaron sobre las hojas de las ramas más altas, revoloteando en la ligera brisa que las agitaba. Bajo ellas, la atmósfera estaba tan quieta como el animal emboscado a la espera de su presa. Un poco de luz logró serpentear por entre las hojas y manchar el agua aquí y allí con la claridad lunar, o teñir de verde y gris un montículo, o pintar un verde medio putrefacto sobre un retazo de vegetación, y en un momento dado le mostró un tallo largo y delgado que se inclinaba bajo el peso de una flor, amarilla como un muerto, que brotaba de una grieta en el tronco de un árbol. La luz de la luna tocaba las telarañas igual que si fueran las cuerdas de un arpa, el tañido no podía oírse, pero Ras lo percibía. Un objeto de forma redonda con doce largas patas pasó corriendo por una telaraña, produciendo un oscuro destello purpúreo, y se esfumó. La telaraña era asimétrica, con espesos grupos de hebras formando una enloquecida proliferación de diamantes en algunas zonas y apenas unas pocas hebras ampliamente separadas entre sí en otras. Ras pensó que la araña que había tejido esa tela debía estar enferma o trastornada.

  ¿Qué ideas enfermizas podían apoderarse de la mente de una araña loca? ¿Minúsculas cosas rojas que avanzarían saltando sobre muletas absurdamente torcidas, cruzando el negro y esponjoso suelo de aquella mente infinitesimal? ¿Irían dando saltos hacia una mota brillante, el diamante resquebrajado que había en el corazón de aquel cerebro con el tamaño de un puntito de polvo, para adorarlo y calentarse las garras ante su llama cristalina? ¿Y, arriba, habría quizá grietas irregulares por las que caería la luz de cada ojo, luz filtrada por las telas que había dentro de los tallos que sostenían esos ojos?

  Un chapoteo. Ras dio un salto y lanzó una maldición en amárico. Un instante después se rió al ver aparecer la cabeza de una gran rana en mitad de un charco luminoso. El pesado croar de una rana empezó a sonar cerca de él: gurrook-gurronk. Otras ranas se unieron al coro. De repente el pantano se había vuelto menos amenazador. Ras siguió empujando la balsa hacia delante. La rana le precedía, nadando hacia su objetivo, fuera el que fuese. Ras pensó que probablemente sería una hembra o algo que comer.

  De repente la rana desapareció bajo el agua. Pero no se había zambullido. Se había levantado de golpe, con sus patas palmeadas agitándose hacia lo alto, y luego se había visto arrastrada hacia abajo, dando la vuelta sobre si misma. Por un breve segundo Ras pudo ver la cola negra y aplanada de algún animal, y después sólo quedaron las ondulaciones del agua y una burbuja solitaria, muy grande, que tardó bastante tiempo en reventar.

  Los arcos que tenia delante estaban cubiertos por más telarañas. Ahora Ras podía verlas gracias a la luz lunar, e iba rompiéndolas con su pértiga, limpiándola de vez en cuando, impulsándose después hacia la siguiente telaraña. Las arañas bajaban corriendo hacia lo que creían haber capturado en sus hebras, y se detenían bruscamente cuando éstas eran destruidas. Ras alzaba la pértiga para golpear a las arañas o para empujarlas y hacer que se retirasen. En una ocasión una de las arañas cayó sobre la balsa, y Ras casi logró

  volcarla en sus esfuerzos por apartarse de ella y, al mismo tiempo, aplastarla con la pértiga. La araña avanzaba y retrocedía rápidamente y, de repente, se lanzó hacia él. La pértiga la golpeó en mitad de su salto y la mandó hacia el agua y la oscuridad.

  Aquello continuó durante toda la noche. Al amanecer ya estaba en una zona donde las telarañas eran escasas y de poco grosor. Los árboles no estaban tan juntos. El agua empezó a perder profundidad, y la balsa acabó atascándose en el barro. Ras tuvo que abandonarla y caminar por el agua, que sólo le llegaba hasta los tobillos, o por el barro. Suponía que en el pantano había caminos que la balsa podía recorrer, va que los sahrrikt y los wantso cruzaban toda su extensión en botes cuando hacían incursiones. Pero encontrarlos requeriría demasiado tiempo. Le pareció que sería mejor avanzar a pie, aunque la sola idea hacia que se estremeciera de repugnancia. La vegetación que emergía del agua era lo bastante densa como para ocultar a las serpientes. Ras fue usando la p‚pértiga para tantear ante él, lo que le obligaba a un avance lento y lleno de nerviosismo.

  El fango le llegaba algunas veces hasta los tobillos y otras hasta por encima de las pantorrillas. Sus pies salían de él con un ruido de succión, igual que si el pantano estuviera intentando engullirle. La hierba era dura y sus bordes tenían la forma de los dientes de una sierra que iba hiriéndole las piernas. En una ocasión fue mordido por un pequeño insecto. El dolor hizo que saltara, y un grito escapó de sus labios. Pasado un rato la mordedura cesó de dolerle, pero dejó en su pierna una marca púrpura tan grande como la yema de su pulgar.

  Después de haber avanzado un kilómetro y medio de esa forma empezó a encontrar algunos trozos de tierra más seca y a un nivel ligeramente superior al del pantano. Entonces avanzó con una cautela todavía mayor, pues le parecía que Quizás estuviera aproximándose al final del pantano. Una serpiente que tendría un metro veinte de largo, con la cabeza de un negro reluciente y el cuerpo de un apagado color escarlata, intentó escapar a su pértiga. Ras le partió el lomo, le cortó la cabeza, la despellejó, le quitó las entrañas y se la comió cruda.

  Aún no había terminado de comérsela cuando oyó gritos delante de él. Arrojó al suelo los restos de la serpiente y se arrastró por el fango, tan silenciosamente como le fue posible. Ante él había un pequeño brazo de agua, y la pequeña colina o islita de la que venia el ruido. Antes de que empezaran a bajar de nivel, las aguas le llegaron hasta la cintura. La pequeña isla estaba cubierta de árboles, y entre sus troncos había una vegetación bastante densa. Aquí los árboles estaban lo bastante cerca unos de otros como para permitirle viajar por las ramas, si lo hacia con cautela.

  Subido a un árbol situado casi al extremo de la isla, Ras pudo contemplar una extensión de tierra llana y de aspecto arenoso, casi negra, que tendría unos veinte metros de largo. Al otro lado de ella se encontraba otra islita no tan alta como aquella en la que se encontraba él. Aunque también se hallaba cubierta de árboles, allí estaban lo bastante separados como para permitirle distinguir ocasionalmente los movimientos de dos hombres. Los dos vestían túnicas blancas. Ambos eran delgados y tendrían aproximadamente un metro noventa de estatura. Sus pieles eran de un marrón oscuro y tenían las piernas largas y flacas. Se movían dando saltitos, gruñendo o gritando, y uno de ellos blandía una lanza mientras el otro le atacaba con una espada.

  El hombre de la espada era Gilluk, rey de los sharrikt.

  Carcelero, ¿quién es el cautivo?

  Tres años antes, una de las visitas periódicas que Ras hacia a la aldea de los wantso coincidió con el tercer día de la captura de Gilluk. Desde su puesto de observación situado en un árbol al otro lado del río, delante de la puerta oeste, Ras había visto la jaula que había delante de la Gran Casa. La jaula de bambú tenia unos dos metros de alto por ochenta centímetros de ancho. Estaba colgada de una cuerda atada a una caña de bambú situada en posición horizontal, sostenida a cada extremo por tres postes de madera muy resistente. Tanto la jaula como los soportes habían sido construidos especialmente para aquella ocasión, como descubrió Ras cua
ndo se acercó lo suficiente para poder oír algo.

  Escuchó hablar a las mujeres que quitaban las malas hierbas de los campos y a los centinelas de la puerta norte. Toda la aldea había estado oscilando violentamente del júbilo al temor. La captura del rey de los sharrikt sería algo sobre lo que se hablaría y se cantaría durante generaciones enteras. Los wantso habían capturado a otros sharrikt (el último de ellos cuatro años antes), pero jamás habían hecho prisionero a un rey. Seria tratado como correspondía a la realeza, antes de que se le quemara vivo dentro de la jaula, su tortura duraría por lo menos un mes, si es que no más tiempo. Aquella era la causa del júbilo. El temor venia motivado por la posibilidad de que los sharrikt acudieran en gran número para rescatar a Gilluk. Había sido necesario colocar centinelas adicionales en la aldea, y también se habían mandado exploradores para que averiguaran los movimientos de los sharrikt. Aquello había causado ciertas dificultades, pues los wantso no podían permitirse tener a tantos hombres ocupados en esas dos tareas. Los guardias y los exploradores tendrían que haber estado cazando. La reducción en el suministro de carne ya había ocasionado algunas quejas. Tibaso, el jefe, había reunido a sus hombres y pronunciado un discurso en el que les instaba a que tuvieran paciencia y soportaran las privaciones. Si sus esposas se quejaban por ello, era misión suya hacerlas callar. Estaban pasando por una grave crisis pero, al mismo tiempo, aquel era un momento de gran alegría. Nada tan bueno como aquello podía ocurrir sin exigir sacrificios, trabajo duro, una devoción incesante al deber y una vigilancia que no conociera el desfallecimiento.

 

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