—¿Viene de la Tierra de los Fantasmas?
—Viene de la Tierra de los Fantasmas —había dicho Bigagi—. ¡Pero este fantasma no es ningún fantasma!
—¡Este fantasma no es un fantasma!
Bigagi había empezado a pasearse ante ellos blandiendo su lanza hacia la oscuridad que había fuera de las empalizadas.
—Este fantasma no es ningún fantasma. No es un fantasma. Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu.
—¿Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu? —canturrearon todos.
—¡Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu!—les había dicho Bigagi—. ¡Ha sido el mismo fantasma quien me lo ha contado!
—¿Ha sido el mismo fantasma quien te lo ha contado?
—Fue el mismo fantasma que no es un fantasma quien me lo contó. Eso ocurrió cuando yo era pequeño, antes de convertirme en un hombre. Wilida, Sutino, Fuwitha, Pathapi y yo jugábamos con el fantasma cuando yo era niño. ¡Jugábamos con él en los arbustos, a la orilla del río!
—¡Ahh!—jadearon los hombres.
—Ahora Sutino está muerto y es un fantasma. No se lo podéis preguntar a menos que Wuwufa hable por nosotros. Pero si no me creéis, preguntádselo a Wilida o a los que aún están vivos.
—¿Preguntádselo a Wilida o a los que aún están vivos?—habían
dicho los hombres.
—¡Os dir n que no miento!
—¡Este fantasma se llama Lazazi Taigaidi!
—¡El fantasma se llama Lazazi Taigaidi!
—¡Este fantasma no es ningún fantasma!
—¡Este fantasma no es ningún fantasma!
—¡Este fantasma sangra!
—¡Ahh! Este fantasma sangra!
—¡Le he visto sangrar! ¡Su sangre es roja!
—¡Su sangre es roja! ¡Ahh!
—¡La sangre de fantasma es blanca! ¡La sangre de fantasma es blanca!
—¡La sangre de fantasma es blanca!
—¡El fantasma derrama sangre roja!
—¡El fantasma derrama sangre roja!
—¡Este fantasma no es ningún fantasma! ¡Este fantasma es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu!
Antes de que los hombres pudieran repetir lo dicho por Bigagi, Tibaso, el jefe, les interrumpió.
—¿Y acaso el hijo de un gran espíritu no es un fantasma?
—¡Este fantasma puede morir!—había gritado entonces Bigagi—. ¡Por lo tanto, no es un fantasma!
—¿Este fantasma puede morir?
—¡Ahh! —había dicho Tibaso—. Pero este fantasma vive en la Tierra de los Fantasmas. ¿Habrá algún hombre vivo que se atreva a vivir en la Tierra de los Fantasmas?
—¡Shabagu, nuestro gran antepasado, nos llevó a esta tierra!—había gritado Bigagi.
—¡Shabagu, nuestro gran antepasado, nos llevó a esta tierra!
—Shabagu era el hijo de un gran espíritu—había dicho Bigagi—. Su madre era Zudufa, una mujer wantso.
—Shabagu era el hijo de un gran espíritu. Su madre era Zudufa, una mujer wantso.
—¡Shabagu murió!—había gritado Bigagi.
—¡Ahh! ¡Shabagu murió! ¡Cierto, cierto, murió!
—¡Lazazi Taigaidi es el hijo de un gran espíritu! ¡Shabagu era el hijo de un gran espíritu! ¡Shabagu murió! ¡Lazazi Taigaidi puede morir!
—¡Ahh! ¡Puede morir! ¡Puede morir!
Los hombres agitaron sus lanzas y gritaron: «¡Puede morir!», una y otra vez.
Wuwufa se levantó de un salto del sitio donde estaba acuclillado y empezó a bailar. En su mano agitaba una vara a cuyo extremo había tres calabazas que contenían guijarros.
—¡Puede morir!—había gemido—. ¡Puede morir! ¡El Chico-Fantasma puede morir!
Los guerreros se habían puesto en pie y empezaron a bailar mientras cantaban: «¡Puede morir!».
Tibaso se levantó de su trono y golpeó la plataforma de tierra con la punta de su vara. Los hombres dejaron de bailar.
—Entonces, ¿quién matará al fantasma?
—¡Este fantasma no es ningún fantasma!—había dicho Bigagi—.¡Yo mataré al hijo de una hembra de mono y un gran espíritu! ¡Yo, Bigagi, con la lanza de mi padre!
Unos segundos después la lanza arrojada por Ras se estrelló en el suelo a los pies de Bigagi. Su astil tembló durante unos momentos. Los hombres se quedaron callados, se miraron unos a otros y miraron a su alrededor, poniendo los ojos en blanco. En ese momento Ras lanzó el prolongado grito ululante que Yusufu le había enseñado. Los hombres alzaron la vista y, gracias a la luz del fuego, vieron la blanca silueta de Ras en la rama que estaba sobre la choza de Wuwufa.
Huyeron hacia sus casas con tal rapidez que tropezaron y chocaron unos con otros, gritando y chillando. El único que no buscó refugio fue Wuwufa. El viejo estaba tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos y moviendo la boca, con la saliva brotando de sus labios y el cuerpo agitado por las convulsiones.
Ras lanzó nuevamente su grito y se marchó.
A la siguiente visita descubrió que Bigagi se había quedado con su lanza. Ahora Bigagi afirmaba que Lazazi Taigaidi podía ser muerto con su propia lanza y que él, Bigagi, se encargaría de matarlo.
Cuando la noche estaba bien avanzada Ras entró en la aldea y cogió su lanza, que Bigagi tenía junto a él mientras dormía. Cuando iba por el círculo exterior de chozas para volver hacia el árbol sagrado se paró. ¿Por qué no ir a la choza de Wilida?
Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea. Fue hacia su choza, que se encontraba en el círculo interior, delante de la casa más cercana a la puerta oeste. Tal y como había hecho en la cabaña de Bigagi, apartó cautelosamente uno de los lados de la esterilla de bambú que servía como puerta durante la noche. En los extremos inferiores de la esterilla había unas cuerdas que la ataban a unos pequeños postes. Ras se deslizó de lado por entre el extremo de la esterilla y el marco de la puerta, entrando en la choza. Una vez dentro esperó hasta que sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra. La choza estaba dividida en dos habitaciones por una pared de bambú que no llegaría al metro ochenta de altura. El padre y la madre de Wilida dormían en la habitación situada más hacia dentro. Wilida y su hermano, que tenía siete años de edad, estaban durmiendo en unas esterillas situadas una a cada lado de la primera habitación. Ras se tendió junto a ella y le murmuró su nombre al oído. Al oírla gemir suavemente Ras puso una mano sobre su boca. Entonces Wilida despertó del todo e intentó levantarse, pero Ras le hizo bajar la cabeza y le habló en un feroz murmullo. Wilida dejó de luchar, aunque su cuerpo temblaba violentamente. Ras tenía la otra mano sobre su pecho, y había sentido cómo su corazón exprimía con fuerza los jugos del terror.
—No te haré daño, Wilida—le dijo—. Si no gritas apartaré mi mano de tu boca.
Wilida asintió y Ras apartó su mano.
—Oh, Ras, ¿qué‚ quieres? —le había dicho ella en voz baja.
—¡A ti, Wilida! Hace mucho tiempo que te deseo. Y tú, ¿es que no me has deseado también?
Entonces Wilida le había besado, pero antes de que Ras pudiera devolverle el beso le dijo:
—¡Espera!
Se puso en pie y atravesó la habitación, hurgando en varias marmitas cuyo tintineo había puesto algo nervioso a Ras. Después volvió junto a él y le dijo:
—He tomado la poción que me impedir concebir.
—¿Por qué‚ no quieres llevar dentro a mi hijo?—le había dicho él.
—Porque sabrían que era el niño del fantasma. Lo arrojarían a los cocodrilos y a mí me echarían a la hoguera.
Una hora después‚ el hermano de Wilida se incorporó en su esterilla y empezó a llorar. A Ras no le extrañó demasiado que llorase, teniendo en cuenta todo el ruido que habían estado haciendo.
La madre de Wilida dijo algo a gritos, y Wilida le respondió diciendo que ella se encargaría de consolar al niño, que debía haber tenido una pesadilla. Ras se había movido para quedar oculto por su cuerpo. Cuando Wilida se apartó de él para ir haci
a donde estaba su hermano quedó al descubierto, pero Ras permaneció inmóvil, esperando que la oscuridad haría que Thizabi no se fijase en aquel bulto blanco que había encima del suelo.
Wilida había calmado a su hermano y el niño acabó volviéndose a dormir. Después le pidió a Ras que se marchara, porque aquello había sido demasiado peligroso para los dos. Le había prometido que volvería a encontrarse con él apenas tuviera ocasión de hacerlo, pero tendría que ser fuera de la aldea.
—He oído hablar a las mujeres—le había dicho después—. ¡Creen que Seliza ha estado reuniéndose contigo en la espesura! ¿Es cierto eso?
Ras era muy hábil mintiendo, pues había descubierto que era el mejor sistema para escapar al castigo de sus padres.
—Oh, no se me ocurriría tocar a Seliza ni aunque lo necesitase tanto que tuviera esto tan largo como una lanza. ¡Tú eres la única a la que deseo, Wilida¡
Abandonó la aldea una hora antes del amanecer, justo cuando de la choza de Bigagi brotaba un grito. Las casas vomitaron a sus ocupantes y todos se congregaron alrededor de Bigagi, quien les dijo que se había despertado y enseguida se había dado cuenta de que la lanza del Chico-Fantasma había desaparecido. ¿Quién la había cogido?
Bigagi apenas acababa de hacer la pregunta cuando esa misma lanza salió volando de la oscuridad para caer en el centro de la aldea, cerca de la plataforma de tierra, y fue seguida por un grito ululante. En menos de diez segundos todos los presentes, Bigagi incluido, habían vuelto al interior de sus chozas.
Ras bajó por el árbol y volvió al sitio donde estaba enjaulado Gilluk. Gilluk había empezado a superar su miedo. Le enseñó su lengua, y Ras no tardó más de unos veinte días en ser capaz de mantener una conversación fluida a un nivel sencillo. Gilluk había aprovechado que su carcelero aprendiese el idioma de los sharrikt para quejarse de lo incómoda y pequeña que resultaba su jaula. Ras le construyó una más grande.
Un mes después Gilluk había vuelto a quejarse. Ras construyó una jaula que realmente más parecía una casa, un cubo de ocho metros por ocho y tres metros. La jaula tenía un tejado hecho con hojas de palmera y esterillas que podían desenrollarse para formar paredes.
Gilluk se quejó de que su comida no estaba lo bastante bien cocinada. A partir de entonces Ras siempre le sirvió la carne bastante asada.
Gilluk se había quejado de que sufría por no tener ninguna mujer a su alcance. En su hogar tenía tres esposas, a cada una de las cuales debía satisfacer todas las noches salvo, naturalmente, durante los períodos menstruales en los que estaba prohibido tocarlas. De lo contrario...
—De lo contrario, ¿qué?—le preguntó Ras.
—De lo contrario todos pensarían que empiezo a perder las fuerzas, y un rey que se debilita significa un reino débil. Si eso ocurriera me darían de comer a nuestro dios, el cocodrilo Baastmaast.
—No puedo hacer nada respecto al problema de las mujeres—le había dicho Ras—. Tendrás que hacer el amor con tu mano.
—Un rey no puede hacer eso—le había dicho Gilluk—. Eso sólo pueden hacerlo los muchachos.
—¿De veras?—le había dicho Ras—. Quizá eso sea cierto para los sharrikt, pero jamás se me ha ocurrido ninguna razón por la que deba sufrir y aguantarme, aunque mis padres me dicen que debo hacerlo. En algunos aspectos me recuerdas a mis padres... Pero cuéntame más cosas sobre vuestras curiosas costumbres.
Un día, Ras se había dirigido a él como rey y Gilluk le había respondido:
—Ya no soy el rey. En cuanto perdí a Tookkaat, la espada divina, dejé de ser rey. Podría volver a convertirme en rey durante la séptima luna nueva del año cuando el guardián de la espada, es decir, el rey actual, tenga que internarse a solas en el Gran Pantano y una vez allí deba defenderse durante siete días contra todos los que se le acerquen.
Gilluk le explicó que cualquier persona de sangre real que fuera capaz de matar al rey durante ese período de tiempo se convertía en rey. Durante los últimos siete años Gilluk había logrado matar a todos los que entraron en el Gran Pantano para enfrentarse a él. Pero ahora daba la impresión de que la espada había decidido abandonarle.
—¿Qué harías si te dejase en libertad?—le había preguntado Ras.
—Me escondería en el Gran Pantano hasta que llegara la séptima luna nueva. Después mataría a quien sea rey ahora y volvería a mi aldea. Pero si regreso a ella antes de ese momento el rey ordenará que me maten. Estará en su perfecto derecho y será un estúpido si no lo hace. En todo mi pueblo no hay ningún guerrero tan grande como yo.
—¿Cuántos hombres de sangre real hay entre tu gente?
—Todos los sharrikt son de sangre real.
—Yo soy el hijo de Dios—le había dicho Ras—. ¿Crees que los sharrikt me aceptarían como rey si matase al hombre que posee la espada?
Gilluk había tardado tanto tiempo en responder que la pregunta debía haberle dejado realmente sorprendido, o quizá fuese que no tenía ni la menor idea de cómo responder a ella.
—¿Cómo es posible que un hombre que no pertenece al pueblo de los sharrikt sea rey de los sharrikt? —había acabado diciendo.
—No veo por qué‚ no puede serlo—había contestado Ras.
—No ha sucedido nunca.
—¿Quiere decir eso que no puede suceder?
—Las manos de mi mente son incapaces de aferrar esa idea—había dicho Gilluk.
—¿Qué‚ ocurriría si matase al hombre que posee la espada y entrara en la aldea de los sharrikt llevándola conmigo?
—Creo que los sharrikt no sabrían qué‚ hacer. Puede que te mataran, puede que salieran huyendo, y puede que no te hicieran ningún caso.
—No hacerme caso resulta bastante difícil—había señalado Ras.
Unas cuantas semanas después‚ Gilluk había protestado diciendo que necesitaba más espacio.
—Pero si ahora tienes dos habitaciones—había dicho Ras—.Tienes una casa tan grande como cualquiera de los wantso..., dejando aparte a su jefe, claro está , y él vive en la Gran Casa, que además es un sitio donde adorar a los dioses.
—La casa que paseo en mi tierra tiene muchas habitaciones—le había respondido el rey—. Tiene más habitaciones que dedos tengo yo en las manos y los pies. Está hecha de piedra y tiene tres pisos de alto. Y, además, tiene un gran porche de madera que da la vuelta a todo el segundo piso, y también tiene un patio muy espacioso en el centro.
—Cuando eras rey tenías todo eso porque vivías en la casa del rey—le había dicho Ras—. Ahora ya no eres rey.
—Sí, pero aún me porto como un rey y tengo las costumbres de los reyes.
Sin saber muy bien por qué razón, Ras se sintió obligado a construirle por lo menos otra habitación. Gilluk se había sentido un poco más feliz, pero no quedó totalmente satisfecho. A esas alturas Ras ya había empezado a interesarse por el arte de la construcción, y también sentía cierta curiosidad por saber hasta dónde acabarían llegando las exigencias de Gilluk, por lo que le construyó dos habitaciones más.
Gilluk dijo que la casa era excelente, aunque le faltaba un porche en el cual pudiera tomar el aire.
Ras construyó el porche. El rey le observaba de vez en cuando y luego le sugería mejoras o formas de trabajar con mayor eficiencia.
Cuando Ras hubo terminado el porche tuvo que construir una jaula
gigantesca para rodear la casa. No podía permitir que Gilluk saliera
al porche a menos que tuviera algún medio de impedirle que se
marchara, y tuvo que construir una jaula muy sólida, a la que luego
debió añadir un tejado para que Gilluk pudiera pasear por el peque¡
ño patio cuando llovía.
Mientras construía la casa, Ras necesitaba también tiempo para cazar y cocinar para el rey, aparte de lo cual iba a su casa cada pocos días para visitar a sus padres, y además iba a la aldea de los wantso para observarles, para hacer el amor con Wilida o, si ésta no podía escaparse, con Seliza y también con Fuwitha. Una noche se encontró con Thiliza, la más joven de las esposas del je
fe, cuando ésta volvía del río llevando una olla de agua. Thiliza estuvo a punto de sufrir un desmayo, pero Ras le habló en voz baja y suave mientras sostenía un cuchillo junto a su garganta, y pasado un rato le dijo lo que deseaba. Thiliza había estado demasiado asustada para decirle que no y, después de aquello, también ella se dedicó a reunirse con él entre la espesura, dado que su terror había durado poco y se había convertido en un notable entusiasmo. Y, a medida que iba pasando el tiempo, hubo otras mujeres.
Ras le había hablado a Gilluk de las mujeres. Gilluk había disfrutado mucho oyéndole contar los detalles, y parecía pensar que Ras les estaba gastando una broma excelente a los hombres de los wantso. Pero poco después empezó a estar triste y deprimido.
—Supongo que sigues deseando tener una mujer wantso, ¿no? —le había preguntado Ras.
—Sí, a menos que puedas conseguirme a una mujer de los sharrikt —le había dicho Gilluk—. Después de todo, cuando era rey me acostaba con mis tres esposas cada noche y, de vez en cuando, también me acostaba con alguna esclava guapa o con una mujer libre durante el día.
—Si te traigo una mujer, entonces me veré obligado a dejarla también prisionera en esta casa. Jamás podré dejarla marchar. Volvería trayendo a sus hombres con ella, y entonces serías capturado de nuevo.
—Pues no la dejes marchar—había dicho Gilluk, aparentemente más contento de lo que nunca le había visto Ras.
—Pero entonces la mujer sería desgraciada—había dicho Ras—. No odio a las mujeres wantso. De hecho, las amo. ¿Por qué debería hacer que una de ellas fuese desgraciada sólo para complacerte?
El rey no le respondió.
—Hay dos cosas que me tienen perplejo—le había dicho Ras—. Una es: ¿Por qué me esfuerzo tanto por tenerte contento? La otra es: ¿Por qué no has intentado escapar? Sé que si me encontrara en tu situación ya habría logrado escaparme hace mucho tiempo. Y creo que tú también habrías podido hacerlo.
—Pasarán seis meses antes de que llegue la séptima luna nueva del próximo año—le había respondido Gilluk—. En este momento no tengo ningún sitio adonde ir. No quiero vivir en el Gran Pantano hasta entonces.
Lord Tyger Page 22