Gammumm puso los ojos en blanco. Dio un paso hacia atrás pero, con un gran esfuerzo de voluntad, logró acercarse nuevamente a la jaula.
—¡Para o te mataré!
—Puedes intentarlo —dijo Ras, y empezó a usar la piedra de afilar para hacer más agudos los bordes del pedazo de cristal. Después empezó a cortar la cuerda de cuero que aseguraba la puerta de a jaula.
Gammumm introdujo su lanza por entre los barrotes para hacer que Ras se apartara de la puerta. Ras, que había esperando eso, cogió el astil del arma justo por detrás de la punta y se echó hacia atrás. Gammumm intentó sujetar su lanza pero se vio atraído con tanta fuerza hacia los barrotes que el golpe le hizo bizquear, empezó a sangrar por la nariz y se le aflojaron las rodillas. Sus dedos soltaron la lanza. Tukkisht lanzó un grito y fue corriendo hacia la jaula para meter su lanza por entre los barrotes. Ras ya le había dado la vuelta al arma que había capturado, metiéndola por entre dos de los barrotes. La punta se clavó en el brazo de Tukkisht. Éste cayó hacia atrás con el arma aún hundida en su carne, pero se levantó de inmediato, se la arrancó de un tirón, le dio la vuelta y la alzó para arrojarla por entre los barrotes. La sangre fluyó sobre su brazo y costado.
Ras había cogido la lanza de Tukkisht, que había quedado medio dentro y medio fuera de la jaula. Gammumm intentó retroceder, pero no tuvo tiempo de conseguir apartarse lo suficiente. Ras no quería perder su lanza, así que introdujo casi dos centímetros de cobre en el muslo de Gammumm.
Gammumm soltó un grito, giró sobre sí mismo y cruzó el patio con paso tambaleante, hacia la gran entrada. Sus manos se agitaban de un lado para otro y de su boca salían confusos gruñidos.
Ras utilizó el filo de la lanza para cortar la cuerda de cuero. Para cuando hubo logrado aserrarla del todo Gammumm ya había desaparecido colina abajo.
Tukkisht gritó el nombre de Gammumm, pero al ver que iba a quedarse solo avanzó hacia Ras. Ras le dio una patada a la puerta de la jaula, haciéndola girar bruscamente, y salió de ella dando un salto. Tukkisht era valiente y un hábil lancero, pero se estaba enfrentando a un hombre que creía que era un fantasma, un hombre que en unos pocos segundos había logrado salir de una jaula que parecía ser a prueba de fugas, y además estaba sangrando profusamente y se debilitaba por momentos. Ras paró sus pocos intentos de alcanzarle con el arma, le fue empujando hacia atrás y, después de apartar su lanza a un lado, hundió la suya en el estómago de Tukkisht. Éste cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo mientras sus manos iban
hacia su vientre. Ras le hizo perder el sentido golpeándole la cabeza con la punta roma del astil y lo dejó tendido en el suelo.
Corrió hacia el umbral y lo atravesó. Gammumm, con sus casi dos metros diez de estatura, avanzaba tambaleándose por la cuesta igual que una cigüeña enferma, y ya había recorrido la mitad de la distancia. La ciudad al pie de la colina estaba desierta, salvo algunos niños pequeños que jugaban en las calles y una mujer de cabellos blancos que les observaba. En la orilla de la isla había botes y figuras vestidas de blanco que formaban una columna cuya cabeza ya había entrado en el oscuro umbral del edificio situado en el centro de la isla. El último bote se encontraba a unos pocos metros de tierra. Estaba lleno de esclavos que sólo iban vestidos con faldellines blancos.
Ras clavó su lanza en la espalda de Gammumm. El centinela bajó un par de metros, medio cayendo medio deslizándose, y acabó quedándose inmóvil. Cuando Ras sacaba su lanza del cuerpo oyó un grito que venía de más abajo. La mujer de los cabellos blancos tenía la cabeza levantada hacia él y estaba mirándole con la boca abierta. Un instante después se dio la vuelta y corrió por la calle que llevaba hacia la orilla del lago. Algunos niños la siguieron con paso vacilante, mientras otros seguían jugando.
La mujer se encontraba demasiado lejos para que Ras tuviera esperanzas de alcanzarla. Dentro de unos minutos habría remado el medio kilómetro de lago que había hasta la isla y daría la alarma. No podía hacer nada salvo subir corriendo los escalones e ir a la jaula de Eeva. Una vez allí cortó el cuero que aseguraba su puerta con un cuchillo de cobre que le cogió a Tukkisht.
—¿Qué hacemos ahora?—dijo ella. Tenía la piel pálida bajo el bronceado, pero sus ojos de color gris estaban muy brillantes.
—Quiero mi cuchillo—dijo Ras—. Y, dado que Gilluk quemó la hermosa jaula y la casa que construí para él, tanto su jaula como sus edificios arderán.
—¡No tenemos tiempo!—exclamó ella—. ¡Si nos marchamos ahora mismo podríamos cogerles delantera y escapar a través del pantano!
Ras agitó la cabeza, se dio la vuelta y fue corriendo hacia el umbral más cercano.
La escalera era de bloques de granito incrustado de cuarzo, y los bordes de cada escalón habían sido desgastados por generaciones de pies. La escalera subía en espiral hacia un salón situado entre las habitaciones de la muralla exterior y las que daban al patio. El salón estaba sumido en la penumbra. La luz del sol entraba por las ventanas de las habitaciones, que estaban abiertas, pero quedaba ahogada por las cortinas de hierba y bambú que cubrían las entradas a cada estancia. En los muros de granito había unos agujeros dentro de los que estaban colocadas antorchas sin encender, formando un ángulo de 45 grados con las paredes. Ras cogió varias antorchas y le dijo a Eeva que cogiese también unas cuantas. Apartó una de las cortinas y entró en una habitación de gran tamaño que contenía varias camas con cabeceras de caoba tallada, colchones de hierba y pieles que servían como mantas. Una de las paredes estaba cubierta con estantes de piedra que iban desde el suelo hasta las vigas del techo, y en los estantes había por lo menos trescientas calaveras, los antepasados de Gilluk, tanto directos como colaterales, y también un número bastante considerable de calaveras más anchas y redondeadas, de un prognatismo mayor, wantso que habían sido víctimas de las incursiones hechas por los sharrikt. También había cráneos de gorilas y leopardos.
Junto al gran ventanal había una silla de respaldo muy alto con los brazos y el asiento cubiertos por piel de cocodrilo. Un estante de madera sostenía lanzas, mazas de guerra y el cinturón de Ras, con su cuchillo dentro de la vaina.
En la habitación sólo había un mueble más: un pequeño brasero de cobre situado en el centro, y que contenía unas cuantas ascuas de alguna madera muy gruesa y resistente.
Ras se puso el cinturón con el cuchillo y encendió las antorchas usando las ascuas del brasero. Eeva encendió sus antorchas utilizando las de Ras.
—¿Por qué insistes en perder el tiempo?—preguntó.
—Porque Gilluk debe comprender que no soy ningún prisionero corriente. Porque Gilluk debe pagar por lo que ha hecho.
Ras le explicó lo que debía hacer. Arrancaron las cortinas, las amontonaron junto a una gran viga vertical que sostenía el techo, y después colocaron las camas encima de la pila formada por las cortinas. Ras le prendió fuego a las telas, y después hizo caer los cráneos de los estantes con su lanza. Los arrojó al fuego y vio cómo las llamas iban enroscándose a su alrededor.
Después de aquello, Ras y Eeva bajaron corriendo por las escaleras y recorrieron todo el primer piso y el segundo, encendiendo fuegos en varios lugares. Antes de volver al patio Ras miró por una ventana que daba a la isla. Siluetas vestidas de blanco estaban saliendo apresuradamente del templo e iban hacia las canoas y las embarcaciones hechas con bambú que había en la playa de la isla.
Mientras Eeva amontonaba unos cuantos colchones y esterillas junto a los lados de las jaulas, Ras empezó a golpear los barrotes de la suya con un gran brasero de cobre que tenía tres patas. Los barrotes de bambú no tardaron en ceder, y pronto hubo hecho unorificio que le permitía llegar a la gran rueda de ejercicios.
—¿Qué estás haciendo ahora?—le preguntó Eeva. Su cabellera y su rostro estaban ennegrecidos por el humo y sus ojos grises, desorbitados por la emoción y con el blanco enrojecido por la tensión y el humo, se clavaron en su rostro. Al ver la salvaje expresión que había en su mirada, Eeva dio un paso hacia atrás y dijo—: ¡No importa! ¡Me rindo! ¡Estás loco!
Ras no le hizo caso y cruzó corriendo el umbral de su jaula, dejando atrás el chisporroteo de las llamas para entrar en el anexo que contenía la rueda de ejercicios. La levantó de su soporte, aunque habían hecho falta cuatro hombres para transportarla, la bajó, y logró meterla por la abertura que había creado rompiendo los barrotes.
Para aquel entonces tres canoas y una embarcación de guerra, la del mismo Gilluk, estaban atracando ya en la orilla, con más canoas viniendo detrás de ellas. La gigantesca silueta blanca del rey, con la espada que reflejaba el sol levantada por encima de su cabeza, corría a lo largo de la lanzas reluciendo a la luz. Hombres libres armados con lanzas seguían a los parientes del rey.
Ras hizo girar la rueda una vez más y la llevó hasta una posición cercana a la esquina noreste del edificio. Cuando el humo acabó envolviéndoles, él y Eeva se tendieron en el suelo y miraron hacia donde terminaba la colina.
—Me gustaría preguntarte qué piensas hacer—dijo Eeva—, pero no me atrevo.
—He llevado la rueda hasta aquí para que no fuera hacia las casas —dijo Ras—. Ahora bajará rodando en línea recta hasta el lago y nos dejará cerca de las canoas.
Las uñas de Eeva se hundieron en sus bíceps.
—¿Quieres decir...?—preguntó.
—De esta forma conseguiremos una buena delantera sobre ellos —le explicó Ras con una sonrisa—. Habrán subido casi toda la colina antes de que empecemos a rodar. Podremos cruzar el lago y meternos por las colinas, y desde allí nos ser posible regresar al pantano. Podríamos coger un bote para ir hasta la boca del río, pero a ellos les sería posible ir más deprisa por tierra y, si supieran que íbamos a seguir ese camino, estarían en el río antes de que llegáramos allí. Pero en las colinas no conseguirán encontrarnos. Me aseguraré de ello.
Eeva casi dejó escapar un gemido.
—Pero podríamos habernos ido dando un rodeo por atrás, y entonces también llegaríamos a las colinas llevándoles mucha ventaja.
—No. De esa forma hay que cruzar casi seis kilómetros de llanura antes de que puedas llegar a las colinas. Yo podría dejarles atrás, pero tú...—Hizo una pausa y luego dijo—: Además, quiero hacerlo de esta forma.
—De acuerdo.
Eeva apartó las uñas de su brazo y se rió.
—¡Jumala! ¡Si mis colegas pudieran verme ahora! ¡Jamás lo creerían! ¡Nadie podría creerlo!
A través del humo, Ras vio cómo Gilluk subía por los peldaños, con su guardia y sus parientes masculinos siguiendole a unos pocos pasos de distancia, mientras que los hombres libres se desplegaban a los dos lados de la escalinata de piedra para formar dos líneas que atravesaban la pendiente de la colina. Diez de ellos corrieron hacia un lado y siete hacia el otro, aparentemente para aparecer en partes opuestas de la colina, y seguramente también para examinar el terreno y localizarle si es que Ras pretendía escapar por allí. Al pie de la colina, saliendo de la ciudad para empezar la ascensión de los peldaños, había una turba de esclavos y artesanos, algunos granjeros libres y las mujeres sharrikt. El trono de la madre de Gilluk iba sostenido en ángulo sobre los hombros de los esclavos. Ella misma se encargaba de sujetar su parasol mientras echaba la cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba.
—Por el amor de Dios, ¿cuánto tiempo tenemos que esperar? —dijo Eeva.
Ras volvió a sonreír y se puso en pie.
—Ahora.
El humo era tan denso que en algunas ocasiones Eeva no podía verle aunque Ras se encontraba a menos de dos metros de distancia. Tosiendo, pegó el vientre al suelo y se arrastró hacia delante hasta que su mano tocó un radio de madera. Ras ya estaba dentro de la rueda, tosiendo violentamente.
—¡Deprisa!
Eeva se deslizó por entre la abertura de dos radios.
—¡Apenas si puedo verte!—jadeó.
Ras estaba suspendido en el centro de la jaula, con las manos rodeando un radio de cada lado y sus pies apoyados en otros dos.
—Así no va a funcionar bien—le dijo entre tos y tos.
Inclinó el cuerpo hasta que su espada quedó apoyada en la curvatura de la rueda y después volvió a erguirse.
—Va a ser un viaje bastante duro—dijo—. Pase lo que pase, no te sueltes.
Viendo que Eeva ya estaba sujeta, Ras empezó a moverse hacia arriba, de tal forma que su peso hiciera deslizarse la rueda hacia delante. La rueda se movió un poco y se paró. Ras volvió a trepar, poniendo los pies en los radios de más arriba. La rueda giraba lentamente porque el peso de Eeva la retenía.
Ras lanzó un grito que terminó en una tos. Se dobló hacia delante, sus manos agarradas firmemente a los radios y los empeines haciendo fuerza contra ellos, y después se arrojó violentamente hacia atrás. La rueda volvió a girar, se fue frenando, pareció detenerse y, de pronto, cayó por la pendiente.
Eeva chilló. Ras siguió tosiendo sin parar mientras su cuerpo bajaba y subía para repetir luego el movimiento con el avance de la rueda. Cuando sintió que se hundía y su cuerpo quedó apretado contra la rueda, se agarró con más fuerza. De lo alto de la colina les llegaban gritos y chillidos. Ras volvió la cabeza con el tiempo justo de ver a Gilluk, a unos cuarenta metros de él y a un lado, inmóvil sobre uno de los peldaños, mirándole y bajando lentamente la espada. Un instante después Gilluk quedó cabeza abajo y el sol se puso bruscamente debajo de Ras, subiendo luego por la derecha hasta quedar suspendido del revés y desaparecer. Los radios que giraban velozmente parecieron hendir un agudo chillido; una figura vestida de blanco con el rostro negro y los ojos ribeteados de blanco, sus blancos dientes muy visibles en la negrura de su boca, pasó como un relámpago junto a ellos. La rueda se agitó al chocar con un pequeño montículo, recorrió una corta distancia por los aires y cayó nuevamente al suelo, casi arrancando a Ras de su posición en la parte superior de la estructura.
La rueda estaba oscilando. Eeva chilló. La rueda recuperó el equilibrio y siguió bajando por la colina, ahora siguiendo una ruta levemente distinta, una ruta que les llevaba hacia la ciudad. O eso le pareció a Ras, que no lograba obtener una imagen precisa de cuál era su trayectoria de huida.
De repente los muros de piedra y el tejado de paja de una casa aparecieron ante ellos en posición invertida, con el cielo colgando bajo la casa, y en la ventana se vio un rostro aterrorizado que giró sobre sí mismo y desapareció para ser reemplazado por otra casa de cuyo umbral les llegó un grito que se alejó rápidamente, el cacareo de una gallina, un golpe ahogado, una pluma flotando en el aire, una sacudida y un chapoteo, y después de aquello la rueda frenó tan repentinamente que logró hacerle perder su asidero y el lago le tapó para destaparle un segundo más tarde, y Ras se encontró tendido sobre la estructura de la rueda con el agua hasta el cuello y mirando a Eeva, cuya húmeda cabellera le ocultaba el rostro igual que si estuviera hecha de algas.
Para salir tuvieron que contener el aliento mientras se deslizaban por entre los radios de la rueda. Fueron hacia la orilla, donde las huellas de la rueda eran como la senda de una serpiente monstruosa. En el fango de la playa, a unos treinta metros de ellos, había una pequeña canoa con dos remos. En algunas casas situadas al comienzo de la ciudad se veían rostros asomados a las ventanas y dedos que les señalaban.
Gilluk y los demás se encontraban ya a media pendiente, con el rey bajando dos escalones a cada zancada y sosteniendo su espada por encima de su cabeza con una sola mano. Los demás perseguidores estaban algo dispersos pero iban convergiendo; el punto común sería el formado por Ras y Eeva.
—¡Sube a la canoa! —gritó Ras, y corrió hacia la choza más cercana mientras Eeva graznaba una pregunta ininteligible a su espalda. Cuando se acercaba a la choza oyó gritos, y un instante después vio cómo una mujer y dos niños salían corriendo de ella. Entró en la casa y encontró dos jabalinas, un arco de caza y un
carcaj de flechas. Antes de marcharse derribó de una patada un trípode de cobre que contenía el fuego de cocinar y arrojó sobre él unas cuantas esterillas usadas para dormir. Encendió una antorcha y le prendió fuego a la techumbre. Las casas estaban tan
cerca que, si una de ellas se incendiaba, muchas o quizá todas acabarían en llamas, aunque la brisa viniera del oeste y aquella casa se encontrara en la parte sureste de la ciudad.
Eeva estaba esperándole en la canoa, arrodillada, con el remo preparado y mirando por encima del hombro. Durante el descenso había perdido la camisa y el sujetador, que ya estaban hechos trizas y medio podridos, o quizá los hubiera perdido cuando se deslizó por entre los radios. La piel de sus pechos y su estómago estaba roja e irritada por el roce contra la madera.
Ras vaciló durante unos segundos y luego dijo:
—¡Adelántate; sácales una buena ventaja! ¡Yo iré en otro bote!
Arrojó una lanza a su canoa y la empujó hasta meterla en las aguas del lago. Después arrojó la otra lanza a otra canoa y se pasó la tira del carcaj por encima del hombro. Sosteniendo el arco en una mano, empezó a meter el resto de las embarcaciones en el agua. No le resultó demasiado difícil, pero después tuvo que dejar el arco y usar toda su fuerza, clavando los pies en el fango, para poner a flote las dos pesadas canoas de guerra. Afortunadamente para él, los sharrikt habían tenido tanta prisa que no habían metido las embarcaciones demasiado adentro de la orilla.
Cuando todas las embarcaciones estuvieron flotando en el agua Ras volvió corriendo hacia la canoa. Mientras corría miró hacia la calle principal. Gilluk y los demás estaban cerca. Ras disparó una flecha, pero el rey le vio mientras colocaba la flecha en el arco y corrió hacia la choza más cercana. La flecha se clavó en un poste de bambú cerca del umbral y allí se quedó, vibrando. Los demás guerreros se dispersaron para esconderse detrás de las casas de piedra o se arrojaron al suelo.
Ras se metió en la canoa y empezó a remar furiosamente. Cuando había recorrido unos treinta metros miró hacia atrás. Gilluk estaba bailoteando en la orilla, aullándoles órdenes a sus hombres, que se habían metido en el agua y nadaban o chapoteaban para recuperar las embarcaciones. La casa del sureste estaba ardiendo, y sus llamas empezaban a moverse hacia la casa contigua. Una hilera de esclavos y hombres libres se encargaba de pasarles recipientes con agua del lago a los que combatían el incendio.
Lord Tyger Page 28