—Bueno —digo— la canica. Fito dijo que usted tenía otra canica como la plateada que me dio el otro día, pero que ésta es dorada, y mejor. Así es que . . .
—Así es que —dice ella—, ésta te va a costar.
Entro en pánico. Fito no dijo de dinero. No tengo ni un peso. Veo a Fito, que se encoge de hombros y desaparece en las sombras en la esquina del cuarto. —¿Costarme? Fito no me dijo que tendría que pagar algo. No tengo dinero. Pero escuche, si me da la canica, le prometo que si me da una semana, se la pagaré.
—Ah —dice ella—, me la vas a pagar porque no es gratis. —Entonces creo que la escucho decir —Te va a costar mucho. —Abre un cajón y después extiende la mano con la palma abierta, tentándome con la canica brillante y reluciente.
No la tomo de inmediato. Me detengo. Casi me la pone debajo de la nariz. Híjole, al lado de la Vórtice, ésta es la canica más bella del mundo. Después la rueda ligeramente en la punta de los dedos y cuando la luz le pega, se forma el ojo y estoy histérico. Es más linda que la Vórtice de la niña sueca.
—Anda, mijo, llévatela. Ya te dije que es tuya. —Me toma de la muñeca, la aprieta para que abra la mano y pone la canica en la palma de mi mano. Siento que arde en mi palma y ya quiero ir al primer juego del día. Pero ella no me suelta la muñeca. La sostiene, y yo tiemblo. Sus manos están frías y calientes al mismo tiempo. Aprieto los dedos fuertemente con la canica y de un jalón me suelto.
—¿Cuánto va a querer por la canica? —le pregunto.
—Mijo, ve y gana ese tonto concurso. No te preocupes por pagar ahora. Después Fito te buscará. Él te dirá cuánto me debes. Anda y ve, no vayas a llegar tarde.
Con eso, me despido de Fito y salgo rápidamente de allí.
Llego al ring justo cuando Miguelón está a punto de darme de baja. Cuando me ve corre hacia mí. —¿Dónde has estado, hombre? Estuviste a punto de perder todas tus canicas. —Piensa un momento, sonríe y agrega—, Disculpa lo del chiste. Pero es cierto, estuviste cerca. ¿Dónde estabas?
—No te preocupes.
—¿Estás bien? Te ves bien pálido.
Me encojo de hombros y le enseño la canica.
—¡No puede ser! No te dije nada, me callé lo de la canica plateada; ni te pregunte de dónde la sacaste. Honestamente, es probable que no lo hice porque estabas ganando. Te estás metiendo en problemas. Ese chavo es peligroso.
—Qué importa. Fito está bien. Su mamá, por otro lado . . .
—¿Su mamá? —grita Miguelón—. ¿Viste a su mamá?
—Sí, hace un ratito. Vengo del motel viejo. Es bien rara. Te confieso que me dio un poco de miedo, pero aquí estoy, con la canica ganadora en mano y listo para jugar.
—¿Ella te la dio?
—Claro.
—¿Así nada más? ¿Sin condiciones?
—Bueno, dijo que se me la cobraría después.
—¿Te dijo cuánto te va a costar? —me preguntó.
—No, simplemente me deseó buena suerte. Que después mandaría a Fito. Así es que tal vez tenga que pedirte prestado un poco de dinero.
—Por lo que he oído, si ella es quien creo que es, le vas a deber más que unos cuantos dólares —dijo Miguelón moviendo la cabeza.
—Ya párale —dije—. Es lo suficiente aterradora como para que trates de meterme más miedo.
—No, en verdad. Tienes que cuidarte. Anoche le conté a mi abuelo sobre el chavo. Le dije que andaba rondando por la tienda, pero que nadie lo había visto ni en el barrio ni en la escuela. Que andaba ofreciéndoles canicas mágicas a los muchachos. Abuelo me dijo que no me le acercara. Seguro que ella secuestró a ese pobre chavo, y sólo le falta uno para irse a su casa.
—¿Quieres decir que esa mujer lo secuestró?
—Peor, amigo. Esa tipa es La Llorona. Ya conoces la historia: viaja de pueblo en pueblo buscando a niños para remplazar a los suyos, a los que ahogó. Dios la ha condenado a deambular por el mundo buscando a sus dos hijos. Bueno, éste, el chavo ese, ¿Fito? Bueno, ya tiene uno, sólo le falta otro. Con ambos podrá comprobar que no mató a sus hijos. Creo que debes deshacerte de esa canica, ir a casa inmediatamente y encerrarte. No salgas por el resto del verano. Escóndete, amigo. —Y Miguelón se dio vuelta y echó a correr sin mirar atrás.
La canica dorada está arrasando. Saco a uno y otro tiro hasta que quedamos Toño y yo. Cuando sostengo mi tiro contra la luz, él lo mira fijamente y veo que su barbilla empieza a temblar. Me dice —Híjole, Felipe, no sabes con quien te estás metiendo; yo no quiero ser parte de eso. Me voy. —Se guarda el tiro en el bolsillo, no es nada elaborado, una canica con una red de morados cremosos, y se aleja caminando con rapidez.
Un silencio lleno de asombro cae sobre la multitud. Quedo estupefacto por unos segundos y luego caigo en cuenta que soy el campeón de canicas de Peñitas. He retomado el título y levanto los brazos en el aire. —¡Bravo! —grito—. Soy el campeón. Toño simplemente se dio cuenta de la realidad, se dio vuelta y corrió como una niñita, asustado temiendo que perdería contra un verdadero ganador.
Recojo mis ganancias, recibo todos los cumplidos que me dan, pero sólo puedo con unos cuantos. Además, ya quiero regresar a casa para contar mis canicas y almorzar, el torneo me ha dejado con mucha hambre, y sentarme y disfrutar a lo grande de este momento.
Entonces siento un golpecito en el hombro. Es Fito, y quiere que vaya con él al motel. —Mamá quiere que le pagues. Vamos, amigo. Un trato es un trato.
—¿No puede esperar? ¿Por lo menos una semana? Dime cuánto quiere e iré casa y le sacaré lo que necesite al cochinito de mi hermana —le digo, sonriendo.
Pero Fito no está sonriendo. Está a punto de echarse a llorar, me toma fuertemente de la muñeca y se me caen unas canicas.
—Oye —digo— ¿por qué tanta brusquedad? Nadie maltrata al campeón de las canicas. Te dije que te pagaría cuando pueda. ¡Dile eso a tu mamá, ¿eh?! —Me agacho para recoger las canicas que cayeron a mis pies, y cuando me levanto, le digo —¿Aún estás aquí? Escúchame, anda con Mami y dile que si quiere algo de mí, que venga ella. Si no, empaquen sus cosas como planeaban hacerlo y váyanse. ¡Lárgate! —Me volteó rápidamente y me voy. Segundos después escucho que el viento sopla como la noche anterior. Es un viento cargado de pena y de ira. Me apuro para ir a casa, sin voltear para ver si Fito aún está allí.
Miguelón y sus cuentos tontos. Pienso. La Llorona. Y Toño con una imaginación tan exagerada. Pero no me puedo dormir. Pienso que Fito tocará mi ventana en cualquier momento, y detrás de él estará su mamá observándome, cobrándome un dinero que aún no tengo. Pero el ruido que está haciendo va a despertar a Mamá y a Papá. Ése es otro lío que no quiero.
Hacia la medianoche logro cerrar los ojos y dormir un poco, estoy muy cansado como para pensar en Fito y en su mamá. Híjole, gané el campeonato. Eso es lo último que pienso antes de quedarme bien dormido.
Pero entonces me siento en la cama, sorprendido y transpirando. El corazón late con fuerza en mi pecho. Entre ojos veo en la oscuridad del cuarto y reviso cada esquina hasta que descifro las figuras que me asustaron. El lazo del verdugo se transforma en mi mini-cancha de baloncesto, el hombre sentado en la silla observándome es la camiseta de Pittsburg Steelers que está tendida sobre mi silla favorita.
No entiendo qué me despertó, pero empiezo a sentirme más cómodo cuando identifico cada sombra, así es que me vuelvo a recostar sobre la almohada.
Entonces escucho un rasguño en la ventana. Pero no volteo la cabeza para ver. Sólo entorno los ojos. Pero no veo nada.
Cuando escucho las voces otra vez, salto de la cama y voy hacia el interruptor de luz. El ruido ahora es un golpeteo. Es más fuerte y constante. Enciendo la luz y ésta entra a la oscuridad. Cuando todo se ilumine, pienso, estaré seguro.
El cuarto ahora está todo iluminado, volteo lentamente hacia la ventana. Mis rodillas se doblan cuando veo lo que está allí, y me caigo al piso. En la ventana está la mamá de Fito, su cabello está todo alborotado como si fueran víboras. Está enfurecida. Literalmente le sale humo de la
nariz. Y desde mi lugar en el piso veo el fuego en sus ojos. Y sólo puedo pensar que no puedo mover ni un músculo porque me ha hipnotizado.
Pone las manos sobre los vidrios de las ventanas, su aliento empaña el vidrio frente a su boca. No puedo escuchar lo que me dice pero puedo leer sus labios —Ven a mí, hijo. Ven a mí. He venido para que pagues tu deuda.
Intento gritar, levantarme y correr, pero no puedo. Mis piernas están paralizadas.
De la nada, la mujer hace que aparezca una canica. Es negra con motitas pequeñas, como estrellas, y brilla en la punta de sus dedos. —Será tuya —dice—, pero tienes que venir conmigo. ¿Quieres?
No le puedo quitar los ojos al tiro. Imagino todo lo que haría con ella en el torneo nacional. Me pierdo pensando en esto y me olvido de la canica dorada y de las miles que gané hace apenas unas horas. Es tan grande mi deseo por tener la canica que me arrastro hasta la ventana como en un trance, quito el seguro, la empujo para abrirla y estiro la mano para alcanzar la canica.
De un tirón la mamá de Fito la quita de mi alcance, sonríe y dice —¿Es esto lo que quieres?
Asiento con la cabeza. Sé que estoy babeando.
—¿Qué estás dispuesto a sacrificar para que sea tuya? —me pregunta.
No lo pienso dos veces. —Lo que sea —digo. Y lo digo en serio.
La pone en la palma de mi mano. —Entonces es tuya —me dice.
La sostengo cerca de mi cara. Qué bella, pienso. No le puedo quitar los ojos de encima. Ni cuenta me doy cuando la mamá de Fito me toma de las muñecas con las manos frías y toscas, sus dedos son como de acero. No me suelta. —Encontré a mis dos hijos —dice. Fito aparece en la ventana, pero como aún estoy observando la canica negra no me doy cuenta que está medio sonriendo—. Ya es hora de irnos.
Ella me jala del cuarto tan rápido que suelto la canica. La escucho botar en el piso y rodar debajo de mi cama. Intento soltarme para recuperar el tiro, pero no puedo. El ruido del viento es como una risa socarrona. La mamá de Fito nos abraza a mí y a Fito, y parece que volamos. Veo hacia abajo y lo único que puedo ver son los techos negros alejándose más y más. Lucho, pero ella me agarra firmemente. Grito, pero la risa chillona ahoga mi grito. Estamos alcanzando las nubes, y Peñitas no es nada más que un piquete de pulga, un rasguño en la tierra, y ya es demasiado tarde para mí. Estoy a punto de desmayarme, miro a la mamá de Fito, ella me mira a mí, y tiene una de sonrisa tan tierna en la cara que le salen lágrimas de felicidad por los ojos.
—Está bien, mijo. Jamás desearás más canicas a donde vamos. Yo me aseguraré de ello. —Me acerca hacia su pecho y está cálido. Cierro los ojos y me quedo dormido soñando en todas las canicas del mundo, más de las que puedo contar.
Sin palabras
Lo que pasa es que a las tres de la mañana y a media semana, los que no tienen que ir a la sala de emergencia no van. Están en casa durmiendo en sus cómodas camas en vez de hacer lo mejor por acomodarse en frías y rechinantes sillas metálicas, que son más una herramienta de tortura que una silla.
¿Yo? Estaba en la sala de emergencia aunque en verdad no tenía que estar allí. Excepto que mi hermanita, Lucy, había estado súper enferma la semana pasada con una fiebre que no se le quitaba. Y el doctor de la clínica no entendía por qué tenía fiebre ni mucho menos cómo sanarla. Por la tarde, Mamá había bañado a Lucy en agua tibia para bajarle la fiebre de 103 grados a algo menos peligroso. Pero no funcionó. Así es que por eso estábamos en la sala de emergencia desde hacia cuatro horas, dos que habíamos pasado en la sala de espera junto con un viejo roñoso que tosía desde el fondo de los pulmones asquerosos gargajos amarillentos y verdosos y con un tipo que sangraba galones de sangre de una cortada pequeña en la frente después de chocar contra un árbol en su motocicleta. Era obvio que desde donde estaba sentado el árbol había ganado. Éramos las únicas personas allí.
Mientras Mamá nos registraba y consultaba con la mujer detrás del escritorio de recepción cuándo vendría el doctor a ver a su bebé, yo sostenía a mi hermanita que era como un hornito con cachetes rosados y rojos. “Pronto” fue la respuesta usual y fastidiosa.
Al final llamaron a Lucy, y ella y Mamá desaparecieron detrás de una puerta giratoria, dejándome solo detrás de un anuncio que leía en mayúsculas “NO ENTRAR: SOLO PERSONAL DEL HOSPITAL”. Estaba sorprendido de que un lugar lleno de gente educada, ni más ni menos que doctores, permitieran un error como ese, faltaba el acento en “sólo”, ay no. Era uno de esos misterios abrumadores que trataba de descifrar para no caer en la inconsciencia durante las otras dos horas: leí todo lo que tenía a mi disposición, cada revista, folleto, póster y aviso de salida. En pocas palabras, cada palabra en los lugares menos interesantes. Peor que en la escuela, si te lo puedes imaginar.
Había empezado a leer Women’s Health por segunda vez cuando la puerta giratoria chirrió, y me alegré por la compañía, no importaba quien fuera, estaba súper feliz con la distracción. Era una señora seguida por un muchacho de más o menos mi edad, 14. Seguro que la señora era la mamá. Estaba encima de él, como una mamá. Lo sentó enfrente de mí y colocó ligeramente hacia la izquierda de sus pies, nada más ni nada menos que una hielera. Le quitó un mechón de pelo de la frente y le dio un beso. Qué vergüenza. Pero parecía que a él no le importaba.
Llevaba una chamarra de mezclilla oscura, como unas cinco tallas más grande. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Lo vi a los ojos y me medio sonrió, así es que le regresé la sonrisa. Su mamá dijo —Ahora regreso, Ronnie. ¿Vas a estar bien?
El muchacho, Ronnie, asintió.
—Llámame si me necesitas. Estaré aquí de este lado. —Señaló el escritorio de la recepcionista, que por el momento estaba sola. Se paró allí unos segundos antes de empezar a llamar a alguien para que viniera a ayudarla. Eventualmente, la mujer que había “ayudado” a Mamá y a Lucy salió comiendo una barra de chocolate “Butterfinger”. Tenía chocolate en las comisuras de los labios. No tenía idea de lo chistosa que se veía.
En circunstancias normales, una hielera no estaría fuera de lugar. Pero por “circunstancias normales”, no me refiero a la sala de emergencia a las tres de la mañana. Pero ésta era la sala de emergencia precisamente a esa hora, así es que no podía entender por qué habían traído la hielera. Me molestaba no saber lo que contenía.
Decidí que si no podría empezar una conversación con el muchacho, por lo menos podría pasar el tiempo tratando de averiguar el contenido de la hielera. Mi primera suposición fue que eran snacks y bebidas. Después de todo estábamos en la sala de emergencia. Mi familia había estado aquí cerca de 4 horas y media ya, y ni idea cuánto nos faltaba, así es que no me cabía duda que el muchacho y su mamá esperarían lo mismo, si no más. Lo que pensé después fue que la experiencia en la sala de emergencias tendría que ser algo recurrente para el muchacho, de otra forma no habría llevado algo para comer. Nosotros no lo habíamos hecho. Pero tampoco éramos de los que siempre iban a las sala de emergencias.
Si era un visitante frecuente, no lo parecía. Naturalmente me pregunté qué le pasaba para que estuviera afuera de casa a esta hora. Allí sentado, se veía bien de salud. Estaba tranquilo, su cara era lo que mi maestra de inglés describía como rubicunda. La semana pasada ella había usado esa palabra cuando estábamos leyendo un poema y la palabra “rosado” salió en la descripción de la cara de una muchacha linda, y alguien se rió porque no se explicaba cómo era que esa palabra podría ser romántica. Se preguntó en voz alta —¿No es lo que pasa a los bebés en las nalgas cuando no les cambian los pañales? —La maestra respondió con su tonito de maestro —Cuando uno está rosado también significa que la cara de uno está rosita, radiante, rubicunda —Allí está.
Eso me recordó a Lucy porque tenía los cachetes rosaditos, o rubicundos. Y en casa eso significaba que tenía mucha fiebre. ¿Podría estarle pasando lo mismo al muchacho? ¿Tiene fiebre como Lucy? ¿Andará dando vuelta algún virus?
—Es mi mano —dijo el muchacho, como si me estuviera leyendo el pensamiento.
Y por un mo
mento pensé que en verdad tenía su mano en la hielera. Porque no saber era lo que más me molestaba, más que ninguna otra cosa. Pero ¡eso era una locura! ¿Por qué tendría la mano en la hielera con sus snacks y bebidas? Una estupidez, ¿verdad?
Y lo dijo bien tranquilo y sin titubeos. Seguro se reventó un dedo o algo pequeño. ¿Una mano en la hielera? Qué importa. Sería que estaba pensando en tonterías por estar despierto tan tarde. Estaba divagando. Así es que en vez de dejar que mi cerebro se pusiera pastoso, le pregunté —¿Qué le pasó a tu mano?
Entonces la sacó de debajo de la axila. Lo único que pude ver era la toalla. Gran parte de ella estaba roja, aunque había unas partes blancas. Después empezó a gotear rojo sobre su regazo, así es que se inclinó y la sangre salpicó frente a él. Antes de que se hiciera un charco, apretó la toalla con fuerza con la mano buena y la metió con firmeza debajo del brazo otra vez, se volvió a cruzar el otro brazo por encima del pecho. Y parece que la sangre se detuvo.
Tiene que haber visto que me asusté, así es que me dijo —Accidente en la granja. —Como si eso lo explicara todo.
Eso no me quitó el susto. De hecho quedé aún más confundido. Digo, ¿quería decir que se había cortado la mano por completo con las navajas de una cosechadora o algún otro equipo de granja? Pero otra vez, eso no tenía sentido para mí porque ¿por qué estaría usando equipo de granja a esa hora del día? Sabía que los granjeros y los rancheros se levantaban temprano, pero esto era ridículo. Además, era un niño como yo. Tendría que estar en cama durmiendo esperando ir a la escuela al día siguiente.
—¿Accidente de granja? —pregunté.
Asintió, pero no elaboró.
Me quedé mordiéndome la carne suave adentro de la boca mientras le daba vueltas a esa no-imagen de la imagen: accidente de granja.
—¿Me estás diciendo que no hay snacks y bebidas en esa hielera? —pregunté.
Bajó la cabeza ligeramente y desde ese ángulo levantó la vista. Se veía algo espeluznante, como que estaba haciendo alguna travesura. —Así es —susurró.
Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá Page 12