Letters from Heaven / Cartas del cielo

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Letters from Heaven / Cartas del cielo Page 5

by Lydia Gil


  Al día siguiente empaco tres cangrejitos para la escuela. Uno para Karen, uno para Silvia y uno para mí.

  —Chicas, les tengo una sorpresa —les digo.

  Ellas se miran como si les hubiera hablado en chino.

  —¿Es que no quieren ver lo que es?

  —No es eso —dice Silvia—. Es que nos hablaste.

  —¡Shhh, Silvia! —interrumpe Karen—. ¡Claro que queremos ver!

  Les muestro los cangrejitos, y Silvia pretende desmayarse.

  —¡Qué delicia! —dice—. Como los que hacía tu abue …

  —Sí, mi abuela —le contesto—. Está bien. Puedes mencionarla. Eso no me va a poner más triste de lo que estoy.

  —Lo siento —dice Karen—. Esta tonta.

  —Bueno, pruébenlos —les digo.

  Las tres nos sincronizamos para morderlos a la misma vez.

  Tomamos el bocado de cangrejitos, cerramos los ojos, damos una vuelta, levantamos los brazos como si hiciéramos el saludo al sol de la clase de yoga en educación física y decimos “Aaaaaahhhhh” con la boca llena. No es muy educado, pero definitivamente es divertido.

  —¿Y quién los hizo? —pregunta Karen—. De seguro que no fue tu mamá …

  Ahora es Silvia la que le da un codazo a Karen. Como si yo no supiera que cuando Mami cocina, los platos saben mejor que la comida.

  —Yo los hice —les digo—. Abuela me mandó un paquete con la pasta de guayaba y la receta. ¡Lo recibí ayer!

  De inmediato me doy cuenta que he dicho algo que no debí haber dicho. Las dos se miran y luego me miran a mí. Conozco esa mirada. Es como miras a alguien cuando te dice que el ratoncito Pérez le dejó dinero debajo de la almohada. Una mirada comprensiva, pero también llena de lástima.

  —¡No me tengan lástima! —les digo, furiosa. Y me voy con mi lonchera vacía.

  Tan pronto como doy la vuelta, veo que la pesada de Amanda nos ha estado observando todo el tiempo. Avanza hacia mí, meciendo sus largas trenzas rubias de lado a lado.

  —Así que el fantasma de tu abuela te escribe cartas —me dice, burlándose—. Buuuuh. ¡Qué miedo!

  —Déjame en paz —le contesto y sigo de largo.

  —Cuidado que no te vaya a llevar y deje a tus mamás solitas —dice.

  Me doy la vuelta como si me hubieran echado un cubo de agua fría en la espalda.

  —¿Qué dijiste?

  —Que no vas a querer que tu mamá se quede solita —repite, corrigiéndose.

  —Déjala en paz, Amanda —grita Silvia desde el otro lado del salón.

  —Gracias, Silvia, pero yo me puedo defender sola perfectamente —le digo—. Y a ti, Amanda, le voy a pedir a mi abuela que se te aparezca de noche y que no te deje dormir.

  —Ay, mira como tiemblo —se burla.

  Esta vez sí que me voy de largo. Hubiese querido decirle mucho más, pero eso fue lo único que se me ocurrió. Quiero irme a casa y meterme en la cama hasta el verano. Si tan sólo pudiera hibernar, estaría feliz.

  4

  CONGRÍ

  Lisa viene a buscarme a la escuela. No me agrada mucho la idea porque cuando le toca a ella tenemos que caminar. Lisa no tiene carro. Dice que no le hace falta, que con sus dos pies puede caminar y pedalear adonde tenga que ir. Aunque a mí me parece un poco rara, Mami la quiere mucho. Dice que es como su hermana, aunque no se parezcan en lo absoluto. A Mami le gusta maquillarse hasta para ir a buscar el periódico afuera. Siempre está bien peinada y combinada. ¡Y perfumada! Pero Lisa es toda natural. Nunca la he visto ponerse ni una gota de maquillaje, y la ropa que lleva es un poco extraña aunque, a decir verdad, se ve bastante cómoda en su faldona de flores y su camiseta vieja. Mami dice que Lisa no lleva maquillaje porque no lo necesita, y creo que tiene razón. Es muy bonita con su larga cabellera negra que le llega hasta la cintura. En lugar de lápiz de labio, lleva una sonrisa.

  —¡Hola, linda! —me grita con entusiasmo desde el otro lado de la calle.

  Yo medio le sonrío al cruzar. Hoy no tengo muchas ganas de hablar.

  Caminamos un largo rato en silencio. Lisa mira hacia arriba y hacia los lados y sonríe. Es como si recibiera mensajes de los árboles y de los pájaros que sólo ella puede escuchar.

  —Tu mami me dijo que habías preparado unos cangrejitos divinos.

  —Sí.

  —¿Te quedan? Me muero por probarlos.

  —No. —Y le lanzo un desafío para ver cómo reacciona—. Pero como Abuela me enseñó a hacerlos ayer, te los puedo preparar en cualquier momento.

  Espero alguna reacción hacia mi locura, pero Lisa no dice nada. Sigue sonriendo, como siempre lo hace.

  —Pues, qué bueno —dice—. Tu abuela sí que cocinaba rico. Qué lástima que tu mamá no haya heredado ese talento.

  Las dos nos miramos y nos echamos a reír. Me acuerdo del olor del arroz quemado de la otra noche. Casi todo se había quedado pegado al fondo de la olla. Lisa había llegado a ver cómo seguía Mami y al oler el desastre, se dio media vuelta, se montó en su bici y nos trajo un pollo asado del supermercado y una barra de pan. ¡Nos lo comimos con tantas ganas que no quedó ni una masita en los huesos! Los perros del vecino se quedaron con hambre esa noche.

  Una vez en casa, me preparo las tostadas y el café con leche. Le pregunto a Lisa si quiere, pero dice que tiene mil cosas que hacer, pero que pasará más tarde. Mientras espero que cuele el café, reviso la alacena para ver si encuentro algo que preparar para la cena. Hay un par de latas de atún, frijoles, puré de tomate, aceitunas, sardinas … En fin, nada. Ojalá que Lisa traiga algo, o será sándwich de atún de nuevo … o desayuno para la cena —otra especialidad de Mami. Traducción: cereal con leche.

  Después de hacer la tarea de matemáticas, pongo música y empiezo a bailar. Practico algunos pasos, los que me vienen a la mente. Pero al rato se me olvidan y mis pies empiezan a improvisar. Siento las vibraciones de la trompeta en la planta de los pies, como si les hicieran cosquillas impulsando el movimiento. La abuela decía que yo había heredado el ritmo de su gente. Así como mi pelo ondulado y el color café de la piel. Mi maestra de baile está de acuerdo. Dice que ninguna estudiante baila el jazz tropical como yo.

  —Lo llevas en la sangre, Celeste —me decía—. ¡Déjalo salir!

  Con eso me suelto a bailar como un huracán arrasando con todo lo que atraviesa mi camino. Pero ya no voy a las clases de baile porque el dinero no alcanza.

  Me tiro en una silla, exhausta. Pero al mirar por la ventana veo que la banderita del buzón ya no está levantada. De inmediato corro a buscar las cartas. Entre las cuentas y los catálogos veo un sobre … ¡con la letra de Abuela!

  Mi querida Celeste,

  Espero que los cangrejitos te hayan quedado ricos. ¿Le gustaron a tu mami? Desde que era chiquita le encantaban. Yo nunca le enseñé a prepararlos, aunque ella siempre me lo pedía. Me daba miedo que se fuera a quemar. O que le gustara tanto cocinar que no quisiera estudiar. Yo quería que ella tuviera una profesión porque yo no tuve esa opción. En fin, no sé si hice bien o mal. Pero cuando tú me pediste que te enseñara a cocinar, pensé que si no lo hacía, todo ese sabor de nuestra historia se perdería. Lo único que lamento es que esta enfermedad no me dejara suficiente tiempo. Bueno, pero ya sabes lo esencial: tener paciencia para seguir la receta ¡por medida! para que te quede igual de rico cada vez. Ya sabrás cuándo te llegue el momento de añadirle tu propio toque a la comida. Mientras tanto, aquí te mando la receta de congrí, para que te acuerdes de mí.

  Te quiero siempre,

  Tu abuela Rosa

  El congrí era nuestra comida de fin de semana. Abuela preparaba una sopa de frijoles durante la semana y usaba lo que quedaba para el congrí. Cuando no había preparado la sopa, usaba frijoles de lata. De cualquier forma le quedaba delicioso. Ella decía que durante la colonia, los esclavos haitianos habían llevado el congrí a Cuba, a la región de Oriente de donde era mi familia. En su idioma, los esclavos llamaban a los frijoles “kongo” y al arroz “riz”, y de ahí vino la palabra “congrí”.

  Leo la receta y me doy cuenta d
e que milagrosamente ¡tenemos todos los ingredientes! Me pongo a cocinar de inmediato para darle la sorpresa a Mami.

  Congrí

  3 cucharadas de aceite, separadas

  3 dientes de ajo, ligeramente machacados

  1 cebolla

  1 ají verde

  1 cucharadita de orégano

  ½ cucharadita de comino en polvo

  ½ taza de salsa de puré de tomate

  2 tazas de arroz blanco (sin cocinar)

  1 lata de 15 onzas de frijoles pequeños colorados

  2 cucharaditas de sal

  1 hoja de laurel

  • Calienta dos cucharadas de aceite a fuego medianoalto en una cazuela y añade el ajo machado. Sofríelo hasta que se dore, retíralo y, en ese mismo aceite, sofríe el arroz. Revuelve durante 3 minutos hasta que selle. Ponlo aparte.

  • Calienta la otra cucharada de aceite en una sartén aparte y sofríe la cebolla picada, el ají, el orégano y el comino por unos minutos. Cuando la cebolla tome color, añade el puré de tomate. Revuélvelo por 2 minutos y ponlo aparte.

  • Cuela los frijoles de la lata, reservando el líquido y añadiéndole agua hasta obtener 4 tazas.

  • Vierte la mezcla del puré de tomate de la sartén a la cazuela y combínala con el arroz; añade los frijoles, las 4 tazas del líquido de los frijoles y la sal. Cuécelos a fuego medianoalto hasta que hiervan, revolviendo la mezcla de vez en cuando para que no se pegue al fondo. Una vez hierva, tapa la cazuela y baja la temperatura al mínimo.

  • Deja cocinar de 20 a 25 minutos, o hasta que esté listo el arroz. Añade sal y pimienta al gusto.

  5

  MARIQUITAS

  El congrí me quedó de maravilla. Mami y Lisa se chuparon los dedos de lo rico que sabía. Lo único que me pareció extraño es que Mami no me preguntara cómo lo había hecho. Creo que sospecha que es la receta de Abuela porque sabía casi como el que ella hacía. Pero Mami ni lo mencionó. Es que tampoco menciona a Abuela. Es como si Abuela todavía estuviera en su cuarto mirando la novela. O, peor aún, como si nunca hubiera estado aquí con nosotras. Lisa sí la menciona, pero cuando lo hace, Mami cambia de tema.

  Ayer fui al supermercado con doña Esperanza porque Mami empezó a trabajar los sábados también. Dice que sin el cheque de seguro social de Abuela, no nos da para cubrir los gastos. ¡Cómo quisiera que no trabajara tanto!

  —¿Qué te hace falta, m’ija? —pregunta doña Esperanza.

  —Arroz, frijoles, pan —le digo mientras pienso en los pocos platos que sé preparar—. Y plátanos verdes.

  —¿Y qué tal pollo? ¿O carne? —pregunta—. ¿O es que Lisa las ha vuelto vegetarianas?

  —Lisa no es vegetariana —le digo—. Come pollo.

  —Pues un buen pedazo de carne le vendría bien —dice—. Está tan flaca esa mujer que si la agarra un ventarrón, se la lleva bien lejos.

  —Yo no sé preparar nada de carne todavía —le digo.

  —Todo a su tiempo —me dice mientras pone en el carrito unos paquetes de carne.

  Al contrario de Mamá, a doña Esperanza le encanta hablar de mi abuela. Me contó que ella fue la primera persona a quien Abuela conoció cuando se mudó para acá. Como doña Esperanza es puertorriqueña, ella también sentía nostalgia por su isla, como Abuela por la suya. Así fue que entablaron amistad, hablando de la comida y de la gente que habían dejado atrás. Y como eran vecinas, hablaban todo el tiempo. Se sentaban al frente de la casa a tomar café y hablar del vecindario, de la novela, de las noticias, de todo menos de cosas tristes. Al menos yo nunca las oí tristes.

  —Estoy aprendiendo a preparar las recetas de Abuela —le digo a doña Esperanza.

  —¡Qué bueno! —me dice—. Sabes que tu abuela me había prometido que me iba a enseñar a preparar su famosa “Ropa vieja”. Pero entre una cosa y otra, se enfermó y nunca se pudo.

  —Pues si me manda la receta, yo se la enseño, doña Esperanza —le digo.

  Me le quedo mirando a ver si me mira raro.

  —Gracias, nena —me dice—. Me encantaría.

  No entiendo por qué los adultos parecen pensar que el que alguien me escriba del más allá sea lo más natural del mundo, mientras que mis amigas, que se pasan los días leyendo libros de hadas y de hechiceros, están convencidas de que he perdido la cabeza. No tiene sentido.

  Al llegar a casa se me ocurre pedirle a doña Esperanza que me enseñe a preparar plátanos maduros porque ese plato también es típico de su isla.

  —¡Amarillos! —dice—. ¡Claro que sí!

  En casa siempre hay plátanos. Verdes, amarillos y negros. Una vez Karen y Silvia estaban en casa y Abuela sacó un plátano maduro para cocinar. Karen pensó que estaba echado a perder y que si se lo comía, se iba a enfermar. La muy tonta no dijo nada hasta que Silvia intentó comerse uno de los plátanos maduros fritos que estaba sobre la mesa. Karen le agarró la mano para que no se lo comiera, pero Silvia ya se lo había echado a la boca. ¡Por poco se atraganta cuando Karen le dijo que era un plátano negro y que se iba enfermar si se lo comía! Cuando le traduje a Abuela lo que estaba pasando, le dio tanta risa que se tuvo que salir de la cocina. Al rato, Abuela les explicó, y yo traduje.

  —Cuando los plátanos se fríen verdes, se ponen bien crujientes y se sirven con sal —dijo—. Como las mariquitas y los tostones, que son como mariquitas, pero más grandes. Y cuando los plátanos pasan de amarillos a negros, es porque están bien maduros. Eso quiere decir que al freírlos van a quedar bien dulces.

  —Ay, Celeste, me vas a matar —dijo Karen—. Primero me sirves un plátano negro y después me dices que los verdes están llenos de mariquitas.

  A mi abuela le pareció comiquísimo el episodio. Después de reírse un buen rato, Abuela mondó un plátano verde y lo cortó en rueditas. Con la punta del cuchillo les señaló las manchitas negras del plátano.

  —Ma-ri-qui-ta —Abuela lo pronunció lentamente.

  Karen y Silvia repitieron después de ella.

  —Ladybug —le dijo Silvia a mi abuela.

  Abuela lo repitió, despacito: “Lei-di-bog”.

  El recuerdo me hace cambiar de idea, y le pido a doña Esperanza que preparemos mariquitas. Aunque yo sé cómo prepararlas, Mami no me deja freír sola porque tiene miedo que el aceite salpique y me queme. Entre las dos, cortamos los plátanos en rueditas bien finitas y doña Esperanza las fríe. Recuerdo a mis amigas hablando con Abuela y me pongo un poco triste. Bueno, el lunes será otro día.

  Mariquitas

  1 plátano verde

  Sal y pimienta

  Aceite para freír

  • Calienta suficiente aceite para freír en una sartén o una freidora. Si usas una sartén, debes usar como una pulgada de aceite. (¡Dile a un adulto que te ayude a hacer esto!)

  • Corta las puntas del plátano y después córtalo a la mitad para que se pueda mondar más fácilmente.

  • Monda el plátano y córtalo en rueditas bien finitas, usando el rebanador de un rallador de caja.

  • Fríe las mariquitas hasta que se doren por ambos lados. Sácalas y déjalas escurrir sobre una malla o servilletas de papel.

  • Sazónalas con sal y pimienta, y sírvelas enseguida.

  6

  ROPA VIEJA

  Es lunes, pero Mami y yo despertamos cansadas, como si no hubiera habido fin de semana. Nos sentamos a la mesa a desayunar: un tazón de cereal, café con leche y tostadas. Mami se toma el café despacito y me cuenta de su otro trabajo, el de los sábados.

  —No está mal. Es un grupo divertido y nos la pasamos hablando mientras ponemos las cartas en los sobres. Es fácil y el tiempo pasa rápido.

  —Ay, Mami, ¡cómo quisiera que no tuvieras que trabajar tanto!

  —No va a ser para siempre, cielo —me dice—. Un par de meses más en lo que me las arreglo para pagar cuentas. Y para que puedas regresar a las clases de baile.

  —Yo no necesito clases, Mami. Prefiero que te quedes aquí conmigo.

  —Paciencia, hija —me dice en un tono que me recuerda a Abuela—. Todo llega y todo pasa.

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bsp; Le cuento a Mami que soñé que un pequeño tornado me levantaba unas pulgadas del suelo.

  —Yo daba vueltas y vueltas —le digo—, como si estuviera bailando a un ritmo que acelera fuera de control. Hasta que de repente, el viento dejó de soplar y ¡cataplún! me caí al suelo como un mangó maduro. No podía levantarme y empecé a gritar, pero nadie vino. Y ahí me desperté.

  —Cielo —me dice con ternura—, siempre estoy cerquita de ti.

  —Lo sé.

  Cuando llego a la escuela, veo a Karen y a Silvia en el pasillo. Desde lejos parecen un diez perfecto. Karen: alta y flaca. Silvia: bajita y regordeta. Me saludan como si nada hubiera pasado. Bueno, quizás nada pasó.

  —¿Qué hiciste el fin de semana? —pregunta Karen.

  —Cocinar, ir al supermercado y lavar una pila interminable de platos —le digo. De repente me doy cuenta de que sueno como una vieja. —Bueno, también vi un par de programas en la tele.

  —¿Y no fuiste al estudio? —pregunta Silvia.

  —No. Creo que no voy a bailar más. Ya no me gusta tanto.

  Me miran con asombro. Trato de mostrar indiferencia porque no quiero que se den cuenta que estoy mintiendo. La verdad es que amo el baile desde que nací. Ellas lo saben porque nunca puedo esperar en una fila sin bailar. Cuando hay música, algo dentro de mí se mueve, aunque yo no quiera.

  —¿Y ustedes? —les pregunto, cambiando el tema—. ¿Qué hicieron?

  —Me pasé el fin de semana leyendo uno de los libros de la Sociedad Secreta —dice Karen—. Estaba tan emocionante que hasta me quedé sin cenar. ¡Se me olvidó comer!

  —Pues, eso no me pasa a mí nunca —dice Silvia, sobándose la panza—. Hablando de comida, Celeste, ¿trajiste algo rico hoy … como cangrejitos?

  —No, lo siento —le digo—. Abuela no me ha escrito en los últimos días. Así que no sé qué preparar.

  Silvia y Karen se miran por un instante.

  —Ay, Celeste, me preocupas —dice Silvia—. Tienes que aceptar que tu abuela se murió, ya, para siempre… .

  Siento una llamarada de rabia adentro de mí y sé que no estoy en control de lo que estoy a punto de decir.

 

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