Los gigantes presentan diversas formas. Algunos son básicamente monstruos con características grotescas como varias cabezas, apéndices en forma de serpiente y ojos que disparan fuego. Otros, como los titanes de la mitología griega, son colosales seres sobrenaturales con forma y proporciones humanas, aunque terriblemente feos. Estos gigantes representan los poderes brutos y puros asociados a las fuerzas de la naturaleza. Sus pisadas hacen temblar la tierra y su respiración provoca tifones. Otros gigantes folklóricos, como el bíblico Goliat, son humanos y su condición de gigantes se debe solo a su enorme tamaño.
La palabra «gigante» deriva de los gigantes de la mitología griega, una raza primitiva de seres enormes y monstruosos, con columnas de serpientes enroscadas a modo de piernas. Nacidos de la sangre de su padre (el dios del cielo Urano) derramada en el suelo, los gigantes surgían de la tierra completamente formados y vestidos con armadura. Su madre, la diosa de la tierra Gea, pronto los urgía a atacar a Zeus y a los demás dioses del monte Olimpo para vengar la derrota de sus hermanos, los titanes. Los temibles gigantes lanzaban enormes descargas de piedras y troncos en llamas, y provocaban la huida de muchas deidades. Una profecía había pronosticado que no se podía matar a los gigantes, solo podría conseguirlo «un mortal con piel de león». Este resultó ser el héroe Heracles, que se puso de parte de los dioses y, armado con una aljaba de flechas envenenadas, atinó a herir a las criaturas con sus tiros mortales. En algunas versiones del mito, los gigantes sobrevivieron a la guerra, pero fueron enterrados bajo montañas, donde se convirtieron en fuente de terremotos y volcanes.
Muchas de las leyendas más antiguas del mundo hablan del eterno conflicto entre dioses y gigantes. En la mitología nórdica, los Gigantes de Escarcha, liderados por el terrible Thrym (cuyo nombre significa «jaleo»), eran los principales enemigos de Thor, Freyda y los demás seres supremos. Las leyendas celtas decían que los gigantes malvados conocidos como fomorians habían sido los primeros habitantes de Irlanda y, en algunos relatos, se asocian con el invierno, la niebla, las tormentas, las enfermedades y las malas cosechas. El Antiguo Testamento menciona diversas razas de gigantes, entre las que se encuentran los Emim, los Anakim, los Giborim y los Nefilim. De estos últimos se decía que su enormidad era tal que los humanos que los veían se sentían como simples saltamontes.
El folklore inglés les ha reservado desde hace mucho tiempo un lugar especial, quizá por su importancia en los mitos de la fundación de la nación. La Historia de los reyes de Britania, de Geoffrey de Monmouth (que no es historia auténtica, sino más bien una crónica de los comienzos legendarios de Gran Bretaña), habla de una raza de gigantes de unos cuatro metros, que podían arrancar robles de cuajo como si fueran hierbas de jardín. Según Geoffrey, estos gigantes gobernaron Inglaterra hasta que fueron vencidos por los ejércitos de Brutus, el mítico fundador de la raza británica y tataranieto del héroe troyano Eneas.
Durante la Edad Media, los gigantes estaban a la altura de los dragones como adversarios adecuados de los caballeros andantes que salían en busca de gloria y aventuras. En las leyendas del rey Arturo y otros cuentos épicos, los gigantes representan todo lo malo del mundo: están sedientos de sangre, son avariciosos, comilones y crueles. Raptan mujeres, roban a sus vecinos, matan niños y a veces incluso se comen a gente. Por eso, matar a un gigante es un acto de honor y bondad. En Le Morte d’Arthur de Sir Thomas Malory, publicado en 1485, Sir Lancelot demuestra su honor a muy temprana edad, matando a un par de gigantes malvados que retienen cautivas como esclavas a tres damiselas durante siete penosos años. Por su parte, el caballero Marhaus, al acabar con el gigante Taulard y rescatar a nada menos que veinticuatro doncellas y doce caballeros que aquel tenía apresados, obtuvo a cambio grandes riquezas y se ganó la gratitud de sus semejantes. Y el propio rey Arturo demostró ser el matador de gigantes más diestro de todos, al vencer al gigante de Mont Sant-Michel, un caníbal que llevaba un abrigo tejido con los cabellos de las barbas de los quince reyes a los que había derrotado.
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Los gigantes siguieron apareciendo en la imaginación popular mucho tiempo después del fin de la caballería andante. En los siglos XVIII y XIX, estos hombres de enorme tamaño y apetito, y en muchos casos con ganas de encontrar esposas de talla normal, eran el elemento imprescindible de los cuentos de hadas europeos. De estos, los más conocidos eran los que tenían como protagonista a un joven valeroso, aunque algo temerario, llamado Jack. En «Jack, el matador de gigantes», un cuento que se imprimió por primera vez en el siglo XIX, pero cuya acción transcurre en la época del rey Arturo, Jack es el hijo de un granjero inglés, que se hace experto en engañar a gigantes desventurados. Su primera víctima es un gigante de cinco metros y medio llamado Cormoran, que lleva un tiempo aterrorizando a la población de Cornwall, robando y devorando tantas ovejas, cerdos y bueyes que los habitantes están arruinados y a punto de morir de hambre. Jack cava un agujero enorme en el suelo, lo tapa con ramas y hojas, y empieza a insultar al gigante para provocarlo, hasta que se acerca al agujero y cae dentro, momento que Jack aprovecha para matarlo. Gracias a una serie de triunfos similares, Jack obtiene muchas recompensas, incluida una finca muy grande y la mano de la hija de un duque. En «Las habichuelas mágicas» aparece otro Jack que se enfrenta a un gigante, que habita en un castillo que hay en medio de las nubes (en lo alto de la planta de judías, por supuesto). Y que canturrea el famoso: «Fa, fe, fi, a sangre de inglés huele por aquí», mientras Jack, temblando de pies a cabeza, se esconde cerca del gigante.
Semejante historial de mala conducta no es posible atribuirlo a solo unas cuantas manzanas podridas, así que es comprensible que los padres muestren su preocupación al saber que sus retoños tienen a una medio gigante como profesora en Hogwarts. Pero, como parece saber Albus Dumbledore, resulta erróneo juzgar a una persona por la reputación de sus parientes. En muchas historias actuales, los gigantes son, precisamente, seres agradables que se hacen amigos de los humanos de talla normal e incluso los protegen, sobre todo a los niños. Además, por culpa de su enorme tamaño pueden sufrir incómodas dolencias físicas, sentirse aislados, considerarse bichos raros o avergonzarse de ser tan grandes. Nosotros mismos conocemos ya a unos cuantos gigantes bondadosos, y seguro que hay más por ahí. Si Dumbledore no se equivoca, quizá pronto tendremos ocasión de averiguarlo.
Muestra de gigantes
LOS CÍCLOPES: Los cíclopes (del griego «ojo circular») fueron la primera generación de gigantes mitológicos griegos, anteriores incluso a los Gigantes, los titanes y los dioses del Olimpo. Inmensamente poderosos y con un único ojo en el centro de la frente, su padre, Urano, los despreciaba y temía tanto que los encarceló en el Tártaro, el nivel inferior del mundo subterráneo. Allí aprendieron el arte de la forja y acabaron fabricando armas para los dioses. Proveyeron a Zeus con su rayo, a Hades con su sombrero de invisibilidad y a Poseidón con su tridente. Una generación posterior de cíclopes, igualmente grotesca, fue conocida por su canibalismo. El cíclope más famoso fue Polifemo, a quien su cautivo, Odiseo, engañó e hizo pensar que su nombre era «Ningún hombre». Al quedar ciego a manos del héroe evadido, Polifemo gritó a los cuatro vientos: «Ningún hombre me ha hecho esto» y sus colegas gigantes pensaron que estaba loco.
GARGANTÚA: Es un gigante de la literatura popular medieval, que fue inmortalizado por el sátiro francés François Rabelais en sus novelas cómicas Gargantúa y Pantagruel (1532-1534). Hijo de dos gigantes creados por el mago Merlín, Gargantúa era una criatura de insaciable apetito y nació gritando: «Bebida, bebida, bebida». En el transcurso de diversas aventuras, Gargantúa peleó con gigantes rivales, encerró prisioneros en un agujero de su diente (que también albergaba una pista de tenis) y robó las campanas de la catedral de Notre Dame para colgarlas alrededor del cuello de su yegua gigantesca. El término «gargantuesco» deriva de su nombre.
GOLIAT: Es el gigante más conocido de todos los gigantes bíblicos y era un campeón del ejército filisteo que invadió la tierra de los israelitas en tiempos del rey Saúl. Haciendo gala de su
temible figura, Goliat retaba a todos los guerreros israelitas para que se enfrentaran a él en duelo. «Si es capaz de pelear conmigo y me mata, seremos vuestros esclavos, pero si yo lo venzo y lo mato, seréis nuestros esclavos y nos serviréis» (1 Samuel 17,9). El pastor David aceptó el reto, abatió al gigante con una sola piedra de su honda, le cortó la cabeza y echó al enemigo.
GOGMAGOG: Este gigante malvado, cuyo nombre es una combinación del de otros dos gigantes (Gog y Magog), Gogmagog fue el más famoso de los gigantes legendarios que habitaron en la antigua Gran Bretaña. Geoffrey de Monmouth relata que el gigante de tres metros y medio fue vencido por el héroe Cornelio, cuya costumbre era derrotar a los gigantes en lucha libre. Cornelio agarró a Gogmagog de la cabeza, corrió hacia el acantilado y lo arrojó al mar (hoy en día, la zona por donde se despeñó se conoce como «Giant’s Leap», el salto del gigante). Como recompensa, Cornelio recibió una parte de Gran Bretaña que recibió el nombre de Cornualles en su honor. Algunos dicen que en Cornualles se cuentan más historias de gigantes que en ninguna otra parte de Inglaterra debido al gran número deformaciones rocosas gigantescas que hay en la zona; según la leyenda, estas fueron construidas por gigantes como Gogmagog.
PAUL PUNYAN: Este gigante, el más apreciado por el folklore americano, era un legendario leñador conocido tanto por su inteligencia y amabilidad como por su inmensa fuerza y destreza. Cuenta la leyenda que, con la ayuda de sus amigos Johnny Inkslinger, Sourdough Sam y Babe, el buey azul, Bunyan esculpió varios parajes del paisaje americano, entre los que se encuentra el Gran Cañón, el estrecho de Puget Sound, y las Black Hills de Dakota del Sur. Al parecer, su horno ocupaba un acre de terreno y su sartén era tan grande que la tenían que engrasar diversos hombres patinando sobre tiras de beicon en los pies. Las historias sobre sus proezas y su prodigioso apetito se originaron en los aserraderos del norte de Estados Unidos durante el siglo XIX, pero llegaron a extenderse por toda Norteamérica.
El GIGANTE DE CARDIFF: En otoño de 1869, un grupo de trabajadores que excavaba un pozo en la ciudad de Cardiff, Nueva York, desenterró lo que aparentemente eran los restos de un auténtico gigante petrificado. Con una altura de tres metros y casi 1500 quilos de peso, la criatura se convirtió en noticia en todo el país. Los expertos discutían sobre sus orígenes, mientras el público pagaba gustosamente una entrada de cincuenta centavos para ver el descubrimiento de cerca. Cuando el paleontólogo Othniel Marsh denunció que el gigante era un fraude, salió a la luz su verdadera historia. La criatura formaba parte del plan que había maquinado el fabricante de puros George Hull para llenarse los bolsillos de inmediato. Hull compró un bloque enorme de yeso, lo hizo esculpir en secreto a unos escultores a los que dijo que quería tener una estatua y luego lo enterró en una granja perteneciente a su cuñado. Allí permaneció un año hasta que «accidentalmente» fue descubierto por los obreros que excavaban el pozo. El gigante de Cardiff hizo ganar una fortuna a Hull y, actualmente, se encuentra en el Farmer’s Museum de Cooperstown, Nueva York.
GIGANTES REALES: Aunque no podemos dar fe de la altura de los gigantes de la Antigüedad, son pocas las dudas sobre la persona más alta de la historia moderna: Robert Waldow, que superaba a todos sus contemporáneos con la increíble altura de 2,72 metros. Nacido en Alton, Illinois, en 1918, de padres de altura media, Waldow nunca dejó de crecer. El primer registro de su altura le sitúa en cerca de un metro setenta. Esto no habría cobrado ninguna importancia de no ser porque solo tenía cinco años de edad y acababa de entrar en el jardín de infancia. A los trece años, cuando le nombraron el Boy Scout más alto del mundo, medía dos metros veinte y pesaba ciento veintidós quilos. Durante su corta vida (murió a los veinte años), Waldow fue conocido por su naturaleza dulce y agradable. Recorrió Estados Unidos como representante de una empresa de calzado y, dondequiera que iba, atraía multitudes. El récord de la mujer más alta del mundo lo tiene Zeng Jinlian (1964-1982), oriunda de la provincia china de Hurtan, que alcanzó los 2,46 metros.
Huesos grandes
Los griegos y los romanos de la Antigüedad tenían razones para creer que los gigantes habían sido los antiguos pobladores de la Tierra. No solo contaban con sus triunfos y derrotas narrados en mitos y leyendas, sino que se conservaban sus huesos. Extraídos por los granjeros o desenterrados tras inundaciones, terremotos o movimientos de tierras, aparecían fémures enormes (huesos del muslo), rótulas colosales y omoplatos descomunales (huesos de los hombros) que testificaban la existencia de gigantes, héroes y monstruos del pasado.
Hoy en día, sabemos que esos huesos eran restos fósiles de mastodontes, jirafas gigantes, mamuts lanudos, osos de las cavernas y otros mamíferos prehistóricos que vivieron hace millones de años. Sin embargo, en la Antigüedad, no se conocía la edad exacta de la Tierra y se creía que los fósiles tenían un origen relativamente reciente (quizá de miles de años, pero no de millones). Al encontrar huesos gigantescos, parecía más razonable concluir que eran lo que parecían: huesos de gigantes muertos (a menudo adjudicados a los mismos gigantes mencionados en los mitos y leyendas).
Griegos y romanos fueron ávidos coleccionistas de fósiles y sus descubrimientos más importantes se exponían en vitrinas, templos y otros lugares públicos, donde se presentaban como pruebas del pasado mítico. (El emperador César Augusto, del siglo I d. C., construyó el que probablemente fuera el primer museo paleontológico del mundo, donde expuso su colección particular de huesos gigantes y otros artefactos). Algunas reliquias se identificaban como restos de un gigante en concreto, como los de Gerión, un monstruo de tres cabezas derrotado por Heracles. Otros huesos se presentaban como pertenecientes a guerreros legendarios como Áyax y Aquiles, héroes de la guerra de Troya (los griegos se imaginaban a sus héroes populares como seres inmensamente más grandes que los humanos ordinarios). Incluso se identificaron los restos de los gigantes caídos.
El hecho de que los huesos de un cuadrúpedo prehistórico como un mastodonte fueran identificados como los de un enorme humanoide de dos piernas no es tan disparatado como parece. Excepto por el tamaño, el hueso de un muslo humano y el fémur de un mastodonte guardan un gran parecido (el del mastodonte es tres veces más largo, lo que convertiría a los gigantes imaginarios en criaturas tres veces más altas que un romano de altura media, es decir, en seres de unos cuatro metros y medio de altura). Las vértebras y los omoplatos también albergan similitudes. Y, aunque el cráneo podría haber dado la clave de la identificación, no se solían encontrar, ya que los demás huesos. Incluso cuando se encontraban cráneos y otros huesos claramente humanos, se atribuían a alguno de los muchos monstruos legendarios de tres cabezas y cien brazos, pies o colas. Además,
muchos de los huesos gigantes se desenterraban en las zonas en las que las leyendas situaban las moradas de los gigantes; este hecho ayudó a confirmar las creencias de los antiguos, pero sugirió a los estudiosos modernos que las leyendas pudieron haberse formado a partir de descubrimientos de huesos similares en épocas anteriores.
Basándose en la cantidad de fósiles gigantes que se extraían del suelo, muchas autoridades de la Antigüedad llegaron a la misma conclusión. «Es obvio —escribió Plinio el Viejo— que la talla de la raza humana está menguando».
El esqueleto de un mamut normalmente se encontraba esparcido e incompleto. Aquí un estudioso moderno demuestra cómo puede organizarse el esqueleto para crear un «gigante» convincente.
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Hoy día, si quieres ver un gnomo, basta con que te asomes al jardín del vecino. En efecto, en Europa y en Estados Unidos, los «gnomos de jardín», estatuas pequeñas y sonrientes de hombres barbudos con sombreros rojos puntiagudos, son adornos de exterior bastante populares. Pero si resulta que tus vecinos son unos brujos, te darás cuenta de que sus gnomos se mueven mucho más que los que están hechos de barro. En realidad, como bien saben los que visitan el huertecito de los Weasley, los gnomos pueden ser unos pesados de risa floja a los que hay que tratar como a cualquier otro intruso.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo empezó a asociarse a l
os gnomos con los jardines. Hay quien sugiere que las primeras estatuas de gnomos se crearon como figurillas de bienvenida que se colocaban en las zonas ajardinadas de acceso a grandes edificios, y que después la gente copió la idea para su jardín particular. Otra posibilidad es que dicha relación emergiera del folklore, donde tradicionalmente se asociaba a los gnomos con la tierra.
En la sabiduría popular germánica los gnomos, igual que los enanos, viven bajo tierra, donde guardan tesoros y cavan en busca de metales preciosos. Sorprendente mente, son capaces de moverse en todas direcciones bajo tierra sin necesidad de túneles, de la misma manera que los peces se mueven bajo el agua. Son seres trabajadores y amables, y suelen representarse como ancianos jorobados o con alguna otra deformidad. Su piel siempre es de un tono terroso (gris o marrón), por lo que pueden camuflarse fácilmente en su entorno. Si se sienten amenazados, pueden incluso disolverse, literalmente, con la materia del suelo o de un tronco de árbol.
Aunque hay muchos cuentos que nos hablan de gnomos que lo pasan muy bien en el mundo exterior, algunos expertos aseguran que los gnomos quedan con vertidos en piedra si los toca la luz del día. De ser eso cierto, quizás algunos de esos gnomos decorativos de jardín no sean más que pobres víctimas de un exceso de sol.
Más de un pasajero de tren norteamericano ha deseado ansiosamente los servicios de un gorra roja: un mozo de estación que te ayuda a llevar las maletas. Los viajeros del Expreso de Hogwarts, sin embargo, han aprendido a mantenerse alejados de ellos, por lo menos de los de la terrible especie que se estudia en clase de Defensa contra las Artes Oscuras. También llamado un gorra sangrienta o un peine rojo, un gorra roja es un trasgo maligno del folklore inglés que ronda por las ruinas de los castillos en los que se han librado batallas sangrientas. El gorra roja, con su larga melena gris, sus feroces ojos rojos y su afilada dentadura, podría ser confundido con un anciano muy feo si no fuera por el característico sombrero, que adquiere su color rojo al remojarse en sangre. Lleva un cayado acabado en un pincho metálico, que usa alegremente contra cualquiera lo bastante loco como para vagar por un castillo en ruinas. Al fin y al cabo, la sangre de una víctima reciente es todo lo que se necesita para intensificar el color de su gorro carmesí.
El Diccionario del Mago Page 12