El Diccionario del Mago

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El Diccionario del Mago Page 18

by Allan Zola Kronzek


  En muchas culturas, los rituales chamánicos se acompañaban de muestras de poderes sobrenaturales, que en realidad se debían a puro truco. Haciendo juegos de manos y otras técnicas secretas, los magos tribales podían, aparentemente, apuñalarse a sí mismos sin herirse, caminar sobre el fuego, liberarse de cuerdas, tragar cuchillos, comer cristal y hacer que muñequitos bailaran. Mediante técnicas de ventriloquia, a veces sostenían conversaciones públicas con los espíritus invisibles. Estas demostraciones debían de causar un fuerte impacto en quienes las contemplaban, y contribuían a la eficacia psicológica de la medicina chamanística.

  Resulta interesante que el uso de esos trucos no significara necesariamente que la capacidad del chamán de curar a los enfermos fuera en realidad un fraude. La mayoría de los chamanes creía de verdad en sus poderes, y también lo creía la comunidad. Ese era uno de los factores que los hacían efectivos. Además, no hacía ningún daño ser capaz de mostrar el dominio de lo sobrenatural, sobre todo durante ceremonias importantes.

  El hombre ingenioso y la mujer sabia

  Desde el medievo hasta bien entrado el siglo XIX, casi todas las ciudades y pueblos europeos contaban con un mago local cuya función era similar a la del chamán de tribu. El mago de pueblo era también conocido como brujo, mujer sabia, o mujer u hombre «ingenioso» («poseedor de ingenio», del latín ingenium, «conjunto de cualidades innatas»). A este mago de pueblo se le consultaba sobre cuestiones de sanación y adivinación, y acerca de todas las cosas por las que antes se acudía al chamán. Sin embargo, a diferencia de los chamanes, los hombres ingeniosos y las mujeres sabias llevaban a cabo su función en privado, y no en ceremonias públicas, y aunque a veces se vestían de forma algo más excéntrica que sus convecinos, nunca llevaban pieles de animales ni ejecutaban danzas tribales ni entraban en estados de trance. Pero muchas de sus actividades eran idénticas a las de aquellos: tenían conocimientos sobre medicina herbal, usaban encantamientos sanadores y fabricaban talismanes, amuletos y pociones de amor. En los pueblos más pequeños, las mujeres y hombres sabios trabajaban como médicos e incluso como veterinarios. Algunos hombres y mujeres sabios tenían conocimientos básicos de astrología y quiromancia (materias desconocidas para las primitivas culturas tribales), así como de interpretación de los sueños, que aprendían leyendo panfletos populares. Pero muchos hombres y mujeres sabios eran analfabetos, y sus conocimientos de remedios tradicionales y fórmulas para pociones procedían de colegas del oficio o de amigos y familiares. Hay quien dice que los magos de pueblo aprendían aquellos secretos porque se los transmitían las hadas.

  Los hombres ingeniosos de las aldeas solían ir vestidos con ropas extrañas y comportarse de manera rara, pero sabían cosas que la gente corriente desconocía.

  (Fuente de la imagen 61)

  Aunque hubo leyes que impedían la práctica de la magia, la mayoría de los hombres y las mujeres sabios trabajaba sin esconderse. Había gran demanda de los servicios que ellos ofrecían, y mientras no hicieran daño a nadie, las autoridades les dejaban en paz. Muchos eran vistos como «bichos raros», que no se relacionaban mucho con la gente y vivían a las afueras de la ciudad, donde cultivaban sus jardines herbales para tener a mano los remedios necesarios. Se rumoreaba que sus casas estaban llenas de cosas raras, como espejos mágicos, bolas de cristal, y otros instrumentos asociados con la adivinación. Los hombres sabios eran respetados, temidos, y a menudo se evitaba el contacto con ellos. Pero prácticamente todo el mundo sabía dónde se los podía encontrar en caso de necesidad.

  En las ciudades grandes europeas también había hombres de este tipo. Estos sabios urbanos eran más sofisticados que sus «primos» rurales, pues cobraban precios más elevados y a menudo tenían aristócratas entre su clientela. Uno de los hombres sabios más conocidos en su época fue el londinense Simon Forman, que vivió entre 1552 y 1611. A diferencia de la mayor parte de sus colegas, que no se atrevían a dejar evidencia escrita de sus prácticas, a veces ilegales, Forman redactaba diarios detallados que revelan el tipo de consulta que solían realizarle. Los mercaderes le pedían consejo astrológico sobre asuntos de negocios, las esposas de los marineros le preguntaban por la salud de sus maridos; dueños afligidos acudían a él en busca de información sobre animales perdidos y objetos robados, y la gente en general iba para que lanzara conjuros o los eliminara, y muchos le visitaban para pedirle pociones de amor, talismanes, amuletos y medicinas herbales. Forman era astrólogo y vidente de bola de cristal, pero también se consideraba a sí mismo un médico competente. Aunque carecía de instrucción oficial en medicina, parece ser que llevó a cabo muchas curaciones en una época en que la medicina oficial practicaba el sangrado y otras terapias que son más perjudiciales que beneficiosas. A pesar de la oposición del Colegio Real de Médicos, recibió un título médico de la Universidad de Cambridge en 1603, y se convirtió en doctor de muchos de los ciudadanos más adinerados del Londres isabelino.

  Según dice la gente, Forman elaboró un horóscopo en el que predijo la hora exacta de su propia muerte, que acaeció el 8 de septiembre de 1611, mientras remaba por el río Támesis. Al morir, su fortuna se valoró en 1200 libras, una suma muy considerable para un hombre de la época.

  El mago erudito

  «Hoy día —escribió un inglés en 1600— [un hombre] no es considerado erudito si no sabe hacer horóscopos, expulsar demonios, o posee alguna habilidad como adivino».

  La idea de que un hombre cultivado pudiera ocuparse en estas artes tradicionales de mago habría resultado impensable poco más de cien años antes. Pero a finales del siglo XV y durante el siglo XVI, la magia se ganó un renovado respeto intelectual. En la Italia renacentista, los eruditos habían recuperado la antigua noción de que la magia puede servir como una vía para adquirir la perfección espiritual personal y el dominio sobre el mundo natural. Sugerían que el hombre era una copia en miniatura del universo. A través del estudio diligente, del conocimiento de uno mismo y del poder de la imaginación, se podía aprender a usar palabras mágicas, encantamientos y símbolos, con el fin de controlar las fuerzas ocultas de la naturaleza y conseguir prácticamente cualquier cosa.

  Agrippa fue uno de los magos eruditos más famosos del Renacimiento. Hablaba ocho idiomas, ejercía de abogado y médico, y daba conferencias sobre filosofía, astrología y religión.

  (Fuente de la imagen 62)

  Estas ideas se abrieron paso enseguida hacia el norte, donde hallaron en el brillante y joven erudito alemán Cornelius Agrippa uno de sus valedores. Aunque Agrippa sea hoy más conocido como el cromo de las ranas de chocolate que le falta a Ron Weasley, en su época se le conocía como autor de la obra en tres volúmenes Filosofía oculta, publicada en 1531. En ella argumentaba que todo lo que vemos en la naturaleza (personas, plantas, animales, rocas y minerales) contenían propiedades y poderes ocultos que podían descubrirse y utilizarse. La tarea del mago estudioso, según Agrippa, era aplicar las herramientas de la magia (adivinación, aritmomancia, astrología, el estudio de los demonios y los ángeles) a la labor de descubrir las conexiones y fuerzas ocultas en la naturaleza, y usarlas para resolver problemas y curar enfermedades. En el proceso, aseguraba Agrippa, el hombre podía también descubrir la parte de sí mismo que más ligada estaba al universo, y mediante la fuerza de su propia imaginación y voluntad, podría alcanzar poderes sobrenaturales.

  Aunque, para desilusión de sus lectores, Agrippa no explicaba exactamente cómo podía el mago adquirir dicho potencial, ello no fue obstáculo para que mucha gente intentara conseguirlo. Entre los muchos seguidores de Agrippa había estudiantes universitarios que intentaron convocar espíritus en los dormitorios comunes, médicos que trataron de impregnarse de las fuerzas ocultas de la naturaleza para curar a sus pacientes, y hombres de ciencia con afán por desentrañar todos los misterios del universo. El más famoso de todos ellos fue el matemático, astrónomo y astrólogo inglés John Dee, que se ganó una reputación de mago al inicio de su carrera, y que incluso fue encarcelado en 1553 bajo acusación de intento de asesinar a la reina María Estuardo mediante un
encantamiento. Dee creía que podía aprender muchos de los secretos del mundo a través de los ángeles y los espíritus, con quienes trataba de contactar mirando fijamente una bola de cristal y un espejo mágico. Aunque él rara vez obtenía respuesta del mundo de los espíritus, Dee tenía una serie de compañeros que aseguraban que podían ver y oír ángeles. Sin embargo, a pesar de décadas de intentos, ninguno de ellos fue capaz de convencer a estos seres para que les contaran los secretos de Dios y del universo, que con tanto empeño trataba de averiguar Dee.

  De todos modos, cuando murió Dee en 1608, la magia se había convertido en tema de moda entre los intelectuales ingleses. A lo largo de gran parte del siglo XVII se ofrecieron debates públicos en la Universidad de Oxford sobre asuntos como el poder de los encantamientos, el uso de la magia para curar enfermos y la eficacia de las pociones de amor. Sin duda, más de un joven estudioso con ambición se hizo ilusiones de convertirse algún día en un gran mago.

  El mago de teatro

  Aunque sean expertos en trucos, los magos que vemos actuar en teatros quizá sean los magos «más reales» de todos. Los narradores crean una magia que sale de su imaginación y llega a nuestra mente (un gran truco en sí mismo); pero los magos de los teatros toman esas mismas proezas imposibles, descritas en la ficción, para mostrárnoslas en vivo y en directo. Igual que sus colegas legendarios, los magos de escenario aparecen y desaparecen, levitan o vuelan, predicen el futuro, atraviesan paredes, crean algo de la nada y convierten a personas en bestias. Los magos de los teatros también saben lanzar conjuros al público, provocando así que vean cosas que no están ahí, o que no vean cosas que sí hay. ¡No es de extrañar que hace siglos el público asistente a los espectáculos de magia se sintiera muchas veces como si los hubieran embrujado!

  Este dibujo, extraído de un libro alemán de astrología de 1404, presenta la descripción más antigua conocida de un mago callejero en plena faena. El truco que ejecuta es el clásico «Copas y bolas». En la parte de arriba aparecen cinco de los doce signos del zodíaco. Tauro el Toro, Leo el León, Cáncer el Cangrejo, Aries el Carnero y Capricornio la Cabra.

  (Fuente de la imagen 63)

  La magia de teatro, el arte de crear y presentar ilusiones desconcertantes, se puede encontrar en muchas culturas de todo el mundo, pero los primeros animadores mágicos de la historia escrita son los prestidigitadores callejeros de los siglos I y II en Grecia y Roma. Los escritores latinos Séneca, Alcifron y Sextus Empiricus describieron a los que vieron, y sobre todo el truco conocido como «Las copas y las bolitas», que hoy siguen realizando los magos modernos. Suele hacerse con tres copitas y tres bolas pequeñas, y es un truco que incorpora en sí mismo muchos de los efectos sorprendentes de la magia. Bajo la atenta mirada del público, que suele hallarse solo a medio metro del mago, las pelotitas se esfuman, reaparecen bajo las copas, se trasladan de manera increíble de una a otra, penetran por las sólidas bases de las copas, y a veces surgen de las orejas y narices de los espectadores. Y como broche de oro, las bolitas se convierten en algo completamente diferente: ¡fruta, un ratón o pollitos!

  A primera vista, este cuadro de 1480 aproximadamente, muestra a una multitud disfrutando con un espectáculo de Copas y bolas. Pero si miras con atención verás que hay un ladronzuelo entre el público. ¿Estarán compinchados el mago y el ladrón?

  (Fuente de la imagen 64)

  Los primitivos prestidigitadores tenían que ser versátiles por necesidad. Aún no se habían inventado muchos trucos, así que, además de ejecutar lo que hoy se considerarían «trucos de magia», también tenían que hacer juegos malabares; piruetas; ofrecer un número con marionetas, o mostrar las habilidades de su animal adiestrado, que podía ser un perro, un mono o un oso. En Atenas había escuelas para estos artistas callejeros, y muchos de ellos se hicieron célebres por su capacidad para asombrar y divertir incluso al público más exigente y sofisticado. Los ciudadanos griegos apreciaban todo tipo de destreza (artística, atlética, teatral, musical y retórica), y no era raro que disfrutaran también con la prestidigitación.

  A medida que el Imperio Romano se expandió, los magos empezaron a aparecer por ciudades y burgos de toda Europa. Algunos actuaban en solitario, otros formaban compañías ambulantes de acróbatas, malabaristas, adivinos, poetas y místicos, y viajaban de una ciudad a otra, entreteniendo a la realeza en los castillos feudales y apareciendo ante el pueblo llano en tabernas, graneros y córralas. Sorprendentemente no se dispone de muchos detalles sobre estos prestidigitadores, aunque sabemos que a mucha gente, sobre todo al estamento eclesiástico, no le hacían ninguna gracia. Aunque estos inofensivos magos de pacotilla eran conocidos en Inglaterra como malabaristas y su arte se llamaba, sin ninguna malicia, malabarismo, la Iglesia consideraba que la prestidigitación era inmoral porque se fundaba en el engaño. Las mismas técnicas de juegos de manos empleadas en los trucos de magia podían también emplearse en el juego o para estafar al público con curas «milagrosas». Otros temían y desconfiaban de los prestidigitadores porque sospechaban que las ilusiones de un mago podrían basarse en poderes sobrenaturales. Dado que solía mantenerse en secreto la naturaleza exacta de los métodos del mago callejero, para los que creían en la brujería y en demonios, como era el caso de mucha gente hasta finales del siglo XVII, era normal sospechar lo peor. Es más, muchos de estos magos jugaban con las creencias populares sobre la magia, pronunciando palabras mágicas, agitando una varita mágica, y fingiendo echar conjuros y convocar a los poderes sobrenaturales.

  Durante el siglo XVIII, la magia de teatro empezó a emerger como una forma de entretenimiento en si misma, diferente de los juegos malabares, de los números de marionetas y de otras artes de circo. Gracias a las nuevas formas de pensar que surgieron con la revolución científica, los prestidigitadores dejaron de considerarse sospechosos de poseer habilidades sobrenaturales, y quedo clara su condición de artistas de la ilusión, o «magos», como empezaron a llamarse en la década de 1780. Los magos empezaron a cobrar por sus espectáculos (antes trabajaban a cambio de propinas, o vendían, después de su número, pequeños objetos de la suerte como talismanes y tónicos medicinales) y actuaron cada vez más en las cortes reales. Hacia mediados del siglo XVIII, los espectáculos de magos habían llegado al teatro. Giovanni Giuseppe Pinetti, considerado uno de los primeros grandes magos de escenario, actuó en los mejores teatros de Europa durante las décadas de 1780 y 1790, ejecutando proezas tales como quitarle la camisa a un hombre sin siquiera quitarle la chaqueta, leerle la mente (aparentemente) a un miembro del público, y atravesar una carta escogida y lanzada al aire, clavándola al instante en la pared.

  La magia de finales del siglo XIX y comienzos del XX se caracterizaba por consistir en dos horas de ilusión sin parar, con montones de maravillas que hacían poner los ojos como platos. Los magos recorrían el globo con auténticas toneladas de utilería y vestidos especiales. Harry Houdini, que alcanzó el estrellato en el vodevil como el hombre capaz de escapar de cualquier atadura, incluidas cadenas, esposas y jaulas, se convirtió en el artista más famoso y mejor pagado de su época.

  Giovanni Pinetti fue uno de los primeros grandes magos de teatro. En uno de sus números más famosos, alguien elegía una carta, que luego se volvía a meter en la baraja; entonces, Pinetti lanzaba las cartas al aire, y la carta elegida quedaba clavada en la pared con un clavo disparado con una pistola.

  (Fuente de la imagen 65)

  Hoy día, la gente de todo el mundo sigue parándose para contemplar a un artista callejero, o paga sumas elevadas para entrar en espectáculos de magia que se realizan dentro de los teatros. ¿Por qué? Todos saben que «solo es un truco». ¿Es que quieren averiguar el secreto? En realidad, más bien creemos que se trata justo de lo contrario. Lo que quiere la gente no es el truco, sino el misterio. La magia nos sorprende, pone el mundo patas arriba, y nos regala maravillas y cosas asombrosas. Y también nos recuerda algo que la mayoría de las brujas y brujos saben muy bien: que lo imposible es, al fin y al cabo, posible.

  Cuando nuestros padres nos decían que no maldijéramos, n
o pensábamos que fuera una cuestión de vida o muerte. Bueno, en realidad no lo era. El empleo moderno de la expresión «maldecir» significa, normalmente, decir una vulgaridad o una blasfemia. Aunque puede resultar ofensivo y no deja de ser de mala educación, no es letal. Sin embargo, en siglos pasados una maldición era mucho más que un mero insulto; se consideraba una de las formas de magia más poderosas y peligrosas, y su finalidad era provocarle al enemigo dolor, sufrimiento, enfermedad, e incluso la muerte. Por esta razón, sin duda, el Ministerio de Magia recomienda que no se enseñen maldiciones hasta el sexto curso de la educación de un brujo. Al fin y al cabo, lo último que querría un profesor es tener a algún alumno irascible lanzando maldiciones contra un compañero de clase que haya sacado mejores notas.

  Licencia para maldecir

  Desde los tiempos más remotos, la persona que desea hacer daño a un enemigo suele acudir a la ayuda de un profesional: un hechicero del pueblo con fama de crear y lanzar maldiciones efectivas. Los que creían haber sido maldecidos a menudo notaban algunos síntomas, seguramente el miedo y la ansiedad que sentían solo por la idea de la maldición les provocaban náuseas, vómitos, dolores de cabeza, insomnios y otras dolencias. Si la víctima no quedaba demasiado incapacitada, podía salir a buscar a otro hechicero que deshiciera la maldición o lanzara una contramaldición. De todos modos, en los pueblos donde solo había un hechicero, este hacía negocio con las dos partes implicadas, y ganaba así una buena suma de dinero.

 

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