En Estados Unidos no hay misteriosos monumentos de piedra, pero eso no ha impedido que sus habitantes se interesen por las historias de petrificaciones. Durante el siglo XIX, los periódicos norteamericanos publicaron docenas de artículos acerca de cuerpos humanos petrificados que habían sido encontrados enterrados, sentados sobre grandes rocas o momificados en troncos de árbol. ¡Incluso hubo algunos que decían haber visto a otros convertirse en piedra ante sus propios ojos! No eran más que patrañas inventadas por periodistas espabilados que necesitaban llenar espacio y entretener a un público crédulo. Mark Twain, el autor de Huckleberry Finn, escribió una de las más exageradas de estas historias, precisamente con intención de ridiculizarlas, pero, para su consternación, lo único que consiguió fue que los lectores le pidieran más.
Durante siglos, la legendaria sustancia mágica conocida como la piedra filosofal ha encarnado dos de los sueños permanentes de la humanidad: la vida eterna y la riqueza sin límite. Lord Voldemort espera robar la piedra de Hogwarts para recuperar la fortaleza y alzarse de nuevo para extender la magia negra por el mundo. Muchísimos otros personajes, tanto reales como de ficción, han buscado la Piedra para fabricar oro o para obtener el Elixir de la Vida: una poción que hace inmortal a quien la toma.
La alquimia era un arte extremadamente difícil, donde lo más probable era que todo saliera mal. Estos alquimistas del siglo XVI tienen más cara de perplejidad y confusión que de saber lo que están haciendo.
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El mito de la piedra filosofal surgió a partir de la alquimia, un antiguo arte nacido en Alejandría, Egipto, aproximadamente en el siglo I, dedicado a transformar metales comunes en plata u oro. Tal como la planteaban sus creadores, la alquimia (del griego kemia, que significa «trasmutación») era un proceso científico en el que se utilizaban fraguas, productos químicos y material de laboratorio. Se tomaba hierro, plomo, estaño, mercurio y otros metales y, después de una serie de pasos secretos, se obtenía oro. Aunque era imposible que tal cosa sucediera (las leyes de la física eran las mismas entonces que ahora), eso no impidió que los primeros alquimistas creyeran haberlo logrado. Eran, de hecho, expertos en colorear metales y en fabricar aleaciones con aspecto de oro, que contenían un poco del preciado metal y que pasaban por ser oro puro.
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En los siglos posteriores, el conocimiento de la alquimia se conservó, se desarrolló en el mundo árabe y finalmente llegó a la Europa medieval aproximadamente en el año 1200, cuando los trabajos de los alquimistas árabes se tradujeron al latín. Estos manuscritos, llenos de complicadas fórmulas, y que describían sofisticados aparatos de laboratorio hasta entonces inimaginables, fueron una revelación para los eruditos y los clérigos que los leyeron. Por lo visto existía desde hacía más de un milenio un modo de producir una riqueza fabulosa y sin embargo, las mentes más despiertas de Europa no habían sabido nada al respecto. En ese momento, sin embargo, tenían el método al alcance de la mano.
El atractivo de la alquimia era irresistible. A finales del siglo XIV, había florecido en todo el oeste de Europa, muchos habían oído hablar de ella y centenares, si no miles, la practicaban. Y una nueva idea había surgido. Más que intentar trasformar metales comunes en oro, como al parecer habían hecho los primeros alquimistas, los alquimistas medievales como Nicholas Flamel pretendían obtener una nueva sustancia: un catalizador extraordinariamente potente que, añadido a los metales vulgares, conseguiría trasmutarlos, al estilo del rey Midas, en oro. Esta nueva sustancia fue conocida como la piedra filosofal. A medida que crecía su atracción, también arraigaba la creencia de que poseía el poder de curar las enfermedades y de prolongar indefinidamente la vida.
Aunque, según algunas definiciones, la piedra filosofal era una sustancia mágica, se creía que su origen era completamente natural y que por tanto, en teoría, cualquiera podía obtenerla. Pero eso no significaba que fuera fácil conseguirlo. Los manuscritos que enseñaban alquimia eran difíciles de encontrar y aún más difíciles de entender. No solo estaban escritos en latín (una lengua que dominaban únicamente los clérigos y los hombres instruidos), sino que para proteger los secretos de la transmutación y evitar que cayeran en las manos equivocadas, los autores se expresaban de manera deliberadamente críptica y escribían, en parte, utilizando un código secreto. Por ejemplo, en lugar de usar el termino común aqua regia para la mezcla de ácido nítrico y ácido clorhídrico, los alquimistas se referían al «dragón verde». El plomo era el «cuervo negro». Una vez finalizado el proceso de descifrar estos documentos, suponiendo que lo consiguieras, necesitabas fraguas, metales, productos químicos y todos los instrumentos de cristal necesarios para montar un laboratorio de alquimia, además de la paciencia para pasar meses, o incluso años, persiguiendo la escurridiza piedra filosofal. No obstante, muchos alquimistas dedicaron la mayor parte de su vida a esta tarea. Se pensaba también que la alquimia era tanto una búsqueda espiritual como material, así que muchos creían que, mientras se dedicaran al trabajo, podrían «dorarse» y alcanzar un estado «superior».
Tan extendida estaba la creencia en la piedra filosofal, que no sorprende que algunos estafadores emprendedores desarrollaran algunos sistemas de «hágase rico al instante» para birlar los ahorros a los aspirantes a alquimista.
Los embaucadores usaban juegos de manos y artilugios mecánicos para crear la ilusión de que convertían el mercurio en oro. Luego vendían la piedra con la que, supuestamente, habían conseguido la transformación (y, a veces, el material de laboratorio y los productos químicos también) a los crédulos compradores. Al mismo tiempo, tanto los estafadores como los verdaderos alquimistas arriesgaban la vida si aseguraban poseer la piedra filosofal, porque podían ser el blanco de los ladrones. Por este motivo muchos alquimistas trabajaban en secreto.
La alquimia continuó siendo un tema serio hasta finales del siglo XVII, cuando sus teorías fueron sustituidas por la de la química moderna, de mucho más peso. Aunque los alquimistas nunca llegaron a conseguir sus imposibles objetivos, descubrieron muchos productos químicos útiles para la ciencia y la medicina. También inventaron las técnicas básicas de laboratorio y diseñaron prácticamente todos los aparatos químicos que se usaron hasta mediados del siglo XVIII.
La obtención de la piedra filosofal y la teoría en que se basaba la alquimia
Los objetivos de la alquimia pueden resultar rocambolescos para la mentalidad moderna pero, para los que se dedicaban a ella en la Antigüedad y en la Edad Media, tenían mucho sentido. Según las teorías de los primeros filósofos griegos, ampliamente difundidas hasta la llegada de la ciencia moderna, todo lo que forma parte del mundo físico se componía de una sustancia básica llamada «materia prima». La materia prima poseía distintas cualidades y características, pero en esencia era una misma cosa. Aún más, se creía que toda la materia estaba viva. Se decía que los metales y los minerales, así como las plantas y los animales poseían un «espíritu universal» o fuerza vital, que los antiguos filósofos llamaban pneuma (palabra griega que significa «aliento» o «viento»).
Dada su concepción del mundo físico, no había razón alguna para que los alquimistas no pudieran tomar metales como el hierro o el estaño, reducirlos a la condición de materia prima (calentándolos en fraguas y tratándolos con ácidos y reactivos), y luego remodelar la materia prima para obtener oro. Los alquimistas de la antigua Grecia y Egipto creían que podían lograr la transmutación añadiendo una pequeña cantidad de verdadero oro al brebaje. Esta se comportaría como una semilla, que al estar viva, germinaría y produciría una gran cantidad de oro usando la materia prima como nutriente. Los alquimistas medievales, por su parte, creían que calentando sus mezclas, el pneuma que estas contenían se desprendería en forma de gas que, junto con otros vapores, podía atraparse y condensarse luego en alambiques. El líquido así obtenido, refinado y destilado sucesivamente centenares de veces (incluso durante años) acabaría siendo esencia de pneuma concentrada, purificada y extraordinariamente potente. Esa era la mítica piedra filo
sofal. Añadida a la materia prima, podría, al menos en teoría, obligarla a adquirir su forma más perfecta, la del oro. Tomada como elixir, puesto que era la esencia de la fuerza vital, curaría cualquier enfermedad y proporcionaría la vida eterna.
La clasificación de la piedra filosofal y fraudes alquímicos
Una demostración de la fabricación de oro era la mejor manera que tenían los falsos alquimistas para probar que tenían un poco de la verdadera piedra filosofal. Muchos trucos ingeniosos se inventaron con este propósito, pero el método más convincente permitía al posible comprador ver con sus propios ojos la transmutación. Eso no era tan difícil como puede parecer. Una demostración impresionante, que se llevaba a cabo, sin duda, en un laboratorio apartado e improvisado, era la siguiente:
El supuesto alquimista vertía una pequeña cantidad de mercurio en un crisol (un recipiente de cerámica usado para fundir metales) y lo calentaba en un horno. Con ademán teatral, sacaba luego un pequeño tubo de polvo rojo, supuestamente la poderosa piedra filosofal. Después de añadir una pizca de este polvo al mercurio (no más de lo que cabría en una cabeza de alfiler), agitaba la mezcla y continuaba aplicándole calor. Mientras que muchos procesos alquímicos tardaban semanas o meses, este estaba listo en solo unos minutos. Enseguida, el mercurio podía verse cambiando misteriosamente de color, y de plateado pasaba a ser dorado. Cuando se apartaba del fuego y se dejaba enfriar, se solidificaba en una pepita reluciente. Sorprendentemente, cualquier experto podía comprobar que esta nueva sustancia no solo parecía oro, sino que era oro.
El secreto de esta aparente transmutación era una inteligente combinación de química y truco. El mercurio tiene una temperatura de evaporación muy inferior a la del oro, eso es el hecho químico. El truco estaba en la barrita de aspecto inocente usada para mezclar los ingredientes. Aunque parecía una pieza sólida de metal negro, en realidad era un tubo hueco en el que el estafador había metido previamente una pequeña cantidad de oro en polvo. Un tapón de cera sellaba el extremo de la barrita y mantenía el oro dentro. Cuando se removía el mercurio caliente, la cera se fundía, el oro caía en el recipiente y se unía a la mezcla. Al aumentar la temperatura, el mercurio se evaporaba en el interior del horno y quedaba el oro y, tal vez, alguna traza de la supuesta piedra filosofal, que podía ser muy bien un poquito de tiza de color. La falsa piedra filosofal se vendía entonces a un precio adecuadamente elevado y el falso alquimista se esfumaba.
Las pociones, notables brebajes con sorprendentes ingredientes, siempre han sido una parte fundamental del equipo de un mago. Las brujas de la mitología clásica preparaban pociones que rejuvenecían, convertían a los hombres en animales y las hacían ellas mismas invisibles. Las leyendas medievales y los cuentos de hadas hablan de pociones para dormir, de amor, para olvidar y causar celos y peleas. Alicia, en su viaje por el País de las Maravillas, bebe una poción que reduce su tamaño y otra que la vuelve gigantesca. Y es también una poción lo que transforma a Harry y Ron, al menos en apariencia, en dos de las personas que menos aprecian: Crabbe y Goyle.
Las leyendas acerca del poder mágico de las pociones (del latín potio, que significa «bebida») proceden sin duda de los efectos que realmente tienen muchas sustancias sobre el cuerpo y la mente. Desde hace mucho se conocen y usan, tanto para curar como para hacer daño, tónicos que ayudan a dormir, producen alucinaciones, causan parálisis, aceleran o calman el ritmo del corazón, e intoxican o enturbian el cerebro. No cuesta imaginar que, con la combinación adecuada de ingredientes, una poción pueda lograr que el cuerpo cambie de forma o que quien la toma deje de sentir odio para sentir amor.
Las damas de la aristocracia tampoco desdeñaban la compra de pociones de amor, ya fuera para su uso particular o para casar bien a sus vástagos.
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Lo sorprendente de muchas pociones, incluidas las del libro de recetas de Hogwarts, es los desagradables ingredientes que suelen contener. Esta venerable tradición se remonta a las antiguas Grecia y Roma, donde las verdaderas pociones, usadas como medicamentos y también por sus supuestos efectos mágicos, requerían cosas como sangre de murciélago, polvo de escarabajo, sapos, plumas, lagarto pulverizado, garras de pájaro y de otros bichos, huesos de serpiente y entrañas animales, así como muchas clases de hierbas frescas o secas. Otros conocidos ingredientes, como inmortalizaron las brujas de Shakespeare en Macbeth, son el ojo de tritón, el dedo de rana, el vello de murciélago y la lengua de perro.
¿Por qué escarabajos? ¿Por qué sapos? Parece no haber una explicación para los ingredientes de muchas pociones que resulte válida para la mentalidad moderna. Sin embargo, es evidente que el uso habitual de partes de animales refleja la antigua creencia de que podían adquirirse las cualidades deseables de un animal comiéndose lo. Por ejemplo, puesto que se creía que los murciélagos eran capaces de ver en la oscuridad, beber una poción que contuviera murciélago u ojos de este animal (o untarse los ojos con sangre de murciélago) se suponía que iba a mejorar la visión. De igual modo, las patas de liebre daban velocidad, y la carne o el caparazón de una tortuga (que son muy longevas) prolongaba la vida. Ron y Harry aplican el mismo principio cuando añaden cabellos de Crabbe y Goyle a la poción «multijugos» para adquirir el aspecto de sus enemigos. (Una antigua superstición desaconseja dejar el cabello cortado o las uñas allí donde una bruja malévola o un brujo pueda encontrarlas y usarlas contra uno.) El frecuente uso de sapos en las pociones puede que tenga que ver con los verdaderos efectos de una desagradable sustancia que estos secretan cuando están asustados, y debían de estarlo cuando iban camino del caldero. Esta sustancia tóxica, conocida también como «leche de sapo», puede causar alucinaciones y actuar sobre el corazón de manera parecida al digitalis, aumentando la fuerza de contracción del miocardio y disminuyendo al mismo tiempo la frecuencia de los latidos.
Actuar sobre el corazón, aunque de manera bastante distinta, es lo que pretenden las pociones de amor. También conocidas como filtros, estos brebajes (que están prohibidos en Hogwarts) eran parte de la tradición mágica desde la Antigüedad, cuando resultaban tan comunes como lo es hoy en día el chicle. Las pociones de amor que preparaban y vendían «mujeres sabias» y adivinadores tenían fama de conseguir que quien las tomaba se enamorara al instante de la persona que se las administraba. Las usaban sobre todo las mujeres, aunque no solo ellas (los hombres preferían los conjuros), y había que verterlas en la bebida favorita del amado. Como de costumbre, los ingredientes eran estrambóticos; existe una receta que incluye huesos pulverizados de la parte izquierda de un sapo comido por las hormigas. En la antigua Roma, llegó a enfermar tanta gente por beber pociones de amor que los emperadores declararon ilegal la venta de filtros. Por lo visto, sirvió de poco, porque continuaron usándose durante siglos.
En la Edad Media, las pociones de amor eran más digestibles. Muchas se preparaban con hierbas en vez de con ingredientes animales. Una fórmula típica incluía naranjas, raíz de mandrágora, verbena y semilla de helecho mezcladas con agua, té o vino. Las pociones de amor empezaron a pasar de moda durante los siglos XVII y VIII, cuando los conjuros y los encantamientos se convirtieron en los sistemas preferidos para cortejar usando la magia. Las pociones de amor actuales favoritas actúan de un modo distinto y se las conoce como perfumes.
Ingredientes esenciales
La bumslang africana, cuya piel se encuentra en la Poción Multijugos, es una de las serpientes más letales del mundo. El crisópido, que también se halla en el mismo desagradable brebaje, es una criatura frágil y de aspecto delicado, aunque se le ha descrito como un «insecto depredador extraordinario» por su habilidad para clavar sus venenosas garras en más de doscientos áfidos y orugas a la vez. Muchos de los ingredientes empleados en las pociones, tanto en el marco de Hogwarts como en la historia, se asocian con venenos y males. Otros, como la hierba común conocida como sanguinaria (otro ingrediente de la Poción Multijugos, que históricamente se ha utilizado para detener las hemorragias nasales), tienen aplicaciones médicas o, como los escarabajos usados en pociones como la
de Agudeza Intelectual, se han utilizado como amuletos para protegerse de los males. A continuación aparecen algunos de nuestros ingredientes favoritos.
ASFÓDELO/AJENJO: Ya en primero, Hermione sabe que una raíz de asfódelo, añadida a una infusión de ajenjo, crea una poderosa poción conocida como Filtro de los Muertos. Seguramente ha leído que, aunque el asfódelo se utilizaba en la Antigüedad para tratar la ictericia, los eccemas, la hinchazón de pies, las estrías de la piel y los gases, esta planta esbelta de flores blancas también se cultivaba cerca de las tumbas y se consideraba el alimento preferido de los muertos. El ajenjo es una de las plantas amargas más conocidas. Antiguamente, se empleaba en medicina para combatir infecciones y tratar afecciones de estómago, hígado, corazón y cerebro. También se pensaba que servía para contrarrestar los efectos de un envenenamiento por cicuta o por la mordedura de un dragón marino. Sin embargo, el consumo habitual o en exceso del ajenjo (que antes se utilizaba como condimento principal de la absenta) puede provocar estupor, delirio y parálisis.
BELLADONA: Harry se preocupa de tener su kit de ingredientes para pociones bien surtido de esencia de belladona, una planta venenosa que se ha utilizado durante siglos para la elaboración de potentes brebajes. Conocida también como «sombra nocturna mortal», la belladona es la fuente de la atropina, que, en pequeñas cantidades, se utiliza para dilatar las pupilas de los ojos y aliviar el dolor y los espasmos. No obstante, en cantidades mayores, provoca la muerte. Los historiadores de la antigua Roma y de la Escocia del siglo XI cuentan que la planta se utilizaba para envenenar a los soldados enemigos. En los albores de la Europa moderna, se suponía que las brujas mataban a sus enemigos con pociones y ungüentos fabricados con belladona y otras plantas mortales. Algunos estudiosos creen que el nombre de «belladona», que en italiano significa «mujer bella», deriva de una antigua superstición que aseguraba que la planta liberaba su magia negra tomando la forma de una hechicera muy hermosa que resultaba mortal al tacto. Por otra parte, otros creen que el nombre le fue adjudicado porque las mujeres italianas usaban pequeñas cantidades del jugo de la planta para dilatarse las pupilas y hacer que parecieran más brillantes.
El Diccionario del Mago Page 22