by Harte, Bret
El día que el Skiscraper llegó a San Francisco, celebramos un gran banquete. Convínose en reunirnos todos los años y perpetuar tal acontecimiento. Por supuesto, que no convidamos a Fag. Fag era un pasajero de tercera, y como se comprenderá, era necesario, ya que estábamos en tierra, ser un poco prudentes. Pero el viejo Fag, como lo llamábamos, aunque no tendría más allá de veinticinco años (sea dicho entre paréntesis), fue para nosotros aquel día objeto de gran guasa. Según parece, concibió la idea de ir a pie a Sacramento, y realmente partió en dicha forma. La fiesta fue cabal: nos dimos todos un buen apretón de manos, y cada uno fuese por su lado. ¡Ay de mí! No hace de ello ocho años, y, sin embargo, algunas de aquellas manos, estrechadas entonces amistosamente, se han alzado de unos contra otros, y han entrado furtivamente en nuestros bolsillos. No comimos ya juntos al año siguiente, porque el joven Baker juró que no sentaría jamás en la misma mesa que ocupase un canalla tan despreciable como Remigio, y a Colás, el que pidió dinero prestado en Valparaíso al joven Lupo, que servía de mozo en un restaurant, no le gustaba encontrarse con gente de tal ralea.
Habiendo comprado una cantidad de acciones del Cayote's Tunnel, en Mugginswille, el 54, se me ocurrió subir hasta allí y examinarlo. Me hospedé en la Fonda del Imperio, y después de comer, busqué un caballo, di la vuelta al pueblo y me dirigí a las minas. Se me indicó uno de aquellos individuos a quienes los corresponsales de los periódicos llaman «nuestro inteligente noticiero» y que en las comunidades pequeñas se toman fácilmente el derecho de dar toda clase de informes. La fuerza del hábito le permitía ya trabajar y hablar a un tiempo, sin olvidar jamás una cosa por otra. Hízome una especie de historia del criadero, y añadió:
—Mire usted (y se dirigía al banco que tenía ante sí), de allí debe salir seguramente oro (y aquí interpuso una coma con su pica), pero el anterior propietario (sacó a retortijones la palabra de su pica) era un pobre hombre (y subrayó la frase con la pica), un infeliz que carecía de toda autoridad, que permitía a los chicos que se le subiesen a las barbas... (el resto lo confió a la operación de quitarse el sombrero, a fin de enjugar su frente varonil con un pañuelo de grandes cuadros azules.)
La curiosidad me llevó a preguntarle quién era el primitivo propietario.
—Se llamaba Fag.
Me apresuré a hacerle una visita; me pareció más viejo y más feo. Había trabajado mucho, según dijo, y sin embargo, la cosa sólo le marchaba así, así. Tomele afición y hasta cierto punto lo protegí. Si lo hice, porque empezara a sentir desconfianza para chicos como Abelardo y Remigio, no es preciso decirlo.
Todo el mundo recuerda cómo lo del Cayote's Tunnel se vino abajo y cuán ignominiosamente fuimos estafados. Pues, bien; lo primero que supe fue que Abelardo, uno de los principales accionistas, se veía reducido en Migginswille a guardar la cantina del hotel, y que el viejo Fag se había enriquecido, al fin, y vareaba la plata. Remigio me enteró de todo ello cuando volvió de arreglar sus asuntos. Me dijo también que Fag le hacía cocos a la hija del propietario del mencionado hotel. Así es que, por habladurías y por cartas, vine a saber que Robins, el dueño del hotel, trataba de arreglar el casamiento entre su hija Rosita y Fag. Era Rosita una chiquilla muy linda y regordeta, y que no haría más que lo que su padre mandase. Me pareció muy conveniente para Fag que se casara y estableciese, pues, como hombre casado, podría adquirir toda otra autoridad. Resolví, pues, un día subir a Mugginswille, para cuidar yo mismo del asunto.
Allí tuve la gran satisfacción de que Abelardo me sirviese las bebidas; sí, porque se trataba de Abelardo, el alegre, el brillante, el invencible Abelardo, que hacía dos años había tratado de despreciarme. Hablele del viejo Fag y de Rosita, precisamente, porque creí que el asunto no le sería grato. Declarome que nunca le había gustado Fag, y que estaba seguro de que a Rosita tampoco le agradaba: acaso otra persona ocupaba los pensamientos de Rosita.
En seguida volviose hacia el espejo del mostrador y se atusó el cabello; comprendí al vanidoso bribón, y pensé poner en guardia a Fag a fin de que se diera prisa en formalizar su unión. En el curso de una larga conversación que tuvimos y por el tono en que se expresó, eché de ver que el pobre chico estaba perdidamente enamorado de la muchacha. Suspiró y prometiome revestirse de valor para llevar el asunto a una crisis. Comprendí también que ésta, de excelente corazón, sentía una especie de silencioso respeto por Fag; pero le habían vuelto la cabeza las cualidades superficiales de Abelardo, que eran agradables y cortesanas. No creo que Rosita fuera peor que tú y yo: estamos más dispuestos a juzgar de los conocidos por su valor aparente que por su valor interno. Nos da menos trabajo y es más cómodo, excepto cuando necesitamos fiarnos de ellos. Lo difícil para con las mujeres, está en que en ellas el sentimiento se interesa más pronto que en nosotros, y ya comprenden ustedes que en este caso se hace imposible la reflexión. Esto es lo que se le hubiera ocurrido al viejo Fag si hubiera sido un hombre dotado de la más ligera psicología. Pero no era así. La cosa no tenía remedio.
Algunos meses después, estaba sentado en mi despacho cuando se me apareció el viejo Fag. Después de un efusivo apretón de manos, hablamos de los asuntos corrientes, de aquella manera mecánica, propia de gente que sabe que tiene algo que decir, pero que se ve obligada a llegar a ello por medio de las ceremonias acostumbradas. Después de una pausa, Fag, con su naturalidad acostumbrada, me dijo:
—Me vuelvo a mi casa.
—¿A tu casa?
—Sí; es decir, me parece que haré una excursión a los Estados del Atlántico. Te he venido a ver, pues, como sabes, tengo algunas propiedades y he otorgado poderes a tu nombre para que puedas administrarlas: traigo algunos papeles que desearía guardases en tu poder. ¿Deseas encargarte de ellos?
—Sí—dije.—¿Pero, qué hay de Rosita?
Fag enmudeció; trató de sonreír, y de este juego resultó uno de los efectos más sorprendentes y grotescos que jamás haya presenciado. Por fin, dijo:
—No me casaré con Rosita; es decir—y parecía pedirse interiormente perdón de una frase tan categórica,—creo que haré mejor en no casarme.
—David Fag—dije con repentina severidad,—eres un pobre hombre.
Y con extrañeza mía, se animó su rostro.
—Sí—dijo,—eso es; soy un pobre hombre; eso me lo he sabido siempre; te diré, me pareció que Abelardo quería a la muchacha tanto como yo, y supe, además, que ella lo amaba más que a mí, y que tal vez sería más feliz con mi rival. Además, me constaba también que el viejo Robins me hubiese preferido al otro porque yo era rico, y que la chica habría obedecido a su padre; pero, ¿me entiendes?, se me figuró que estorbaba, como quien dice, de manera que opté por retirarme. Sin embargo—continuó cuando iba ya a interrumpirlo,—por temor de que el padre rechazara a Abelardo, le he prestado lo bastante para establecerse por su cuenta en Dogtown. Hombre emprendedor, activo, brillante, como sabes que es Abelardo, puede adelantar y hacerse otra vez con su antigua posición, y no hay necesidad alguna de que le apremien si no lo logra. Alargome nuevamente la mano para despedirse.
Sentíame hastiado de sobras por su modo de tratar al tal Abelardo para mostrarme amable; pero como el negocio era de provecho, prometí encargarme de él, y Fag partió.
Transcurrió algún tiempo. Llegó el próximo vapor de regreso, y durante algunos días, un terrible accidente ocupó la atención de los Estados Unidos. En todas las regiones del Estado leíanse con avidez los detalles de un terrible naufragio, y los que tenían amigos a bordo se reunían para leer con aliento comprimido la larga lista de las víctimas. Busqué los nombres de todos los seres interesantes, afortunados y queridos que habían perecido, y creo que fui el primero en descubrir, entre éstos, el nombre de David Fag.
El pobre hombre ¡había, pues, en realidad, vuelto a su casa!
LOS DESTERRADOS DE POKER FLAT
* * *
Al poner el pie don Jorge, jugador de oficio, en la calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un camb
io en la atmósfera moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba gravemente, enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Era de notar que dominaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin embargo, la cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Eso era cosa distinta.
—Sospecho que van tras de alguno—pensó;—tal vez tras de mí.
Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de sus botas el encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura.
La verdad era que Poker-Flat andaba tras de alguno. Había sufrido recientemente la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la originaron. El comité secreto había resuelto expulsar de su seno todo miembro podrido. Practicose esto de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el destierro de otras varias personas de pésimos antecedentes. Es sensible tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a erigirse en inflexible tribunal.
A don Jorge le sobraba razón al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas que les había ganado.
—No es justo—decía Simón Velero—dejar que ese joven de Campo Rodrigo, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestros ahorros.
Sin embargo, un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a don Jorge, acalló las mezquinas preocupaciones de los más irreductibles.
Don Jorge recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores. Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del banquero.
Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte de la partida de los expulsados, además de don Jorge, reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar el piquete, una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y borracho empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía poner más los pies en Poker-Flat.
Luego, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don Jorge permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Para no desmentir la franca galantería de los de su clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado El Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.
De todos modos, el camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y dificultoso; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar más allá.
El paraje era singularmente imponente y salvaje. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Estaban provistos de licores, y en esta contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que carecían. A pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado bajo la influencia del alcohol.
La madre Shipton se echó a roncar; el tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó como aletargada. Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto hubiera perjudicado a una profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo». Contemplando a sus compañeros de destierro y al filosofar sobre el aislamiento nacido de su oficio, sobre las costumbres de su vida y sobre sus mismos vicios, sintiose oprimido por primera vez. Procedió a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. No incurrió jamás en la pecaminosa idea de abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lástima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban.
Un jinete ascendía poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la franca y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el Inocente de Sandy-Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con la mayor legalidad ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta dóllars. Después que hubo terminado la partida, don Jorge se retiró con el joven especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas palabras:
—Tomás, eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis consejos.
Y diciendo esto, le devolvió su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un esclavo.
El entusiasta y cordial saludo que Tomás dirigió a don Jorge, recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar fortuna en Poker-Flat.
—¿Solo?
—Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rió), se había escapado con Flora Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora Vods, la que servía la mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que seguía en relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse, y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en compañía tan agradable!
La conversación quedó interrumpida al aparecer Flora Vods, muchacha de quince añ
os, rolliza y de buena presencia; salía de entre los pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su prometido.
No era don Jorge hombre a quien le preocupasen las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de don Jorge un poder superior que no toleraría guasas de ningún género. Esforzose después en disuadir a Tomás de que acampara allí; pero fue inútil. Prevínole que no tenía provisiones ni medios para establecer un campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de víveres, y descubriendo además una como tosca imitación de choza abierta al lado del camino.