by Harte, Bret
—Celeste, ¿cómo demonio se te hizo esa maldita cicatriz? A lo que me contestó:
—Roberto, a ningún blanco más que a usted lo contaría; esta cicatriz me la hice yo con toda intención, me la hice yo misma, a fe.
Estas fueron sus propias palabras; puede que ustedes las tomen por una solemne impostura; pero yo puedo aportar todas las pruebas de que es verdad.
La población masculina de Fiddletown estaba o había estado enamorada de ella en su mayor parte. De este número, como una mitad creía que su amor era correspondido, con excepción de su propio esposo que mantenía ciertas dudas respecto a ello.
El caballero que disfrutaba de esta infeliz distinción se llamaba Galba. Habíase divorciado de su excelente esposa para casar con la sirena de Fiddletown. También ésta se había divorciado, pero murmurábase que algunas experiencias previas de esta formalidad legal la hacían menos inocente y acaso más egoísta, sin que de ello se infiriese que le faltaba ternura ni que estuviera exenta del más elevado sentimiento moral. Uno de sus admiradores escribía con motivo del segundo divorcio: «el mundo egoísta no comprende todavía a Clara», y el coronel Roberto observaba que, excepción hecha de una sola mujer de la parroquia de Opeludas, en Luisiana, tenía más alma ella que toda la restante grey femenil. Y a la verdad, pocos podían leer aquellos versos titulados «Infelicissimus», que empezaban: «¿Por qué no ondea el ciprés sobre esta frente?» publicados por vez primera en El Alud, bajo la firma de Lady Clara, sin sentir temblar en sus párpados una lágrima de poética unción. Encendíase la sangre en generosa indignación al pensar que a la semana siguiente el Noticiero de Dutch Flat, contestó a la tierna pregunta con una chanza pobre y brutal, haciendo constar que el ciprés es una planta exótica y desconocida por completo en la flora de la comarca.
Precisamente esta tendencia a elaborar los sentimientos en forma métrica, y a entregarlos al mundo inteligente por medio de la prensa, fue lo que primero atrajo la atención de Galba, que por aquellos tiempos guiaba un carro de transportes con seis mulas entre Knight's Ferry y Stocktown. Así es que, impresionado por unos poemas que describían el efecto de las costumbres de California sobre un alma sensible y las vagas aspiraciones al infinito de un pecho generoso a la vista del cuadro desconsolador de la sociedad californiana, decidió buscar a la ignorada musa. Galba creía también sentir en su alma las secretas vibraciones de una aspiración superior que no podía satisfacer en el comercio del aguardiente y tabaco de que proveía a campesinos y mineros de los campamentos. Después de una serie de hechos que no es ésta ocasión de relatar, vino un breve noviazgo, tan breve que fue compatible con las previas formalidades legales, los casaron, y Galba trajo a su ruborosa novia a Fiddletown o Fideletown, como la señora de Galba prefería llamarla en sus poesías.
No fueron muy felices en el nuevo estado. Galba no tardó en descubrir que los ideales halagüeños que concibió mientras traginaba con sus mulas entre Stocktown y Knight's Ferry, nada de común tenían con los que a su mujer inspiraba la contemplación de los destinos de California y de su propio espíritu. Acaso por esto, el buen hombre, que no era muy fuerte en lógica, pegaba a su mujer, y como ella no era muy fuerte en materia de raciocinio, se dejó conducir por el mismo principio a ciertas infidelidades. Entonces, Galba se dio a la bebida y la señora a colaborar con regularidad en las columnas de El Alud. En esta ocasión fue cuando el coronel Roberto descubrió en la poesía de la señora Galba una semejanza con el genio de Safo y la señaló a los ciudadanos de Fiddletown en una crítica de dos columnas firmada «A. S.», que se publicó también en El Alud, apoyada en extensas citas de los clásicos. No poseyendo El Alud una colección de caracteres griegos, el editor se vio obligado a reproducir los versos leucádeos en letra ordinaria romana, con grandísimo disgusto del coronel Roberto e inmensa alegría de Fiddletown, que aceptó el texto como una excelente imitación de choctaw, lengua india que se supuso familiar al coronel, como residente en los territorios salvajes. En efecto, El Noticiero de la semana siguiente contenía unos versos muy libres, en contestación al poema de la moderna Safo, que se atribuían a la mujer de un jefe piel-roja, seguido de un brillante elogio firmado «A. S. S.»[12]
Las consecuencias de esta broma las explicó brevemente un número posterior de El Alud. «Ayer, decía, tuvo lugar un lance lamentable frente al salón Eureka, entre el digno Juan Flash, del Noticiero de Dutch Flat, y el tan conocido coronel Roberto. Cambiáronse dos disparos, sin que sufriesen daño alguno los contendientes, aunque se dice que un chino que pasaba recibió desgraciadamente en las pantorrillas varios perdigones que procedían de la escopeta de dos cañones del coronel. Así aprenderá John[13] a ponerse, en lo sucesivo, fuera del alcance de las armas de fuego. Ignórase la causa que ha motivado el lance, aunque se susurra entre los que se suponen mejor enterados, que el origen inmediato del duelo, fue una conocidísima y bella poetisa, cuyas producciones han honrado a menudo las columnas de nuestra publicación.»
La actitud pasiva adoptada por Galba en estas circunstancias de prueba, se apreciaba con todo su valor en los campamentos.
—No puede darse mejor juego—decía un filósofo de altas botas y brazos hercúleos.—Si el coronel mata a Flash, venga a la señora de Galba; si Flash tumba al coronel, Galba queda vengado en lugar suyo. Así es que con un juego tal no se puede perder.
Aquella delicada coyuntura fue aprovechada por la señora de Galba para abandonar la casa de su esposo y refugiarse en el Hotel Fiddletown, con la sola ropa que llevaba puesta. Permaneció allí algunas semanas, en cuyo período, justo es reconocer que se portó con el más estricto recato.
Una hermosa mañana de primavera, la poetisa salió del hotel y se encaminó por un callejón hacia la franja de sombríos pinos que limitaban a Fiddletown. A aquella hora temprana los escasos transeúntes que discurrían por el pueblo, se paraban al otro extremo de la calle para ver la salida de la diligencia de Wingdam, y Lady Clara alcanzó los arrabales del campamento minero, sin que nadie reparase en ella. Allí tomó una calle transversal que corría en ángulo recto con la calle principal de Fiddletown y que penetraba en la zona del bosque de pinos. Era sin duda alguna la avenida exclusivamente aristocrática del pueblo; las viviendas eran pocas, presuntuosas y no interrumpidas por tiendas ni comercios. Allí se le juntó el coronel Roberto.
El hinchado y galante coronel, a pesar del apacible porte que habitualmente le distinguía, de su levita estrechamente ceñida, de sus apretadas botas y del bastón que, colgado de su brazo, se mecía garbosamente, no las tenía todas consigo. Sin embargo, Lady Clara se dignó acogerlo con amable sonrisa y con una mirada de sus peligrosos ojos, y el coronel, con una tos forzada y pavoneándose, se colocó a su izquierda.
—El camino está expedito—dijo el coronel.—Galba ha ido a Dutch Flat de paseo; no hay en la casa más que el chino y no debe usted temer molestia de ningún género. Yo—continuó con una ligera dilatación de pecho, que ponía en peligro la seguridad de los botones de su levita,—yo cuidaré de protegerla para que pueda usted recobrar lo que es de justicia.
—Es usted muy bueno y desinteresado—balbuceó la señora mientras proseguían su marcha.—¡Es tan agradable encontrar un hombre de corazón, una persona con quien poder simpatizar en una sociedad tan endurecida e insensible como la que nos ha tocado en suerte!...
Y Lady Clara bajó los ojos, pero no antes de que hubiese producido el efecto ordinario sobre su acompañante.
—Ciertamente, en verdad—dijo el coronel, mirando inquieto de soslayo por encima de sus dos hombros:—sí, realmente.
No notando, pues, a nadie que los viera ni escuchase, procedió en seguida a informar a Lady Clara de que la mayor pena de su vida había sido cabalmente el poseer un alma demasiado grande. Infinitas mujeres, cuyo nombre, como caballero, le dispensaría que no mencionase, muchas mujeres hermosas le habían ofrecido su amor, pero faltándoles en absoluto aquella cualidad, no podía corresponderles en manera alguna. Mas cuando dos naturalezas unidas por la simpatía desprecian igualmente las preocupaciones bajas y vulgares y las restricciones convenci
onales de una sociedad hipócrita, cuando dos corazones en perfecta armonía se encuentran y se confunden en dulce y poética comunión...
Pero aquí el discurso del coronel, en el que se notaba la influencia de los licores, se enturbió hasta hacerse ininteligible e incoherente. Posible fuera que Lady Clara hubiese oído en casos semejantes algo parecido y por lo tanto estuviese dispuesta a suplir las omisiones e incongruencias del maduro galán. Sea como fuere, las mejillas de la pareja del coronel conservaron el rubor virginal y la timidez consiguiente hasta que ambos llegaron al término de su jornada.
Constituía el final de la excursión una bonita aunque pequeña quinta recientemente blanqueada, y que se destacaba en agradable contraste sobre un grupo de pinos, algunas de cuyas primeras filas habían arrancado para dar lugar al muro que rodeaba un simétrico jardinito. Bañada en la luz solar y en completo silencio, tenía apariencia de nueva y deshabitada, como si acabasen de dejarla carpinteros y pintores. En la mitad del huerto, un chino cavaba imperturbable, pero la casa no daba otras señales de vida. El camino, como había dicho el coronel, estaba realmente expedito y la señora de Galba se paró junto a la reja. El coronel hubiera entrado con ella, pero le detuvo con un gesto.
—Vuelva a buscarme dentro de dos horas y tendré hecho mi equipaje—dijo tendiéndole la mano y con una semisonrisa en los labios.
Asiola el coronel y estrechola efusivamente. Tal vez la presión fue ligeramente correspondida, pues el galante coronel se alejó ahuecando su pecho y con paso triunfante, tan vigoroso como lo permitían la estrechez y altos tacones de sus botas. Cuando se hubo alejado convenientemente, Lady Clara abrió la puerta, escuchó por un momento desde la desierta entrada, y luego subió la escalera rápidamente, hasta llegar a su antigua habitación.
El aspecto del dormitorio no había cambiado desde la noche de su fuga. Su sombrerera, encima del tocador, como recordó haberla dejado al tomar su sombrero; sobre la chimenea un guante, que había olvidado en su huida; los dos cajones inferiores de la cómoda entreabiertos (no había cuidado de cerrarlos) y su alfiler de pecho y un puño sucio descansaban sobre el mármol de la mesa. No sé qué otros recuerdos se le ocurrieron; pero, de repente palideció, estremeciose y escuchó con el corazón palpitante y con la mano en la puerta; acercose al espejo, y entre tímida y curiosa, separó las trenzas de rubio cabello, de su sonrosada oreja, descubriendo una fea herida no bien restañada todavía. Contemplola largo tiempo, levantó indignada su cabecita, y la desviación de sus ojos aterciopelados se acentuó. Luego volviose, y lanzando una carcajada, despreocupada y resuelta corrió hacia el armario, donde colgaban sus preciosos vestidos, y los inspeccionó con visible excitación. De repente, vio que faltaba de su acostumbrado colgador uno de seda negro, y pensó desvanecerse; pero lo descubrió un instante después, tirado sobre una maleta, donde ella misma lo había echado. Por vez primera, estremeciose agradecida al Ser superior que protege a los atribulados. Luego, aun cuando el tiempo urgía, no pudo resistir la tentación de probar delante del espejo el efecto de una cinta de color de alhucema, sobre la chaqueta que a la sazón vestía. De repente, oyó junto a sí una voz infantil, y se detuvo nerviosa. La voz repetía:
—¡Mamá! ¡mamá!
La señora Galba se volvió súbitamente. Saltando en la puerta estaba una niña de seis a siete años. Su indumentaria, elegante en sus buenos tiempos, estaba rota y sucia, y el cabello, despeluznado y de un rojo subido, formaba un cómico tocado sobre su vivaracha cabecita. A pesar de todo ello, la niña era una monada. Un cierto aire de confianza en sí mismo que suele caracterizar a los niños que por mucho tiempo se creían abandonados, despuntaba a través de su timidez infantil. Debajo del brazo traía una muñeca hecha de harapos, al parecer de confección propia, y casi tan grande como ella; una muñeca de cabeza cilíndrica y facciones toscamente dibujadas. Un largo chal, que visiblemente pertenecía a una persona mayor, le caía de los hombros barriendo el entarimado.
Esta inesperada visita no complacía a la señora de Galba. La niña, de pie aún en el umbral, preguntó nuevamente:
—¿Es mamá?
Contestole secamente:
—No, no es mamá.
Y echó una severa mirada al arrapiazo.
La niña retrocedió unos pasos y luego, adquiriendo valor con la distancia, dijo en su habla característica:
—Vete, pues. ¿Poqué no te machas?
La señora de Galba miraba de soslayo el chal. De pronto, corrió a arrancarlo de los hombros de la niña, y dijo coléricamente:
—¿Quién te ha mandado tomar mis cosas, descarada?
—¿Es tuyo? ¡Entonces, tú eres mi mamá! ¿Verdad? ¡Tú eres mamá!—prosiguió con júbilo infantil.
Y antes de que Lady Clara hubiese podido evitarlo, había dejado ya caer la muñeca, y, agarrándole con ambas manos las faldas, se echó a bailar ante ella con sin igual desenfado.
—¿Cómo te llamas?—dijo Lady Clara fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña.
—Tarolina.
—¿Tarolina?
—Cí... Tarolina.
—¿Carolina?
—Cí... Tarolina.
—¿De quién eres?—preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor.
—¡Caramba! soy tu niña—dijo la criatura sonriendo.—Tú eres mi mamá, mi nueva mamá. ¿No zabez, no zabez que mi otra mamá se ha marchado y que no volverá? Ya no vivo con mi otra mamá. Ahora tengo que vivir con papá y contigo.
—¿Hace mucho tiempo que estás aquí?—preguntó de mal humor Lady Clara.
—Me parece que hace tres días—contestó Carolina después de una pausa.
—¿Te parece? ¿No estás segura?—dijo con sorna Lady Clara.—¿Pues, de dónde viniste?
Los ojos de Carolina comenzaron a parpadear bajo este vivo examen. Con gran esfuerzo reprimió su llanto, contuvo un sollozo y dijo:
—Papá... papá me trajo de casa miss Simmons... de Sacramento, la semana última.
—¡Cómo! Acabas de decir hace tres días—replicó aquélla con severidad.
—Quise decir un mes—dijo entonces Carolina, completamente perdida en su confusión e ignorancia.
—No sabes lo que te pescas—exclamó a gritos Lady Clara, resistiendo al impulso de sacudir la figurita que tenía ante sí y de precipitar la verdad por medios de orden puramente material.
La rubia cabecita desapareció repentinamente en los pliegues del vestido de la señora de Galba, como esforzándose en extinguir el abrasado color de sus mejillas.
—Déjate de lloriqueos—dijo Lady Clara librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo.—Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha—prosiguió cuando Carolina se marchaba.—¿Dónde está tu papá?
—También ha partido... Está enfermo... Partió... (aquí titubeó) hace dos o tres días.
—¿Quién te cuida, niña?—dijo Lady Clara mirándola fijamente.
—John, el chino. Me vizto zola; John hace la comida y arregla las camas.
—Vete, pues, pórtate bien y no me fastidies ya—dijo Lady Clara recordando el motivo de su visita.—Espera, ¿a dónde vas?—añadió mientras la niña, arrastrando tras de sí su larga muñeca agarrada por una pierna, se disponía a subir la escalera.
—Me voy arriba a jugar y ser buena y no fastidiar a mamá.
—¡No soy tu mamá!—gritó la aludida, y luego volvió rápidamente a su dormitorio y cerró violentamente la puerta.
Continuando los preparativos, sacó del cuarto ropero un gran baúl y empezó a empaquetar su equipaje con enfadosa y colérica rapidez. Rasgó su mejor vestido al sacarlo del colgador, y por dos veces se arañó las blandas manos con ocultos alfileres, mientras mentalmente comentaba indignada el suceso que le ocurría. ¡Ah! entonces lo comprendía todo. Su alevoso marido había traído esta niña de su primera mujer, esta niña cuya existencia nunca pareció importarle, para insultarla, para ocupar su puesto. Sin duda, la primera mujer en persona la seguiría pronto allí, o tal vez tendría un
a tercera mujer de cabello rojo, no castaño sino rojo. Como es natural, la niña, Carolina, se parecía a su madre, y así, lo sería todo menos bonita. Quizá el enredo estaba preparado de antemano, acaso tenía a esta niña de cabello rojo, como el de su madre, en Sacramento, a una distancia conveniente, y preparada para traerla cuando fuese oportuno. Recordó entonces los asiduos viajes debidos, según decía él, a negocios. Acaso la madre estaba también allí; pero no, se había ido hacia el Este. No obstante, en su actual situación de ánimo, prefería descansar en la idea de que allí estaba. Experimentaba una vaga satisfacción en exagerar su estado de ánimo. Seguramente que jamás se había abusado de tan escandalosa manera de una mujer. Concluyó el cuadro de su mala fortuna. Yacía sola y abandonada, a la puesta de sol, en medio de las caídas columnas de un templo en ruinas, en actitud graciosa aunque melancólica, mientras que su marido se alejaba rápidamente, con una mujer de rojo cabello, pavoneándose a su lado en un lujoso carruaje tirado por un magnífico tronco. Apoyada sobre la maleta que acababa de llenar, compuso el plan del lúgubre poema de su desgracia. Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la otra, radiante de sedas y pedrería. Imaginose a sí propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de El Alud y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión... ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía? El, por lo menos, la comprendía. El... y se rió otra vez con la indiferencia y ligereza de algunos momentos antes, y luego volvió de repente a la primitiva seriedad.