by John Barlow
Cuando Freddy tenía seis meses su madre se lo llevó a vivir lejos de Leeds. Y desde ese día, mi padre les pagó el alquiler. Hasta el día en que ella murió. No creo que Freddy sepa eso. Sabe que Tony Ray se portó muy bien con ellos, pero no conoce toda la historia. Ni yo la sabía hasta que empecé a poner en orden las cuentas de mi padre. Cada mes, quinientas libras.
Te debes de haber preguntado el porqué. Pues sí. No es que me importe. ¿Freddy? No podría apreciarlo más de lo que ya lo aprecio, no importa lo que haya pasado.
En cuanto a Baron, de todo esto no va a saber nada.
*
En estos momentos, Baron tiene toda la información que necesita. A diez coches de distancia en la caravana, observa cómo el Saab azul oscuro se dirige lentamente hacia el hipódromo.
Capítulo 14
La mujer de la taquilla introduce sus billetes de veinte libras en un escáner y le devuelve uno de diez y una entrada. Treinta libras por sentarse en el recinto de tribuna. Parece mucho dinero por ver unos caballos, pero hoy es el clásico de Saint Leger y si Freddy ha venido a Doncaster aquí estará.
El recinto está abarrotado. El gruñido lleno de eco de los altavoces tapa el alboroto de la multitud. ¿Y la llamada de Freddy de esta mañana? Era ese el ruido metálico que se oía de fondo. No se ha movido de aquí en todo el día.
Los caballos de la carrera principal ya están en la pista. De repente, se desvanece toda pretensión de cordialidad y la gente se pelea por echarle una última ojeada al animal que han elegido, viendo en el lustre de sus patas traseras el signo inconfundible de la victoria. Y es que la mayoría de la gente fija su atención en un caballo en particular.
En la parte superior de la tribuna los paraguas azules de los corredores de apuestas sobresalen por encima de un mar de sombreros multicolor. Hay tal aglomeración que los que levantan el brazo para llamar la atención de los corredores de apuestas tienen más fácil dejarlo en alto que encontrar espacio para bajarlo.
¿Dónde estará Freddy, unos cuantos minutos antes de una carrera? Le gustan las carreras de caballos y conoce a unos cuantos entrenadores y mozos de cuadra, el típico mundillo de los pícaros. ¿Pero estará pendiente de las carreras hoy, después de todo lo que ha pasado? Sea lo que sea que ha pasado… Quizás estará en el bar. ¿En el bar? John se pone a pensar. Freddy no es un bebedor. Aunque es capaz de aguantar bebiendo más que la mayoría de los hombres, no es un bebedor. Cuando tiene un problema no va a buscar la botella. Hoy Freddy no estará bebiendo. ¿O sí?
¿Lo conozco realmente tanto?
Los caballos y los jinetes se dirigen a la pista, pavoneándose como dioses, despertando el delirio del público. John oye el rugido y siente cómo le sube la adrenalina en la sangre, la auténtica emoción electrizante del clásico de Saint Leger.
El año pasado habían estado aquí los dos. Con sus mejores trajes, champán, y de todo. El nuevo concesionario llevaba abierto unos cuantos meses, un tiempo en el que los dos habían aprendido a vender coches empezando desde cero; fue en ese momento cuando comentaron en broma que, con el tiempo, el concesionario pasaría a manos de Freddy y John lo dejaría todo para subirse a un yate y recorrer el Mediterráneo.
Justo dentro de cinco años. ¿El concesionario de Tony Ray? Un medio para lograr un fin. Los coches de segunda mano me aburren mortalmente.
Escudriña entre la multitud: mujeres con intensos bronceados y cortos vestidos de noche, hombres que se estiran el cuello mientras se abanican con las tarjeteas de las carreras. Es entonces cuando lo ve, apoyado contra la pared a la salida del bar, con el cuerpo un tanto encogido, vaciado de su fuerza y vitalidad naturales. Como un vagabundo borracho, tiene la vista fija en el suelo.
Los caballos se encuentran en los cajones de salida. Freddy se mueve. Sabe que algo está pasando pero sucede en un segundo plano y agacha nuevamente la cabeza. Por los altavoces se escucha el nombre de Acephal, seguido de una gran ovación. Desde que comenzaron las apuestas, Acephal es claro favorito. Las apuestas para él son de tres contra uno, y a pesar de la magnitud de los competidores, sus rivales más serios se cotizan muy por debajo.
John se abre paso a través de la multitud, de espaldas a la pista, dirigiéndose hacia Freddy.
Los caballos se preparan para la salida. Un momento de calma en la pista, antes del revuelo.
Se produce una gran ovación cuando salen de los cajones. Los caballos parecen caer de bruces, quedando suspendidos en el aire durante una fracción de segundo. Luego de unas zancadas, alcanzan una velocidad asombrosa. Incluso desde la distancia, el espectáculo es magnífico, brutal, el latido del corazón a punto de detenerse. Éste es un deporte de reyes.
Pero hoy John no se fija para nada en la carrera.
−¿Freddy? −dice, tratando de alzar la voz por encima del ruido ensordecedor.
Freddy levanta la vista. Se le hincha el pecho, y comienzan a brotarle lágrimas en las comisuras de los ojos.
−¿Qué…" –dice John, que no está seguro de lo que debe hacer ahora que está aquí−. Freddy, ¿estás… bien?
Es algo penoso. Donna Macken está muerta. La han golpeado y la han dejado morir en el maletero de un coche. Y Freddy está aquí en las carreras solo unas horas después. Pero ¿qué más puede decir?
Freddy, a pesar de estar agotado, lo reconoce, como un perro al que han golpeado tanto que ya no sabe qué hacer.
El sonido de la multitud se hace algo más profundo cuando veinticinco mil aficionados a las carreras se esfuerzan por ver en la distancia. ¿Dónde está Acephal?
Se ha quedado atrás. Lleva el color azul de Godolphin, y va en la parte trasera. La gente aprieta el puño y fija la vista en la mancha de azul que persigue al grupo principal. ¿En la parte de atrás?
Incluso John, que tiene un interés pasajero por las carreras, sabe que Acephal no debería ir en la parte de atrás. Lo constante de su velocidad es su pedigrí, el motivo por el que hoy hay varios millones de libras en juego. Los que lo han visto correr saben que siempre va cerca de la parte delantera, paciente, imparable, esperando a que el grupo se canse. Se trata de un caballo al que, sin exageración, se le ha aplicado el apelativo de genio.
John agarra a Freddy por los hombros y le grita en el oído:
−¿Fuiste tú el que mató a esa chica?
Freddy abre la boca de golpe y comienza a negar con la cabeza. Endereza los hombros, como si estuviese a punto de intentar golpear a John.
−Vamos. Vayámonos, Freddy. ¿Freddy?
Pero algo está ocurriendo en la carrera. Es como si la cuestión del asesinato les hubiese permitido un momento de tregua a los dos. Se trata de algo que no pueden dejar de observar, una distracción oportuna.
Acephal está pasando apuros. ¿Puede un caballo tener nervios, un caballo genial, este caballo? Se está quedando atrás con respecto al grupo principal. Al tomar la amplia curva hacia la meta, la gente se pone a animarlo con gritos desesperados y vagamente ridículos.
Luego, de repente, empieza a remontar, en la recta final. Las cosas no van bien. No va uno de los primeros…
−¿Owen Metcalfe? −grita una voz.
El agente Steele ya sujeta a Freddy por el brazo. Se inclina hacia él y le brama al oído:
−Queda arrestado bajo sospecha de asesinato de Donna Macken. Todo lo que diga puede…
Después de ochocientos metros de carrera, todavía persigue a sus rivales, pero se acerca rápidamente.
Baron permanece de pie, cruzado de brazos, mientras observa sin inmutarse el grupo de unas veinticinco personas que han dejado de atender a la carrera.
John ve cómo se acercan cuatro oficiales de policía de uniforme.
–¡No les digas nada! –le dice a Freddy.
Freddy, que no oye lo que le dice, se acerca a él. Pero tanto Steele como uno de los policías se sitúan a ambos lados de Freddy. Se colocan juntos, impidiendo el paso de John.
Los otros policías ven lo que está ocurriendo y se unen a ellos. La escena se transforma en un tumulto de policías, mientras que en todo el recinto los gritos de ánimo a Acephal se
han vuelto histéricos.
–No digas nada, Freddy. ¿Freddy?
¿Me oye? ¿Puede alguien oírme?
El rostro de Freddy carece de expresión, como si estuviese en una sesión de espiritismo escuchando cómo le predicen el futuro. O quizás lo que oye son los comentarios sobre la carrera, en vez de su propio arresto por asesinato.
El caballo corre veloz ahora. Quedan cuatrocientos metros y está alcanzando un ritmo impresionante. El ruido desde la tribuna es impresionante.
Los distintos agentes sobre el sospechoso un amplio círculo que se va alejando. John permanece cerca, tras ellos, gritándole a Freddy, que se tambalea como un oso aturdido.
No me ha oído. No escucha.
Se dirigen hacia la salida. Su presencia uniformada les allana el camino. Aunque la carrera está llegando al punto culminante, hay muchas miradas puestas en ellos, toda una sección del público tratando de ver la carrera y el arresto al mismo tiempo, y hay cabezas que giran a un lado y a otro como si estuviesen en un partido de tenis.
John lo intenta por última vez. Inclinando el cuerpo hacia adelante, extiende un brazo por el cuello de Freddy, trata de aferrarse a él.
–No digas nada –le grita justo al oído–. Ya te conseguiré un abogado. Nada.
Dos policías de uniforme lo empujan a un lado. Steele se acerca a él mientras lo echan hacia atrás agarrándolo por los hombros y le clavan los codos en las costillas. Termina hecho un lío en el suelo.
Acephal no lo va a conseguir. Quedan doscientos metros y el público ha aceptado la fatalidad, como si sus gritos expresasen ahora la angustiosa aunque inevitable tragicomedia de la vida. Inesperadamente, las carreras de caballos tratan de las frustraciones de la existencia, de lo inevitable de sus desengaños y traiciones. Antes de la carrera el caballo lo es todo; después, no es nada. A no ser que sea vencedor. Entonces es un dios.
Pero hoy llega en segundo lugar, lo cual celebran con un brindis todos los corredores de apuestas del país.
*
Para cuando se ha levantado del suelo, a Freddy se lo han llevado a un coche que lo está esperando.
John, jadeando, lo ve, incapaz de hacer nada más. Steele mete a Freddy en el coche empujando su cabeza hacia dentro, para luego darse la vuelta. Al ver a John le hace señas con un dedo para que se acerque.
–Que te jodan –dice John, manteniéndose firme.
A su derecha una mujer comienza a chillar. Debe de haber apostado por el ganador. Tras un par de segundos, se detiene, avergonzada de ser la única persona que lo celebra.
Steele se acerca a John con el semblante sonriente.
–Te lo tienes bien merecido, chaval. A partir de ahora, si te vuelvo a ver te meto en la cárcel. ¿Entendido?
Resopla como un animal.
Y no es un pura sangre.
Capítulo 15
Henry Moran tiene cincuenta y ocho años pero no los aparenta. Cada año que pasa su muy rizado cabello se hace un poco más ralo, su color castaño un poco menos convincente, y la piel firme del rostro y del cuello se parece cada vez más a la de un pato asado. A pesar de todo, aparenta ser un hombre más joven y eso, aunque parezca extraño en una persona de su inteligencia, es todo lo que importa.
Conoce bien al agente Baron. Se tratan por sus nombres de pila e intercambian una botella de whisky escocés por Navidades. Así que a Baron no le sorprendió nada ver a Henry Moran esperando en la comisaría al volver de Doncaster. Ahora los dos hombres se encuentran cara a cara a ambos lados de una mesa en la sala de interrogatorios. Llevan allí un rato.
–Bueno –dice con calma Baron. A su lado se encuentra el agente Steele, impávido como de costumbre–. Repasemos nuevamente todo. Saliste de la habitación y en ese momento la muchacha todavía estaba viva.
Freddy asiente.
–Resulta que yo creo que ya estaba muerta. O muriéndose.
–No –replica Freddy, cansado, con los brazos sobre la silla, mientras le tiemblan sus enormes manos
–Ya estaba muerta cuando salió de aquella habitación. ¿Me oyes, Freddy? Ya estaba muerta.
–Le he oído.
–¿Entonces?
–Estaba viva cuando la dejé –dice, sin mirar siquiera a su abogado.
Por su parte, Moran observa la escena impasible. Pero todo esto es peligroso. Freddy se encuentra en un estado de shock profundo, a punto de perder el control. Baron lo sabe. Y si Freddy sufre una crisis nerviosa y suelta algunas cosas, podría mencionar el tipo de detalles que harán difícil que se pueda retractar más adelante. Y eso Baron también lo sabe.
–De acuerdo. Podría haber ocurrido de otra manera. Se fractura el cráneo, justo a la altura de la sien. Así que…
El inspector se detiene para poner orden en sus ideas.
–Tus amigos ucranianos te dejan solo en una habitación de hotel con su prostituta privada. Te gusta un poco. ¿Una chica guapa, muy guapa, sola, con un hombretón como tú? Pero ella dice que no. Dice que no y a ti eso no te gusta. Decides darle una lección.
Freddy observa a Baron fijamente, con los ojos casi cerrados.
–¿Qué?
–Eres un tipo fuerte, Freddy. Fíjate en la estatura que tienes. Tenéis contacto físico y luego sales de la habitación con sigilo para unirte a los otros, y la dejas allí en el suelo. ¡Es el lugar donde muere, Freddy, porque no quería estar contigo!
–Cabrón.
La mesa pega un brinco cuando Freddy se levanta de la silla, agitando el brazo, y su mano golpea el rostro a Baron.
Todos se ponen de pie. Baron recula, pestañeando, una mano sobre la nariz. Steele y Moran agarran a Freddy. Entran varios policías que sujetan a Freddy a la mesa y de inmediato le ponen las esposas.
Cuando se lo llevan fuera, respira con dificultad entre grandes sollozos audibles.
Baron se frota la nariz y observa cómo se llevan a Freddy.
–¿Henry?
–¿Qué quieres que te diga, Steve?
El inspector parece inusitadamente contento.
Se inclina hacia la grabadora, describe lo que acaba de ocurrir, y da por terminada la entrevista.
–¿Volvemos a convocar la reunión para más tarde, abogado?
Moran asiente.
*
–Gracias por venir, Henry –dice John, levantándose de una de las sillas de plástico atornilladas al suelo de la entrada.
–Cuando las cosas se ponen feas, ¿no? –dice Moran, señalando la salida y caminando hacia ella sin detenerse a saludar a John.
En 1985, Henry Moran formaba parte del gabinete jurídico que consiguió que absolviesen a Tony Ray, acusado de falsificación en el tribunal de Old Bailey. El anciano español vio algo que le gustaba en aquel tipo poco comunicativo y falto de sentido del humor, así que Moran se quedó como abogado de la familia Ray durante un cuarto de siglo. Después de que asesinasen a Joe de un disparo, John decidió empezar desde cero, por lo que cortó todos los vínculos que lo unían a Moran, más que nada para mantener la cordura. Los dos hombres llevan dos años sin haberse dirigido la palabra. Pero cuando arrestaron a Freddy en el hipódromo, sabía perfectamente a quién tenía que llamar.
–Murió en la habitación –dice Moran mientras se dirige hacia un lugar tranquilo fuera de la estación.
–¿Quién?
–La chica.
–¿En la habitación del hotel? No, salió de la habitación por su propio pie –dice John, extrañado, encendiendo un cigarrillo–. Yo lo vi.
–Hicieron como que caminaba. No flexiona los tobillos. El forense vio el vídeo y eso es una señal reveladora. Le habían dado una paliza antes de que muriese, y la causa de su muerte fue un golpe que le propinaron en la sien lo suficientemente fuerte como para fracturarle el cráneo. Eso es lo que dicen por ahora.
–¿Y Freddy?
–Dice que la chica estaba viva cuando él salió de la habitación. No tiene ni idea de qué ocurrió. Está muerto de miedo.
Moran cuenta los hechos utilizando los dedos de su mano izquierda, como si estuviese recordando los productos de una lista de la compra.
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–¿Quién la golpeó?
–Uno de los ucranianos.
–¿Konstyantyn Bilyk?
Mora consulta sus notas.
–Bilyk estaba allí. El más joven, Fedir Boyko, se encargó de golpearla –dice Moran, la vista fija en los ladrillos de color rojo pálido de la comisaría–. A Bilyk lo tienen ahí dentro ahora. Por lo visto, no tiene abogado.
–¿Y Fedir?
–Sólo tienen a un ucraniano, por lo que he oído.
John exhala humo y ve como se eleva en el aire.
–¿Algo más?
–El coche. A eso contestó con evasivas. Lo tomó prestado de tu establecimiento sin decírtelo, eso es lo que cuenta.
–Es la verdad.
–¿Por qué? Primero dijo que tenía el coche en otro lugar, y luego dijo que el motor de arranque no le funcionaba.
–Tendrá que aclarar eso.
En los ojos del abogado brilla una mirada de condescendencia.
–Lo aclarará.
–¿Y el Mondeo rojo? ¿Qué hizo con él?
–Dice que perdió las llaves. Que otra persona se lo debió de llevar.
–Se llevó el coche justo antes de la medianoche de ayer. Aparece en la cinta del vídeo de seguridad del concesionario. No sé nada más al respecto.
Moran asiente. Consulta sus notas. No dice nada más.
–¿Y el dinero? –pregunta John, rompiendo el silencio–. ¿Ha dicho algo sobre el dinero que había en el maletero?
–Dijo que estaba seguro de que no había dinero en el coche cuando lo dejó.
–¿Y dónde fue eso?
–En el Hotel Eurolodge. Como ya he dicho, asegura que dejó el vehículo allí porque perdió las llaves. Y créeme, esto de perder las llaves suena más a sandeces, si cabe, cuando se ve el vídeo y hay un poli anotándolo todo.
–¿Y el dinero? –vuelve a preguntar John.
–Dice que está absolutamente seguro de nadie dejó dinero en el maletero. Y dijo dejó.
No sigas por ahí, John.
–¿Declaró eso? ¿Está confesando ahí dentro?