Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition) Page 11

by John Barlow


  Cierra los ojos. Vergüenza, pena, arrepentimiento, respuestas humanas de lo más normal…

  Mierda, gracias a Dios que no lo compré.

  Steele se encuentra junto a los ventanales, paralizado por los colores estratificados de la puesta de sol, cada vez más pronunciada. Es como si al cielo lo hubiesen teñido con nudos los Hare Krishnas. Tiene intención de permanecer allí para ver cómo se va haciendo de noche gradualmente, hasta que sólo quede la inmensidad de la oscuridad, a pesar de que el tintineo de la maldita trompeta que Ray tiene puesta como música de fondo le está hinchando las pelotas.

  Se da la vuelta y observa a los dos hombres, y luego la pared de la cocina detrás de ellos.

  –Ah sí, las listas de clase –dice John–. Cuando restauraron el edificio, les pedí que me las diesen. Directores, delegados, delegadas, capitanes de los equipos, dos guerras mundiales. La historia resumida del instituto, de todo un siglo.

  –Y por supuesto su nombre está ahí apuntado –dice Steele.

  John escudriña los tablones de roble y encuentra su nombre en pequeñas letras doradas.

  –Delegado del colegio –dice Steele mientras se dirige hacia la cocina y el cielo nocturno se apaga detrás de él–. Luego se fue a la universidad de Cambridge. ¡Un tipo listo!

  –Si usted lo dice.

  –Eso no es nada, ¿verdad señor Ray? ¿Usted? ¡Usted es todo modestia!

  Se detiene a unos cuantos pasos de ellos.

  –Pero ahora que lo pienso, tiene los tablones justo donde los pueda ver mientras se toma los cereales por la mañana. Y además su título universitario con matrícula de honor enmarcado, junto a su orla de Cambridge y el título del máster. Ahí están, colgados de la pared. Todos. Se diría que se siente de lo más orgulloso.

  Baron no sonríe pero le está empezando a gustar lo que hace el agente Matthew Steele, el mastín del Departamento de Investigación Criminal.

  –Lo cierto, señor Ray –dice Steele, mientras le va saliendo su acento de Yorkshire–, es que ahí están todos sus títulos. Verdaderamente es usted un tipo listo. Así que lo que me pregunto es por qué un tipo listo como usted hace un viaje de más de trescientos kilómetros de ida y vuelta a última hora del viernes, la peor hora para viajar, para al final no comprar el Porsche. Todo el dinero está aquí, podemos seguirle la pista hasta el banco. Muy bien hecho. Esconder las huellas. Pero es que usted no vende Porsches, ¿verdad que no, señor Ray? Y mucho menos del modelo GT3.

  Resopla con exasperación fingida.

  –No sé, pero en mi opinión lo de ayer por la tarde lo hace parecer muy sospechoso. Luego echa mano de su novia poli para que sea su coartada durante la noche, toda la noche. Y hoy por la mañana nos encontramos con un cadáver en uno de sus coches además de, exactamente, cincuenta de los grandes en billetes falsos.

  Una nueva pausa. Ahora la exasperación de Steele parece fruto de una sobreactuación de lo más extravagante.

  –¿Un cadáver y dinero falso, señor John Ray? El instinto que yo tengo me dice que le van a acusar de al menos uno de los dos delitos. ¡En un abrir y cerrar de ojos!

  –Muchas gracias por su tiempo –dice Baron, quizás un tanto avergonzado por haberlo pasado tan bien durante los últimos minutos–. Seguimos en contacto.

  Se dirigen rápidamente hasta la puerta, Steele el primero.

  –Gilipollas –dice en voz baja, pero que John puede oír, mientras sale al pasillo.

  Tras esto desaparecen.

  John cierra los ojos con fuerza. El ataque verbal de Steele, aunque exagerado, lo ha alterado. El odio, la rabia en su voz…

  Se dirige hacia la puerta y la abre. Ya están al final del pasillo, a punto de bajar las escaleras.

  –¡Era para mí! –grita.

  Se detienen y se dan la vuelta.

  –¡El Porsche era para mí! Lo compraba para mí. ¡Gilipollas!

  Cierra de un portazo.

  Lo sé, no debería haberle llamado gilipollas.

  *

  Tira el vino por el fregadero, le pone el corcho a la botella y la mete en la nevera. Le cuesta catorce euros la caja. Lo compra en cantidades cada vez que va a España en ferry. Es muy bueno para cocinar.

  Capítulo 17

  A última hora de la tarde se van reduciendo los parroquianos del pub Templars. Sólo quedan algunos hombres mayores que apuran su whisky antes de dirigirse indolentemente a casa a ver la tele. Su lugar lo vienen a ocupar jóvenes de camisa arremangada y loción de afeitar excesiva, que comienzan de esta manera a empinar el codo antes de desplazarse a los bares de moda del centro de la ciudad. Millgarth sólo está a un par de manzanas de distancia, pero aquí no hay polis que John pueda reconocer. En las paredes hay un total de siete pantallas de televisión que muestran partidos en directo de la liga de rugby así como resúmenes de las carreras de Doncaster, por lo que el lugar resulta demasiado ruidoso.

  Henry Moran le echa una ojeada al local, ve a John en la barra y se acerca a él.

  –¿Te apetece uno? –pregunta John, acercando su rostro al de Moran para hacerse entender.

  –No. –Moran se frota la frente con las puntas de los dedos, y cierra los ojos durante un momento–. Todavía no lo han acusado de nada.

  –¿Y cómo está?

  –Algo calmado, pero no tiene explicación sobre la chica. Estaba viva cuando la dejó en la habitación del hotel. Esa es su defensa.

  –Quizás es verdad.

  –La cárcel de Armley está llena de gente que decía la verdad. Y otra cosa, siguen insistiendo en lo del dinero en el coche.

  –Es de mentira.

  –¿Qué?

  –Es una falsificación. De buena calidad. Muy buena. Eso es lo que Baron quería que dijese esta tarde. Lo siento, debería habértelo dicho antes.

  Se oye una ráfaga cuando Moran aspira aire a través de los dientes.

  –¿Ha estado comentando las pruebas contigo? ¡Vaya! ¡Qué raro en Steve! ¿Qué es lo que os traéis entre manos?

  –Nada.

  –A mí no me lo parece.

  –Olvídate de Baron. ¿Se sostiene lo que ha contado Freddy sobre el dinero en el maletero?

  –Dice que no sabe nada del asunto. Pero es que conmigo no habla, John. Se lo está guardando todo. No puedo hacer mucho por él si no me quiere decir lo que ocurrió realmente.

  –¿Cuánto tiempo lo pueden retener sin acusarlo de algo?

  –Hasta el miércoles, con la firma del juez.

  –Entonces tenemos tres días.

  –Esto no continuará hasta el miércoles. Antes acusarán a alguien. Es la impresión que tengo. Y Freddy tiene todos los boletos.

  –Freddy no lo hizo. No pudo haberlo hecho.

  –Seré todo oídos en cuanto sepa quién lo hizo –dice Moran, pasando la mano por su corbata de seda y conteniendo un bostezo–. Tengo que volver. Lo intentarán de nuevo con él antes de la hora de dormir.

  *

  Cinco minutos después John detiene el coche en un callejón empedrado junto al río. Recuerda esta zona como un terreno baldío infestado de ratas en la parte baja de la ciudad, con la fábrica de cervezas de Tetley a un lado y, al otro, una amplia extensión de almacenes al borde del agua, como si estuviesen a punto de hundirse en ella.

  –¿Estás seguro de que esto está bien? –le pregunta a Connie cuando ella se mete en el coche–. ¿No tenemos pizza esta noche?

  –Tranquilo. Luego me puedes dejar.

  Los antiguos almacenes son ahora apartamentos, y las ratas se atiborran de las cortezas de pan de chapata de los restaurantes y bares de tapas que flanquean las calles empedradas. Connie vive de alquiler en un estudio que da al río y que le debe de haber costado casi todo lo que gana en el concesionario.

  –Me muero de hambre. ¿Y tú?

  –Estoy bien –dice ella–. Yo vigilaré.

  El coche vuelve a arrancar, mientras la observa con algo de temor. No tardará mucho en tender que explicarle todo el asunto. Sin embargo, primero quiere mostrarle algo.

  Se dirigen por la avenida York hacia el norte, más allá del Hotel
Eurolodge. Es sábado por la noche pero aquí las calles aparecen casi desérticas.

  –¿Conoces esta parte de Leeds? –le pregunta mientras tuercen por la calle Harehills.

  Ella niega con la cabeza mientras observa una sucesión de viejas tiendas cerradas con tablas, una empresa de mudanzas, una sala de apuestas, un bar con parrillas de acero oxidadas en las ventanas. A continuación están las casas de ladrillo rojizo, las casas adosadas, una hilera tras otra.

  –Quería mostrarte algo relacionado con Joe, tu… Bueno, ¿sabemos realmente cuanto ADN compartimos tú y yo?

  –Sí –dice ella–. Nada.

  –¿De veras? ¿No somos familiares? ¿Cómo es que te presentaste en mi casa solicitando un empleo, si puede saberse?

  –El tío de tu padre es Alfonso, ¿verdad?

  –Sí.

  –Alfonso y tu abuelo tenían una hermana, Beatriz, que se casó con Javier, de Toledo. Así pues, Javier era tu medio tío abuelo.

  –Se entiende… creo.

  –El hijo de Javier, también llamado Alfonso, es mi padrastro. Mi verdadero padre murió cuando yo tenía dos años, Mi madre se casó de nuevo. Siempre consideré a Alfonso como mi padre.

  –¿Así que somos medio primos pero ni siquiera de sangre?

  –Lo que es lo mismo que decir que no somos nada.

  Tuerce por una de las calles laterales y fija la vista en el exterior.

  –Joe pensaba que estas casas podrían ser una mina de oro.

  –¿Ah sí?

  –Y tenía razón. Se podían alquilar a cuatro personas por vivienda, principalmente a estudiantes. Un negocio limpio. Se compró dos. Aunque es una zona de la ciudad barata, las propiedades no lo son tanto. Lo cierto es que las casas le estaban dando buenos dividendos. Así que un día estaba bebiendo en casa de Lanny Bride, en la ciudad. ¿Has oído hablar de Lanny?

  –No.

  –No importa. Se pusieron a charlar. Resulta que buena parte de los negocios de Lanny eran los inmigrantes ilegales, y tenía a cuatro muchachos de Irak que no tenían donde quedarse. Joe le cuenta que sólo tiene una habitación libre. Muy bien, le dice Lanny, pon cuatro colchones en el suelo.

  –Le pagaban doscientas libras al mes por un colchón y derecho a utilizar el baño. Cada uno. Ochocientas libras al mes por una habitación en una casa de cuatro habitaciones. ¿Y sabes lo que ocurrió después?

  –Pobres estudiantes, supongo –dice Connie–. Son treinta y dos mil al año. Y, además –mueve la cabeza con incredulidad–, son ilegales, así que no hay problemas relacionados con reparaciones y quejas, ¿verdad?

  John se echa a reír.

  –No parece sorprenderte.

  Se encoge de hombros

  –Muchos de mis amigos compartieron la misma habitación con sus hermanos y hermanas hasta que se independizaron de sus padres. No está tan mal. ¿O prefieres dormir solo?

  Por el momento no tengo elección.

  Inspira profundamente.

  –En cualquier caso, al final Joe tenía siete casas en esta zona, todas ellas llenas de chechenos, kurdos, brasileños, venezolanos, rusos… Era como las malditas Naciones Unidas. A estos tipos les daba igual si el barrio se venía abajo. Eran tipos duros, y la mayor parte de ellos trabajaban para Lanny Bride de una u otra manera. Que hubiese unos cuantos camellos a la vuelta de la esquina no iba a asustarlos.

  Giran a la derecha. Más casas, iguales ladrillos rojizos, dinteles pintados de negro, contenedores de basura con ruedas fuera.

  –En un momento dado, Joe necesitó algo de dinero. No era el tipo de persona que pudiese ir a un banco, así que vendió un par de casas. Les dijo a los que vivían allí que se largasen.

  –¿Los echó?

  –Al principio no, pero como no tenían contrato, él no veía ningún problema. Cuando se pusieron a montar jaleo, pidió ayuda y los echó. Ya se sabe: era el hijo de Tony Ray. Lo habían educado para ser un tipo importante. Nunca tuvo que luchar para salir adelante como papá.

  Se detiene, midiendo las palabras

  –Joe era un tipo duro. Podía enfrentarse con cualquiera. Pero ese era su problema en cierta medida. Tenía que mostrarse fuerte en todo momento.

  Su voz se desvanece.

  –¿Quieres uno? –dice él, sacando uno de sus cigarrillos.

  Conducen en silencio durante un rato, fumando.

  –No conseguimos averiguar quién lo mató –dice al tomar la avenida Roundhay para regresar a la ciudad–. Den fue la primera persona en llegar la noche que lo mataron. Me ayudó a superarlo.

  Inhala tanto humo que tiene un ataque de tos. Consigue detener el coche, y luego suelta una serie de enormes estornudos que le agitan el cuerpo.

  Un instante después, está resoplando, la mirada fija en el parabrisas, mientras agarra el volante con ambas manos.

  –Den fue la única persona con la que podía hablar. No sé por qué, realmente. Estaba destrozado, y todo aquello de la terapia psicológica me importaba un pito. Ella era la única persona en la que confiaba. Me escuchaba. Me libró de, bueno, no sé de qué. Así es como la conocí.

  –¿Y ahora?

  –¿Ahora? –dice, poniendo el Saab en marcha–. He jodido las cosas. Vamos, necesito que finjas que eres una prostituta.

  *

  Ella le dice que vaya por uno de los lados del viejo mercado, que luego dé la vuelta y que, de regreso, pase por delante de la iglesia.

  –¿Estás segura? –le dice.

  Le parece un poco raro seguir las indicaciones de una persona que lleva sólo unos cuantos meses en la ciudad, pero parece que Connie sabe de lo que habla.

  –He visto a unas cuantas chicas trabajando aquí –dice–. Pero no sé qué descubriremos hablando con ellas.

  Aminora la marcha.

  –Puede que haya comenzado en la profesión trabajando en las calles –dice él, dirigiendo la mirada a los portales oscuros mientras conduce. Encajonadas entre tiendas abandonadas hay un salón de tatuajes y un café mugriento, los dos con las ventanas cerradas por tablas. El enladrillado de los edificios es desigual y está cubierto de grietas–. Sólo quiero saber unas cuantas cosas de ella. Comprobar si hay algo que la conecte con claridad con otras personas.

  Connie está enfurruñada.

  –No creo que estas chicas tengan una profesión –dice, tratando de imaginar lo desesperada y vulnerable que deben de encontrarse las chica allí–. Dona nunca trabajó en un portal –aclara, moviendo la cabeza–. No creo que lo hiciese. Me parece raro en ella.

  El coche reduce la marcha hasta detenerse.

  –¿La conocías?

  –Hablé con ella en una ocasión.

  –¡Por qué demonios no me lo dijiste!

  –Oí que mencionaban su nombre en las noticias hace media hora. Hasta entonces no sabía que era ella.

  –¡Por Dios!

  –Hablé con ella una vez. Estaba con Freddy.

  –Ah, no. Dime que estás de broma.

  El Saab emprende la marcha de golpe. Circula durante cincuenta metros en primera. Al final, lo acerca al bordillo de la acera y tira tan fuerte del freno de mano que casi queda en posición vertical.

  –Vamos –dice, estudiando el aspecto de un restaurante mejicano–. Éste nos sirve. Tengo que comer algo.

  *

  –Él trataba de impresionarla. Quería quedar conmigo y con Dave para cenar.

  –¿Es ese tu esclavo sexual en exclusiva? –pregunta, engullendo una fajita que está a punto de caérsele.

  –Sí, pero él que quede fuera de este asunto, así que no le vayas contando a la policía que Dave la conocía. Por favor.

  John levanta la mano, rindiéndose.

  –Parece que aquí todos necesitamos saber cosas.

  –Nos tomamos un curry –dice ella, cortando con el cuchillo lo que parece una mini pizza–. A Donna le apetecía. Así.

  –¿Así? ¿Así qué?

  –Así es ella. Yo me preguntaba por qué me tenía que tomar aquel horrible curry? ¿Por qué? Porque Donna lo quería. Así que tomamos curry.

  –¿Y los otros? ¿Y Dave?

/>   –A los hombretones de Yorkshire tiene que gustarles el curry, tan picante que les corra el sudor por la cara. Sabe a chile. Sólo sabe a eso, a chile.

  –Eso es muy de macho.

  –Es algo horrible. Cuando le doy un beso, la boca me pica. Y luego, cuando, cómo decirlo, me empieza a comer, también me pica.

  –Vaya, ese sí que es un buen argumento contra la comida picante.

  –Ya te puedes reír, tú no tienes vagina.

  Finalmente ella pincha el objeto circular que tiene en el plato y prueba un bocado.

  –¿Qué tal está? –pregunta él.

  –Es comida.

  –¿Donna era pues un poco mandona?

  Deja de masticar, concentrada.

  –Egoísta. Pero gustaba a los hombres. Eso se veía de inmediato. Hacía que se sintiesen… como hombres, supongo. ¿Sabes?

  –Ah, ya sé –dice mientras le da tragaos a una botella de Corona–. ¿Era bonita? ¿Era muy bonita?

  –Lo era, y mucho. Hasta que se emborrachó. Entonces no lo era tanto. Pero sabía cómo ser atractiva. También tenía un cuerpo estupendo. Una chica así no tiene por qué trabajar en la calle –dice meneando la cabeza.

  John levanta su botella y la observa.

  –Resulta curioso que, de todas las veces que me he tomado una cerveza con Freddy en el Black Horse después del trabajo, nunca haya hecho referencia a ella.

  Se pone la botella en los labios y la vacía en cuatro tragos largos.

  –¿Hay algo que deba saber de Freddy? –pregunta él, limpiándose la boca con la palma de la mano–. ¿Hay algún motivo por el que tuviese necesidad de un coche? ¿Algo relacionado con ese hotel? ¿Y los ucranianos? ¿Se te ocurre algo de todo esto?

  –Estaba en el hotel porque quería a Donna. Y creo que ella le quería, en el fondo.

  –¿Por qué dices eso?

  –No sé. Con él parecía feliz. ¿Porque era un hombretón, fuerte? Quizás hacía que ella se sintiese segura. Es un suponer.

  –Desde luego que Freddy es un hombretón.

  –Quizás necesitaba un hombre fuerte. De cualquier manera, parecían felices juntos. De verdad.

  Connie se detiene, jugando con el cuchillo.

  –Otra cosa.

  Se inclina encorvándose un poco para meter la mano en el escote y sacar tres billetes de veinte libras arrugados.

 

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