by John Barlow
–Dos hombres en busca de su destino –dice Bilyk con una sonrisa melosa, abriendo las manos en abanico como si estuviese haciendo un truco de magia.
John cruza las piernas y moja el donut en el café.
–Aquí estamos, pues.
–Aquí estamos.
–Pero su compañero no está, señor Bilyk. Y hay una muchacha muerta en el depósito de cadáveres.
–Fedir se asustó. Ha huido.
–No parecía asustado cuando golpeaba aquel cuerpo delante de las cámaras el viernes por la noche.
–Montó un pequeño espectáculo, sí.
–¿Es eso todo lo que hizo? ¿Dónde está en estos momentos?
–¿Dónde estaría usted en su lugar?
Después de desembarcar en Zebrugge, ya habrá cruzado medio planeta.
–¿Cree que volverá?
Bilyk no precisa contestar.
–La verdad –dice John–, me sorprende que usted todavía esté aquí.
–Ayer me pasé buena parte de la tarde y de la noche en comisaría. Me alegra poder ayudar. Espíritu cívico, etcétera. De verdad, no tengo nada que ocultar. Nada en absoluto.
–Sí, ya vi el vídeo de seguridad, sentado en el salón del hotel mientras otra persona se encargaba de los trapos sucios. Para nada querría verse envuelto en un asesinato, ¿verdad?
–Yo no tuve nada que ver con eso, se lo aseguro. Ni yo ni Fedir matamos a esa muchacha.
El ucraniano deja el café sobre la mesa.
–¿Se ha preguntado qué motivo podría tener yo? Y recuerde, el último en salir de la habitación fue Freddy.
Se detiene, moviendo la cabeza.
–No, no. El asesinato no es algo bueno para mi negocio.
–Su negocio de tractores.
–¡Vaya! ¿No me cree? –vuelve a desplegar las manos–. La policía se ha quedado con todas mis pertenencias. Pero cuando me devuelvan mi libro de pedidos, ¿por qué no va a consultar con mis clientes para ver cuántas ventas he hecho?
–Por lo que he oído, ofrece una muy buena relación calidad-precio.
–¿Sabe cuál es nuestro eslogan? Que le den por el culo a John Deere.
–Ingenioso.
John no puede evitar sonreír.
–Por cierto –pregunta–, ¿dónde se ha hacho con ese acento impecable?
–Estudié aquí –dice, evidentemente satisfecho por la pregunta.
–Tonterías. De Kiev a Londres hay un mundo. ¿En la universidad?
Asiente.
–A los diecinueve años en un país nuevo. ¡Sin nada que perder!
–¿Estudió idiomas? ¿Lingüística?
De nuevo, el cumplido hace que el orgullo de Bilyk se agrande.
–Ingeniería química. Aprendo idiomas fácilmente. ¿Y usted?
–Mi padre proviene de España. Estudié español y un poco de portugués. Lamentablemente, no he aprendido ninguna otra lengua.
–Es una pena.
–Sí.
Bilyk termina sus donuts.
–¿Qué hacía Freddy con ustedes en el hotel? –pregunta John.
El ucraniano asiente mientras lame el azúcar de los dedos.
–¿Freddy? –le dice a Bilyk–. Trabaja para usted, ¿no?
–A medianoche no.
–Nosotros no vendemos tractores a medianoche. Por la noche, nos relajamos. Para eso estaba la chica.
–¿Un lujo para caballeros?
–Para Fedir. Yo no llegué a tocarla. La encontraba muy agresiva. Yo soy un poco, como dicen ustedes, de la vieja escuela. Pero con Fedir era ya costumbre.
–¿Y por qué el hotel?
Bilyk se recuesta sobre la silla. El desayuno ha terminado.
–Lo venimos utilizando como nuestro centro de operaciones. Es barato y normalmente estamos solos. Leeds es un lugar perfecto. Desde aquí cubrimos todo el norte de Inglaterra. Pero usted ya debe de saber eso, se trata de la ciudad en la que su padre estableció su pequeño imperio personal.
–Bueno, a día de hoy –dice John–, la ciudad tiene un nuevo emperador.
–Sí, ya lo he oído.
–¿Y cómo es que Freddy conoce a Donna? ¿La conoció en el hotel?
–Por lo que recuerdo, Freddy conoció a Fedir en la ciudad una noche. Dos jóvenes, ya sabe, de la misma edad, de los mismos gustos. Desde entonces, cada vez que teníamos una celebración, nos encontrábamos con Freddy esperando en el bar, sonriendo de oreja a oreja.
–¿Podía estar cuidando a Donna?
–Ella sabía cuidarse sola, créame.
–¿Por qué destrozó la habitación del hotel?
La cordialidad de Bilyk se está agotando.
–Dinero, amigo mío, la historia de siempre. ¿No es siempre así? Al final, siempre se trata de dinero.
–Claro que sí. Dígame, ¿por qué…?
–Basta de preguntas.
–¿Por qué se establecen en ese hotel? Es decir,…
–¡A la mierda el hotel! –dice Bilyk a gritos, incorporado ya de su asiento, apoyado sobre la mesa, de tal manera que John puede ver los puntos negros sobre su nariz–. ¡Y a la mierda la puta muerta que encontraron en su coche!
John ni se inmuta. Es un truco que le enseñó su hermano. Bilyk sigue allí, amenazante, con el torso sobre la mesa. Pero John no titubea y sigue sin mover los ojos.
Y funciona.
El ucraniano se retira de golpe a su asiento.
–Dinero. ¡Dinero falso, señor Ray! –dice, golpeando la mesa con un dedo mientras habla, casi sin aire–. En su coche, el coche que tenía Freddy. ¿De quién era ese dinero?
–¿Billetes falsos, dice?
–No se haga el listo conmigo.
–¿Es esa una amenaza?
–Sí.
Ahora es Bilyk el que mantiene fija la mirada, lo que amedrenta a John.
–Pronto volveremos a hablar, John Ray.
Tras esto se pone de pie para marcharse.
John también se levanta para estrecharle la mano, interesado en no tener a Bilyk de enemigo. Pero el ucraniano ya se desplaza por entre los coches, con paso decidido, como una peligrosa serpiente. Luego, mientras las puertas automáticas de cristal se abren, se da la vuelta.
–¡Seguro que Tony Ray me habría respondido como Dios manda! –grita.
–¡Yo no soy Tony Ray, cojones! –brama John, sorprendido por la fuerza de su propia voz, y sabiendo que, si el ucraniano diese un paso hacia él, saldría por la puerta trasera como una liebre.
Pero Bilyk se queda donde está. Se ríe, una risotada llena de desdén, luego se da la vuelta nuevamente y se pone a caminar por la avenida Hope.
John toma el premio de plexiglás de la revista Auto Trader y lo lanza contra la ventanilla de un Audi 3 rojo, lo que hace que se esparzan pequeños fragmentos de cristal por todo el suelo.
Capítulo 21
Freddy extiende las palmas y observa sus dedos enormes y gruesos.
Pasa un minuto.
Dos.
Junto a él, Moran, ansioso de que termine la entrevista.
Los jóvenes agentes sentados enfrente son los mejores de Baron. Uno es un hombre, el otro una mujer. Les llaman Jack y Jill. Son perspicaces, agudos y muy pacientes. Parecen disponer de todo el tiempo del mundo. Y desde la primera entrevista, ayer por la tarde, no han alzado la voz ni han amenazado a Freddy. Incluso cuando hablan sobre el cadáver de Donna, se refieren a ella como señorita Macken, como si todavía estuviese viva, como si todavía hubiese esperanzas para ella.
Moran tiene que admitir que, sea lo que sea lo que les están enseñando en la actualidad en el centro de formación de Wakefield, funciona.
Finalmente Freddy alza la vista.
–Sí –dice– así es.
Los agentes asienten con la cabeza, dan por finalizada la entrevista y se incorporan.
Freddy parece confundido. Observa a Moran y luego otra vez a los detectives. Es como un niño perdido, que busca desesperado seguridad, un rostro amigo. Si alguien de los presentes lo hubiese conocido antes de esto, habrían visto lo severo del cambio que ha sufrid
o, lo abatido que se encuentra.
Pero no lo conocían. Y no importa. Se encuentra bajo arresto por asesinato, y ahora, mientras tanto él como su abogado se disponen a salir de la sala de interrogatorios, vuelve a hundirse en un estado de aturdimiento.
–Voy a hablar con John –Moran le dice en voz baja–. Vuelvo luego, ¿de acuerdo?
A Freddy se lo llevan a su celda, en la que pasará llorando la siguiente hora.
*
–¡Tuvo sexo con ella! –anuncia Moran.
John está sentado en un banco de metal al final de la estación de autobuses, con los zapatos negros Martens de talla cuarenta y dos apoyados sobre el banco de enfrente.
–Vaya, ¿cómo es que no resulta una sorpresa? –dice, mientras Moran pasa por encima de sus piernas y toma asiento junto a él.
–En el asiento de atrás de tu Mondeo.
–Con clase. ¿Tienen su ADN?
–Todavía no. Tampoco es que lo necesiten. Él mismo se lo dijo.
–Se acordó entonces de esto, ¿no?
–Sí, ahí mismo, en la sala de interrogatorios. ¡Noticias nuevas para mí!
–Mierda. ¿Qué más ha dicho?
–Lo mismo de antes. No sabe nada del dinero. Sobre eso se mantiene firme.
Buen chico.
–Pero aparece relacionado con la muchacha. La quería, intentaba que ella no lo hiciese, que tuviese paciencia… Con lo que cuenta, se está ganando que lo acusen. Así de simple.
–¿Que no hiciese qué?
–No lo sé.
–Otra persona se llevó el coche. ¿Sigue diciendo eso?
–Sí.
–¿Crees en lo que dice?
Moran emite un escueto jadeo de exasperación
–Se la llevaron fuera del hotel, muerta. El que conducía era o Freddy o el muchacho ucraniano. No puedo obligar a mis clientes a que digan la verdad.
–Fedir, se llama Fedir no se qué. El ucraniano. Ha desaparecido.
–Lo que implica que se van a quedar con Freddy como sospechoso principal. ¿Qué más pueden hacer?
Un autobús de dos pisos de color azul turquesa y crema se detiene en el área de estacionamiento frente a ellos.
–¿Qué es lo que está pasando? –dice John, como si le preguntase al autobús.
Moran hace una mueca, contiene un bostezo.
–El problema radica en lo que pasa por la cabeza de Freddy. Esos dos se han ganado su confianza. Nunca he visto a un sospechoso al que ofreciesen tanto té. En un momento dado, va y les cuenta que tuvo sexo con ella en un área de descanso de la carretera, el jueves por la tarde.
John se endereza.
–¿El jueves? ¿Así que también saben que se llevó el coche el jueves?
–Uno de los muchos hechos que ha confesado a Jack y Jill, sus nuevos amigos del alma.
–¿Qué hacía en el coche con ella el jueves por la noche?
Moran mueve la cabeza, como divertido.
–Por lo que parece, se fueron a dar una vuelta en coche. Y lo hicieron en un área de descanso cerca de Wetherby. No recuerda exactamente dónde.
–Por lo menos no está dando muchos detalles.
–Ojalá me diese los detalles a mí.
–Un momento –dice John.
Pulsa el botón de rellamada y acerca el iPhone al oído.
–Una pregunta rápida de parte del Halcón –dice cuando Bilyk responde–. Usted dijo que Donna era idea de Fedir. ¿Qué pintaba Freddy en todo eso?
–¡Vaya! –dice Bilyk, pero la vivacidad ha desaparecido de su voz–. Cuando se trata de mujeres, ningún hombre es comunista, ¿verdad?
–¿Fedir no quería compartir la mercancía?
–Creo que esa es una valoración acertada.
Después de terminar la llamada, permanece allí sentado, con las manos enfundadas en los bolsillos de la chaqueta. Frente a ellos, el conductor del autobús, que tras dejar el motor al ralentí durante unos cuantos minutos, lo apaga y se levanta.
–Lo curioso –dice Moran– es que la mayor parte de las preguntas se referían al dinero falsificado.
–¿Tienen una teoría? –pregunta John, viendo como el conductor cierra su vehículo y se va.
–Por lo visto, creen que Donna se hizo con algunos billetes falsos, o bien se los dieron por engaño. Al final siempre surge el tema del dinero. Así es como están enfocando el asunto. Y tarde o temprano aparece Freddy en medio de todo. El hecho de que se la estuviese tirando no le favorece, evidentemente.
Evidentemente.
Moran continúa.
–En el hotel se produce algún tipo de altercado, lo que puede estar relacionado con billetes falsos. En esas circunstancias, la muchacha muere.
–¿Accidentalmente?
Moran se encoge de hombros.
–¿Quién lo sabe? Es difícil averiguarlo. La habían golpeado, y había practicado sexo. Pudieron haberla forzado, pero fue el cráneo destrozado lo que la mató. Están dando a entender que fue una caída.
John resopla, agitando los labios.
–Por lo que dices, es como si fuese un hecho ya establecido.
–Es lo que veo. Lo que no entiendo es por qué Freddy no quiere hablar sobre el dinero.
Moran se detiene, esperando que sus propios pensamientos se aclaren.
–¿Sabes por qué tu padre pasó tan poco tiempo entre rejas?
Le pregunta sorprende a John, pero sabe que tiene un motivo para ella.
–Dime.
–Porque no le contó nada a la policía. No le importaron ni sus preguntas, ni el tiempo que estuvo retenido, ni las amenazas que recibió. Nunca dijo nada. Se mantuvo totalmente firme, como si no hablar fuese cuestión de respeto.
–Solían tomárselo a risa, ¿no?
–¿Los policías? Sí, porque fuera de la sala de interrogatorios era educado, sabía el nombre de todos, y se dirigía a ellos por su rango. Ellos sabían hasta dónde podían llegar con él.
–Sí. A ningún sitio.
Siguen sentados en silencio.
–Nunca te he dado las gracias por haberse ocupado de mi padre todos estos años.
–Me pagaban por ello.
–Conseguiste mantenerlo alejado de la cárcel. Creo que después de la muerte de mi madre la cárcel habría acabado con él. Le afectó mucho.
Moran sonríe.
–Fue él mismo el que se mantuvo alejado de la cárcel. Después de que su mujer falleciese se volvió muy cauto, me pedía consejo para todo, a veces se lo pedía a Joe, pero sobre todo a mí. No le dio a la policía ni una oportunidad.
–¿Crees que tenía miedo de que lo encerrasen en la cárcel después de haber perdido a mi madre?
–No, era por ti –dice Moran, con la vista fija en el techo de metal de color rojo chillón.
–¿Qué?
–Me dijo que era cuestión de tiempo que volvieses para ocuparte del negocio de inmediato. Quería asegurarse de poder estar a tu lado cuando volvieses a casa.
–Pero yo no iba a volver a casa.
Moran arquea las cejas
–Aquí estás ahora, ¿no?
John observa sus grandes zapatos negros. Luego deja caer hacia atrás la cabeza y mira el techo.
–¿Cómo está tu padre? –pregunta Moran.
–Sin novedad –dice John, dirigiendo sus palabras al aire–. Casi no habla.
Continúan mirando el techo.
Finalmente el silencio entre los dos amenaza con hacerse íntimo. Por algo que parece consentimiento mutuo, deciden que es hora de marcharse.
–Otra cosa –dice John al tiempo que se levanta–. El dinero en el coche. Es diferente.
–¿Diferente de qué?
–En estos momentos está circulando un montón de dinero falso. Ha salido en las noticias. Pero los billetes en el maletero del Mondeo son diferentes. De mejor calidad. Sin punto de comparación.
–¿Lo saben ellos? –pregunta Moran, sin asomo de sorpresa.
–Creo que sí. Esperemos hasta esta tarde, a ver cómo pintan las cosas con Freddy.
–El dinero del maletero –dice Moran�
�. ¿Son cincuenta de los grandes falsos? ¿Es…?
No precisa terminar la pregunta.
–No te preocupes. Tu cliente no irá a la cárcel por eso.
–Alguien tendrá que ir.
–Freddy no. Dile que no cuente nada sobre eso.
–Escucha, John. Creo que es hora de que tengas tu propio abogado.
–Todavía no me han arrestado. Dame tiempo.
Moran deja el tema. Pero no ha terminado.
–Otra cosa –dice, acerándose un poco–. En confianza, he recibido un par de llamadas. No eres la única persona que quiere saber lo que está contando Freddy ahí dentro.
–Ya. Supongo que no…
Moran ya está negando con la cabeza.
–Bueno, gracias por hacérmelo saber, Henry.
De repente Moran recupera el aspecto que le dan los cincuenta y ocho años que tiene.
–Espero que sepas lo que haces, John.
Capítulo 22
Hay un coche patrulla y dos coches camuflados frente al hotel Eurolodge. Al pasar por delante en su vehículo ve cómo un grueso policía encargado de la escena del crimen sale del hotel y abre el maletero de uno de los coches.
John aparca unos cuantos metros más adelante y espera a que el policía vuelva al interior del hotel. Luego se pone a caminar hacia allí. El BMW de la serie 3 gris sigue en su sitio, junto a las puertas de incendio del hotel. Aunque ya tiene un par de años, se encuentra en un estado impecable. Parece recién salido del concesionario. El guardabarros limpio, el brillo de un reciente encerado. El orgullo de Fuller.
Mira dentro del coche. Scholes BMW, dice la etiqueta que todavía cuelga del intermitente.
Detrás de él se abren de golpe las puertas de incendio.
–Le pedí que no volviese…
Adrian Fuller viene hablando con un oficial de policía de paisano.
–Veo que se ha dado prisa en arreglar la cámara de seguridad –dice John, que dirige la mirada hacia arriba y observa que la pequeña luz roja de la cámara vuelve a funcionar.
Fuller se detiene en la acera.
–¡Bonito coche! –añade John–. Los de Scholes le se lo han dejado a buen precio, ¿verdad? Está muy cuidado.
–¿Podría decirme qué es lo que hace aquí, caballero? –pregunta el policía de uniforme.
Un sargento, un poli de la vieja escuela.
–John Ray –dice, presentándose–. Han arrestado por asesinato a mi mejor amigo. Encontraron el cadáver en un coche que me pertenece. Soy lo que se dice parte interesada. De hecho –golpea el BMW con los nudillos–, la noche del crimen el coche en cuestión estaba aparcado justo aquí, donde usted aparca normalmente, ¿verdad, señor Fuller?