by John Barlow
Sugar se recuesta en el sillón y se pone a pensar.
Al final decide permanecer callado.
Steele no puede resistirse a hablar.
–Podemos meterlo en la cárcel en un santiamén, amiguito.
–Adelante. Ya veremos cuánto sacan de mí allí dentro.
Dios, dice para sí John, tratando de imaginarse la sonrisa benévola en el rostro de Sugar, se lo está pasando bien. ¿Diez de los grandes para decirle a los policías que se jodan? Supongo que es una buena paga si tu coartada es buena.
–Y por cierto –dice Sugar–. ¿Esos ataques con arma blanca por los que estuvisteis a punto de enchironarme hace unos años? Ya que estamos aquí tan tranquilos y podemos hablar extraoficialmente, les diré que no fui yo. A mí no me hace falta utilizar una navaja.
–Nadie ha dicho que esta entrevista sea extraoficial –dice Steele, que se pone en pie y se inclina sobre Sugar, que simula estar confuso.
–¿Qué entrevista, agente? –dice, mientras extiende los brazos, juntando las muñecas, dispuesto a que lo esposen–. Tengo una mala memoria. Lléveme a comisaría y hágame confesar a patadas, muchachito.
–Usted es un bobo arrogante, ¿sabe?
–Sí –dice Sugar–. Seguro que me pueden detener cuando quieran, ¿verdad sargento?
El rostro de Steele permanece inmóvil.
–Más o menos.
–Adelante, pues.
Steele se pone a reír.
–Vamos, pequeño policía. Estamos entre amigos. Vamos a ello.
–¿Y si dejamos de lado la testosterona? –dice Baron–. Señor Lyle, ¿hay algo que nos pueda contar de los ucranianos?
–Los clientes habituales que ella tenía se alojaban en los grandes hoteles de la ciudad. En los de cinco estrellas. Esos tipos del Eurolodge eran problemáticos.
–¿Por qué?
–¿Una chica de veintidós años en una habitación desvencijada de hotel con dos extranjeros a los que no conoce? –dice, mientras mira a Baron–. ¿Un hotel vacío en la avenida York?
–¿Y cómo es que usted no estaba allí? Usted era su guardaespaldas, ¿no?
–Me acerqué hasta allí una noche para ver cómo iban las cosas.
–¿Le pagó?
Niega con la cabeza.
–Para entonces había decidido que no me necesitaba.
–Luego volvemos sobre ese punto. ¿Cuándo fue al Eurolodge?
–Hace unas cinco semanas, máximo seis. Me tomé una copa en el bar, mientras esperaba a que llegase. De hecho, volví por allí unas cuantas veces más.
–¿Cómo estaba?
–Estaba inquieta. No quería enojar a los ucranianos.
–¿No quería que usted estuviese allí?
–Eso me pareció.
–¿Cómo es eso?
Sugar se inclina hacia adelante en el sofá.
–Cobras doscientas libras por noventa minutos hasta que, un buen día, dos tipos te dan trabajo tres, cuatro noches a la semana, durante seis semanas seguidas. Eso supone un montón de dinero, incluso si les ofreces un descuento.
–¿Que no llegaron a pagarle?
Se encoge de hombros.
–No tengo ni idea. Lo único que sé es que era a mí a quien no quería pagar, no durante todo ese tiempo. Creía que podía arreglárselas sola. Era su oportunidad de ganar algo de dinero, y dejarlo.
–¿Su trabajo como prostituta?
–Me lo imagino. Había dejado a todos sus otros clientes. Era una oportunidad para hacerse con algo de dinero, y darse un respiro. Eso es lo que quieren todas.
–Lo sabe por experiencia, ¿verdad? –pregunta Steele.
Sugar hace una pausa, y decide no hacerle caso.
*
Desde la comodidad de su lecho, John presta atención al resto de la entrevista. Steele continúa pinchando el ego de Sugar, pero esto se ha convertido en un ritual, y el sarcasmo de Sugar es un tanto condescendiente. Para cuando Baron da por concluido el encuentro, Sugar ha hecho todo lo posible para dejar caer que Bilyk y Boyko merecen ser investigados, sin señalarlos directamente. También deja claro que negará lo que ha dicho si todo esto se hace oficial.
Cuando John vuelve a aparecer, Sugar ya se ha ido. Steele habla por teléfono junto a los ventanales, observando el valle. Baron dirige la vista a las listas de clase sobre la pared de la cocina, absorto en sus pensamientos.
–¿Puedo ofrecerle una bebida? –dice John mientras se dirige a la cocina y selecciona una botella de Rioja del botellero.
Baron rechaza la oferta.
–Con respecto al Mondeo –dice mientras retira la lámina del cuello de la botella–. ¿Sabe cuántos kilómetros tenía cuando ustedes lo encontraron?
–¿Perdón?
–El Mondeo. Me refiero al cuentakilómetros.
–Somos nosotros los que hacemos las preguntas, no usted.
–¿De verdad que no quieren que les ofrezca nada? Es un Murrieta, bastante bueno –dice John mientras introduce el sacacorchos–. Sólo les comentaba lo del cuentakilómetros, nada más. Les he llevado hasta Freddy. Les he llevado hasta Sugar. Podría servirles para atrapar al asesino.
Baron contempla las letras doradas en la pared: Delegado del colegio, 1984-5.
–Menuda cara que tiene.
Sale del apartamento sin dirigir una mirada hacia atrás.
Steele sale detrás, no sin antes expresar con la mirada algo que John puede leer como si fuesen palabras en un papel: Dios, espero que Sugar no esté esperando abajo.
*
Llama a Den.
–Hola, soy yo –dice antes de que ella pueda detenerlo–. ¿Estás en la comisaría? Mira, tengo que pedirte un favor. No creo que el asunto te vaya a gustar…
Capítulo 27
A ella no le gusta el asunto.
Pero tampoco cree que Freddy sea un asesino. En la comisaría casi todos piensan lo mismo. Allí se han generado distintas de teorías, pero hay una que está clara: por el estado en el que se encuentra, el muchacho que tienen en la celda debería estar en las últimas. Pero no lo está, y Baron no se decide a presentar cargos contra él. Tiene que haber un motivo para ello.
Ella trata de no pensar en Freddy mientras baja las escaleras de cemento sin alfombrar hasta el área de seguridad en el sótano. Los forenses ya se han marchado, pero el Mondeo rojo sigue allí, esperando a que se lo lleven para almacenarlo. Lo observa de pie al otro lado de la tela metálica, con los brazos cruzados sobre el pecho.
–¡Hola! –dice una voz amable.
En los últimos días ha oído muchas voces amables. Está recibiendo muchos apoyos tras verse envuelta en esta mierda, aunque normalmente vienen acompañados de una buena dosis de reproches callados del tipo Ya te lo dije. Y ella se lo merece.
–Hola, Trev –dice ella cuando aparece en el mostrador un hombre calvo de unos cincuenta años, limpiándose las manos a su mono de color azul.
–¿En qué te puedo ayudar, tesoro?
Tras acercarse, se apoya en el mostrador, odiándose por ello. Conoce a Trevor desde su entrada en el cuerpo de policía a la edad de dieciocho años. Es un civil encargado de custodiar pruebas. Tiene dos hijos en la universidad. Va a tener que contarle una mentira y rezar para que él mienta por ella. Muy bonito, Den…
–No se me va de la cabeza –dice ella, señalando el coche detrás de él.
–Es comprensible –dice él–. No es culpa tuya.
–Me han apartado del caso. Eso es lo raro. Debería estar trabajando en él, en vez de estar aquí sin hacer nada.
–No tienes nada de que reprocharte, cielo. ¿Para qué echarte la culpa?
–Trev, ¿podría echarle un vistazo rápido al informe con las pruebas? Probablemente no es nada, simplemente algo que vi ayer por la mañana al llegar. Le he estado dando vueltas.
Él menea la cabeza.
–Pues no, cielo.
–Se trata de algo personal –dice ella, disgustada consigo misma.
Él le envía una mirada que dice Te lo dije, la misma que ha visto en los otros, tras la cual va a buscar el cuaderno de notas.<
br />
–Dime lo que quieres saber –dice él, abriendo el cuaderno y poniéndolo sobre el mostrador.
–El maletero. ¿Lo abrieron a la fuerza?
Mientras él pasa un dedo por la página, ella encuentra el dato del cuentakilómetros y lo lee. Está al principio del informe, junto al número de chasis.
–No –contesta, cerrando el libro de inmediato.
–Pensaba que sí –dice ella–. No entendía por qué nadie sacaba a relucir el tema.
–Nadie debería sacar nada a relucir.
–Sí, claro. ¿Te has pasado últimamente por la cafetería?
–La central del cotilleo. Así deberían denominarla –dice él, mientras su mano descansa sobre el cuaderno cerrado.
–Sólo era…
–Tranquila. Deben de estar pasando un montón de cosas por tu cabeza en este momento. No hay ninguna ley que impida que vengas aquí a charlar.
–Gracias, Trev.
Al subir las escaleras de regreso, el disgusto inicial se convierte en una ligera sensación de vergüenza. Pero pronto desaparece, dejándole un vacío en el que debería haber un sentimiento de culpa. Además, la persigue un pensamiento: lo fácil que había sido engañar a un compañero. ¿Lo haría otra vez?
Sí, se dice a sí misma mientras sale del edificio y recibe el frescor de la tarde. Por John probablemente lo haría.
Capítulo 28
Otro concesionario de coches construido de acero y cristal. Acholes BMW. Pero uno como Dios manda. Una fachada enorme, coches dentro y fuera, nuevos y de segunda mano. Debe de haber, sin exagerar, unos setenta vehículos en exposición.
Justo en la carretera de circunvalación. El lugar ideal.
La competencia, dice para sí John con una sonrisa.
Ve a la persona que busca a través del cristal.
David Adger. El traje soso pero elegante, camisa blanca, corbata inofensiva. El factor decisivo, sin embargo, es su rostro. Tiene algo de acogedor, rechoncho, creíble. Como truco, es totalmente diferente del de Freddy, pero el resultado es el mismo: hacer que el cliente se sienta cómodo de manera que el coche se venda solo.
–¡John Ray!
Adger avanza a grandes pasos hacia la puerta y le da un apretón de manos dos veces más poderoso que el debilucho que ofrece a los posibles clientes.
–Necesito un favor –dice John–. ¿Por qué no me muestras unas cuantas ruedas?
Adger sale por la puerta para llevar a John a un costado del edificio en el que están dispuestos en fila los modelos de segunda mano. Pasan despacio por delante de la fila de BMWs bien conservados, observándolos mientras charlan.
–Adrian Fuller. ¿Te suena el nombre?
–Dame más datos.
–Es el encargado de un hotel en la avenida York. Te compró un Serie 3 plateado hace tiempo.
–¿Un tipo de unos cuarenta años? ¿Uno que nunca había tenido un buen coche?
–¿Cómo sabes eso?
Siguen caminando.
–Me preguntó por cuestiones de mantenimiento, los precios de las llantas, y si tendría que cambiar los airbag. Cosas por el estilo. Ya sabes, alguien que cree que su BMW de veinte mil libras debería ser un Rolls Royce. Ganan algo de dinero y quieren disponer de su pequeña embarcación de ensueño. Pero lo quieren sin defectos. Es fácil reconocerlos.
–¿Pagó esa cantidad?
Adger se detiene. Se frota la barbilla.
–Ese dato es confidencial. Como comprenderás, no puedo…
–Podría servir para que no acusen a Freddy de asesinato. Un asesinato que estoy bastante seguro que no cometió.
–He oído hablar del asunto. ¿Qué hay de nuevo?
–Sigue detenido, y está a punto de que presenten cargos contra él por ese delito. Sin embargo, todavía les faltan datos.
–¿Y tú los tienes? –dice Adger, deteniéndose a admirar un M5 negro que han encerado hasta dejarlo brillante, aunque no puede disimular su edad.
Se detienen a inspeccionar el coche.
–Es parecido a éste Pero necesito saber más cosas sobre el de Fuller.
Adger niega con la cabeza.
–Si sabe de dónde has sacado la información y presenta una queja, me echan a la calle. No, aquí estoy muy bien.
–No lo sabrá –dice John sacando un cigarrillo–. ¿Te apetece?
–Lo he dejado.
John lo enciende de todas maneras.
–Mira, van a ir a por Fuller de un momento a otro. En el caso de la chica asesinada, hay dinero de por medio. Y mucho. Van a comprobar la cuenta bancaria de Fuller, su coche, todo. Créeme, tendrás polis de uniforme revoloteando por aquí como las moscas sobre la mierda si no resuelvo este asunto primero.
–¿Y cómo piensas hacerlo?
John da una larga calada.
–Sólo quiero saber cuánto dinero gastó, cuándo, y cómo. Aquí tienes dos billetes de mil por las molestias.
Adger continúa prestando atención a la parte delantera del M5.
–¿Eso es todo? –dice, estirando el cuello lo suficiente como para comprobar que no hay nadie en esta parte del edificio–. ¿Qué le digo a los polis si vienen por aquí?
–Diles la verdad. Simplemente, no les menciones mi nombre.
–¿Así que lo que necesitas es llevarles algo de ventaja?
–Efectivamente.
Durante un par de segundos deja de fingir que está vendiendo coches.
–Cuatro.
–Sólo tengo tres, amigo.
Adger asiente con la cabeza.
–Sigo sin entenderlo. ¿Cómo puede eso ayudar a Freddy? Es decir…
–Es complicado. Dejémoslo así.
John extiende su mano, con la palma hacia abajo.
–Llámame dentro de cinco minutos –dice Adger, que entra dentro a comprobar las cuentas, con las tres mil libras bien guardadas en su bolsillo.
*
A cien metros de distancia, por la carretera de circunvalación, John detiene el coche y espera. Observa cómo pasa el tráfico, mientras el Saab es golpeado súbitamente por la ráfaga de aire que dejan los vehículos que pasan a unos metros de distancia. Se imagina cómo condujeron el Mondeo rojo hasta aquí, y a Fedir escudriñando en la oscuridad de la noche, buscando un rincón oscuro de la ciudad para abandonar el coche. Deshacerse de él, y luego marcharse. En diez horas estaría fuera del país. A Fedir no le volverán a ver el pelo nunca más.
–Fuller –dice Adger en una voz un tanto baja–. El coche costaba veintidós mil. Después de mucho regateo por su parte, se lo llevó por diecinueve mil, en efectivo.
–¿Seguro que en efectivo?
–Sí. Fue hace un par de semanas.
–¿Y el dinero era bueno?
–¿Qué me quieres decir?
–¿Tuviste algún problema con él?
–No que yo sepa. Recibí mi comisión.
–Muy bien. Gracias, Dave.
–Nos vemos.
No si puedo evitarlo, hijo de puta codicioso.
Capítulo 29
Cuando llega al concesionario, las luces están encendidas, e incluso desde fuera del coche se escucha a Radiohead a todo volumen.
–Lo siento –dice en voz alta Connie al abrirse la puerta automática y entrar él. Baja la música, pero no la apaga.
–Después del día que llevo –dice él, lanzando su chaqueta sobre el capó de un Audi negro–, no me importa.
Consulta el reloj.
–Un momento. Son las seis y media. ¿Qué haces aquí todavía? Estamos a domingo. No trabajas los domingos.
–Decidí venir a limpiar todo un poco, llenar la nevera, ya sabes. ¿Fuiste tú quien hizo eso? –dice, señalando el Audi rojo, que tiene un trozo de cristal en el lugar de la ventanilla del pasajero.
–Me temo que sí –dice, mientras observa que no hay cristales en el suelo.
–Al final pensé, ¿por qué no abrir? –dice ella, como si lo de la ventanilla rota ya estuviese olvidado–
–¿Has vendido algo?
–Casi. El Astra gris de detrás. Me ofrecieron dos mil cuatrocienta
s libras.
–¿Cuánto vale? ¿Tres de los grandes? Deberías haberlo vendido.
–¿De verdad? ¿Con qué tipo de margen de beneficios trabajas?
–¿Y eso a quién le importa? Con cubrir gastos nos conformamos. ¿O es que no te habías dado cuenta?
Sí se había dado cuenta.
De inmediato él lamenta haberlo dicho.
Ella también se da cuenta de eso.
Él se dirige al pequeño despacho en la parte de atrás del concesionario y se desploma en una silla detrás de la mesa.
–Sabes –dice ella, de pie junto a la puerta, los brazos en jarras–. Aquí deberías colgar la fotografía de un yate, no la de un coche.
Él se da la vuelta. Sobre la pared hay una foto de un Subaru azul y amarillo.
–No me digas. ¿Y que los clientes se pongan a pensar en algo que nunca tendrán? Ni hablar.
–Es curioso –dice ella. El sueño de todos los hombres de mi familia es tener un yate.
–¿Hay alguno que lo haya conseguido?
–Sí, uno o dos.
–Quizás yo seré el tercero.
La boca de Connie se arruga como si contuviese una sonrisa.
–No me sorprendería que ya tuvieses uno.
–Pues no. Pero algún día lo tendré.
Aunque ese día parece, súbitamente, muy lejos...
–¿Freddy sigue en la comisaría? –pregunta ella.
–Sí. Han prolongado su detención.
–¿Y las cosas, cómo se dice…?
–¿Pintan mal para él?
–Ajá.
–Pues no creo que lo suelten, a no ser que aparezca el verdadero asesino.
–Vaya –dice ella, sopesando la noticia–. ¿Y las cintas? Las de Freddy llevándose el coche el jueves por la tarde. ¿Qué hacemos con ellas?
–¿Dónde las tienes?
–En mi piso.
John expulsa aire por los labios.
–Ya saben que fue él quien se llevó el coche el jueves. Freddy se lo dijo.
–La cintas, ¿se las das a la policía?
Él juguetea con un bolígrafo en la mesa. Cuando levanta la vista, ella todavía está allí, con los brazos en jarras, y sabe que no ha terminado.
–Tenemos grabada toda una semana –dice ella–. Durante todo el día y toda la noche. Bueno, casi todo el día.