by John Barlow
–¿Es eso cierto? –dice, cubriéndose con las manos como si tuviese frío–. ¿La mataron por eso?
–Creo que sí. Se vio envuelta en algo.
–Entonces no fue por lo de, ya sabe, su trabajo.
–Creo que no. Fue por un muchacho que estaba enamorado de ella.
–Todos estaban enamorados de ella. Ese era su maldito problema, siempre lo fue.
–Podría haber sido un accidente. No sé si llegarán a saberlo con seguridad. Pero ella era totalmente inocente. Simplemente se encontraba en el lugar equivocado…
–Sí, ya lo sé. En el momento equivocado –dice riendo sarcásticamente–. Es un verdadero consuelo. En el lugar equivocado en el momento equivocado.
Espera mientras se le pasa el enfado.
–Sobre el dinero…
–¿Qué quiere?
–¿Puedo verlo?
Se echa hacia atrás un poco.
–¿Por qué?
–Puedo decirle en un instante si es falso. ¿Sabe quién soy?
–Vamos. Sorpréndame.
–¿Ha oído hablar alguna vez de Tony Ray? Era un mafioso, tenía un negocio en la avenida Hope, y le hicieron un juicio por falsificar dinero en los años ochenta.
Parpadea mientras pone a funcionar la memoria.
–Sí, ya me acuerdo. Acababa de dejar el colegio. Estaba en todos los periódicos. En el juzgado de Old Bailey, ¿no?
–Tony Ray es mi padre.
–Pero, un momento, ¿a su hijo no le…?
–¿Dispararon? Sí. Era mi hermano Joe. ¿Se acuerda de que le hablé de él? Yo soy el otro hermano, el aburrido. Y puedo decirle si ese dinero es falso o no.
Ella resopla con fuerza durante un rato. El aliento le huele mucho a tabaco. Un recuerdo del pasado que se podría haber ahorrado.
–Son diez mil –dice ella, acercándose al televisor situado en un rincón. Se agacha y saca una carátula de video situada detrás de un montón de revistas.
–Tecnología de antes –dice él, mientras a ella le lleva un tiempo incorporarse.
–Llevo un montón de años sin ver estos vídeos. Aquí está.
Le entrega la carátula. Lo que el viento se llevó.
–Era una de sus preferidas cuando era niña. Por eso la he venido guardando todo este tiempo.
John la abre. Está llena de billetes de veinte libras nuevos. Lo sabe al instante. Los hologramas están un poco apagados, las marcas de agua impresas, las bandas de seguridad grabadas en relieve, no entrelazadas… Los billetes de Bilyk.
Su teléfono suena nuevamente. Lo deja estar en el bolsillo.
–¡Alguien quiere hablar con usted!
–Más tarde. ¿Le ha dicho algo a la policía?
–¿Usted qué cree?
Le devuelve la carátula.
–Si vienen por aquí, dígales la verdad. Entrégueles todo, dígales exactamente quién se los dio.
–Es todo lo que hay –dice ella con la voz muy tenue, como si estuviese a punto de resquebrajársele–. No me queda nada más. Con esto iba a…
–Son falsos. Y no muy buenos. En la mayor parte de los sitios se los van a rechazar. Deje que le policía se los lleve todos. Aquí tiene.
Le entrega la bolsa de plástico.
–Hemos hecho una colecta.
–¿Quiénes? –pregunta, metiendo la mano lentamente dentro de la bolsa.
–La gente que conocía. Por ejemplo, Sugar. Los amigos de los que le hablé.
–¿Cuánto hay aquí? –dice ella, inspeccionando el contenido de la bolsa.
–Cuarenta de los grandes, aproximadamente. Váyase de crucero, o a un sitio junto al mar. El dinero es suyo pero, si acepta un consejo por mi parte, salga de este piso, váyase a algún lugar para no pensar. No se quede sola.
Ella sonríe.
–¿Me sugiere algún lugar?
–¿Qué tal España? Tengo amigos allí. Se ocuparán de usted, sin hacerle preguntas.
Ella vuelve a mirar el dinero un poco más de tiempo, pasando los dedos por los billetes cautelosamente, como si pudiesen aguijonearla.
–Piénselo. ¿Sabe dónde trabajo? Estoy en Vehículos Tony Ray.
A ella le corren las lágrimas por las mejillas.
–Ella ganó ese dinero de la peor forma que puede hacerlo una muchacha. ¿Y luego esos hijos puta se lo llevaron mediante engaño?
–No hay nada más que yo pueda hacer.
Lo cual es cierto.
Es hora de irse.
*
–Ah, por cierto –dice mientras ella le abre la puerta–, no le diga nada a la policía sobre este dinero, por favor.
Ella consigue sonreír forzadamente.
–No soy tonta.
–Llámeme. Váyase a España a tomar el sol.
–Es posible que lo haga. Y gracias.
Capítulo 44
Sale del edificio de apartamentos. Llama a Den. No contesta.
El Saab está en una esquina al fondo del aparcamiento. Se dirige hasta allí, probando a llamarla varias veces. Nada.
Llega hasta el Saab.
Entonces se encuentra en el suelo, con la cara aplastada sobre el asfalto. Sin aliento.
–¿Qué es lo que hacías ahí dentro?
La voz de Lanny. Pero no es su voz normal.
–Visitaba una madre desconsolada.
–¿Y qué me dices del desconsolado padre? ¿Hablaste con él, supongo?
Pausa.
¿Está llorando Lanny?
–Parece ser que no estaba.
–Siéntate –dice Lanny, mientras le da un último golpe con el tacón en el cuello.
Joan gime tras la repentina punzada de dolor. Se incorpora y se desploma contra la puerta del coche.
–¿Te duele la cabeza? –pregunta Lanny, que tiene mal aspecto, la cara pálida e hinchada, como si hubiese estado enfermo.
–Sobreviviré.
–Ni se te ocurra volver a acusarme de haber matado a tu hermano.
John no dice nada. Trata de recuperar el resuello, tras haber sentido el frío del suelo a sus pies.
–Ese era el problema de Joe –dice Lanny, las manos temblándole, la mirada vacilante–. Un bocazas que no hacía más que cabrear a todo el mundo. Eso sí, tenía un gran corazón. Pero no tu inteligencia. John es el listo, solía decir. El hijo pródigo.
–¿Yo el hijo pródigo? ¡Ja!
–Nuestro chico ha terminado el bachillerato… nuestro chico ha terminado la carrera… Siempre nuestro chico. Estaba muy orgulloso de ti. Y resulta que eres más estúpido que él.
Se detiene, tose algo de flema y la deja caer entre las piernas.
–Después de que lo matasen –continúa Larry, respirando entrecortadamente como un asmático–, le prometí a tu padre que intentaría averiguar quién lo hizo. Me llevó un montón de tiempo y de dinero, hacer preguntas aquí y allí, pedir favores. Nada. Nadie sabía nada. Tampoco ese inspector larguirucho de Millgarth, ya sabes, el que echaron a patadas de la cama para que entrases tú.
–¿Qué? ¿Baron?
Lanny suelta una risa entrecortada.
–Joder, John. Debe de ser buena contando mentiras. ¿No lo sabías?
John menea la cabeza, confundido.
–De cualquier manera –dice Lanny secándose de sudor su frente blanca–, en la poli no estaban interesados para nada.
Tapa con un dedo uno de los lados de la nariz y expira con fuerza, hasta que le sale por la otra ventana de la nariz un tapón de moco verde que golpea el suelo.
–Dos cosas. Una, Bilyk me contó que los billetes que había en el coche eran de tu padre. Dile a tu padre que lo siento. No les hubiese dicho que viniesen a Leeds si lo hubiese sabido.
¿Baron y Den?
–Descuida –John se oye a sí mismo decir.
–Dos –Lanny hace una pausa. Le están brotando lágrimas en los ojos, y de repente sostiene un arma en las manos–. Dime quién coño mató a Donna –añade apuntando a John en la cabeza. Hay algo inestable en su tono ahora, algo patético y extrañamente inocente. Lanny Bride en su peor momento–. Dame só
lo un nombre.
–Pudo haber sido un accidente. Si tú…
–Un nombre.
–No sabemos qué es lo que ocurrió en aquella habitación.
–Dime entonces lo que sabes.
–¿Y luego qué? ¿Otro Fedir? ¿Cuántas personas vas a matar porque estás enojado?
–¿Lo quieres saber?
–Es inútil. La policía ya lo está investigando.
Lanny menea la cabeza, como si de repente todo fuese demasiado para él. Luego, sin avisar, le da una patada a John en un lado de la cara. Una vez, dos veces, y ya está gritando, mientras golpea las costillas de John con la puntera, una y otra vez, la voz tomada, rota por la locura.
John se retuerce, sabiendo que todo esto es de cara a la galería, un ritual. Si Lanny realmente quisiese hacerle daño, ya lo habría dejado inconsciente. O incluso peor.
Espera a que cesen las patadas.
Entonces se hace el silencio.
John se encuentra tumbado de costado, apoyado sobre el brazo. Nota cómo su nariz brota sangre sobre el asfalto negro.
–No eres Dios, Lanny –dice él, sin apenas oír su propia voz bajo el ruido sordo de los latidos del corazón–. No tienes derecho. Deja que la policía lo resuelva,
Se incorpora hasta poder sentarse, respirando con dificultad.
Lanny, mientras tanto, ha guardado la pistola.
–Muy bien –dice, sacando un teléfono móvil–. Llama a tu novia. Es policía. A ver qué piensa.
Marca el número, dice algo al aparato, y se lo entrega.
John lo acerca al oído.
–¿John? –dice Den–. ¿Eres tú, John? Aquí hay un hombre. No pasa nada, tranquilízate. Sólo está aquí sentado…
Lanny comienza a sonreír.
–Den –dice John, levantándose del suelo–. ¿Estás en casa? Quédate ahí. ¿Den? ¿Den?
Pero ya no está.
–Lanny, esto es jodidamente ridículo.
Lanny se encoge de hombros.
–Dame un nombre, entonces.
John ha entrado en el Saab.
–Un poli no, Lanny. No lo harías, incluso tú, un poli no… Busca torpemente el móvil mientras intenta poner la llave de contacto.
–¡Cincuenta! –dice John, como si fuese una broma, como si todo el asunto fuese una enorme broma.
El motor del Saab se pone en marcha con un gran estruendo.
–¡Cincuenta! ¿Me oyes, John? El tipo que está con ella tiene un sobre. ¡No la va a matar!
–¿Qué coñ…?
–Una lista. Porsches, Mercedes, Jaguars, algún que otro Lexus… Fechas, números de matrícula, de todo. ¿Los recuerdas? ¿Para quién crees que has estado trabajando, jodido idiota?
–No, no...
–Dame un nombre, John, o le damos esa lista. ¿Quieres que te enchironen por dos millones de libras en vehículos? Es fácil que te caigan diez años. ¡Eso sin contar lo que te espera cuando el tribunal averigüe quién es tu padre! ¡Joder! Me voy a reír leyendo todo esto en los periódicos. ¡Hay que ser estúpido!
–¡Den! –grita John al teléfono y pisa fuerte el acelerador.
Capítulo 45
Sólo vive a unos tres kilómetros de distancia.
Sólo es un minuto. Llego en un minuto…
Va a más de noventa por hora en tercera, conduciendo a toda velocidad por la carretera de circunvalación con una mano, el teléfono en la otra, intentando ponerse en contacto con ella.
Gritándole al teléfono, deseando que coja el teléfono.
No tiene manos para cambiar de velocidad. El motor se resiente, empieza a dar golpes.
Entonces sale de la circunvalación. Hay un autobús un poco más adelante. Sostiene el teléfono con la barbilla, da un volantazo, y acelera al adelantarlo. Cambia a cuarta. Sólo le quedan dos calles.
Casi pasa por alto el giro. Frena a fondo. A la izquierda.
Viejas casas adosadas, de ladrillo rojo, cuidadas. A mitad de calle, pisa fuerte el freno. El Saab frena de golpe y sale del coche.
Tiene su propio juego de llaves. Entra por el portal.
–¡Den!
–En la cocina –grita ella.
Al final del pasillo, los pasos retumban en las tablas del suelo, las que él le ayudó a pulir y barnizar.
Ella está sentada a la mesa. Tiene la piel blanca, los ojos muy abiertos.
Mira alrededor. A su izquierda hay un joven que viste un chándal Addidas de color azul oscuro. Los dos tienen la misma altura. Ve a John, pero no se mueve, su rostro no tiene expresión.
–¿Quién coño eres? –dice John, y no espera respuesta.
Agarra al tipo por la garganta, le golpea la nariz con la otra mano. Un suave crujido del cartílago. Le golpea de nuevo. Se le echa encima, hasta que sus cabezas chocan. Está fuera de control en estos momentos, sin saber qué coño está sucediendo, luchando por instinto, echando fuera toda la furia.
Le retuercen el brazo. La habitación le da vueltas cuando pierde el equilibro y ve que se le viene encima lo que parece ser una pared. Se cae, golpeándose el hombro y la cabeza contra la pared al tiempo que el cuerpo da contra el suelo.
Cuando levanta la vista, Den está de rodillas junto a él, hablándole en voz alta. El tipo del chándal sigue de pie donde estaba, observando a John con una expresión en la que se mezcla la falta de comprensión y la pena.
Ella lo ayuda a sentarse, guiándolo hacia una silla.
–Se llama Umar. No sabe mucho inglés, pero su checheno es una maravilla. Eres un jodido maníaco.
Ella se sienta.
–¿Me quieres explicar qué es lo que está pasando?
Antes de que John pueda responder, el checheno le entrega un teléfono móvil.
Lo observa, y luego mira a Den.
Ella asiente.
Él lo coge y lo acerca al oído.
–¿Estás dispuesto a cooperar o no, muchachito?
–Un juego, ¿no?
–Todo es un jodido juego –dice Lanny, con la voz temblorosa, rota por el agotamiento–. ¿Es que hay otra cosa?
–No lo sé, Lanny. De verdad que no lo sé.
–¿Está por ahí, en la habitación, tu novia poli?
–Sí.
–Bien. ¿Sabes quién mató a Donna?
–Sí.
–No fue ninguno de los ucranianos, ¿verdad?
–No.
–¿Fue alguien del hotel?
–Sí.
–¿Fuller? ¿Pearce?
–No.
–¿Quién queda? ¿Aquel delgaducho pelirrojo? ¿Craig?
John no dice nada.
–Muy bien. Dale el teléfono a Umar.
Umar escucha las nuevas instrucciones de Lanny y cuelga. Saca un sobre blanco del bolsillo y se lo entrega a John.
–¿Qué es eso? –pregunta Den.
Antes de que John le responda, Umar ya ha cruzado medio pasillo. Un segundo más tarde, sale por la puerta.
–¿El del teléfono era Lanny Bride?
–Mira, Den. Lo siento…
–¿Y esto viene de parte de Lanny B? –dice ella, cogiendo el sobre.
John asiente.
–Parece como si estuviese tratando de hacerte chantaje.
–Sí. Es una lista. Robo coches, Den. Aquí están todos los detalles.
–¿Qué? ¿Coches y además dinero falso?
–Es parte de la misma historia. ¿La quieres oír?
Ella se toma su tiempo.
–No. Lo que quiero es que te vayas.
Le duele cuando respira. Le da la impresión de que no le quedan fuerzas en el cuerpo. Apenas puede moverse.
–John –dice ella en voz baja–. Te he dicho que te vayas.
Él consigue ponerse en pie.
–Ella era hija suya.
–¿Quién?
–La muchacha muerta. Donna, Donna Macken. Era hija de Lanny Bride.
–Dios, estás de broma…
–No. Y que no salga de aquí, por favor. Lanny quería saber quién la mató.
–¿Y te chantajeó para que se lo dijeses? ¿Te ame
nazó con entregarme esto?
Él asiente.
–¿Y ahora me lo entregas a mí? ¿Por qué?
–No sé. Quería contarte la verdad. Es lo que hace la gente.
–E irás a la cárcel por ello –dice ella, metiendo el sobre en el bolsillo de los pantalones vaqueros.
Se encoge de hombros. Espera más.
Quiere más. Entonces quiere contárselo todo. Que lo oiga todo.
Pero no.
–Vete –dice ella, apartando la vista de él, los ojos abiertos pero sin nada en ellos.
–¿Así se acaba todo? ¿Vete?
–Así es.
–Den, quería…
–Sal de aquí.
Capítulo 46
El agente Matt Steele se encuentra solo. Mira alrededor con asco: conjunto de bañera, lavabo e inodoro verde aceituna, sin mugre alrededor de los grifos, sin manchas en la bañera, los pomos de cromo del baño relucientes. Meticuloso.
Están desmontando el piso poco a poco, metiéndolo todo en bolsas, etiquetándolo y llevándoselo a la comisaría. Lo importante ya no está, un pañuelo impregnado de perfume, una fotografía, un lápiz de memoria envuelto en un billete… Y a pesar de toda la gente que entra y sale del lugar, de las alfombras que levantan, de los armarios en los que inspeccionan todos y cada uno de los utensilios, todavía flota en el aire un ligerísimo rastro de perfume. Jodido pervertido.
–Necesito que me lleven a Millgarth –dice alguien dirigiéndose a él.
La comisaria jefe Kirk está a la puerta. Le gusta inspeccionar la escena del crimen de vez en cuando, lo que pone a todos de los nervios. Debería quedarse en su despacho, dejar que todo el mundo haga su trabajo.
–Cantará –dice Steele, pero su voz no es de triunfo.
Ella observa las formas que siguen las pequeñas manchas de la pared.
–¿Crees que eran suyas?
–¿Las fotos? No lo sé. Probablemente sí. Las encontraremos. Los de la basura no vienen por aquí hasta el jueves.
Se sienta al borde del baño.
–¿Estás bien? –le pregunta ella.
Tiene la cara pálida. No hay dormido lo suficiente, y desde el sábado por la mañana sólo ha tomado comida rápida y chocolatinas.
–Pobre zorra. ¿La has visto en esa foto?
–Siempre parece peor cuando son guapas, Matt.
Él se pone tenso. Pero la indignación se le va en un instante. Ella tiene razón, y él lo sabe.
–Vamos –le pasa la mano por el hombro–. Volvamos. ¿No quieres verle la cara cuando lo bajemos a la celda?