Paranoia
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El despacho de Wyatt era inmenso. Todo un pueblo bosnio podría vivir allí. Dos de las paredes eran de vidrio, del suelo al techo, y la vista de la ciudad era increíble. Las otras paredes eran de madera oscura y fina, y estaban cubiertas por cosas enmarcadas, portadas de revistas con su careto estampado encima, Fortune, Forbes, Business Week. Yo las miraba con los ojos como platos mientras pasaba medio caminando, medio corriendo. Una foto de Wyatt con otra gente y la difunta princesa Diana. Wyatt con ambos George Bush.
Nos condujo a un «grupo de conversación» constituido por un sofá y dos sillas de cuero negro y mullido que parecían recién salidas del MOMA. Wyatt se hundió en un extremo del enorme sofá.
La cabeza me daba vueltas. Estaba desorientado, estaba en otro mundo. No lograba imaginar por qué me encontraba en la oficina de Nicholas Wyatt. Tal vez Wyatt había sido uno de esos niños a los que les gusta arrancar las patas a los insectos una por una y con pinzas, y enseguida quemarlos con una lente de aumento.
– Ha montado usted una jugada muy elaborada -dijo-. Digna de admiración.
Sonreí, bajé la cabeza con modestia. Negarlo no estaba entre las opciones, «Gracias a Dios», pensé. Parecía que estábamos en la ruta del choque esos cinco, de qué buena mi movida.
– Pero nadie me toca los cojones y se sale con la suya. Ya va siendo hora de que lo sepa. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie.
Había sacado las pinzas y la lente de aumento.
– Bueno, ¿quién es usted? Veamos, lleva tres años como subdirector de líneas de producción, sus calificaciones de rendimiento son una mierda, no ha obtenido un aumento ni ha sido promovido en todo el tiempo que ha pasado aquí; cumple con las formalidades, con el día a día. Usted no es precisamente un chico ambicioso, ¿no? -Hablaba con rapidez, lo cual me puso aún más nervioso.
Sonreí de nuevo.
– Supongo que no. Es que tengo otras prioridades.
– ¿Cómo cuáles?
Dudé. No tenía ni idea. Me encogí de hombros.
– Todo el mundo tiene que sentir pasión por algo, o si no, no vale una mierda. Es obvio que a usted no le apasiona su trabajo, así que dígame, ¿qué le apasiona?
Yo no soy de los que se quedan callados, pero esta vez no se me ocurrió nada agudo. También Meacham me observaba, con una sonrisita sádica y repugnante dibujada sobre su cara de cuchilla. Estaba pensando que había gente en la empresa, gente de mi unidad, que se pasaban el día planeando la forma de conseguir treinta segundos con Wyatt, en un ascensor o en el lanzamiento de un producto o donde fuera. Incluso habían preparado una «rutina de ascensor». Y aquí estaba yo, en la oficina del gran jefe y mudo como un tronco.
– ¿Es usted actor o algo así en su tiempo libre?
Negué con la cabeza.
– Pues bien, de todas formas es usted bueno. Todo un Marlon Brando. Puede que sea una mierda para vender routers a clientes empresariales, pero es usted un artista olímpico de la mentira.
– Si lo dice como cumplido, muchas gracias.
– Me dicen que hace una imitación cojonuda de Nick Wyatt. ¿Es cierto? Veámosla.
Me ruboricé, negué la cabeza.
– Como sea, el asunto es que usted me ha timado y ahora cree que se puede salir con la suya.
Puse cara de horror.
– No, señor, no creo que «vaya a salirme con la mía».
– Ahórreme la molestia, no necesito otra demostración. Hace rato que me ha conquistado.
Alargó la mano abierta como un emperador romano y Meacham le alcanzó una carpeta. Wyatt le echó un vistazo.
– Sus niveles de aptitud son muy altos. Estudió ingeniería en la universidad. ¿Qué rama?
– Eléctrica.
– ¿Quería ser ingeniero cuando fuera mayor?
– Mi padre quería un diploma que me permitiera conseguir un trabajo de verdad. Yo quería tocar la guitarra eléctrica con Pearl Jam.
– ¿Y lo hace bien?
– No -admití.
Sonrió a medias.
– Sus estudios universitarios duraban cinco años. ¿Qué sucedió?
– Me echaron. Me prohibieron la entrada durante un año.
– Aprecio su honestidad. Al menos no intenta lo de «año de estudios en el extranjero». ¿Qué sucedió?
– Les jugué una broma tonta. Tuve un semestre muy malo, así que me metí en el sistema de la universidad y cambié mi expediente. Y también el de mi compañero de habitación.
– El viejo truco -dijo. Consultó su reloj, miró a Meacham y luego a mí-. Tengo una idea para usted, Adam. -No me gustó la forma en que pronunció mi nombre; me daba escalofríos-. Una muy buena idea. De hecho, se trata de una oferta muy generosa.
– Gracias, señor.
No tenía la menor idea de a qué se refería, pero sabía que no podía ser ni bueno ni generoso.
– Lo que voy a decirle ahora, lo negaré toda la vida. De hecho, no sólo lo negaré, sino que lo demandaré por difamación si llega a repetirlo, ¿entendido? Lo aplastaré.
No sabía de qué estaba hablando, pero seguro que tenía los medios. Era multimillonario, el tercer o cuarto hombre más rico de Estados Unidos, pero había sido el segundo antes de que la cotización de nuestras acciones se viniera abajo. Quería llegar a ser el más rico -le estaba apuntando a Bill Gates- pero eso no parecía probable.
El corazón me latía con fuerza.
– Claro -dije.
– ¿Es consciente de su situación? En la puerta número uno está la certeza, sí, la puta certeza, de veinte años de cárcel, por lo menos. De manera que así es: o eso, o lo que haya tras la cortina. ¿Quiere jugar a Hagamos un trato?
Tragué saliva.
– Vale -dije.
– Déjeme que le diga qué hay tras la cortina, Adam. Es un futuro muy atractivo para un astuto ingeniero como usted. Pero debe respetar las reglas del juego. Mis reglas.
La cara me ardía.
– Quiero que asuma un proyecto especial. Para mí.
Asentí con la cabeza.
– Quiero que empiece a trabajar para Trion.
– ¿Para… Trion Systems?
No lo entendía.
– En Marketing de Nuevos Productos. Tienen un par de ofertas de empleo en posiciones estratégicas de la empresa.
– Nunca me contratarían.
– Tiene razón. No lo contratarían a usted. No contratarían a un holgazán fracasado como usted. Pero a una superestrella de Wyatt, una joven estrella que está a punto de convertirse en supernova, la contratarían en un nanosegundo.
– No comprendo.
– ¿Un tío avispado como usted? Acaba de perder un par de puntos de su coeficiente intelectual. Venga, capullo. El Lucid: la niña de sus ojos, ¿no?
Se refería al producto bandera de Wyatt Telecommunications, una agenda personal todo-en-uno, una especie de Palm Pilot con esteroides. Un juguete increíble. Yo no tuve nada que ver con eso. Ni siquiera tenía uno.
– No se lo creerían -dije.
– Óigame, Adam. Yo tomo las más grandes decisiones empresariales basándome en el puro instinto, y el instinto me dice que usted tiene los cojones de acero, y la cabeza y el talento para hacerlo. ¿Está conmigo o no?
– Quiere que le traiga datos, ¿no?
Su mirada dura se me vino encima.
– Más que eso. Quiero que consiga información.
– Como un espía. Un topo, como se llame.
Abrió las manos como diciendo: ¿Es usted imbécil?
– Como quiera llamarlo. En Trion hay propiedad intelectual de mucho valor, yo quiero ponerle las manos encima y la seguridad de la empresa es prácticamente impenetrable. Sólo alguien de adentro puede conseguir lo que quiero, y no un empleado cualquiera, sino un jugador de primera división. O se le recluta, o se le compra, o se le mete por la puerta principal. Y aquí tenemos a un joven inteligente, agradable, que viene muy bien recomendado… me parece que nuestras oportunidades son bastante buenas.
– ¿Y si me descubren?
– No lo harán -dijo Wyatt.
/> – Pero si…
– Si hace su trabajo como es debido -dijo Meacham-, no lo descubrirán. Y si por alguna razón mete la pata y lo descubren, bueno, aquí estaremos para protegerlo.
No sé por qué, pero lo dudaba seriamente.
– Desconfiarán de mí.
– ¿Por qué? -dijo Wyatt-. En este negocio la gente cambia de compañía constantemente. Se rifan a los mejores talentos. Son fruta madura. Usted acaba de lograr un gran éxito en Wyatt, no ha recibido la tajada que cree merecer, quiere puestos de más responsabilidad, mejores oportunidades, más dinero… la misma mentira de siempre.
– Se van a dar cuenta con sólo mirarme.
– No si hace bien su trabajo -dijo Wyatt-. Tendrá que aprender marketing de productos, tendrá que ser brillante, tendrá que trabajar más duro de lo que ha trabajado en toda su patética vida. Perder el culo, de verdad. Sólo un primera división conseguirá lo que necesito. Si intenta aplicar su cumplir-con-lo-mínimo en Trion, o le dejarán de lado o le pegarán un tiro, y entonces nuestro pequeño experimento habrá terminado. Y usted recibirá la puerta número uno.
– Pensaba que los de Nuevos Productos tenían que tener un máster.
– No, para Goddard un máster es pura mierda. Es una de las pocas cosas en que estamos de acuerdo. Él no tiene un máster. Le parece restrictivo. Y hablando de restricciones…
Chasqueó los dedos y Meacham le entregó algo, una pequeña caja metálica que reconocí. Una caja de Altoids. Wyatt la abrió con un pop. Dentro había unas pocas pastillas blancas que parecían aspirinas pero no lo eran. La reconocí perfectamente.
– Tendrá que dejar esta mierda, éxtasis o como se llame.
La caja de Altoids estaba sobre la mesa del salón de mi casa; me pregunté cuándo y cómo la habrían conseguido, pero estaba demasiado aturdido para enfurecerme. Wyatt la dejó caer en una pequeña papelera de cuero negro que había junto al sofá. La caja hizo un ruido hueco.
– Y lo mismo la hierba, el alcohol, toda esa mierda. Tendrá que ponerse serio y volar en línea recta.
Ese parecía ser el menor de mis problemas.
– ¿Y si no me contratan?
– Puerta número uno. -Me regaló una horrible sonrisa-. Y no hará falta que coja sus zapatos de golf. Mejor llévese lubricante.
– ¿Aunque haga mi mejor esfuerzo?
– Su trabajo no es cagarla. Con la preparación que le daremos, y con un entrenador como yo, no tendrá ninguna excusa.
– ¿De qué cantidades estamos hablando?
– ¿De qué cantidades? ¿Cómo coño puedo saberlo? Créame, será mil veces más de lo que gana aquí. Seis cifras, en cualquier caso.
Intenté tragar saliva sin que se notara.
– Además de mi salario de aquí.
Wyatt giró su rostro tenso hacia mí y me lanzó una mirada muerta. En sus ojos no había expresión. «¿Botox?», me pregunté.
– ¿Se está burlando de mí?
– Estoy asumiendo un riesgo enorme.
– Perdone, pero soy yo el que está asumiendo el riesgo. Usted no es más que una puta caja negra, un signo de interrogación así de grande.
– Si de verdad lo creyera, no me habría pedido que lo hiciera.
Se dio la vuelta hacia Meacham.
– No me lo puedo creer.
Meacham se veía como si se hubiera tragado un zurullo.
– Capullo -dijo-. Debería levantar el teléfono ahora mismo y…
Wyatt levantó una mano imperial.
– Déjalo. El chico es valiente. Si lo contratan, si hace bien su trabajo, la paga es doble. Pero si la caga…
– Ya lo sé -dije-. Puerta número uno. Déjeme pensarlo. Le diré algo mañana.
Wyatt quedó boquiabierto y con los ojos en blanco. Hizo una pausa y luego dijo con voz de hielo:
– Le doy hasta las nueve de la mañana. La hora en que el fiscal general llega a su despacho.
– Le aconsejo que no mencione nada de este asunto a sus amigos, ni a su padre, ni a nadie -añadió Meacham-. O no sabrá qué camión le ha pasado por encima.
– Entiendo -respondí-. No es necesario que me amenace.
– No es una amenaza -dijo Nicholas Wyatt-. Es una promesa.
Capítulo 5
No parecía haber ninguna razón para volver al trabajo, así que me fui a casa. Era extraño estar en el Metro a la una del mediodía, con los viejos y los estudiantes, las mamás y los niños. La cabeza todavía me daba vueltas y me sentía mareado.
Mi piso quedaba a unos diez minutos caminando desde la parada del metro. Era un día soleado, estúpidamente alegre.
Mi camisa seguía húmeda y despedía un fuerte olor a sudor. Un par de jovencitas vestidas con mono y con múltiples piercings tiraban de un grupo de niños con una cuerda larga. Los niños chillaban. Unos chicos negros sin camiseta jugaban a baloncesto en un patio asfaltado, detrás de una valla metálica. Los ladrillos de la acera eran desiguales y estuve a punto de tropezarme, y luego sentí ese resbalón repugnante: el momento en que pisas mierda de perro. Un simbolismo perfecto.
La entrada a mi edificio olía fuertemente a orina, de gato o de vagabundo. El correo no había llegado todavía. Mis llaves tintinearon mientras abría los tres cerrojos de mi puerta. La anciana del piso de enfrente entreabrió la puerta tanto como se lo permitía su cadena de seguridad y luego cerró dando un portazo; era tan pequeña que no llegaba a la mirilla. La saludé amistosamente con la mano.
La habitación era oscura aunque las persianas estuvieran abiertas de par en par. El aire era sofocante, olía a cigarrillos rancios. Como el piso quedaba al nivel de la calle, no me era posible dejar las ventanas abiertas durante el día para que se aireara.
Mis muebles eran patéticos: la única habitación estaba dominada por un sofá cama verdoso de tela escocesa, de respaldo alto y cubierto de una costra de cerveza, con hilos dorados entretejidos por toda la tela. Estaba puesto de cara a un televisor Sanyo de diecinueve pulgadas cuyo mando a distancia había desaparecido. Una estantería alta y angosta de pino sin tratar se levantaba, solitaria, en una esquina. Me senté en el sofá, y una nube de polvo se elevó en el aire. La barra de acero debajo del cojín se me clavó en el culo. Pensé en el sofá de cuero negro de Nicholas Wyatt y me pregunté si alguna vez habría vivido en una pocilga semejante. Según el rumor, Wyatt se había hecho a sí mismo, pero yo no lo creía; no lograba verlo viviendo en una ratonera como ésta. Encontré el encendedor Bic debajo de la mesa de vidrio, encendí un cigarrillo y miré la pila de facturas que había sobre la mesa. Ya ni siquiera me molestaba en abrir los sobres. Tenía dos MasterCards y tres Visas, y todas tenían balances de espanto, y apenas si lograba cumplir con los pagos mínimos.
La decisión estaba tomada, por supuesto.
Capítulo 6
– ¿Te han echado?
Seth Marcus, mi mejor amigo desde la época del instituto, trabajaba como camarero tres noches a la semana en una especie de antro yuppie llamado Alley Cat. Durante el día trabajaba como asistente en un bufete de abogados del centro. Decía que necesitaba el dinero, pero yo estaba seguro de que secretamente trabajaba de camarero para conservar un último vestigio de personalidad, para evitar convertirse en el tipo de ganso de empresa del que a ambos nos gustaba burlarnos.
– ¿Por qué iban a echarme?
¿Cuánto había llegado a contarle? ¿Le había hablado de la llamada de Meacham, el director de seguridad? Esperaba que no. Ahora no podía decirle ni una palabra acerca del asunto en que me habían metido.
– Por tu superfiesta. -Había mucho ruido y no alcanzaba a oírlo bien, y desde el otro lado de la barra alguien estaba silbando con dos dedos metidos en la boca, un silbido sonoro y estridente-. ¿Me silba a mí? Qué soy, ¿un puto perro? -dijo Seth. Ignoró al del silbido.
Negué con la cabeza.
– Te has salido con la tuya, ¿eh? Realmente lo has logrado, es increíble. ¿Qué te pongo para celebrarlo?
– ¿Brooklyn Brown?
Movió la cabeza.
– No.
– ¿Newc
astle? ¿Guiness?
– ¿Qué te parece una caña? Ésas no las cuentan.
Me encogí de hombros.
– Vale.
Me sirvió una caña, amarilla y esponjosa: era obvio que era un novato en el tema. El vaso chapoteó sobre la cubierta de madera rasgada de la barra. Seth era alto, moreno, bien parecido -un verdadero donjuán-, y llevaba una ridícula perilla y un pendiente. Era medio judío, pero quería ser negro. Tocaba y cantaba en un grupo llamado Slither que yo había escuchado un par de veces; no eran demasiado buenos, pero Seth hablaba mucho de «firmar con una discográfica». Tenía siempre miles de chanchullos en marcha para no verse obligado a admitir que trabajaba más de la cuenta.
Seth era el único de mis conocidos que me ganaba en cinismo. Probablemente, era por eso que éramos amigos, además del hecho de que no me sermoneaba sobre mi padre a pesar de que había jugado en el instituto en el equipo de fútbol que entrenaba (y tiranizaba) Frank Cassidy. En séptimo curso estuvimos en la misma clase, y de inmediato nos caímos bien, porque ambos éramos los escogidos para ser ridiculizados en público por el profesor de matemáticas, el señor Pasquale. En noveno dejé la escuela pública y entré en Bartholomew Browning & Knightley, el elegante instituto que acababa de contratar a mi padre como entrenador de fútbol americano y hockey y en el que yo recibí matrícula gratuita. Pasaron dos años en los que rara vez vi a Seth, hasta que mi padre fue despedido por romperle a un chico dos huesos del antebrazo derecho y uno del antebrazo izquierdo. La madre del chico era presidenta del consejo de supervisores de Bartholomew Browning. Así que la llave de las matrículas gratuitas se cerró y yo regresé a la escuela pública. Viniendo de Bartholomew Browning, a papá lo contrataron allí también, así que dejé de jugar al fútbol.
Ambos trabajamos en la misma estación de servicio Gulf durante el bachillerato, hasta que Seth se cansó de los asaltos y se fue a Dunkin' Donuts a hacer rosquillas en el turno de noche. Durante un par de veranos trabajamos limpiando ventanas para una compañía que se encargaba de varios rascacielos del centro, hasta que decidimos que colgar de un par de cuerdas a veintisiete pisos de altura sonaba más guay de lo que era en realidad. No sólo era aburrido, sino que al mismo tiempo daba un miedo terrible: una combinación asquerosa. Tal vez haya quien considere que colgar junto a la fachada de un edificio a cien metros del suelo es una especie de deporte de aventura, pero a mí me parecía más bien un intento de suicidio a cámara lenta.