Paranoia

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Paranoia Page 14

by Joseph Finder


  – Disculpad.

  Todos me miraron.

  – ¿Necesitáis un cuarto?

  Me presenté con mi nombre verdadero, les expliqué que estaba viendo el lugar, no mencioné nada de Trion. Mi presencia pareció aliviarlos. Me parece que asumieron, al ver mi raqueta Yonex de titanio, que debía de ser muy bueno, aunque les aseguré que no lo era tanto, que no había jugado en mucho tiempo. Lo cual era cierto.

  Nos dieron una de las pistas exteriores. Hacía sol, un poco de calor y mucho viento. Los equipos fueron Alana y Drew contra la otra mujer, cuyo nombre era Jody, y yo. Jody y Alana tenían un juego similar, pero Alana era de lejos la más elegante. No era particularmente agresiva, pero tenía un buen revés cortado, siempre devolvía el servicio, siempre llegaba a la bola, no desperdiciaba ni un movimiento. Su servicio era simple y preciso, y le entraba casi siempre. Jugaba con tanta naturalidad como respiraba.

  Desafortunadamente, subestimé al Niño Bonito. Era un jugador serio. Comencé con un juego débil, oxidado, y, para visible disgusto de Jody, hice doble falta en mi primer servicio. Sin embargo, pronto recuperé mi juego; Drew, mientras tanto, jugaba como si estuviera en Wimbledon. Cuanto más mejoraba yo, más agresivo se ponía él, hasta que la cosa se puso ridícula. Empezó a golpear voleas agresivas, cruzando la pista para llegar a bolas que eran de Alana, acaparando las jugadas. Ella le hacía muecas. Comencé a intuir que tenían un pasado en común, y que había entre ellos una tensión bastante importante.

  Y al mismo tiempo tenía lugar lo otro: la batalla de los machos Alpha. Drew comenzó a servirme contra el cuerpo; sus servicios eran muy fuertes y a veces demasiado largos. Aunque eran terriblemente rápidos, Drew no lograba controlarlos, así que Alana y él comenzaron a perder. Al mismo tiempo comencé a reconocer su juego, a anticipar cuándo iba a atacar en la red, y, disfrazando mis golpes, comencé a pasarlo. El Niño Bonito había oprimido mi botón de competencia; yo sólo quería ponerlo en su lugar. Yo querer mujer de otro cavernícola. Muy pronto comencé a sudar. Me di cuenta de que me estaba esforzando demasiado, de que estaba siendo demasiado agresivo para este partido que era meramente social; aquello no tenía buen aspecto. Así que me calmé y empecé a jugar puntos más pacientes, manteniendo la bola en juego, dejando que Drew cometiera sus errores.

  Al final, Drew subió a la red y me dio la mano. Luego me dio una palmada en la espalda.

  – Juegas muy bien -dijo en tono de falsos compinches-. En todos los aspectos.

  – Tú también.

  Se encogió de hombros.

  – Tuve que cubrir mucha pista.

  Alana lo oyó, y sus ojos azules relampaguearon de fastidio. Se dio la vuelta hacia mí:

  – ¿Quieres tomar algo?

  En el «porche», como lo llamaban (era una inmensa plataforma de madera), sólo estábamos Alana y yo: Jody se había excusado y había dicho que debía marcharse, como si hubiera entendido, a partir de no sé qué diálogo en clave, que Alana no quería estar en grupo. Entonces Drew se dio cuenta de lo que ocurría, y también se disculpó, aunque no con la misma elegancia.

  La camarera se acercó, y Alana me dijo que pidiera yo primero, porque no se había decidido todavía. Pedí una Tanqueray Malacca G &T. Ella me miró, sobresaltada, apenas una fracción de segundo, y enseguida recuperó la compostura.

  – Igual para mí -dijo.

  – Veré si nos queda -dijo la camarera, una estudiante de instituto rubia y caballuna. Minutos después regresó con las bebidas.

  Hablamos un rato del club, de los socios («estirados», dijo Alana), de las pistas («las mejores de por aquí, de lejos»), pero era demasiado sofisticada para pasar por el aburrido tú-a-qué-te-dedicas. No habló de Trion, así que tampoco lo hice yo. Ese aspecto de la conversación comenzó a darme miedo, porque no estaba seguro de cómo haría pasar el hecho curioso de que ambos trabajáramos en Trion, y qué te parece, ¡eras tú la que tenía mi puesto! Ahora no podía creer que me hubiera presentado para jugar con ellos, que me hubiera catapultado hacia su órbita en lugar de mantener un perfil bajo. Lo bueno era que nunca nos hubiéramos visto en el trabajo. Me pregunté si la gente de Aurora usaba una entrada distinta. De cualquier manera, la ginebra se me había subido rápidamente a la cabeza, y el día era bello y soleado, y la conversación fluía con naturalidad.

  – Siento mucho lo de Drew -dijo-, no sabe controlarse.

  – Juega bien.

  – Puede llegar a ser un gilipollas. Tú representabas una amenaza, debe ser cosa de machos. Batalla con raquetas.

  Sonreí.

  – Es como esa línea de Ani DiFranco, ¿sabes?: «'Cause every tool is a weapon if you hold it right.» [6]

  Sus ojos se iluminaron.

  – ¡Exacto! ¿Te gusta Ani?

  Me encogí de hombros.

  – «Science chases money, and money chases its tail»…

  – «And the best minds of my generation can't make baih [7] -completó-. A muy pocos hombres les gusta Ani.

  – Supongo que soy un tío sensible -dije de forma inexpresiva.

  – Supongo que sí. Deberíamos salir algún día, ¿no? -dijo ella.

  ¿Había oído bien? ¿Me estaba invitando a salir, ella a mí?

  – Buena idea -dije-. ¿Te gusta la comida Thai?

  Capítulo 27

  Llegué a casa de mi padre tan estimulado por la minicita con Alana Jennings que me sentía como si llevara puesta una armadura. Ya nada de lo que hiciera o dijera podría afectarme.

  Iba subiendo la escalera de madera astillada cuando los oí discutir: el tono agudo de mi padre, ese chillido nasal que sonaba cada vez más como un pájaro, y las respuestas graves de Antwoine, profundas y resonantes. Los encontré en el baño de la planta baja; el lugar estaba lleno del vapor que salía de un vaporizador. Mi padre estaba boca abajo sobre un banco, con la cabeza y el pecho apoyados sobre un montón de almohadas. Antwoine, con su uniforme azul pálido completamente empapado, masajeaba la espalda desnuda de mi padre golpeándole con sus enormes manos. Levantó la cara cuando abrí la puerta.

  – Ey, Adam.

  – Este hijo de puta está tratando de matarme -chilló mi padre.

  – Así es como se suelta la flema de los pulmones -dijo Antwoine-. Esa mierda se queda pegada allá adentro. Es por las cilias dañadas.

  Y volvió a su labor dando un golpe hueco en la espalda. La espalda de mi padre era enfermizamente pálida, blanca como el papel, floja y escurrida. No parecía tener la más mínima tonificación muscular. Recordé el aspecto que tenía la espalda de mi padre cuando yo era niño: tensa, nervuda, casi intimidante. Esta, en cambio, era la piel de un anciano; habría preferido no verla.

  – Este hijo de puta me ha mentido -dijo mi padre con la voz ahogada por las almohadas-. Me ha dicho que solamente me iba a poner a respirar vapor. No me ha dicho que me iba a romper las costillas a golpes, coño. Dios mío, estoy tomando esteroides, tengo los huesos frágiles. ¡Negro de mierda!

  – ¡Ya basta, papá! -grité.

  – ¡Esto no es la cárcel, negro, y yo no soy tu esclavo!

  Antwoine no mostró reacción alguna. Siguió palmoteando sobre la espalda de mi padre, continua, rítmicamente.

  – Papá -dije-, este hombre es bastante más grande y más fuerte que tú. No creo que insultarle sea una buena idea.

  Antwoine levantó la cara y me dijo con ojos adormecidos y hasta divertidos:

  – Mire, mientras estaba preso tuve que lidiar cada día con los de Nación Aria. Créame, un inválido un poco bocazas no es gran cosa.

  Me estremecí.

  – ¡Maldito hijo de puta! -gritó mi padre. Noté que no había usado la palabra «negro».

  Más tarde, papá estaba estacionado frente al televisor, conectado al aparato de las burbujas y con el tubo en la nariz.

  – Este acuerdo no está funcionando -dijo, frunciendo el ceño hacia la pantalla-. ¿Has visto la mierda para conejos que me da en vez de comida?

  – Se llama «frutas y hortalizas» -dijo Antwoine, sentado un paso más allá-. Sí, ya sé que preferiría otra cosa, ya he vist
o lo que hay en la despensa. En el bote grande, estofado de res. Salchichas, embutidos de hígado. Pues nada de eso mientras yo esté aquí. Uno necesita comida saludable, Frank, para construir defensas. Si llega a coger un resfriado, terminará en el hospital con neumonía, ¿y entonces qué haré yo? A mí no me necesitará cuando esté en el hospital.

  – Dios mío.

  – Y nada de Coca-Cola, esa mierda se acabó. Necesita líquidos, adelgazar esas mucosidades, nada con cafeína. Necesita potasio, necesita calcio. Por lo de los esteroides.

  Al hablar, Antwoine se clavaba el dedo índice en la palma de la mano como si fuera el entrenador del campeón mundial de los pesos pesados.

  – Haz toda la mierda para conejos que quieras -dijo mi padre-. No me la comeré.

  – Pues se está usted matando. Respirar le cuesta diez veces más energía que a un tío normal, así que necesita alimentarse, mejorar su energía, su masa muscular, todo eso. Si se muere en mi turno, que no sea culpa mía.

  – Como si te importara una mierda -dijo mi padre.

  – ¿Qué cree, que he venido para ayudarle a morir?

  – Pues eso parece.

  – Si quisiera matarle, ¿por qué iba a hacerlo tan despacio? -dijo Antwoine-. A no ser que piense que todo esto me divierte. Que disfruto con esta mierda.

  – Es que es divertidísimo, ¿o no? -dije.

  – Ey, ¡mira el reloj de este tío! -dijo de repente Antwoine. Me había olvidado de quitarme el Panerai. Tal vez creí, inconscientemente, que ni él ni mi padre se fijarían-. Déjeme ver -se acercó y lo inspeccionó, maravillado-. Tío, esto debe costar cinco mil dólares -dijo. Casi adivinó. Me sentí avergonzado: era más de lo que él ganaba en dos meses-. ¿Es uno de esos relojes de buzo italianos?

  – Sí -me apresuré a decir.

  – No me jodas -dijo mi padre con voz como de gozne oxidado-. No me lo creo. -Ahora también él tenía la mirada fija en mi reloj-. ¿Te has gastado cinco mil dólares en un reloj de mierda? ¡Qué imbécil! ¿Tienes alguna idea de cómo tuve que romperme la espalda trabajando para conseguir cinco mil dólares mientras te pagaba la universidad? ¿Y eso te has gastado en un puto reloj?

  – El dinero es mío, papá -dije. Y añadí débilmente-. Es una inversión.

  – Por Dios santo, ¿me crees idiota? ¿Una inversión?

  – Mira, papá, me acaban de subir el sueldo. Ahora estoy trabajando para Trion Systems, y me están pagando el doble de lo que ganaba en Wyatt, ¿de acuerdo?

  Me miró con expresión sagaz.

  – ¿Cuánto te pagan, para que puedas tirar cinco mil de esa manera? Dios mío, ni siquiera soy capaz de hacerme una idea.

  – Me pagan mucho, papá. Y si quiero tirar mi dinero, puedo hacerlo. Me lo he ganado yo.

  – Sí, te lo has ganado -repitió con sarcasmo-. Bueno, cuando quieras devolverme los no sé cuántos miles y miles de dólares que tiré a la basura contigo, bienvenido.

  Estuve cerca de explicarle cuánto dinero había tirado a la basura con él, pero me contuve justo a tiempo. Esa victoria momentánea no valía la pena. En vez de hacerlo me dije una y otra vez: éste no es tu padre. Es una mala caricatura de tu padre, animada por Hanna-Barbera, distorsionada por la prednisona y una docena más de sustancias capaces de alterar la mente, desfigurada hasta hacerla irreconocible. Por supuesto, sabía que eso no era cierto: era el mismo gilipollas de siempre, sólo que con el volumen un poco más alto.

  – Vives en un mundo de fantasía -continuó mi padre y enseguida respiró hondo-. Te crees que sólo por el hecho de comprar trajes de dos mil dólares y zapatos de quinientos y relojes de cinco mil serás uno de ellos, ¿no es cierto? -respiró-. Pues déjame que te diga algo. Llevas puesto un disfraz de Halloween, eso es todo. Te estás disfrazando. Te lo digo porque eres mi hijo y nadie más te lo va a decir a la cara. No eres más que un mono vestido con un puto esmoquin.

  – ¿Y eso qué quiere decir? -murmuré. Antwoine salió prudentemente de la habitación. La cara se me puso colorada.

  Es un hombre enfermo, me dije. Tiene enfisema crónico. Se está muriendo. No sabe lo que dice.

  – ¿Crees que alguna vez llegarás a ser como ellos? Caramba, te gustaría creértelo, ¿no? Crees que van a darte la bienvenida, que van a dejarte entrar en sus clubes privados y tirarte a sus hijas y jugar a polo con ellos -tomó una pequeña bocanada de aire-. Saben quién eres, hijo, y de dónde vienes. Tal vez te dejen jugar un rato en su cajón de arena, pero tan pronto como comiences a olvidar quién eres en verdad, alguien va a recordártelo.

  No pude contenerme más tiempo. Me estaba volviendo loco.

  – En el mundo de los negocios no funciona así, papá -dije con paciencia-. No es como un club. Se trata de ganar dinero. Si les ayudas a ganar dinero, estás satisfaciendo una necesidad. Yo estoy donde estoy porque me necesitan.

  – Ah, así que te necesitan -repitió él, acentuando la palabra y asintiendo-. Esa sí que es buena. Te necesitan como el que caga necesita papel higiénico, ¿me entiendes? Luego, cuando hayan acabado de limpiarse la mierda, tiran de la cadena. Déjame que te lo diga, a ellos sólo les importan los triunfadores, y saben que tú eres un fracasado y no te dejarán olvidarlo.

  Puse los ojos en blanco. Negué con la cabeza, pero no dije nada. Una vena me palpitaba en la sien. Mi padre respiró hondo.

  – Y eres tan estúpido y tan prepotente que ni siquiera te das cuenta. Vives en un mundo de fantasía, igual que tu madre. Ella siempre se creyó demasiado para mí, pero no valía una mierda. Soñaba. Y tú tampoco vales una mierda. Fuiste un par de años a un instituto fino, y tienes un diploma que te sirve para cobrar mucho sin hacer nada, pero aún así no vales ni una mierda.

  Respiró nuevamente y su voz pareció suavizarse un poco.

  – Te lo digo porque no quiero que te jodan como me jodieron a mí, hijo mío. Como ocurrió en ese puto instituto de pijos de mierda, los padres ricos que me miraban por encima de hombro, como si yo no fuera uno de ellos. Pues bien, adivina qué. Me ha tomado un buen rato darme cuenta, pero tenían razón. No era uno de ellos. Ni tú tampoco, y cuanto más pronto te des cuenta, mejor te irá.

  – ¿Mejor cómo, como a ti? -dije.

  Simplemente se me escapó. Él me miró con ojos llorosos.

  – Al menos sé quién soy -dijo-. Tú no tienes ni puta idea de quién eres.

  Capítulo 28

  A la mañana siguiente era domingo, mi única oportunidad de dormir hasta tarde, así que, como es evidente, Arnold Meacham insistió en que nos viéramos temprano. Yo había contestado a su correo diario usando el nombre «Donnie», lo cual significaba que tenía algo que entregarle. Me respondió de inmediato diciéndome que estuviera en el aparcamiento de un almacén de materiales a las nueve en punto de la mañana.

  Cuando llegué ya había mucha gente allí -no todos dormían hasta tarde los domingos- comprando vigas y tejas y herramientas eléctricas y bolsas de semillas de hierba y fertilizantes. Esperé una media hora metido en el Audi.

  Un BMW 745i se estacionó en el espacio a mi lado. Se veía un poco fuera de lugar entre las furgonetas y los pick-ups. Arnold Meacham llevaba un suéter de punto color azul bebé y parecía que estuviera de camino a jugar al golf o algo así. Me hizo señales de que entrara en su coche, obedecí, y le entregué un CD y una carpeta de archivos.

  – ¿Y qué tenemos aquí? -preguntó.

  – La lista de empleados del proyecto Aurora.

  – ¿Todos?

  – No lo sé. Al menos unos cuantos.

  – ¿Por qué no todos?

  – Hay cuarenta y siete nombres ahí. Es un buen comienzo.

  – Necesitamos la lista completa.

  Suspiré.

  – Veré qué puedo hacer -dije. Me detuve un instante, dividido entre el deseo de no decir más de lo necesario (cuanto más dijera, más me presionaría) y el de presumir de lo mucho que había progresado. Finalmente dije-: Tengo las contraseñas de mi jefe.

  – ¿Qué jefe? ¿Lundgren?

  – Nora Sommers.

  Asintió.

  – ¿Usó el software?


  – No, el Keyghost.

  – ¿Y qué hará con ellas?

  – Buscar en sus correos archivados. Tal vez entrar en su MeetingMaker y averiguar con quién se reúne.

  – Eso es una mierda -dijo Meacham-. Creo que ya es hora de entrar en Aurora.

  – Demasiado riesgo todavía -dije.

  – ¿Por qué?

  Un tío pasó junto a la ventana de Meacham empujando un carro lleno de bolsas verdes de fertilizante Scott. Cuatro o cinco chicos corrían a su alrededor. Meacham lo miró, subió la ventanilla eléctrica y volvió a mirarme.

  – ¿Por qué? -repitió.

  – Las identificaciones de acceso son distintas.

  – Pues siga a alguien, por Dios, robe una identificación, lo que sea. ¿Quiere que lo devuelva a entrenamiento básico?

  – Cada acceso queda registrado y todas las entradas tienen sistema giratorio. No se puede entrar allí de hurtadillas.

  – ¿Y los encargados de la limpieza?

  – También hay un circuito cerrado de televisión que vigila todas las entradas. No es tan fácil. Para ustedes es mejor que no me cojan. No todavía.

  Pareció ceder.

  – Caramba. El sitio está bien protegido.

  – Sí. Ustedes mismos podrían aprender alguna que otra cosilla.

  – Váyase a la mierda -ladró-. ¿Y los archivos de Recursos Humanos?

  – Recursos Humanos también está muy bien protegido -dije.

  – No tanto como Aurora. Eso debería ser relativamente fácil. Consíganos los archivos personales de toda la gente relacionada con Aurora. Al menos los que estén en esta lista -dijo levantando el CD.

  – Puedo intentarlo la próxima semana.

  – Hágalo esta noche. La noche del domingo es buen momento.

  – Mañana tengo un día importante. Tenemos una presentación con Goddard.

  Pareció enojado.

  – Qué, ¿la tapadera le está quitando demasiado tiempo? Espero que no haya olvidado para quién trabaja realmente.

 

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