Paranoia

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Paranoia Page 16

by Joseph Finder


  Esperé a que se abriera la puerta del armario, a que me invadiera un chorro de luz, a que se acabara el espectáculo.

  No sabía qué podría decir entonces. En realidad, nada. Me habrían cogido, y no tenía la menor idea de cómo podría salirme de ésa. Tendría mucha suerte si tan sólo me despedían. Lo más probable era que me esperara una demanda de Trion: simplemente, no había explicación satisfactoria para mi presencia en ese lugar. Y no quería ni pensar en lo que me haría Wyatt.

  ¿Y qué había conseguido a cambio de todo ese esfuerzo? Nada. Todos los registros de Aurora habían desaparecido.

  Oía el ruido de una especie de manguera, el sonido de un chorro, evidentemente el chorro de un extintor, y para ese momento los gritos habían cesado. Me pregunté si los de Seguridad habían llamado a los bomberos de la empresa o a los del cuerpo oficial de bomberos. Y si el incendio del cubo de basura había explicado suficientemente la alarma. ¿O seguirían registrando el lugar?

  Así que me quedé allí, con los pies transformados en bloques de hielo hormigueante, mientras el sudor me corría por la cara y los hombros y la espalda se me cubrían de calambres. Y esperé.

  De vez en cuando oía voces, pero parecían más tranquilas, para nada alteradas. Oía pasos, pero ya no eran frenéticos.

  Tras un tiempo interminable, todo quedó en silencio. Traté de levantar el brazo izquierdo para ver la hora, pero se me había dormido. Lo retorcí, moví el brazo derecho para pellizcarme el izquierdo hasta que pude acercármelo a la cara y mirar el dial iluminado. Eran poco más de las diez, aunque había pasado allí tanto tiempo que hubiera asegurado que era más de medianoche.

  Lentamente abandoné mi posición de contorsionista, me acerqué en silencio a la puerta del armario. Allí me quedé unos instantes escuchando atentamente. No se oía ni un solo ruido. Lo más probable era que se hubieran ido: habrían apagado el fuego, se habrían asegurado de que no había entrado nadie. Los seres humanos, y en especial los guardias de seguridad que deben sentir rencor contra aquellos ordenadores que los han dejado sin trabajo, no confían demasiado en las máquinas. Le echarían la culpa de todo a un error del sistema de alarmas. Tal vez, con mucha suerte, nadie se preguntaría por qué la alarma de detección de intrusos había sonado antes que la alarma de humos.

  Respiré hondo y abrí la puerta.

  Miré a ambos lados, miré al frente, y el área parecía vacía. No había nadie. Di un par de pasos, me detuve, miré alrededor de nuevo.

  Nadie.

  El lugar olía fuertemente a humo, y también a algún químico, probablemente por la espuma del extintor.

  Avancé en silencio a lo largo de la pared, lejos de las ventanas y las puertas de cristal, hasta que llegué a uno de los conjuntos de puertas de salida. No eran las puertas principales de la recepción, ni tampoco las puertas de la escalera trasera por donde habían entrado los tíos de seguridad.

  Y estaban cerradas con llave.

  Todavía estaban cerradas con llave.

  Dios mío, no.

  No habían desactivado el cierre automático. Moviéndome un poco más rápido ahora, con la adrenalina volviendo a fluir, regresé a las puertas del área de recepción y presioné las barras, pero también estas puertas estaban cerradas.

  Todavía estaba encerrado.

  ¿Y ahora qué?

  No tenía opción. No había manera de quitar el cierre desde dentro, o al menos no me la habían enseñado. Y no podía precisamente pedir ayuda a los de Seguridad, en especial después de lo que acababa de ocurrir.

  No. Tendría que quedarme allí dentro hasta que alguien me dejara salir. Lo cual podría no ocurrir hasta la mañana siguiente, cuando llegara el personal de limpieza. Peor aún: cuando llegara el personal de Recursos Humanos. Y entonces tendría que dar muchas explicaciones.

  Además estaba exhausto. Encontré un cubículo lejos de las puertas y ventanas y me senté. Estaba hecho polvo. Necesitaba dormir con urgencia. Así que doblé los brazos, y, como un estudiante reventado en la biblioteca de la universidad, me quedé dormido.

  Capítulo 32

  A eso de las cinco de la mañana me despertó un ruido metálico. Me incorporé de un salto. El personal de limpieza había llegado, llevando grandes cubos de plástico amarillo y fregonas y esas aspiradoras que uno puede echarse al hombro con una cinta. Había dos hombres y una mujer que conversaban rápidamente en lo que parecía ser portugués. Yo había dejado una minúscula piscina de saliva sobre el escritorio de quien fuera. Lo limpié con la manga, y enseguida me puse en pie y caminé despreocupadamente hacia las puertas de salida, que se mantenían abiertas con una cuña.

  – Bom dia, come vai? -dije. Moví la cabeza con aire avergonzado, me miré el reloj ostentosamente.

  – Bem, obrigado, e o senhor? -replicó la mujer. Al sonreír, me enseñó un par de dientes de oro. Pareció comprenderlo: un pobre oficinista, ha pasado la noche trabajando, o tal vez ha llegado ridículamente temprano: ella no lo sabía y no le importaba.

  Uno de los hombres estaba mirando el cubo de basura de metal chamuscado y diciéndole algo al otro. ¿Qué coño ha pasado aquí?, o algo por el estilo.

  – Cançado -le dije a la señora: estoy cansado, así es como me siento-. Bom, até logo. -Hasta luego.

  – Até logo, senhor -dijo la mujer mientras yo salía por la puerta.

  Pensé por un instante en ir a casa, cambiarme de ropa y regresar de inmediato. Pero no iba a ser capaz de aguantarlo, así que preferí salir del ala E -en ese momento la gente comenzaba a llegar-, volví a entrar por el ala B y subí a mi cubículo. Muy bien: si alguien revisaba los registros de entradas, vería que había entrado al edificio el domingo, a eso de las siete de la noche, para regresar el lunes a eso de las cinco y media de la mañana. Un trabajador entusiasta. Tan sólo esperaba, con el aspecto que debía de tener, no encontrarme a nadie conocido: tenía toda la pinta de haber dormido vestido… lo cual, por supuesto, era lo que había hecho. Por fortuna, no vi a nadie. En la sala de descanso cogí una Coca-Cola de vainilla y bebí un buen sorbo. A esas horas de la mañana me supo bastante mal, así que me hice una taza de café y fui a lavarme al baño de hombres. Tenía la camisa un poco arrugada, pero en términos generales iba presentable a pesar de estar hecho una mierda. Hoy era un gran día y tendría que dar lo mejor de mí.

  Una hora antes de la gran reunión con Augustine Goddard, nos reunimos en Packard, una de las salas de conferencias más grandes, para el ensayo general. Nora llevaba un bello vestido azul y parecía haberse hecho algo especial en el pelo para la ocasión. Tenía los nervios de punta; crepitaba como un cable de energía. Sonreía con los ojos bien abiertos.

  Chad y ella ensayaban en la sala mientras los demás nos acomodábamos. Chad representaba a Jock. Repetían lo mismo una y otra vez, como un matrimonio que reconstruye una vez más una vieja disputa, y en ese momento sonó el móvil de Chad. Tenía uno de esos Motorola de tapa; yo estaba convencido de que los prefería porque con ellos podía terminar una conversación cerrándolo con un movimiento brusco.

  – Sí, soy Chad -dijo. Su tono se hizo abruptamente más dócil-. Hola, Tony.

  Levantó el dedo índice para pedirle a Nora que esperara, y se fue a una esquina de la habitación.

  – ¡Chad! -lo llamó Nora, molesta. Él se dio la vuelta, asintió y levantó el dedo otra vez. Un minuto después lo escuché cerrar la tapa del teléfono y acercarse a Nora hablando rápido y en voz baja. Todos los observábamos; estaban en el centro del ring.

  – Era un amigo que tengo en la oficina del director financiero -dijo suavemente, con expresión amarga-. Ya han tomado la decisión sobre el Maestro.

  – ¿Cómo lo sabes?

  – El director financiero acaba de ordenar la cancelación definitiva del Maestro y de su deuda de cincuenta millones de dólares. La decisión se ha tomado desde arriba. La reunión con Goddard no es más que una formalidad.

  La cara de Nora se llenó de un rubor escarlata. Se dio la vuelta y caminó hacia la ventana, y se quedó allí, mirando hacia fuera y sin decir nada, durante un minuto ente
ro.

  Capítulo 33

  El Centro de Reuniones Ejecutivas quedaba en el séptimo piso del ala A, a pocos pasos del despacho de Goddard. Llegamos en grupo y con el ánimo bastante bajo. Nora dijo que se nos uniría en unos minutos.

  – ¡Hombres, al patíbulo! -cantaba Chad mientras caminábamos-. ¡Hombres, al patíbulo!

  Asentí. Mordden miraba cómo Chad caminaba a mi lado y mantenía la distancia, pensando, sin duda, toda clase de cosas malvadas acerca de mí, e intentando imaginar por qué no le hacía el vacío a Chad, qué estaba yo tramando. Desde la noche en que entré a la oficina de Nora, había dejado de pasar por mi cubículo con tanta frecuencia. Era difícil saber si se estaba comportando de un modo raro, porque raro era la opción que escogía por defecto. Además, no quería sucumbir a la paranoia circunstancial: me está mirando mal, ese tipo de cosas. Pero no podía dejar de preguntarme si no habría echado a perder la misión entera con un simple acto de descuido, si Mordden me causaría serios problemas en el futuro.

  – Bien, campeón -murmuró Chad-, la manera de sentarnos es crucial. Goddard siempre ocupa la silla del centro del lado de la mesa que da a la puerta. Si quieres ser invisible, lo mejor es sentarse a su derecha. Si quieres que te preste atención, o te sientas a su izquierda o frente a él.

  – ¿Y quiero que me preste atención?

  – Eso no lo sé. El jefe es él.

  – ¿Has estado en muchas reuniones con él?

  – No muchas. -Se encogió de hombros-. Un par.

  Tomé nota mentalmente: me sentaría en cualquier lugar que según Chad no fuera recomendable, como a la derecha de Goddard. Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, etcétera.

  El CRE era impresionante. Una gigantesca mesa de conferencias, hecha de una madera de aspecto tropical, ocupaba la mayor parte de la habitación. Un extremo de la sala estaba totalmente cubierto por una pantalla para presentaciones. Había pesadas persianas acústicas que, según se veía, bajaban eléctricamente del techo, probablemente no sólo para bloquear la luz sino para impedir que alguien oyera desde fuera lo que se hablaba dentro. Había pequeños altavoces incorporados a la mesa, y frente a cada silla pantallas que se levantaban cuando uno oprimía un botón en alguna parte.

  Había muchos susurros, risas nerviosas, bromas dichas en voz baja. Me sentía impaciente por ver al famoso Jock Goddard en vivo y en directo, aunque nunca llegara a estrecharle la mano. No tenía que hablar ni encargarme de ninguna parte de la presentación, pero me sentía un poco nervioso, de todas formas.

  A las diez menos cinco, Nora no se había presentado todavía. ¿Se habría tirado por una ventana? ¿Estaría llamando aquí y allá, tratando de presionar, haciendo esfuerzos de última hora para salvar su precioso producto, moviendo todas las palancas que tenía?

  – ¿Se habrá perdido? -bromeó Phil.

  A las diez menos dos minutos, Nora entró en la habitación. Se veía calmada, radiante, de alguna manera más atractiva. Parecía que se hubiera puesto maquillaje nuevo, delineador de labios y todo eso. Tal vez hasta había estado meditando, porque se veía transformada.

  Enseguida, a las diez en punto, entraron Jock Goddard y Paul Camilletti, y todos se callaron. Camilletti el Degollador, vestido con blazer negro y una camiseta de seda color aceituna, se había peinado hacia atrás y se parecía a Gordon Gekko en Wall Street. Tomó asiento muy lejos, en una esquina de la mesa inmensa. Goddard, con su acostumbrado suéter de medio cuello debajo de un abrigo marrón de tweed, se acercó a Nora y le susurró algo que la hizo reír. Nora le puso una mano en el hombro y la otra encima de la mano, y la dejó allí unos segundos. Actuaba como una niña, con coquetería; era un lado de Nora que yo no había visto nunca.

  Goddard se sentó en la cabecera de la mesa, frente a la pantalla. Gracias, Chad. Yo estaba a su derecha, al otro lado de la mesa. Lo podía ver, y me sentía de todo menos invisible. Tenía los hombros redondos y un poco caídos. Tenía el pelo blanco y rebelde y lo llevaba peinado con la raya a un lado. Sus cejas eran tupidas y blancas, y parecían la cumbre de una montaña nevada. Su frente tenía marcas profundas y en sus ojos había una mirada pícara.

  Hubo unos instantes de silencio incómodo, y luego Goddard miró alrededor de la mesa.

  – Parecéis nerviosos -dijo-. Tranquilos, que no muerdo.

  Su voz era agradable y un poco quebrada, un barítono dulce. Miró a Nora y le guiñó un ojo.

  – Por lo menos, no con frecuencia.

  Ella rió; otras dos personas soltaron risitas educadas. Yo sonreí, como diciendo: gracias por intentar hacernos sentir cómodos.

  – Sólo cuando te sientes amenazado -dijo Nora, y él sonrió, y sus labios formaron una «V»-. Jock, ¿te importa que empiece?

  – Por favor.

  – Jock, hemos estado trabajando tan duro en la remodelación del Maestro que a veces nos cuesta simplemente dar un par de pasos atrás y tomar cierta perspectiva. Durante las últimas treinta y seis horas, no he hecho otra cosa que pensar en eso. Y me resulta muy claro que hay varias formas en las que el Maestro se podría actualizar, mejorar, hacerlo más atractivo, incrementar la franja de mercado, tal vez de manera significativa.

  Goddard asintió, juntó los dedos formando una «V» invertida y miró sus notas. Nora le dio un golpecito al cuaderno laminado.

  – Se nos ha ocurrido una estrategia, una muy buena estrategia, que añade doce nuevas funciones al Maestro y lo pone al día. Pero tengo que decirte, con toda honestidad, que si estuviera sentada donde tú estás, no dudaría en matar el proyecto.

  Goddard se giró repentinamente para mirarla con sus grandes cejas blancas levantadas. Todos la mirábamos, escandalizados. Yo no podía creer lo que escuchaba. Nora estaba prendiendo fuego a su propio equipo.

  – Jock -continuó-, si hay algo que me hayas enseñado es que a veces un líder debe sacrificar lo que más quiere. Me duele mucho decirlo. Pero no puedo simplemente ignorar los hechos. Maestro fue muy importante en su momento. Pero su tiempo ha llegado y ha pasado. Es la Regla de Goddard: si tu producto no tiene potencial para ser el primero o el segundo del mercado, mejor abandona.

  Goddard se quedó callado unos instantes. Parecía sorprendido, impresionado, y después de unos segundos asintió con una sonrisa tipo me-gusta-lo-que-veo.

  – ¿Estamos… estamos todos de acuerdo en esto? -dijo arrastrando las palabras.

  Poco a poco la gente comenzó a asentir, subiéndose al tren mientras éste salía de la estación. Chad asentía mordiéndose el labio como solía mordérselo Bill Clinton; Mordden asentía vigorosamente, como si por fin pudiera expresar lo que siempre había opinado. Los otros ingenieros soltaban gruñidos: «Sí», y «De acuerdo».

  – Debo decir que me sorprende escuchar esto -dijo Goddard-. Definitivamente, no es lo que esperaba escuchar esta mañana. Esperaba encontrarme con una habitación llena de resistencia. Me habéis impresionado.

  – Lo que es bueno a corto plazo para nosotros como individuos -añadió Nora- no necesariamente es lo mejor para Trion.

  No podía creer la forma en que Nora lideraba esta inmolación, pero tenía que admirar su astucia, su talento maquiavélico.

  – Muy bien -dijo Goddard-, pero espera, antes de que apretemos el gatillo. Usted. No lo he visto asentir.

  Parecía mirarme directamente.

  Miré alrededor, luego volví a mirarlo. Definitivamente me estaba mirando a mí.

  – Usted -dijo-. Joven, no le he visto asentir como los demás.

  – Es nuevo -se apresuró a intervenir Nora-. Acaba de comenzar.

  – ¿Cuál es su nombre, joven?

  – Adam -dije-. Adam Cassidy.

  El corazón me empezó a latir con fuerza. Mierda. Era como salir a la pizarra. Me sentía como si estuviera en la escuela primaria.

  – ¿Tiene algún problema con la decisión que estamos tomando, Adam? -dijo Goddard.

  – ¿Eh? No.

  – ¿Está de acuerdo en matar el proyecto?

  Me encogí de hombros.

  – ¿Lo está o no lo está? ¿Qué?

&nb
sp; – Puedo entender la opinión de Nora -dije.

  – ¿Y si estuviera sentado donde estoy yo? -me animó Goddard.

  Respiré hondo.

  – Si estuviera en su lugar, no mataría el proyecto.

  – ¿No?

  – Y tampoco añadiría esas doce funciones nuevas.

  – ¿No lo haría?

  – No. Sólo una.

  – ¿Y cuál sería, si puede saberse?

  Miré a Nora de pasada, y tenía la cara del color de la remolacha. Me miraba como si un extraterrestre me estuviera saliendo del pecho. Los ojos le brillaban. Me giré hacia Goddard.

  – Un protocolo de seguridad de datos.

  Goddard, de repente, bajó las cejas.

  – ¿Seguridad? ¿Por qué diablos iba a atraer a los consumidores?

  Chad se aclaró la voz y dijo:

  – Vamos, Adam, mira las investigaciones de mercado. La seguridad de datos está en el puesto setenta y cinco de la lista de prioridades de los consumidores -sonrió-. A menos que pienses que el consumidor promedio es Austin Powers, Hombre Internacional del Misterio.

  Hubo risillas en el extremo lejano de la mesa. Sonreí con amabilidad.

  – No, Chad, tienes razón: al consumidor medio no le interesa la seguridad de datos. Pero no hablo del consumidor medio. Hablo de los militares.

  – Los militares -Goddard ladeó una ceja.

  – Adam -interrumpió Nora con voz plana, de advertencia.

  Goddard movió una mano hacia ella.

  – No, quiero oír esto. ¿Los militares, dices?

  Respiré hondo, traté de no parecer tan asustado como estaba.

  – Mire, el Ejército, la Fuerza Aérea, los canadienses, los ingleses, todas las instalaciones de defensa de Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá, acaban de revisar su sistema de comunicaciones, ¿no es cierto?

  Saqué recortes de Defense News, Federal Computer Week -esas revistas que siempre tengo a mano en mi piso, ¿no?- y las sostuve en el aire. Sentía que me temblaba la mano y esperé que nadie lo notara. Wyatt me había preparado para esto, y esperé tener detalles correctos.

 

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