Paranoia

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Paranoia Page 21

by Joseph Finder


  El estómago se me cerró.

  – Eres granjero. Tienes pollos.

  Reí.

  – ¿Cómo lo sabes?

  – Sí. Un granjero que conduce un Porsche y lleva ropa Fendi.

  – En realidad es Zegna.

  – Da igual. Lo siento, tal vez a ti lo único que te interese sea hablar del trabajo, como a todos los tíos.

  – La verdad es que no -modulé la voz para lograr un tono de sinceridad avergonzada-. La verdad es que prefiero vivir el presente, ser tan consciente como pueda. En Francia hay un monje budista vietnamita, Thich Nhat Nanh, se llama, y dice…

  – Dios mío -dijo ella-, esto es lo más raro del mundo. ¡No puedo creer que conozcas a Thich Nhat Nanh!

  En realidad no había leído nada de lo escrito por este monje, pero después de ver cuántos libros suyos había comprado Alana en Amazon, investigué un poco en un par de sitios web budistas.

  – Claro que lo conozco -dije, como si todo el mundo hubiera leído las obras completas de Thich Nhat Nanh-. «El milagro no es caminar sobre el agua, el milagro es caminar sobre la verde tierra.»

  Estaba bastante seguro de haberla clavado, pero en ese instante el móvil vibró en el bolsillo de mi americana. «Disculpa», dije, sacándolo y mirando el número que llamaba.

  – Un segundo -me disculpé y cogí la llamada.

  – Adam -dijo la voz profunda de Antwoine-. Venga ahora mismo. Se trata de su padre.

  Capítulo 41

  Apenas nos habíamos comido la mitad de nuestros platos. La llevé a su casa, disculpándome profusamente durante todo el trayecto. Alana no hubiera podido ser más comprensiva. Incluso se ofreció a acompañarme al hospital, pero no podía exponerla a mi padre, por lo menos no tan pronto. Eso hubiera sido demasiado truculento.

  Después de dejarla, conduje el Porsche a ciento treinta y llegué al hospital en quince minutos, por fortuna sin que me pararan. Llegué a la sala de urgencias corriendo y en un estado de conciencia alterada: hiperalerta, asustado y con la mirada perdida. Tan sólo quería llegar a donde estaba mi padre para verlo antes de que muriera. Estaba convencido de que cada segundo de espera frente al mostrador de urgencias podía ser el segundo en que mi padre muriera, y no había tenido tiempo de decirle adiós. Prácticamente le grité el nombre de mi padre a la enfermera encargada de filtrar a los visitantes, y cuando me dijo dónde estaba, salí disparado. Recuerdo haber pensado que si mi padre estuviera muerto la enfermera me habría dicho algo al respecto, así que debía de seguir vivo.

  Primero vi a Antwoine, parado junto a las cortinas verdes. Tenía la cara rasguñada y sucia de sangre y parecía asustado.

  – ¿Qué pasa? -grité-. ¿Dónde está?

  Antwoine señaló las cortinas verdes tras las cuales se alcanzaban a oír voces.

  – De repente empezó a respirar con dificultad, luego la cara se le puso oscura, como azul. Los dedos se le pusieron azules. Y entonces llamé a la ambulancia. Parecía estar a la defensiva.

  – ¿Está…?

  – Sí, está vivo. Joder, para ser un viejo inválido tiene todavía mucha fuerza.

  – ¿Él te ha hecho eso? -dije señalando su cara.

  Antwoine asintió, sonriendo con inocencia.

  – Se negaba a entrar en la ambulancia. Decía que se encontraba bien. Me estuve peleando con él media hora, cuando debería haberlo levantado simplemente y arrojado dentro del coche. Espero no haber tardado demasiado en llamar a la ambulancia.

  Un joven pequeño de piel oscura y guantes verdes se me acercó.

  – ¿Es usted el hijo?

  – Sí -dije.

  – Soy el doctor Patel -dijo el hombre. Tenía mi edad, más o menos, y era un residente o un interno o una cosa de ésas.

  – Ah. Hola -dije-. Eh… ¿Va a ponerse bien?

  – Parece que sí. Su padre tiene un resfriado, eso es todo. Pero no tiene reservas respiratorias, así que un resfriado menor es una amenaza mortal para él.

  – ¿Puedo verlo?

  – Claro que sí -dijo, dando un paso hacia la cortina y abriéndola. Una enfermera conectaba una bolsa de suero al brazo de mi padre. Tenía una máscara de plástico traslúcido sobre la nariz y la boca y me miraba fijamente. Básicamente se veía igual, sólo que más pequeño, y su cara estaba más pálida que de costumbre. Lo habían conectado a varios monitores.

  Se arrancó la máscara de la cara con una mano.

  – Mira este escándalo -dijo. Su voz sonaba débil.

  – ¿Cómo se siente, señor Cassidy? -dijo el doctor Patel.

  – Oh, de maravilla -dijo mi padre, enfatizando el sarcasmo-. ¿No se nota?

  – Me parece que está usted mejor que su enfermero.

  Antwoine se había acercado para echar un vistazo. De repente, mi padre parecía sentirse culpable.

  – Ah, eso. Siento lo de tu cara, Antwoine.

  Antwoine, que debió darse cuenta de que ésta sería la disculpa más elaborada que obtendría de mi padre, pareció de repente más tranquilo.

  – He aprendido la lección. La próxima vez pelearé con más fuerza.

  Mi padre sonrió como un campeón de pesos pesados.

  – Este hombre le ha salvado la vida -dijo el doctor Patel.

  – No me diga -dijo mi padre.

  – Ya lo creo.

  Mi padre movió ligeramente la cabeza para mirar fijamente a Antwoine.

  – ¿Para qué tenías que hacer esto? -le dijo.

  – Para no tener que buscar otro trabajo -respondió Antwoine.

  El doctor Patel me habló en voz baja.

  – Las radiografías del pecho salieron normales para alguien en su estado, y sus glóbulos blancos están en ocho coma cinco, lo cual también es normal. Sus gases sanguíneos indican que estuvo en fallo respiratorio inminente, pero ahora parece haberse estabilizado. Lo tenemos en tratamiento de antibióticos intravenosos, algo de oxígeno y esteroides también intravenosos.

  – ¿Qué es la máscara? ¿Oxígeno?

  – Es un nebulizador. Albuterol y Atrovent, que son broncodilatadores. -Se inclinó sobre mi padre y volvió a ponerle la máscara-. Es usted todo un luchador, señor Cassidy.

  Mi padre se limitó a parpadear.

  – Eso es quedarse corto -dijo Antwoine, riendo con voz ronca.

  – ¿Nos disculpan? -El doctor Patel volvió a cerrar la cortina y dio un par de pasos. Lo seguí, mientras Antwoine se quedaba con mi padre.

  – ¿Todavía fuma? -preguntó bruscamente el doctor Patel.

  Me encogí de hombros.

  – Tiene manchas de nicotina en los dedos. Es una locura, ¿sabe?

  – Lo sé.

  – Se está matando.

  – Se morirá de una u otra forma.

  – Ya. Pero está acelerando el proceso.

  – Tal vez eso es lo que quiere -dije.

  Capítulo 42

  Comencé mi primer día de trabajo para Jock Goddard después de haber pasado la noche en vela.

  Me había ido del hospital a mi piso nuevo a eso de las cuatro de la madrugada; pensé en tratar de lograr una hora de sueño y luego rechacé la idea, porque estaba seguro de que me quedaría dormido, y ésa no era la mejor manera de comenzar con Goddard. Así que me di una ducha, me afeité y pasé un rato leyendo en Internet acerca de los competidores de Trion, pasando por News.com y Slashdot para las últimas noticias sobre tecnología. Me vestí con un jersey negro y ligero (lo más parecido que tenía a los medios cuellos negros de marca que usaba Goddard), unos caquis y una americana marrón de pata de gallo, uno de los pocos artículos de vestimenta «informal» que la exótica asistente de Wyatt había escogido para mí. Ahora parecía un miembro de ley del círculo más íntimo de Goddard. Luego llamé al mozo y le pedí que hiciera traer mi Porsche.

  El portero que parecía estar de turno en las madrugadas y las tardes, los momentos en que yo solía entrar y salir, era un hispano de unos cuarenta años llamado Carlos Ávila. Tenía una voz extraña y estrangulada, como si se hubiera tragado un objeto punzante y no pudiera terminar de digerirlo. Yo le caía bien, so
bre todo, me parece, porque no lo ignoraba como hacía el resto de la gente de aquí.

  – ¿Trabajando duro, Carlos? -dije al pasar. Normalmente, éstas eran sus palabras cuando era yo quien llegaba, hecho polvo y a unas horas ridículas.

  – A duras penas trabajando, señor Cassidy -dijo con una sonrisa y volvió a fijarse en las noticias de la tele.

  Conduje un par de manzanas hasta el Starbucks, que acababa de abrir, y compré un café con leche triple, y mientras esperaba a que el muchacho, ese fracasado proyecto de rockero grunge, esa víctima múltiple del piercing, me pusiera vapor en medio litro de leche al dos por ciento de grasa, cogí un Wall Street Journal y el estómago se me encogió.

  Ahí, justo en primera página, había un artículo sobre Trion. O, tal como decían, «las miserias de Trion». Había un dibujo con aspecto de grabado de Goddard, que parecía inopinadamente alegre, como si estuviera fuera de juego, como si no entendiera nada. Uno de los titulares pequeños decía: «¿Están contados los días del fundador Augustine Goddard?» Tuve que leerlo dos veces. El cerebro no me funcionaba a tope, y necesitaba mi café con leche triple, que al parecer le estaba dando problemas al chico grunge. El artículo era un documento implacable y agudo de un colaborador habitual del Journal, William Bulkeley, que evidentemente tenía buenos contactos en Trion. Lo esencial parecía ser que las acciones de Trion estaban bajando, sus productos habían quedado desfasados, la compañía («por lo general considerada líder en la electrónica de consumo del campo de las telecomunicaciones») estaba en problemas, y Jock Goddard, fundador de Trion, parecía no darse cuenta. Ya no le ponía corazón a su empresa. Había toda una parte acerca de la «larga tradición» de fundadores de compañías de alta tecnología que eran reemplazados cuando sus empresas llegaban a un cierto tamaño. Se preguntaba si Goddard era la persona adecuada para liderar el periodo de estabilidad que sigue a un periodo de crecimiento económico explosivo. Había mucho acerca de la filantropía de Goddard, sus esfuerzos caritativos, su afición de coleccionar y reparar coches clásicos americanos, cómo había reconstruido por completo su deportivo Buick Roadmaster modelo 1949. La caída de Goddard, decía el artículo, parecía avecinarse.

  Genial, pensé. Si cae Goddard, adivinad quién cae con él.

  Enseguida recordé: un momento, Goddard no es mi verdadero jefe. Goddard es el objetivo. Mi verdadero jefe es Nick Wyatt. Con las emociones del primer día, me había olvidado fácilmente de a quién debía lealtad.

  Por fin, mi café con leche estuvo listo. Le añadí un par de sobres de azúcar Turbinado, removí, bebí un buen sorbo que me quemó el fondo de la garganta, y le puse la tapa de plástico. Me senté para terminar el resto del artículo. El periodista parecía tener toda la información sobre Goddard. La gente de Trion le había dado información. El viejo estaba entre la espada y la pared.

  De camino al despacho traté de escuchar un CD de Ani DiFranco que había conseguido en Tower como parte de mi proyecto Alana, pero lo quité después de unos minutos. No lo soportaba. Dos de las canciones no eran siquiera canciones, sólo trozos hablados. Si de eso se trataba, mejor poner Jay-Z o Eminem. No, gracias.

  Pensé en el artículo del Journal y traté de diseñar una opinión en caso de que alguien me preguntara al respecto. ¿Diría que era un pedazo de mierda puesto allí por uno de nuestros competidores para hacernos daño? ¿Diría que el periodista había pasado por alto la verdadera historia (fuera la que fuese)? ¿O que había sacado a colación cuestiones importantes que valía la pena tratar? Decidí ir con una versión modificada de esta última: que poco importaba la verdad de las acusaciones, que lo que contaba era lo que pensaran nuestros accionistas, y todos leían el Wall Street Journal, así que tendríamos que tomarnos el artículo en serio, fuera verdad o mentira.

  Y en secreto me pregunté quiénes podrían ser los enemigos de Goddard, los que creaban problemas; me pregunté si Jock Goddard estaba de verdad en problemas y yo estaba a bordo de un barco que se hundía. O, para ser más precisos, si Nick Wyatt me había puesto a bordo de un barco que se hundía. Pensé: Este tío debe de estar muy mal: al fin y al cabo me ha contratado a mí, ¿no es cierto?

  Bebí un sorbo de café, pero la tapa no estaba bien cerrada y el cálido líquido marrón y lechoso me cayó sobre el regazo. Parecía como si hubiera tenido un «accidente». Qué manera de comenzar el nuevo trabajo. Debería haberlo tomado como una advertencia.

  Capítulo 43

  Al salir del lavabo de hombres, donde hice lo mejor que pude para borrar la mancha de café (mis caquis quedaron empapados y arrugados), pasé por el pequeño quiosco de la recepción del ala A, en el edificio principal, que vendía todos los diarios locales y además el USA Today, The New York Times, el Financial Times -el de color salmón- y el Journal. La pila de Wall Street Journals, que normalmente se alzaba como una torre, ya estaba reducida a la mitad, y eran apenas las siete de la mañana. Era obvio que todos en Trion lo estaban leyendo. Me imaginé que para este momento habría copias del artículo, sacadas del sitio web del Journal, en todos los correos electrónicos de la empresa. Saludé a la recepcionista y tomé el ascensor hacia el séptimo piso.

  Flo, la asistente principal de Goddard, ya me había mandado por correo electrónico los detalles de mi nuevo despacho. Así es: no era un cubículo, sino un despacho de verdad, del mismo tamaño que el de Jock (y, ya que estamos, del mismo tamaño que los de Nora y Tom Lundgren). Quedaba a un par de puertas del de Goddard, que estaba a oscuras como los demás despachos del corredor ejecutivo. En el mío, sin embargo, la luz estaba encendida.

  Sentada frente a su escritorio, justo fuera de mi despacho, estaba mi nueva asistente, Jocelyn Chang, una china-americana cuarentona y de aspecto imperial vestida con un inmaculado traje azul. Tenía las cejas perfectamente curvadas, pelo corto y negro y una boca diminuta en forma de arco decorada con pintalabios húmedo de color melocotón. Estaba etiquetando un clasificador de correspondencia. Al oírme llegar, me miró con la boca fruncida y estiró la mano.

  – Usted debe de ser el señor Cassidy.

  – Adam -dije. ¿Fue aquél mi primer error? No lo sé. ¿Se suponía que debía mantener cierta distancia, ser formal? Me parecía ridículo e innecesario. Después de todo, casi todo el mundo se refería al presidente ejecutivo como «Jock». Y Jocelyn me doblaba la edad.

  – Soy Jocelyn -dijo. Tenía un cierto acento plano y nasal, como del área de Boston, que no me esperaba-. Encantada.

  – Igualmente. Flo dice que llevas toda la vida aquí. Me alegro de que así sea.

  Ups. A las mujeres no les gusta oír eso.

  – Quince años -dijo cansinamente-. Los últimos tres con Michael Gilmore, su predecesor inmediato. A él lo reasignaron hace un par de semanas, así que he estado esperando.

  – Quince años. Excelente. Necesitaré toda la ayuda posible.

  Asintió, sin sonreír, sin decir nada. Entonces vio el Journal que yo llevaba bajo el brazo.

  – No irá usted a mencionárselo al señor Goddard, ¿o sí?

  – En realidad iba a pedirle a usted que lo enmarcara para regalárselo. Para que lo ponga en su despacho.

  Me lanzó una mirada larga y espantada. Luego una lenta sonrisa.

  – Es broma -dijo-. ¿No es cierto?

  – Cierto.

  – Lo siento. El señor Gilmore no era conocido por su sentido del humor.

  – No pasa nada. Yo tampoco.

  Asintió sin saber cómo reaccionar.

  – Ya, ya. -Miró el reloj-. Tiene una reunión a las siete y media con el señor Goddard.

  – Pero no ha llegado.

  Volvió a mirar el reloj.

  – Ya llegará. De hecho, apuesto a que acaba de llegar. Lleva un horario muy metódico. Ah, espere -me entregó un documento muy elegante, de unas cien páginas fácilmente, con tapas azules de cuero sintético en las que decía BAIN & COMPANY-. Flo ha dicho que el señor Goddard esperaba que usted tuviera esto leído antes de la reunión.

  – La reunión que hay dentro de dos minutos y medio.

  Se encogió de hombros.
r />   ¿Era ésta mi primera prueba? No había forma de que pudiera leer una página siquiera de esa basura incomprensible antes de la reunión, y por nada del mundo iba a llegar tarde. Bain & Company es una preciada firma global de consultoría que coge a tíos de mi edad, tíos que saben aun menos de lo que yo sé, y los trabaja hasta transformarlos en idiotas babosos, haciéndolos visitar compañías y escribir informes y cobrar cientos de miles de dólares por su falsa sabiduría. Éste llevaba el sello trion, confidencial. Lo hojeé rápidamente, y todos los clichés y las palabras de moda me saltaron a la cara -«gestión del conocimiento racionalizada», «ventajas competitivas», «excelencia de las operaciones», «ineficacias de costes», «deseconomías de escala», «minimización del trabajo estéril», bla bla bla- y me di cuenta de que no tenía que leerlo para saber de qué trataba.

  Despidos. Cosecha de cabezas en la granja de cubículos.

  Genial, pensé. Bienvenido a la vida en la cumbre.

  Capítulo 44

  Cuando Flo me hizo pasar al despacho auxiliar de Goddard, él ya estaba sentado frente a una mesa redonda con Paul Camilletti y otro tío. El tercer tío tenía unos cincuenta años, era calvo con pelo canoso en las sienes y en la nuca, llevaba un traje gris a cuadros (pasado de moda) y una camisa y una corbata que parecían acabadas de salir de unos grandes almacenes, y en la mano derecha llevaba el voluminoso anillo de su promoción universitaria. Lo reconocí: Jim Colvin, director de operaciones de Trion.

  La habitación era del mismo tamaño que el despacho principal de Goddard, tres metros por tres, y sólo con cuatro personas y la gran mesa redonda, el lugar parecía atestado. Me pregunté por qué no nos habríamos reunido en una sala de conferencias, algún sitio un poco más amplio, más acorde con el poder de aquellos ejecutivos. Saludé, sonreí nerviosamente, me senté cerca de Goddard y puse sobre la mesa mi documento de Trion y la taza de café que Flo me había dado. Saqué un bloc amarillo y un bolígrafo y me preparé para tomar notas. Goddard y Camilletti estaban en mangas de camisa, sin chaqueta y sin jerséis de medio cuello negros. Goddard parecía más viejo y más cansado que la última vez que lo vi. Llevaba un par de gafas de medialuna con un cordón negro alrededor del cuello. Sobre la mesa había varias copias del artículo del Wall Street Journal, una de ellas subrayada con rotuladores amarillo y verde.

 

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