Paranoia

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Paranoia Page 24

by Joseph Finder


  Cogí el ascensor del fondo para subir a la séptima planta, que también estaba desierta, y caminé hacia mi despacho por la oscuridad del corredor ejecutivo, pasando frente al despacho de Colvin, el de Camilletti, los de otra gente a la que aún no había conocido, hasta llegar al mío. Todos los despachos estaban cerrados, las luces apagadas. No había nadie todavía.

  Mi despacho era un mero futurible: por ahora no tenía más que un escritorio desnudo, sillas y un ordenador, una alfombrilla para el ratón con el logo de Trion, un archivador sin nada archivado, una cómoda de oficina con un par de libros. Parecía el despacho de un itinerante, un nómada, alguien que podría levantarse e irse en mitad de la noche. Necesitaba con urgencia un toque de personalidad, fotos enmarcadas, artículos deportivos coleccionables, algo jocoso o gracioso, algo inspirador y serio. Necesitaba una impronta. Tal vez cuando hubiera recuperado un poco de sueño haría algo al respecto.

  Escribí mi contraseña, me conecté a la red, abrí el correo por segunda vez. En algún momento de las últimas horas habían enviado un correo general a los empleados de Trion en todo el mundo, pidiéndoles que a las cinco de la tarde, hora Este, se conectaran al sitio web de la empresa, «para ver un anuncio importante del presidente ejecutivo Augustine Goddard». Eso bastaría para poner en marcha la fábrica de rumores. Los correos electrónicos irían de un lado a otro. Me pregunté cuánta de la gente de arriba sabía la verdad (el grupo, curiosamente, me incluía a mí). No mucha, eso seguro.

  Goddard había mencionado que Aurora, el proyecto alucinante del que se negaba a hablar, era territorio de Paul Camilletti. Me pregunté si había algo en la biografía oficial de Camilletti que pudiera echar un poco de luz sobre Aurora, así que introduje su hombre en el directorio de la compañía.

  Su foto estaba allí, severa y adusta y, sin embargo, era más apuesto que en persona. Una pequeña biografía: nacido en Geneseo, Nueva York, educado en escuelas públicas del norte del estado -traducción: probablemente no era de familia adinerada-, Swathmore, Harvard Business School, carrera meteórica en una empresa de electrónica de consumo que en su momento fue rival importante de Trion pero luego fue adquirida por Trion. Vicepresidente sénior de Trion en menos de un año, antes de ser nombrado jefe de servicios financieros. Todo un hombre en alza. Hice clic en los enlaces para ver quiénes eran sus subordinados y apareció un pequeño arbolito que mostraba todas las divisiones y unidades que estaban debajo de él.

  Una de las unidades era la de Investigación de Tecnologías Disruptivas, que dependía directamente de él. Alana Jennings era la directora de marketing.

  Paul Camilletti supervisaba directamente el proyecto Aurora. De repente, este hombre se había vuelto muy, muy importante.

  Pasé por su despacho con el corazón latiéndome a mil por hora y no había, por supuesto, ni rastro de él. No a las cinco y cuarto de la mañana. También me di cuenta de que el personal de limpieza ya había pasado por allí: había una bolsa de basura nueva en la papelera de su asistente, y sobre la alfombra se veían las líneas del aspirado, y el lugar olía todavía a productos de limpieza.

  Y no había nadie en el corredor; probablemente no había nadie en toda la planta.

  Estaba a punto de cruzar la línea, de tomar un riesgo mucho más elevado.

  No me preocupaba tanto que apareciera un guardia de seguridad. Diría que era el nuevo asistente de Camilletti. ¿Qué iban a saber ellos?

  Pero ¿qué pasaría si la asistente de Camilletti llegaba temprano para adelantar trabajo? O, lo que era más probable, ¿qué pasaría si el mismo Camilletti decidía comenzar temprano? Después de un anuncio tan importante, era posible que tuviera que empezar a hacer llamadas, escribir correos electrónicos, mandar faxes a las sedes europeas de Trion, que estaban seis o siete horas por delante. A las cinco y media de la mañana, era mediodía en Europa. Cierto, Camilletti podría escribir sus correos desde casa; pero yo no podía desestimar la posibilidad de que hoy llegara a su despacho más temprano que de costumbre.

  Me di cuenta de que introducirme en su despacho, hoy, era asumir un riesgo descabellado.

  Pero por alguna razón decidí hacerlo de todas formas.

  Capítulo 50

  Pero la llave del despacho de Camilletti no aparecía por ninguna parte.

  Busqué en los lugares habituales: todos los cajones del escritorio de su asistente, dentro de las plantas y el bote de clips, incluso en los archivadores. Su mesa estaba en el pasillo, totalmente desprotegida, y empecé a ponerme nervioso mientras fisgoneaba en un lugar con el que no tenía nada que ver. Miré detrás del teléfono. Bajo el teclado, bajo el ordenador. ¿Estaba escondida en la parte inferior de los cajones? No. ¿Bajo el escritorio? Nuevamente, no. Había una pequeña sala de espera junto al escritorio: en realidad no era más que un sofá, una mesa baja y un par de sillas. Eché una mirada por allí, pero nada. La llave no aparecía.

  Tal vez no era demasiado ilógico que el jefe de servicios financieros de la compañía tomara precauciones, tratara de evitar que alguien se introdujera en su despacho. ¿No era algo digno de encomio?

  Después de diez minutos de buscar por todas partes, diez minutos que me destrozaron los nervios, decidí que aquello no estaba escrito en mi destino; y en ese momento recordé un detallito curioso de mi nuevo despacho. Como todos los despachos de la planta ejecutiva, estaba equipado con un detector de movimiento, algo menos sofisticado de lo que parece. En realidad es una característica de seguridad muy común en los despachos más importantes: una forma de asegurarse de que nadie se quedará encerrado en su propio despacho. Mientras haya movimiento en un despacho, la puerta no se cierra. (Otra prueba de que los despachos del séptimo piso eran un poco más igualitarios.) Si me apresuraba, podría aprovecharme de aquello…

  La puerta del despacho de Camilletti era de caoba sólida, muy pulida, pesada. No había espacio entre la puerta y la alfombra tupida; ni siquiera podía deslizar una hoja de papel por debajo. Eso haría las cosas un poco más difíciles… pero no imposibles.

  Necesitaba una silla para encaramarme, pero no la silla de la asistente, que tenía ruedas y no era estable. Encontré una silla plegable en la salita de espera y la puse junto a la pared de vidrio del despacho de Camilletti. Luego regresé a la sala de espera. Dispersos sobre la mesa de centro estaban los diarios y las revistas habituales: Financial Times, Institutional Investor, JSF, Forbes, Fortune, Business 2.0, Barron's…

  Barron's. Sí. Eso serviría. La cogí, y tras mirar alrededor -para confirmar que nadie fuera a sorprenderme haciendo algo que sería inútil tratar de explicar- me subí en la silla y empujé uno de los paneles acústicos del techo.

  Metí el brazo en el espacio que hay encima del techo falso, ese lugar oscuro y polvoriento atiborrado de alambres y cables y cosas así, y tanteé la zona para encontrar el siguiente panel, el que quedaba justo encima del despacho de Camilletti, y lo levanté también, dejándolo apoyado en la rejilla metálica.

  Bajé la mano con el Barron's y empecé a agitarlo al otro lado. Bajé la mano hasta donde alcanzaba, lo agité un poco más, pero nada ocurrió. Tal vez los detectores de movimiento no llegaban tan alto. Finalmente me puse de puntillas, doblé el codo tanto como pude y me las arreglé para bajar el periódico otro par de palmos, agitándolo con fuerza hasta que sentí que me dolían los músculos.

  Oí un clic.

  Un débil, inconfundible clic.

  Saqué el Barron's y devolví el panel a su lugar, lo dejé bien ajustado en su sitio. Luego me bajé de la silla y la puse donde estaba.

  Y probé a abrir la puerta de Camilletti.

  La puerta se abrió.

  En mi mochila había traído un par de herramientas que incluían una linterna. Inmediatamente cerré las persianas y la puerta, y encendí el poderoso rayo de luz.

  El despacho de Camilletti era tan carente de personalidad como los demás: la colección genérica de fotografías familiares enmarcadas, las placas y los premios, la misma fila de libros sobre negocios que todos fingían leer. La verdad es que el despacho fue una gran desilusión. No era u
n despacho esquinero, no tenía ventanas del techo al suelo como en Wyatt Telecom. No había vistas de ningún tipo. Me pregunté si a Camilletti le disgustaría traer invitados importantes a un despacho tan humilde. Éste era el estilo de Goddard, pero no era para nada el de Camilletti. Tacaño o no, Camilletti parecía un tío presuntuoso. Yo había oído decir que en el ático del ala A del edificio había una suite en la que se recibía a los invitados elegantes, pero nadie que yo conociera la había visto nunca. Tal vez era allí donde Camilletti recibía a los gerifaltes.

  Había dejado encendido el ordenador, pero cuando le di a la barra de espacio de aquel moderno teclado negro, y se encendió el monitor, apareció la pantalla escriba su contraseña y el cursor titilando. Sin su contraseña, por supuesto, no podría entrar en los archivos de su ordenador.

  Si había escrito su contraseña en alguna parte, lo cierto es que yo no logré encontrarla: ni en los cajones, ni bajo el teclado, ni pegada con celo a la parte posterior del gran monitor plano. Nada. Sólo por probar tecleé su nombre de usuario ([email protected]) y enseguida la misma contraseña, Camilletti.

  Nada. Era demasiado precavido para algo así, y después de unos segundos me di por vencido.

  Tendría que conseguir su contraseña a la manera antigua: furtivamente. Pensé que no se daría cuenta si cambiaba el cable que había entre su teclado y su disco duro por un Keyghost. Y eso hice.

  Admito que estaba más nervioso allí, en el despacho de Camilletti, que en el de Nora. Se podría pensar que en ese momento yo ya era un completo profesional en eso de meterme en despachos ajenos, pero no era así, y en el de Camilletti había ciertas vibraciones que me dejaron muerto de miedo. El mismo me parecía aterrador, y ni siquiera me atrevía a pensar en las consecuencias de ser sorprendido. Además, tenía que asumir que las precauciones de seguridad de la planta ejecutiva serían más exhaustivas que en el resto de Trion. Tenían que serlo. Cierto, me habían entrenado para vencer la mayoría de medidas de seguridad. Pero siempre había sistemas de detección que no activaban alarmas ni luces. Esa posibilidad me asustaba más que ninguna otra.

  Miré alrededor buscando inspiración: por alguna razón, el despacho parecía más ordenado, más espacioso que los otros que había visitado en Trion. Enseguida supe por qué: aquí no había archivadores. Por eso parecía tan despejado. ¿Y bien? ¿Dónde estaban todos los archivos?

  Cuando entendí por fin dónde debían estar, me sentí como un idiota. Por supuesto. No estaban aquí porque no había espacio suficiente, y. no estaban en el área de su asistente porque habrían quedado demasiado expuestos al público, demasiado vulnerables.

  Tenían que estar en la habitación auxiliar. Al igual que Goddard, cada ejecutivo de alto nivel de Trion tenía un despacho doble, con una sala de conferencias auxiliar del mismo tamaño que la principal. Era así como se manejaba en Trion el asunto de la igualdad de espacio: oye, todo el mundo tiene despachos del mismo tamaño. Simplemente, los de arriba tienen dos.

  La puerta de la sala de conferencias no estaba cerrada con llave. Barrí la habitación con la linterna: había una fotocopiadora pequeña; todas las paredes estaban cubiertas de archivadores de caoba. En el centro de la habitación había una mesa redonda, como la de Goddard, pero más pequeña. Todos los cajones estaban meticulosamente etiquetados con lo que parecía caligrafía de arquitecto. La mayoría parecía contener registros financieros y contables; en ellos encontraría cosas interesantes, pensé. Ojalá supiera por dónde empezar a buscar.

  Pero cuando vi los cajones con la etiqueta desarrollo corporativo trion, el resto dejó de interesarme. Desarrollo corporativo no es más que una expresión de la jerga empresarial para referirse a fusiones y adquisiciones. Trion era conocida por absorber nuevas empresas y compañías pequeñas o medianas. Eso era más habitual en los años milagrosos, a finales de los noventa, pero aún adquirían varias compañías al año. Supuse que los archivos estaban allí porque Camilletti supervisaba las adquisiciones concentrándose principalmente en temas de costes, calidad de la inversión, todo eso.

  Y si Wyatt tenía razón, y el proyecto Aurora se componía de un grupo de empresas que Trion había adquirido secretamente, la solución al misterio Aurora tenía que estar aquí.

  También estos archivos estaban abiertos: otro golpe de suerte. Supongo que la idea era: si no puedes entrar al despacho auxiliar de Camilletti, no podrás tener acceso a los archivos, así que cerrarlos era una molestia sin sentido.

  Había muchos archivos: empresas que Trion había adquirido totalmente o de las cuales había comprado un buen trozo, empresas que había examinado de cerca y en las cuales había decidido no involucrarse. Reconocí algunas, pero la mayoría me resultaron desconocidas. Hojeé una carpeta de cada empresa para tratar de descubrir a qué se dedicaban. Era una labor lenta; ni siquiera sabía qué estaba buscando en realidad. ¿Cómo podía saber si una nueva empresa formaba parte de Aurora, si ni siquiera sabía lo que era Aurora? Parecía completamente imposible.

  Pero entonces se resolvieron todos mis problemas.

  Uno de los cajones de desarrollo corporativo llevaba la etiqueta proyecto Aurora.

  Y allí estaba. Así de simple.

  Capítulo 51

  Abrí el cajón conteniendo la respiración. Casi esperaba encontrar el cajón vacío, como el archivador de Aurora en Recursos Humanos. Pero no estaba vacío. Estaba repleto de carpetas clasificadas por colores según un sistema que no entendí; todas llevaban el sello trion, confidencial. Estaba claro que el material interesante se encontraba allí.

  Por lo que pude ver, estas carpetas hablaban de varias nuevas empresas -dos de Silicon Valley, California, y otras dos de Cambridge, Massachusetts- que recientemente habían sido adquiridas por Trion en condiciones de estricta confidencialidad. «Modo furtivo», se leía sobre ellas.

  Sabía que aquello era grande, importante, y el pulso se me aceleró. Cada página llevaba el sello de secreto o confidencial. Aun tratándose de archivos secretos que se mantenían en el despacho cerrado del jefe de servicios financieros, el lenguaje era oscuro, velado. Había frases como «Se recomienda adquirir a mayor brevedad» y «Mantener bajo vigilancia».

  Así que aquí estaba el secreto de Aurora.

  En realidad, por más que pasé y repasé las páginas, no lo comprendí. Una compañía parecía haber desarrollado una forma de combinar componentes ópticos y electrónicos en un circuito integrado. No supe qué quería decir aquello. Una nota decía que la compañía había resuelto el problema del «bajo rendimiento de las láminas».

  Otra compañía había encontrado la manera de producir circuitos fotónicos en masa. Vale, pero ¿qué quería decir eso? Otras dos eran firmas de software. ¿Qué hacían? Imposible saberlo.

  Una compañía (ésta parecía interesante, de hecho), llamada Delphos Inc., había desarrollado un proceso para refinar y manufacturar un compuesto químico llamado fosfato de indio, hecho de «cristales binarios de elementos metálicos y no metálicos», fuera lo que fuese aquello. Esta sustancia tenía «propiedades de absorción y transmisión ópticas incomparables», según se leía en el documento de descripción. Aparentemente, se utilizaba para construir un cierto tipo de láser. Por lo que pude entender, Delphos Inc. dominaba efectivamente el mercado del fosfato de indio. Seguro que una mente más privilegiada que la mía podría comprender para qué servirían cantidades masivas de fosfato de indio. Quiero decir, ¿cuántos láseres puede necesitar una persona?

  Pero aquí estaba lo interesante: el archivo de Delphos llevaba la etiqueta de adquisición pendiente. De manera que Trion estaba en negociaciones para comprar la compañía. El archivo estaba lleno de informes financieros, que para mí eran incomprensibles. Había un documento de diez o doce páginas, una lista de condiciones para la adquisición de Delphos por parte de Trion. Lo primordial era que Trion ofrecía quinientos millones de dólares por la compañía. Parecía que los directivos de la compañía, un grupo de científicos de Palo Alto, al igual que una firma de capital empresarial con sede en Londres que era dueña de la mayor parte de la em
presa, se habían mostrado de acuerdo con los términos. Vale, quinientos millones de dólares ayudan a decidirse, ¿no? Sólo estaban terminando de arreglar los detalles. Se había programado tentativamente un anuncio para una semana después.

  Pero ¿cómo se suponía que debía copiar esos documentos? Me tomaría todo el tiempo del mundo, horas y horas frente a una fotocopiadora. En ese momento eran las seis de la mañana; si Goddard llegaba a las siete y media, uno podía estar seguro de que Camilletti lo hacía antes. Así que debía largarme de allí. No tenía tiempo de hacer copias.

  No se me ocurría otra manera: tenía que llevármelos. Tal vez llenar los espacios con archivos sacados de otra parte, y luego…

  Y luego despertar todo tipo de alarmas tan pronto como Camilletti o su asistente trataran de acceder a los archivos de Aurora.

  No. Mala idea.

  En vez de eso, cogí una o dos páginas de cada uno de los ocho archivos, encendí la fotocopiadora y las fotocopié. En menos de cinco minutos ya había devuelto las páginas a los archivos y puesto las copias en mi cartera.

  Asunto terminado: había llegado el momento de largarse. Levantando una sola lámina de las persianas del despacho, eché una mirada para confirmar que no viniera nadie.

  A las seis y cuarto de la mañana ya estaba de vuelta en mi despacho. Durante el resto del día debería llevar conmigo las páginas confidenciales del Aurora, pero eso sonaba mejor que dejarlas en el escritorio y correr el riesgo de que Jocelyn las encontrara. Sé que suena a paranoia, pero tuve que actuar sobre la base de que Jocelyn podría registrar los cajones de mi escritorio. Tal vez ella era «mi» asistente administrativo, pero no era yo quien le pagaba, sino Trion.

  Jocelyn llegó a las siete en punto. Se asomó a mi despacho con las cejas levantadas y dijo, con cadencia sorprendida y elocuente:

  – Buenos días.

  – Buenos días, Jocelyn.

 

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