Recostado en la pared del área de recepción de Camilletti, con los brazos cruzados, había un hombre corpulento con una camisa hawaiana y gafas de carey.
Noah Mordden.
En su rostro había una sonrisa peculiar.
– Cassidy -dijo-. Nuestro Phineas Finn, [15] genio y figura.
– Ah, hola, Noah -dije. El pánico me inundó el cuerpo, pero mantuve una expresión indiferente. No tenía la menor idea de a qué se refería, pero supuse que se trataba de una pulla literaria de algún tipo-. ¿Qué haces?
– Podría hacerte la misma pregunta.
– ¿Vienes de visita?
– Debo de haberte buscado en el despacho equivocado. He ido a uno que ponía «Adam Cassidy». Qué tonto soy.
– Me tienen trabajando para todo el mundo -dije. Fue la mejor excusa que pude encontrar, y era patética. ¿De verdad me pareció posible que me creyera? ¿Que creyera que era parte de mis obligaciones estar en el despacho de Camilletti a las ocho de la noche? Mordden era demasiado astuto y suspicaz para eso.
– Tienes muchos dueños -dijo-. Debes perder la noción de para quién trabajas.
Se me heló la sonrisa. Por dentro, me estaba muriendo. Mordden lo sabía. Me había visto en el despacho de Nora, ahora en el de Camilletti, y lo sabía.
Todo se ha terminado, pensé. Mordden me ha descubierto. ¿Y ahora qué? ¿A quién se lo contaría? Tan pronto como Camilletti se enterara de que había estado en su despacho, me despediría, y no iba a ser Goddard quien se lo impidiera.
– Noah -dije. Respiré hondo, pero mi mente seguía en blanco.
– Quería felicitarte por tus trajes -dijo-. Estás moviéndote mucho estos días, y siempre para arriba.
– Gracias, supongo.
– La camisa de punto negro y la chaqueta de tweed… muy Goddard. Cada día te pareces más a nuestro intrépido líder. Una versión Beta, más rápida, más estilizada. Con muchas nuevas prestaciones que no acaban de marchar bien -sonrió-. He visto que tienes un nuevo Porsche.
– Sí.
– Es difícil escapar de la cultura automovilística de este lugar, ¿no es cierto? Pero tal vez quieras hacer una pausa, Adam, salirte por un instante de la autopista de la vida, y reflexionar. Cuando todo viene directo hacia ti, tal vez sea porque vas contra dirección.
– Lo tendré en mente.
– Interesante lo de los despidos.
– Sí, bueno, pero tú estás a salvo.
– ¿Es una pregunta o una proposición? -Había algo de mi persona que parecía divertirlo mucho-. No te preocupes. Tengo criptonita.
– ¿Qué quieres decir?
– Digamos que no me han nombrado Ingeniero Distinguido sólo por mi distinguida carrera.
– ¿De qué criptonita hablamos? ¿Dorada? ¿Verde? ¿Roja?
– Por fin, un tema del que sabes algo. Pero si te la muestro, Cassidy, perderá su poder, ¿no es así?
– ¿Eso crees?
– Sólo te digo una cosa: oculta tus huellas y cúbrete la espalda, Cassidy -dijo, y desapareció por el corredor.
Sexta Parte. Punto de contacto
Punto de contacto: Lugar de entrega, escondite. Jerga del oficio para referirse a un emplazamiento físico secreto usado como lugar de comunicaciones entre un agente y un correo, un supervisor del caso u otro agente, en el marco de una operación o red de inteligencia.
Diccionario internacional de inteligencia.
Capítulo 57
Llegué a casa temprano, a las nueve y media, hecho un manojo de nervios; necesitaba tres días de sueño ininterrumpido. Mientras me alejaba de Trion, repasaba una y otra vez la escena con Mordden, tratando de comprenderlo todo. Me pregunté si planeaba contárselo a alguien, si iba a delatarme. Y si no era así, ¿por qué no? ¿Me amenazaría de alguna manera? Lo peor era que no sabía cómo manejarlo.
Y me sorprendí fantaseando acerca de mi nueva cama con el colchón Dux, y pensando en cómo caería en ella tan pronto llegara a casa. ¿En qué se había transformado mi vida? Mi gran fantasía de ese momento era dormir un poco. Patético.
De todas formas no podía irme directamente a la cama, porque todavía tenía trabajo por hacer. Tenía que sacarme de encima los documentos de Camilletti y enviárselos a Meacham y Wyatt. No quería quedarme con esos documentos ni un segundo más de lo estrictamente necesario.
Así que usé el escáner que Meacham me había dado, los convertí en documentos PDF, los codifiqué y los envié por correo electrónico seguro a través del servicio «anonimizador».
Después, saqué el Keyghost, lo conecté a mi ordenador y comencé a bajarme la información. Cuando abrí el primer documento sentí un espasmo de irritación: era un bloque de incoherencias. Era obvio que la había cagado. Pero miré más de cerca y noté que había un cierto patrón; tal vez no lo había hecho mal, después de todo. Distinguí el nombre de Camilletti, una serie de números y letras y luego frases completas.
Páginas y páginas de texto. Todo lo que aquel tío había escrito en su ordenador durante el día, y era mucho.
Primero lo primero: había descubierto su contraseña. Seis números terminados en 82: tal vez era la fecha de nacimiento de uno de sus hijos. O la de su matrimonio. Algo así.
Pero eran mucho más interesantes los correos electrónicos. Había muchos, llenos de información confidencial acerca de la compañía, acerca de la adquisición de otra compañía, que Camilletti supervisaba. Esa compañía, Delphos, la había visto en sus archivos. Era aquélla por la que estaban dispuestos a pagar toneladas de dinero en efectivo y en acciones.
Había un intercambio de correos -marcados con la frase trion, confidencial- acerca de un nuevo método secreto de control de inventarios que habían desarrollado para combatir la falsificación y la piratería, especialmente en Asia. Todo equipo fabricado por Trion, ya fuera un teléfono o un inalámbrico o un escáner médico, llevaba ahora el logo de Trion y un número de serie impresos con láser en alguna de sus partes. Estas marcas de identificación, minúsculas y hechas mecánicamente, sólo podían verse con microscopio: no podían ser falsificadas, y eran la prueba de que el aparato había sido fabricado por Trion.
Había una buena cantidad de información sobre fabricantes de chips de Singapur que Trion había comprado o en los cuales había hecho grandes inversiones. Interesante: Trion se proponía entrar en el mercado de la fabricación de chips, o al menos había comprado un buen trozo del pastel.
Me sentí raro leyendo todo aquello. Era como husmear en un diario ajeno. También me sentí muy culpable, no por ningún tipo de lealtad hacia Camilletti, por supuesto, sino hacia Goddard. Casi podía ver su cabeza de gnomo flotando en una burbuja en el aire, observándome con desaprobación mientras yo revisaba los correos de Camilletti y las notas enviadas al mismo Goddard. Tal vez fuera por lo agotado que estaba, pero me sentí fatal. Suena extraño, lo sé: robar cosas del proyecto Aurora y pasárselas a Wyatt había estado bien, pero darles cosas que no tenía por qué darles me parecía un acto de traición categórica contra mis nuevos jefes.
Las letras WSJ me saltaron a la cara. Tenían que significar Wall Street Journal Quise ver cuál había sido la reacción de Camilletti al artículo del Journal, así que me concentré en la secuencia de palabras y estuve a punto de caerme de la silla.
Por lo que pude ver, Camilletti usaba diversas cuentas de correo fuera de Trion: Hotmail, Yahoo y una compañía local de acceso a Internet. Éstas parecían ser para asuntos personales, como los tratos con su corredor de Bolsa, las notas a su hermano y su hermana y su padre, cosas así.
Pero los mensajes de Hotmail me llamaron la atención. Uno de ellos estaba dirigido a [email protected]. Decía:
Bill,
La mierda empieza a salpicar por aquí. Recibirás muchas presiones para revelar tus fuentes. No cedas. Llámame a casa esta noche, 9:30 h.
Paul
Ahí estaba. Paul Camilletti era -tenía que ser- la filtración. Él le había pasado al Journal la información dañina sobre Trion, sobre Goddard.
Ahora todo cobraba sentido; de manera
espeluznante, eso sí. Con la ayuda de Camilletti, el Wall Street Journal infligía daños serios a Goddard, retratándolo como una persona anticuada que ya estaba para el arrastre. Goddard debía dimitir. La junta directiva de Trion, igual que todos los analistas e inversores financieros, lo sabrían por las páginas del Journal. ¿Y a quién nombraría la junta directiva para sustituir a Goddard?
Era obvio, ¿no es cierto?
Aun tan exhausto como estaba, tardé un buen rato en quedarme dormido, y eso después de dar vueltas y más vueltas en la cama. Y fue un sueño irregular, atormentado. Seguí recordando a Augustine Goddard, pequeño y de hombros caídos, sentado en su triste restaurante masticando un pedazo de pastel, o de pie, fuera de la sala de conferencias, con aspecto demacrado y vencido, mientras su personal ejecutivo pasaba caminando a su lado. Soñé con Wyatt y Meacham, que intimidaban, me amenazaban hablando del tiempo que pasaría en la cárcel; en el sueño me enfrentaba a ellos, les insultaba, la emprendía contra ellos, perdía el control. Soñé que entraba en el despacho de Camilletti y era sorprendido por Chad y Nora al mismo tiempo.
Y cuando sonó la alarma de mi reloj, a las seis de la mañana, y levanté de la almohada la cabeza palpitante, supe que debía hablar con Goddard acerca de Camilletti.
Y enseguida me di cuenta de que estaba atrapado. ¿Cómo diablos podía contarle lo de Camilletti a Goddard si había conseguido la evidencia entrando ilegalmente en su despacho?
¿Y ahora qué?
Capítulo 58
El hecho de que Camilletti el Degollador -que había fingido estar tan cabreado con lo del artículo del Wall Street Journal- estuviera en realidad detrás de todo el asunto me tocó los cojones. Ese tío era más que un simple gilipollas: le era desleal a Goddard.
Tal vez fuera un alivio tener una convicción moral sobre algo después de semanas enteras de comportarme como un gusano falso y mentiroso. Tal vez sentir que protegía a Goddard me hacía sentirme mejor conmigo mismo. Tal vez cabrearme por la deslealtad de Camilletti me permitiera, oportunamente, ignorar la mía. O tal vez sentía simple gratitud hacia Goddard por haberme escogido, por hacerme sentir especial de alguna forma, mejor que el resto. Es difícil saber hasta qué punto la ira que sentía hacia Camilletti era realmente altruista. A veces una puñalada de angustia se me clavaba en la espalda, y pensaba que en realidad yo no era mejor que Camilletti. Eso era yo: todo un fraude capaz de fingir que caminaba sobre el agua mientras me metía en despachos ajenos y robaba documentos e intentaba robar hasta el alma de la empresa de Goddard mientras daba vueltas por la ciudad montado en su Buick clásico…
Era demasiado. Estas sesiones de sudor a las cuatro de la madrugada me habían desgastado. Eran dañinas para mi salud mental. Mejor no pensar, operar en piloto automático.
Tal vez era cierto: tenía tanta conciencia como una boa constrictor. Pero aún así quería coger al cabrón de Camilletti.
Al menos, yo no había tenido opción. Me habían puesto contra las cuerdas. Mientras que la traición de Camilletti era de otro orden: él estaba conspirando activamente contra Goddard, el tío que lo había traído a la compañía, que había depositado en él toda su confianza. ¿Y quién sabe qué más estaría haciendo?
Era necesario que Goddard lo supiera. Pero yo, por mi parte, tenía que cubrirme las espaldas, encontrar una forma plausible de saber lo que sabía, una forma distinta de la intrusión en el despacho de Camilletti.
De camino al trabajo, mientras disfrutaba del motor de reacción y el rugido del Porsche, mi mente se esforzaba por resolver este problema, y cuando llegué al despacho ya tenía una idea decente.
Trabajar con el presidente ejecutivo me daba gran influencia. Si llamaba a alguien y me identificaba simplemente como Adam Cassidy, lo más probable era que no me devolvieran la llamada. Pero al Adam Cassidy que llamaba «del despacho del presidente ejecutivo» o «del despacho de Jock Goddard» -como si estuviera sentado junto a él y no veinte metros más allá- le devolvían todas las llamadas, y a la velocidad de la luz.
Así que cuando llamé al Departamento de Tecnologías de la Información de Trion y les dije que «queríamos» copias de todos los correos electrónicos recibidos o enviados desde el despacho del director de servicios financieros en los últimos treinta días, recibí cooperación instantánea. Preferí no señalar con el dedo a Camilletti, así que hice como si Goddard estuviera preocupado por informaciones filtradas desde el despacho del director de servicios financieros.
Una de las cosas intrigantes que averigüé fue que Camilletti tenía la costumbre de borrar las copias de algunos correos «delicados», ya fuera él remitente o destinatario. Era obvio que no quería conservar esos correos en su ordenador. Astuto como era, debía saber que en algún lugar de los bancos de datos de la compañía se guardaban copias de todos los mensajes; por eso prefería usar correos externos para la correspondencia más delicada, incluyendo la del Wall Street Journal. Me pregunté si sabía que los ordenadores de Trion capturaban todos los mensajes que pasaban por la red de fibra óptica de la compañía, ya vinieran de Yahoo o de Hotmail o de quien fuera.
Mi nuevo amigo en TI, que parecía convencido de que le estaba haciendo un favor personal al mismísimo Goddard, me consiguió también los registros de llamadas telefónicas hacia y desde el despacho del jefe de servicios financieros. Ningún problema, dijo. Por supuesto que la compañía no grababa las conversaciones, pero sí que conservaban un registro de números entrantes y salientes. Podía incluso conseguirme copias de los correos de voz de cualquiera, dijo. Pero eso podía tomar algo de tiempo.
Los resultados llegaron en cuestión de una hora. Allí estaba todo. Camilletti había recibido un cierto número de llamadas del tío del Journal en los últimos diez días. Pero además -y esto era más incriminatorio- lo había llamado varias veces. Eventualmente podría explicar una o dos, diciendo que había tratado de devolverle la llamada al periodista, aunque antes hubiera insistido en que nunca había llegado a hablar con él.
Pero ¿doce llamadas, y algunas de ellas de cinco a siete minutos? No, eso no sería bien visto.
Y luego me llegaron las copias de los mensajes. «De aquí en adelante», escribió Camilletti, «llámame sólo a casa. no me llames, repito, no me llames a Trion. Y escríbeme sólo a la dirección de Hotmail.»
Explícame esto, Degollador.
No podía esperar a mostrarle mi pequeño dossier a Goddard; pero el jefe tuvo una reunión tras otra desde media mañana hasta el final de la tarde. Reuniones, además, a las que no me había invitado.
Al ver a Camilletti salir del despacho de Goddard, supe que ésa era mi oportunidad.
Capítulo 59
Camilletti me vio al salir pero no pareció notar mi presencia; fue como si yo fuera un mueble más de la oficina. Goddard se fijó en mí y sus cejas se levantaron como interrogándome. Flo comenzó a hablarle y yo hice aquello del índice-en-el-aire que Goddard siempre hacía, indicándole que necesitaba tan sólo un minuto de su tiempo. Goddard le hizo una rápida señal a Flo y me pidió que pasara.
– ¿Qué tal lo he hecho?
– ¿Disculpe?
– Mi pequeño discurso.
¿De verdad le interesaba mi opinión?
– Ha estado magnífico -dije.
Sonrió como aliviado.
– Siempre he estado agradecido con mi viejo profesor de teatro. Me ha ayudado mucho en mi carrera: entrevistas, charlas en público, todo eso. ¿Alguna vez ha actuado, Adam?
La cara se me calentó. Sí, más o menos todos los días. Dios mío, ¿qué insinuaba este hombre?
– La verdad es que no.
– Realmente te relaja. Claro, no es que yo sea Cicerón, ni nada por el estilo, pero… bien, ¿quería decirme algo?
– Es sobre lo del Wall Street Journal -dije.
– Vale… -dijo, perplejo.
– He descubierto quién hizo la filtración.
Me miró como si no me comprendiera, así que continué:
– ¿Lo recuerda? Sabíamos que tenía que haber sido alguien de dentro, alguien que filtraba información
al periodista del Wall…
– Sí, sí -dijo impaciente.
– Es… bueno, es Paul Camilletti.
– ¿Qué dice?
– Sé que es difícil de creer. Pero está todo aquí, y no es muy ambiguo que digamos. -Deslicé las copias impresas sobre su escritorio-. Mire la dirección de correo electrónico.
Cogió las gafas que le colgaban del cuello y se las puso. Frunciendo el ceño, inspeccionó los papeles. Cuando levantó la cara, su aspecto se había oscurecido.
– ¿De dónde ha salido esto?
– De TI -dije sonriendo. Maquillando un poco las cosas, continué-. He pedido a los de TI que me mandaran los registros telefónicos de llamadas de cualquier parte de Trion con destino al Wall Street Journal. Luego vi todas estas llamadas del número de Paul, y pensé que sería su asistente o algo así, de manera que pedí copia de sus correos electrónicos.
Goddard no parecía muy contento, lo cual era comprensible. De hecho parecía bastante molesto, así que añadí:
– Lo siento. Sé que debe ser una gran sorpresa. -El tópico me salió disparado por la boca-. Ni yo mismo lo entiendo.
– Ya veo. Dígame, ¿se siente satisfecho?
Negué con la cabeza.
– ¿Satisfecho? No, sólo quería llegar al fondo…
– Porque yo no lo estoy -dijo. Su voz se quebraba-. ¿Qué coño cree que hace? ¿Dónde cree que está? ¿En la maldita Casa Blanca y en época de Nixon? -Ahora casi gritaba, y le salía saliva por la boca.
Las paredes se cerraron a mi alrededor: estábamos solos, él y yo, y entre nosotros sólo había un escritorio de un metro de ancho. La sangre se me agolpó en los oídos. Estaba demasiado sorprendido para hablar.
– Invadir la privacidad de la gente, buscar registros de teléfonos y correos electrónicos privados… Esto es escarbar en la basura de los demás. ¿También se dedica a abrir sobres ajenos con vapor? Ese tipo de métodos truculentos me parecen censurables, y no quiero que esto se repita en el futuro. Ahora lárguese de aquí.
Paranoia Page 27