Paranoia

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Paranoia Page 33

by Joseph Finder


  Goddard se aclaró la voz.

  – De manera que nos hemos topado con un pequeño problema -dijo Goddard.

  – Es una forma de decirlo, Jock -dijo suavemente Audrey-. Ayer recibimos los resultados de la auditoría interna. Tenemos un componente defectuoso. La LCD está muerta.

  – Ajá -dijo Goddard con una calma que yo sabía forzada-. La LCD. No funciona, ¿verdad? ¿Es eso?

  Audrey movió la cabeza.

  – Al parecer, el driver de la LCD es defectuoso.

  – ¿Todos y cada uno de ellos?

  – Así es.

  – Un cuarto de millón de unidades tienen un driver de LCD que no funciona -dijo Goddard-. Ya veo. La fecha de envío es… ¿dentro de cuánto?… dentro de tres semanas. Mmm. Ahora bien, según recuerdo, y que alguien me corrija si me equivoco, vuestro plan era enviar estos artículos antes del final del trimestre, para así reforzar los ingresos del tercer trimestre y darnos a todos trece semanas del trimestre navideño para recoger unos ingresos muy necesarios -dijo Goddard y ella asintió-. Audrey, me parece haber acordado que el Guru era la gran apuesta de esta división. Y como todos sabemos, Trion pasa por un momento difícil en el mercado. Lo cual significa que hacer estos envíos a tiempo es todavía más crucial para la empresa.

  Me percaté de que Goddard hablaba de forma demasiado deliberada; sabía que trataba de contener su inmensa irritación.

  El jefe de marketing, el habilidoso Rick Durant, intervino en tono lastimero:

  – Todo esto es muy embarazoso. Ya hemos lanzado una inmensa campaña de promoción, hemos puesto anuncios por todas partes. «El asistente digital para la próxima generación» -dijo, poniendo los ojos en blanco.

  – Sí -refunfuñó Goddard-. Y parece que no se va a distribuir hasta la próxima generación. -Se dirigió al ingeniero jefe, Eddie Cabral, un tipo moreno y de cara redonda con un portátil pasado de moda-. ¿Es problema de la pantalla?

  – Ojalá fuera así -replicó Cabral-. No, señor, tendremos que reformar el chip entero.

  – ¿Es el fabricante de Malasia?

  – Siempre nos ha ido bien con ellos -dijo Cabral-. La calidad y la duración siempre han sido bastante buenas. Pero éste es un ASIC muy complejo. Tiene que controlar nuestras propias pantallas LCD, pantallas patentadas por Trion. Simplemente, las galletas no están quedando como debieran…

  – ¿Y si reemplazamos la LCD? -interrumpió Goddard.

  – No, señor -dijo Cabral-. Eso es imposible a menos que reformemos toda la estructura, lo cual tomaría fácilmente seis meses.

  Algo me sacudió. Las palabras clave me saltaron a la cara. ASIC. LCD patentada por Trion…

  – Así son los ASIC -dijo Goddard-. Siempre hay galletas que salen quemadas. ¿Cuál es el índice de rendimiento, cuarenta, cincuenta por ciento?

  Cabral estaba abatido.

  – Cero. Hay un error en el ensamblaje.

  Goddard apretó los dientes. Parecía a punto de estallar.

  – ¿Cuánto tardará reformar el ASIC?

  Cabral dudó un instante.

  – Tres meses. Con suerte.

  – Con suerte -repitió Goddard-. Sí, con suerte. -Su voz se levantaba progresivamente-. Tres meses, y el envío se hará en diciembre. Eso no es bueno, ¿o sí?

  – No, señor -dijo Cabral.

  Le di un golpecito en el brazo a Goddard, pero él no me hizo caso.

  – ¿Y México no puede fabricarlos más rápido?

  La jefa de producción, una mujer llamada Kathy Gornick, dijo:

  – Tal vez una o dos semanas más rápido, pero eso no sería de ninguna ayuda. Además, la calidad no sería estándar, y eso en el mejor de los casos.

  – Joder, esto es un verdadero caos -dijo Goddard. Nunca antes lo había oído decir malas palabras.

  Cogí una tabla de especificaciones del producto y le di un nuevo golpecito en el brazo a Goddard.

  – ¿Me disculpa un instante? -dije.

  Salí corriendo de la habitación, pasé a la sala de espera y abrí el móvil.

  Noah Mordden no estaba en su escritorio, así que lo llamé al móvil. Contestó al primer timbrazo.

  – ¿Qué?

  – Soy yo, Adam.

  – ¿Acaso no he cogido la llamada?

  – ¿Te acuerdas de esa muñeca espantosa que tienes en tu despacho? ¿La que dice «Que te jodan, Goddard»?

  – Quiéreme, Lucille. No, no te la regalo. Cómprate una.

  – ¿No tiene una pantalla LCD en el estómago?

  – ¿Qué estás tramando, Cassidy?

  – Necesito hacerte unas preguntas sobre el driver de la LCD. El ASIC.

  Minutos después, cuando regresé a la sala de conferencias, ingeniero jefe y el jefe de marketing estaban enzarzados en un acalorado debate acerca de si se podría meter otra pantalla LCD en la pequeña caja del Guru. Me senté en silencio y esperé a que hubiera una pausa en la discusión. Finalmente llegó mi oportunidad.

  – Disculpad -dije, pero nadie me hizo caso.

  – Ve usted -dijo Cabral-, ésta es precisamente la razón por la cual debemos posponer el lanzamiento.

  – Pues no nos lo podemos permitir -repuso Goddard.

  Me aclaré la garganta.

  – Discúlpenme un segundo.

  – Adam -dijo Goddard.

  – Sé que esto va a parecer cosa de locos -dije-, pero ¿recuerdan esa muñeca llamada Quiéreme, Lucille?

  – ¿Qué es esto? -gruñó Rick Durant-, ¿un paseo por el Bosque de las Cagadas? No me lo recuerdes. Enviamos medio millón de esas horribles muñecas y nos las devolvieron todas.

  – Correcto -dije-. Y es por eso que tenemos trescientos mil ASIC, fabricados a medida para la LCD patentada por Trion, y todos guardados en un depósito de Van Nuys.

  Alguna que otra risita, algunas francas carcajadas. Uno de los ingenieros le dijo a otro, en voz lo bastante alta como para que todos lo oyeran:

  – ¿Sabe qué es un conector?

  Otra persona dijo:

  – Es para morirse de la risa.

  Nora me miró con una mueca de vergüenza ajena y falsa solidaridad, y se encogió de hombros.

  Eddie Cabral dijo:

  – Ojalá fuera así de fácil, eh, Adam. Pero los ASIC no son intercambiables. Las clavijas tienen que ser compatibles.

  Asentí.

  – El ASIC de Lucille tiene una clavija SOLC-68. ¿No es la misma que tiene el Guru?

  Goddard me miraba fijamente.

  Hubo otro momento de silencio, luego revuelo de papeles.

  – SOLC-68 -dijo uno de los ingenieros-. Sí, eso debería funcionar.

  Goddard barrió la mesa con la mirada y luego dio una palmada sobre la mesa.

  – Muy bien -dijo-. ¿A qué estamos esperando?

  Nora me sonrió con sus labios húmedos y levantó ambos pulgares en señal de aprobación.

  De regreso al despacho saqué de nuevo el móvil. Cinco mensajes, todos del mismo número; uno de ellos decía «Privado». Marqué el número de mi buzón de voz y oí la voz melosa e inconfundible de Meacham.

  – Soy Arthur. No he tenido noticias suyas en más de tres días. Esto es inaceptable. Escríbame antes de mediodía o aténgase a las consecuencias.

  Sentí un sobresalto. El hecho de que hubiera llegado a llamar, lo cual era un riesgo de seguridad a pesar de que la llamada se desviara, demostraba que la cosa iba en serio.

  Tenía razón: había perdido contacto con ellos. Pero no tenía intenciones de recuperarlo. Lo siento, viejo.

  El siguiente era de Antwoine. Su voz sonaba aguda y tensa. «Adam, necesito que venga ahora mismo al hospital», decía en el primer mensaje. El segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, todos eran de Antwoine. El tono de su voz era cada vez más desesperado. «Adam, ¿dónde se ha metido? Vamos, tío, venga inmediatamente.»

  Pasé por el despacho de Goddard -que seguía discutiendo de esto y lo otro con los del Guru- y le dije a Flo:

  – ¿Puede decirle a Jock que he tenido una emergencia? Es mi padre.

  Capítulo 70

  Y a ante
s de llegar sabía de qué se trataba, pero aun así conduje como un loco. Cada semáforo en rojo, cada vehículo girando a la izquierda, cada señal de cincuenta-kilómetros-por-hora-en-horas-de-escuela, todo conspiraba para retrasarme, para evitar que llegara al hospital y viera a mi padre por última vez antes de que muriera.

  Aparqué en zona prohibida porque no tenía tiempo de atravesar el parking del hospital en busca de un espacio, y entré corriendo por la puerta de la sala de urgencias, abriendo las puertas de un golpe igual que los enfermeros de urgencias cuando llevan una camilla, y llegué al mostrador. La encargada, una mujer hosca, estaba hablando por teléfono y riendo. Era evidentemente una llamada personal.

  – ¿Frank Cassidy? -dije.

  Me miró y siguió charlando.

  – ¡Francis Cassidy! -grité-. ¿Dónde está?

  Dejó el teléfono a un lado con aire rencoroso y miró la pantalla de su ordenador.

  – Habitación número tres.

  Atravesé el área de espera corriendo, abrí las pesadas puertas de la sala, y vi a Antwoine sentado junto a una cortina verde. Me miró con rostro inexpresivo, sin decir nada. Tenía los ojos rojos. Cuando me acerqué, sacudió la cabeza y dijo:

  – Lo siento, Adam.

  Abrí la cortina de un tirón y allí estaba mi padre, sentado en la cama con los ojos abiertos, y pensé: «Ya ves, te equivocas, Antwoine, todavía está con nosotros, qué hijo de puta», hasta que me di cuenta de que la piel de su cara no tenía el color habitual, sino un cierto tono amarillento, como de cera. Tenía la boca abierta, eso fue lo más horrible. Por alguna razón me obsesioné con eso; tenía la boca abierta como nunca está abierta Cuando uno está vivo, congelada en un boqueo agonizante, un último y desesperado aliento, furioso, casi un gruñido.

  – No, no -gemí.

  Antwoine estaba de pie detrás de mí con la mano sobre mi hombro.

  – Lo declararon muerto hace diez minutos.

  Le toqué la cara -su mejilla de cera- y estaba fresca. Ni fría ni caliente. Un par de grados por debajo de lo normal, una temperatura que nunca se siente en alguien vivo. La piel, inanimada, parecía arcilla para modelar.

  Me quedé sin aliento. No podía respirar; me sentía en el vacío. Me parecía que las luces titilaban. De repente exclamé:

  – Papá. No.

  Lo miré a través de mis ojos llenos de lágrimas, toqué su frente, su mejilla, la piel roja y áspera de su nariz por cuyos poros asomaban pequeños pelos negros, y me incliné para besar su rostro enfadado. Durante años había besado a mi padre en la frente, y él apenas había respondido, pero siempre estuve seguro de ver un mínimo destello de satisfacción en sus ojos. Ahora no respondía en absoluto. Me quedé atontado.

  – Quería que tuviera la oportunidad de despedirse -me dijo Antwoine. Alcanzaba a oír su voz, el rugido, pero no pude darme la vuelta para mirarlo-. Otra vez tuvo problemas para respirar y en esta ocasión no perdí el tiempo discutiendo, simplemente llamé a la ambulancia. Jadeaba mucho. Dijeron que tenía neumonía, tal vez lleva un tiempo así. Se pusieron a discutir sobre si debían ponerle el tubo pero nunca tuvieron la oportunidad. Yo lo llamé, Adam, lo llamaba y volvía a llamarlo.

  – Lo sé -dije.

  – Había tiempo… quería que le dijera adiós…

  – Lo sé. No pasa nada. -Tragué saliva. No quería mirar a Antwoine a la cara, porque parecía estar llorando, y me sabía incapaz de enfrentarme a eso. Y no quería que él me viera llorar, lo cual era bastante estúpido. Quiero decir que si no lloras cuando muere tu padre, algo anda mal contigo.

  – ¿Ha dicho… algo?

  – Tacos, sobre todo.

  – Quiero decir, ha dicho…

  – No -dijo Antwoine, muy lentamente-. No ha preguntado por usted. Pero usted sabe, había dejado de hablar, había…

  – Lo sé. -Ahora quería que se callara.

  – Sobre todo me insultaba, insultaba los médicos…

  – Sí -dije, mirando la cara de mi padre-. No me sorprende. -Tenía la frente arrugada, el ceño fruncido y se había quedado así. Levanté la mano y toqué las arrugas, traté de alisarlas pero no lo logré-. Papá -dije-. Lo siento.

  No sé qué quise decir con eso. ¿Qué era lo que sentía? Ya le había llegado el momento de morir, y estaba mejor muerto que viviendo en un estado de constante agonía.

  La cortina del otro lado de la cama se abrió. Un tipo de piel oscura con guantes y estetoscopio. Lo reconocí: era el doctor Patel el de la otra vez.

  – Adam -dijo-. Lo siento mucho.

  Su tristeza parecía genuina.

  – Contrajo una neumonía crónica -dijo el doctor Patel-. Debía de llevar así mucho tiempo, pero la última vez, para ser honestos, no la detectamos. Supongo que se nos pasó por alto porque su cuenta de glóbulos blancos no mostraba nada anormal.

  – De acuerdo -dije.

  – En su estado, la neumonía fue demasiado para él. Al final tuvo un paro respiratorio, antes de que tuviéramos tiempo de decidir si lo intubábamos o no. Su cuerpo no pudo tolerar el ataque.

  Asentí de nuevo. No me interesaban los detalles: ¿de qué me servían?

  – Realmente es lo mejor que podía pasar. Podría haberse quedado meses pegado a una respiradora. Créame, eso no le hubiera gustado.

  – Lo sé. Gracias. Sé que hizo todo lo que estaba a su alcance.

  – Sólo le quedaba él, ¿no es verdad? ¿Era su único pariente vivo? ¿No tiene usted hermanos?

  – No. Era el único.

  – Debían estar muy unidos.

  Pensé: ¿ah, sí? ¿Y cómo lo sabe usted, exactamente? ¿Es su opinión como médico profesional? Pero me limité a asentir.

  – Adam, ¿hay alguna funeraria en particular a la cual le gustaría que llamáramos?

  Traté de recordar el nombre de la funeraria que se ocupó de mi madre. Después de unos segundos lo logré.

  – Si podemos ayudarle en algo, no dude en llamarnos -dijo el doctor Patel.

  Miré el cuerpo de mi padre, sus puños cerrados, su expresión de enfado, sus ojos fijos como canicas, su boca en el acto de respirar. Enseguida miré a doctor Patel y dije:

  – ¿Podría cerrarle los ojos?

  Capítulo 71

  Los tipos de la funeraria llegaron en cosa de una hora, metieron el cuerpo en una bolsa y se lo llevaron en una camilla. Eran un par de tipos agradables y fornidos de pelo muy corto, y ambos dijeron «Mi más sentido pésame». Llamé al director de la funeraria desde el móvil y hablé medio atontado sobre los pasos que debía dar. También él dijo «mi más sentido pésame». Me preguntó si había parientes mayores de fuera de la ciudad, para cuándo quería programar el funeral, si mi padre asistía a alguna iglesia en particular y si yo quería que se hiciera la misa en ella. Me preguntó si teníamos un panteón familiar. Le dije dónde estaba enterrada mi madre y que estaba casi seguro de que mi padre había comprado dos tumbas, una para ella y otra para él. Dijo que lo confirmaría con el cementerio. Me preguntó cuándo me gustaría pasar a verlo para hacer los últimos arreglos.

  Me senté en la sala de espera de Urgencias y llamé al despacho. Jocelyn ya se había enterado de que había algún tipo de emergencia con mi padre, y me preguntó:

  – ¿Cómo está él?

  – Acaba de fallecer -dije. Así hablaba mi padre: la gente «fallecía», no moría.

  – Oh -exclamó Jocelyn-. Lo siento mucho, Adam.

  Le pedí que cancelara mis citas de los dos días siguientes y que me pasara con Goddard. Flo cogió el teléfono y dijo:

  – Hola, ¿qué tal? El jefe no está. Tomará un avión para Tokio esta misma noche -y luego preguntó en voz baja-: ¿Cómo está su padre?

  – Acaba de fallecer -dije y rápidamente continué-. Como es obvio, voy a estar un poco ausente durante un par de días, y quería que me disculpara con Jock…

  – Por supuesto -dijo ella-. Por supuesto. Mis condolencias. Estoy segura de que pasará por aquí antes de coger el avión, pero lo entenderá, no se preocupe.

  Antwoine llegó a la sala de espera; parecía descolocado,
perdido.

  – ¿Qué quiere que haga ahora? -preguntó amablemente.

  – Nada, Antwoine -dije.

  Dudó un instante.

  – ¿Quiere que recoja mis cosas?

  – No, nada de eso. Tómate tu tiempo.

  – Es que todo ha sido tan repentino, y no tengo adonde…

  – Quédate en el piso el tiempo que quieras.

  Antwoine cambió de pie de apoyo.

  – Él habló de usted, Adam.

  – Sí, claro -dije. Evidentemente se sentía culpable por haberme dicho que mi padre no había preguntado por mí al final-. Ya lo sé.

  Soltó una risita suave y dulce.

  – No era siempre el hombre más positivo del mundo, pero creo que era así como demostraba su cariño, ¿sabe?

  – Lo sé.

  – Era un viejo duro de roer, su padre.

  – Sí.

  – Nos tomó un buen tiempo llegar a un acuerdo.

  – Se portó muy mal contigo.

  – Así era él, ¿sabe? A mí no me afectaba.

  – Lo cuidaste -dije-. Eso significó mucho para él, aunque no te lo haya demostrado.

  – Lo sé, lo sé. Hacia el final tuvimos algo… como una relación.

  – Le caías bien.

  – De eso no estoy tan seguro, pero teníamos una relación.

  – No, creo que le caías bien. Sé que era así.

  Hizo una pausa.

  – Era un buen hombre, ¿sabe?

  No supe cómo responder a eso.

  – Fuiste muy bueno con él, Antwoine -dije al fin-. Sé que eso significó mucho para él.

  Es gracioso: después de ésa primera vez en que rompí a llorar en el hospital, junto a la cama de mi padre, algo en mí se apagó. No volví a llorar en un mucho tiempo. Me sentía como un brazo dormido, con ese cosquilleo y ese cansancio que se siente en el brazo después de pasar la noche sobre él.

  Al salir de la funeraria llamé a Alana al trabajo y me respondió su buzón de voz: el mensaje decía que estaba «fuera del despacho» pero que revisaría con frecuencia sus mensajes. Recordé que estaba en Palo Alto. La llamé al móvil y respondió al primer timbrazo.

 

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