Goddard se miró al espejo. Por alguna razón me parecía más alto. Tal vez era su postura: no iba tan encorvado como siempre.
– Joder, parezco Liberace -dijo mientras se formaba espuma en sus manos y él se salpicaba la cara-. Usted nunca ha estado aquí, ¿no es cierto?
Negué con la cabeza mientras miraba la imagen del espejo inclinarse hacia el lavamanos y levantarse de nuevo. Sentí una extraña mezcla de emociones -miedo, furia, una fuerte impresión-, tan compleja que casi no sabía qué sentir.
– Pues bien, ya conoce usted el mundo de los negocios -continuó. Parecía casi disculparse-. La importancia del aspecto teatral: el fasto, la pompa y circunstancia, toda esa mierda. No hubiera podido recibir al presidente de Rusia o al príncipe heredero de Arabia Saudí en mi cuchitril de abajo, ¿o sí?
– Enhorabuena -dije en voz baja-. Qué mañana.
Se secó la cara con la toalla.
– Más teatro -dijo con desdén.
– Usted sabía que Wyatt compraría Delphos sin importar lo que costara -dije-. Aunque eso lo llevara a la quiebra.
– No podía resistirse -dijo Goddard. Arrojó la toalla, manchada de naranja y marrón, sobre la encimera de mármol.
– No -dije. Me percaté de que el corazón se me aceleraba-. Por lo menos mientras siguiera creyendo que usted iba a anunciar el gran adelanto técnico del chip óptico. Pero ese chip nunca existió, ¿no es cierto?
Goddard sonrió con su sonrisita de duende. Se dio la vuelta y yo salí del lavabo tras él. Seguí hablando:
– Es por eso que no había solicitudes de patentes, ni archivos de Recursos Humanos…
– El chip óptico -dijo, caminando a pasos de gigante hacia la mesa del comedor- existe sólo en las enfebrecidas mentes y los cuadernos emborronados de un puñado de mediocres de una pequeña y fracasada compañía de Palo Alto. Van en busca de una fantasía que puede o no darse en el curso de su vida, Adam, pero seguro que no en el curso de la mía.
Se sentó a la mesa y me invitó con un gesto a que me sentara a su lado.
Eso hice, y los dos camareros uniformados, que habían permanecido de pie junto a la hiedra a una distancia prudente, se acercaron y nos sirvieron café. Me sentía más que asustado y enfurecido y confundido: me sentía exhausto.
– Pueden ser mediocres -dije-, pero usted les compró la empresa hace más de tres años.
Admito que no era más que una especulación informada: el principal inversor de Delphos, según algunos documentos que había encontrado en Internet, era un fondo de inversiones con sede en Londres cuyo dinero se canalizaba a través de las islas Caimán. Lo cual indicaba que Delphos pertenecía a un jugador de peso, aunque hubiera unas cinco empresas que sirvieran como intermediarias y fachadas.
– Es usted muy astuto -dijo Goddard cogiendo un panecillo dulce y metiéndoselo con gula en la boca-. La verdadera cadena de propiedad es muy difícil de descubrir. Sírvase un panecillo, Adam. Estas cositas de frambuesa y queso crema están de muerte.
Ahora entendía por qué Paul Camilletti, un hombre que ponía todos los puntos sobre las íes, había «olvidado» -muy convenientemente- firmar la cláusula de garantía de la lista de condiciones. Tan pronto como Wyatt se dio cuenta de ello supo que tenía menos de veinticuatro horas para «robarle» aquella empresa a Trion: no tenía tiempo de buscar la aprobación de la junta, aunque ésta hubiera aprobado la compra. Lo cual probablemente no habría ocurrido.
Me fijé en el tercer puesto desocupado, y me pregunté quién sería el otro invitado. No tenía hambre, no me apetecía beber café.
– Pero la única forma de que Wyatt mordiera el anzuelo -dije- era que la información le llegara a través un espía que él creyera haber colocado.
La voz me temblaba. Ahora sentía ira, más que nada.
– Nick Wyatt es un hombre muy suspicaz -dijo Goddard-. Lo entiendo: yo soy igual. Él es un poco como la CIA: no creen en el menor descubrimiento de los servicios de inteligencia a menos que lo hayan conseguido por medio de subterfugios.
Tomé un sorbo de agua helada, tan helada que me provocó dolor en la garganta. El único sonido en aquel vasto espacio era el chapoteo y borboteo de la cascada. La luz del lugar me encandilaba. Allí dentro uno se sentía curiosamente alegre. La camarera se acercó con una jarra de cristal llena de agua para llenar mi vaso, pero Goddard agitó una mano.
– Muchas gracias. Pueden irse, creo que ya estamos bien. ¿Pueden pedirle a nuestro otro invitado que pase, por favor?
– No es la primera vez que hace esto, ¿no es cierto? -dije. ¿Quién me había dicho que cada vez que Trion estaba al borde de la quiebra, algún competidor cometía un atroz error de cálculo, y Trion se recuperaba con más fuerza que nunca?
Goddard me miró de soslayo.
– La práctica hace al maestro.
La cabeza me daba vueltas. El currículum y la biografía de Paul Camilletti lo delataban todo: Goddard se lo había llevado de una compañía llamada Celadon Data, que en ese momento constituía la más grave amenaza para la existencia de Trion. Poco después, Celadon cometió un error tecnológico ya legendario -una movida del tipo Betamax-y-no-VHS- y estuvo al borde de la quiebra hasta que Trion la rescató.
– Antes que yo estuvo Camilletti -dije.
– Y otros antes que él. -Goddard tomó un sorbo de café-. No, usted no fue el primero. Pero me atrevo a decir que fue el mejor.
El cumplido me dolió.
– No comprendo cómo convenció a Wyatt de que la idea del topo funcionaría -dije.
Goddard levantó la mirada cuando se abrió el ascensor, el mismo en el que él había llegado.
Judith Bolton. Me quedé sin aliento.
Llevaba un traje azul marino y una blusa blanca y parecía muy fresca y ejecutiva. Tenía los labios y las uñas pintados de color coral. Se acercó a Goddard y le dio un breve beso en los labios. Enseguida se inclinó hacia mí y tomó mi mano entre las suyas. Sus manos despedían un débil aroma de hierbas y estaban frías.
Se sentó al otro lado de Goddard, desdobló una servilleta de lino y se la puso sobre las piernas.
– Adam quiere saber cómo convenciste a Wyatt -dijo Goddard.
– No es que tuviera que retorcerle el brazo -dijo ella con una risa ronca.
– Eres demasiado sutil para eso -dijo Goddard.
Miré a Judith.
– ¿Por qué yo? -dije al fin.
– Me sorprende que lo pregunte -dijo ella-. Mire lo que ha llegado a hacer. Usted tiene un talento innato.
– Eso y el hecho de que me tuvieran cogido por los cojones por lo del dinero.
– En las empresas hay mucha gente que se sale de la línea recta, Adam -dijo, inclinándose hacia mí-. Teníamos muchas opciones. Pero usted sobresalía. Usted era de lejos el más calificado. Un regalo del dios de la labia. Y con problemas paternales, además.
Sentí que me invadía la furia hasta que ya no pude seguir allí. Me levanté, me paré junto a Goddard y le dije:
– Déjeme que le haga una pregunta. ¿Qué opinión cree que tendría Eli de usted, si lo viera en este momento?
Goddard me miró con expresión vacía.
– ¿Eli?
– Elijah…
– Ah, sí, eso. Elijah -dijo Goddard, y su desconcierto se convirtió en regocijo sardónico-. Sí, eso. Bueno, eso fue idea de Judith -y soltó una risita.
La habitación parecía dar vueltas lentamente y hacerse cada vez más luminosa, más pálida. Goddard me miró con ojos brillantes.
– Adam -dijo Judith, toda interés y simpatía-. Siéntese, por favor.
Me quedé de pie, mirándolos.
– Nos preocupaba -continuó Judith- que empezara a sospechar algo si todo le parecía demasiado fácil. Es usted un joven extremadamente astuto e intuitivo. Todo debía tener sentido; de lo contrario, comenzaría a desarmarse. No podíamos correr ese riesgo.
– Ya sabe -dijo Goddard-. «El viejo me tiene cariño, le recuerdo a su hijo muerto», toda esa mierda. Tiene sentido, ¿verdad que sí?
– Estas cosas no se dejan al az
ar -dije con sarcasmo.
– Exacto -dijo Goddard.
– Muy poca gente, pero muy poca, hubiera podido hacer lo que hizo usted -dijo Judith. Sonrió-. La mayoría hubiera sido incapaz de soportar la doble personalidad, vivir a caballo como lo hizo usted. Es usted una persona extraordinaria, espero que sea consciente de ello. Por eso lo escogimos. Y usted nos dio la razón, y con creces.
– No me lo puedo creer -susurré. Las piernas me temblaban; me parecía que los pies me iban a fallar. Tenía que largarme de allí-. No me lo creo, joder.
– Adam, sé lo difícil que esto debe ser para usted -dijo Judith amablemente.
La cabeza me latía como una herida abierta.
– Iré a recoger mis cosas.
– Nada de eso -gritó Goddard-. Usted no se marchará, no lo permitiré. Los jóvenes tan astutos como usted son demasiado infrecuentes. Lo necesito en el séptimo piso.
Un rayo de sol me cegó; no podía verles las caras.
– ¿Y confiaría en mí? -dije con amargura, moviéndome hacia un lado para quitarme el sol de la cara.
Goddard exhaló.
– El espionaje empresarial, hijo mío, es tan estadounidense como el pastel de manzana y el Chevrolet. Joder, ¿cómo cree que llegamos a ser una superpotencia económica? En 1811, un yanqui llamado Francis Lowell Cabot navegó hasta Inglaterra y robó el más precioso secreto de los ingleses: el telar Cartwright, piedra angular de la industria textil. Eso trajo la revolución industrial a Estados Unidos, nos transformó en colosos. Y todo gracias a un único acto de espionaje.
Me di la vuelta y empecé a caminar. Las suelas de caucho de mis botas chirriaban en el suelo de granito.
– No dejaré que sigan jugando conmigo -dije.
– Adam -dijo Goddard-. Habla usted como un fracasado lleno de amargura. Como su padre. Y yo sé que usted no es así, usted es un triunfador, Adam. Una persona brillante. Usted tiene lo necesario para triunfar.
Sonreí. Comencé a reír suavemente.
– Es decir que soy un mentiroso de mierda. Un embustero. Un estafador de primera clase.
– Créame, usted no hizo nada que no se haga todos los días en empresas de todo el mundo. Mire, hay una copia de Sun Tzu en su despacho. ¿Ha leído ese libro? Toda guerra se basa en el engaño, dice. Y los negocios son la guerra, todo el mundo lo sabe. Los negocios, en los más altos niveles, se basan en el engaño. Nadie lo admitirá en público, pero así es -su voz se suavizó-. El juego es el mismo en todas partes. Es sólo que usted lo juega mejor que nadie. No, Adam, usted no es un mentiroso. Usted es un estratega magistral.
Puse los ojos en blanco, sacudí la cabeza con disgusto y seguí caminando hacia el ascensor.
En voz muy baja, Goddard dijo:
– ¿Sabe usted cuánto dinero ganó Paul Camilletti el año pasado?
Sin mirarle, dije:
– Veintiocho millones.
– En pocos años usted podría estar ganando esa cantidad. Para mí, eso es lo que usted vale, Adam. Usted es tenaz y tiene recursos, joder, es un tipo brillante.
Solté un bufido, pero no creo que Goddard lo escuchara.
– ¿No le he dicho lo agradecido que estoy con usted por habernos salvado la vida en el proyecto Guru? -continuó-. Eso y otra docena de cosas. Permítame que le demuestre mi gratitud de forma más específica. Le ofrezco un aumento de sueldo: a un millón de dólares anuales. Añadiéndole a eso opciones de compra. Tal y como van nuestras acciones, el año que viene podría ganar cinco o seis millones netos. Y doblar eso al año siguiente. Será multimillonario, joder.
Quedé paralizado. No sabía qué hacer, cómo reaccionar. Si me daba la vuelta, creerían que estaba aceptando la oferta. Si seguía caminando, creerían que la estaba rechazando.
– Éste es el círculo de los íntimos, Adam -dijo Judith-. Cualquiera mataría por lo que le estamos ofreciendo. Pero recuerde: no es un regalo. Usted lo ha merecido, nació para este trabajo. Usted es tan bueno como cualquiera que yo haya conocido jamás. Durante estos últimos dos meses, ¿sabe usted lo que ha estado vendiendo? No agendas digitales ni teléfonos móviles ni aparatos de MP3, sino a usted mismo. Ha estado vendiendo a Adam Cassidy. Y nosotros queremos comprar.
– No estoy a la venta -me escuché decir, y me sentí avergonzado de inmediato.
– Adam, dese la vuelta -dijo Goddard irritado-. Dese la vuelta ahora mismo.
Obedecí con expresión resentida.
– ¿Tiene claro lo que pasará si se va de aquí? -dijo Goddard.
Sonreí.
– Por supuesto. Me entregará. A la policía, al FBI, a los que sea.
– No haré nada semejante -dijo Goddard-. No quiero que una sola palabra de todo esto salga a la luz pública. Pero sin su coche, sin su piso, sin su salario, usted no tendrá ningún activo. No tendrá nada. ¿Qué clase de vida es ésa para un muchacho con su talento?
«Son dueños de tu vida… Conduces un coche de la empresa, vives en una casa de la empresa… Tu vida no es tuya…» Mi padre, el reloj estropeado que era mi padre, tenía razón.
Judith se levantó de la mesa y se acercó a mí.
– Adam, comprendo lo que siente -dijo en susurros. Sus ojos se habían humedecido-. Se siente herido, enojado. Se siente traicionado, manipulado, quiere regresar a la rabia reconfortante, segura y protectora de un niño pequeño. Es completamente comprensible: todos nos sentimos así alguna vez. Pero es hora de que deje de lado los comportamientos infantiles. Verá, esto no es un desencuentro, al contrario: usted se ha encontrado a sí mismo. Todo es para bien, Adam. Todo es para bien.
Goddard estaba recostado en su silla con los brazos cruzados. Reflejados en la cafetera y en la azucarera había fragmentos de su rostro. Sonrió con benevolencia.
– No lo tire todo a la basura, hijo mío. Sé que hará lo correcto.
Capítulo 93
Como era de esperar, una grúa se había llevado mi Porsche. La noche anterior lo había aparcado en un lugar prohibido: ¿qué esperaba que sucediera?
De manera que salí del edificio de Trion y busqué un taxi, pero no pasaba ninguno. Supongo que podría haber usado un teléfono de la recepción para pedir uno, pero sentía una necesidad abrumadora, casi física, de largarme de allí. Empecé a caminar por el arcén de la autopista cargando una caja blanca de cartón con las pocas cosas de mi despacho.
Minutos después, un coche rojo y reluciente se acercó al arcén y redujo la velocidad junto a mí. Era un Austin Mini Cooper, del tamaño de una tostadora. La ventanilla del pasajero se abrió y me llegó el exuberante perfume floral de Alana a través del aire de la ciudad.
Me llamó.
– ¿Te gusta? Acabo de comprarlo, ¿no es fabuloso?
Asentí e intenté una sonrisa críptica.
– El rojo es cebo para los polis -dije.
– Nunca conduzco a mayor velocidad de la permitida.
Me limité a asentir.
Ella dijo:
– Suponga que se baja de la moto y me pone una multa.
Volví a asentir. No estaba dispuesto a seguirle el juego.
Alana avanzaba lentamente a mi lado.
– Oye, ¿qué le ha pasado a tu Porsche?
– Se lo ha llevado la grúa.
– Qué rollo. ¿Dónde vas?
– A casa. Harbor Suites.
Me percaté de repente de que Harbor Suites no seguiría siendo mi casa durante mucho tiempo más. El piso no era de mi propiedad.
– Bueno, pues no vas a caminar hasta allí. No con esa caja en las manos. Venga, sube, te llevo.
– No, gracias.
Siguió a mi lado, conduciendo lentamente sobre el arcén.
– Vamos, Adam, no estés enfadado.
Me detuve, me acerqué al coche, solté la caja y me apoyé en el techo. ¿No estés enfadado?
Todo este tiempo me había torturado creyendo que la estaba manipulando, y ella simplemente había cumplido con su trabajo.
– Tú… Te dijeron que te acostaras conmigo, ¿no?
– Adam -dijo con sensatez-, sé serio. Eso no era parte de l
a misión. Es tan sólo lo que en Recursos Humanos se conoce como beneficio extra, ¿no es cierto? -Alana rió, y su risa abrupta me heló la sangre-. Sólo querían que te guiara, que te ayudara a transmitir ciertas pistas, ese tipo de cosas. Pero luego tú viniste a por mí…
– Sólo querían que te guiara -repetí-. Joder, joder. Me pone enfermo.
Levanté la caja y seguí caminando.
– Adam, sólo hice lo que me ordenaron. Si hay alguien capaz de entender eso, eres tú.
– ¿Crees que alguna vez podríamos llegar a tenernos confianza? ¿Y ahora qué? Ahora sólo haces lo que te han pedido, ¿no?
– Ay, por favor -dijo Alana-. Adam, querido, no seas tan paranoico.
– Y yo que llegué a pensar que teníamos una bonita relación -dije.
– Fue divertido. Yo me divertí mucho.
– No me digas.
– Por favor, Adam, no te lo tomes tan en serio. Es sexo y nada más. Y negocios. ¿Qué hay de malo en eso? ¡Créeme, los orgasmos no fueron fingidos!
Seguí caminando y buscando un taxi, pero no había ninguno a la vista. Ni siquiera conocía esta zona de la ciudad. Estaba perdido.
– Vamos, Adam -dijo, avanzando en el Mini lentamente-. Sube al coche.
Seguí caminando.
– Oh, vamos -dijo con su voz aterciopelada, su voz que lo sugería todo, que no prometía nada-. ¿Quieres hacer el favor de subirte al coche?
Joseph Finder
Joseph Finder nació el 6 de octubre de 1958 en Chicago, Illinois. Su plan original era convertirse en espía pero terminó siendo escritor de exitosas novelas de suspenso, una de sus ellas High Crimes fue llevada a la pantalla grande y protagonizada por Ashley Jude y Morgan Freeman.
Finder pasó su niñez entre Afganistán y Filipinas antes de que su familia regresara a Estados Unidos. Joseph se especializó en la historia rusa en la Universidad de Yale de donde se graduó con honores. Antes de terminar la carrera y contando con 24 años de edad publica su primer libro: Alfombra Roja: La Conexión entre el Kremlin y el hombre de negocios más poderoso de América, donde revelaba las relación entre el controvertido Dr. Armand Hammer y la inteligencia soviética. A pesar de que Hammer alegó que era una difamación la Unión Soviética inició una investigación que confirmaba la veracidad de la publicación de Finder.
Paranoia Page 42