Hollywood Station

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Hollywood Station Page 8

by Joseph Wambaugh


  – También podría poner «se reparten coces» -replicó el tipo flexionando los deltoides-. ¿Te hago una demostración?

  – ¡No te me acerques! -gritó Farley-. ¡Olive, eres testigo!

  – ¿Cuál es la redundancia, Farley? -preguntó Olive.

  – ¡Entra en la tienda de una puta vez! -le dijo él.

  Olive comprendió que Farley estaba de muy mal humor y, al entrar, les bloqueó un poco el paso un grupo de seis mujeres y niñas completamente tapadas con chadores y burkas; dos iban hablando por el móvil y las otras dos se levantaron el velo para tomar un sorbo de Starbucks en vaso grande.

  – ¿Por qué no os quitáis esos trapos de Halloween y os vestís a la occidental? -dijo Farley al pasar entre ellas, y luego se dirigió a Olive-. Seguro que son turcas, o gitanas, igual, y van chorizando y escondiéndolo debajo de esos putos faldumentos.

  Una de las mujeres dijo algo en árabe, muy enfadada, y Farley musitó:

  – Hasta la vista a ti también. Bruja.

  Olive quería comprar muchas cosas, pero Farley le dijo que tenían que controlarse y hacer primero un par de pruebas con compras pequeñas. Farley no dejaba de mirar un reproductor de compactos de 69'50 dólares, y dijo que podía vendérselo en el Ruby's Donuts del paseo de Santa Mónica, donde se congregaban muchas transexuales que hacían la calle.

  Olive siempre había tenido el corazón tierno y le daban pena las transexuales, atrapadas entre dos sexos. Había hablado con algunas que se habían hecho operaciones parciales de cambio de sexo, y con dos que habían soportado el proceso completo, incluida la operación de nuez. Pero, a pesar de todo, no habían nacido mujeres, pensaba Olive. Le parecían tristes y siempre la habían tratado bien, antes de conocer a Farley, cuando mendigaba y vendía éxtasis por cuenta de un tipo llamado Willard, que era malísimo. Muchas veces, una trans le daba cinco o diez dólares cuando acababa de hacerse una buena faena y le decía que fuera a comer algo.

  – ¿Estás nerviosa? -le preguntó Farley mientras deambulaban por los almacenes.

  – Sólo un poco -respondió Olive.

  – Bueno, pues deja de estarlo. Tienes que parecer una persona normal, dentro de lo que cabe. -Farley se fijó en un bonito televisor de veintiuna pulgadas pero sacudió la cabeza-. Tenemos que empezar por poco.

  – ¿No podemos hacerlo ya, Farley? -dijo Olive-. Tengo ganas de acabar con esto.

  Farley salió de los almacenes y Olive llevó el reproductor de compactos a la caja en la que había más cola, porque la cajera tendría más trabajo y no se pararía a comprobar si el billete era falso. Lástima que el comprador que iba delante de ella se llevaba un montón de mantas y sábanas y el encargado se acercó a ayudar a la apurada y joven cajera. Echó una ojeada a Olive mientras atendía al cliente anterior y a Olive le dio un mal presentimiento. El presentimiento empeoró cuando el suspicaz encargado le preguntó:

  – ¿Va a pagar con talón?

  – No, en efectivo -dijo Olive con inocencia en el instante en que un empleado que andaba por allí se acercó al encargado e hizo un gesto de asentimiento en dirección a Olive.

  – ¿Dónde está su amigo? -preguntó el empleado recién llegado.

  – ¿Qué amigo? -dijo Olive.

  – Sí, el caballero que insultó a las señoras musulmanas -dijo-. Se han quejado y quieren que lo eche de los almacenes.

  Olive estaba tan conmocionada que no se dio cuenta de que el billete de veinte dólares se le había caído en el mostrador, hasta que el encargado lo recogió, lo miró al trasluz y le pasó los dedos minuciosamente. A Olive le entró pánico. Salió disparada hacia las puertas, corriendo entre compradores y carritos cargados, cruzó el aparcamiento y no paró hasta llegar a la acera de enfrente.

  Cuando Farley se la encontró andando por la acera y la recogió, no le contó lo del dependiente ni la queja de las mujeres musulmanas. Sabía que le sentaría como un tiro y se pondría de un humor horrible, así es que le contó que la cajera, al tocar el billete, había dicho: «Este papel no es bueno».

  Y por eso, Farley volvió donde Sam, y Sam le dijo que, para tener buen papel, lo probase blanqueando billetes de verdad con antigrasa.

  Y ahí estaban, intentándolo de nuevo con dinero de verdad. Olive se había puesto la sudadera de algodón más limpia que tenía y unos vaqueros de talle bajo que le quedaban grandes, aunque Farley se los había robado en la sección infantil de Nordstrom. Y llevaba zapatillas deportivas para salir corriendo si la cosa se torcía otra vez.

  – Hoy va a salir bien -le prometió Farley mientras aparcaba ante RadioShack, aparentemente dispuesto a comprar un reproductor de compactos.

  – Esta vez -le dijo ya fuera del coche- el papel es auténtico, así que no lo sudes. No ha sido fácil reunir tantos billetes de cinco, no la jodas ahora.

  – No sé si parecen buenos del todo -dijo Olive sin convicción.

  – Deja de preocuparte -le dijo Farley-. ¿Te acuerdas de lo que te contó Sam sobre la franja y la marca de agua?

  – Más o menos -dijo Olive.

  – La franja del lado izquierdo dice cinco, ¿vale? Pero en pequeño, muy difícil ver. La imagen del presidente de la marca de agua de la derecha es mayor, pero también es difícil de ver. Así que, si miran el billete a contraluz moviendo la cabeza de izquierda a derecha, ¿qué tienes que hacer?

  – Salir pitando a buscarte.

  – ¡No, no tienes que salir pitando a buscarme, joder! -le gritó, y echó una ojeada alrededor, pero ningún cliente les prestaba atención. Siguió hablando con toda la paciencia de que fue capaz-. Esos retrasados de mierda no van a darse cuenta siquiera de que la franja no es de billete de veinte dólares y que la imagen de la marca de agua es Lincoln en vez de Jackson. Lo hacen rutinariamente, miran pero no ven. Así que, tranquila.

  – Hasta que esté segura de que van a por mí. Entonces salgo pitando a buscarte.

  Farley miró al cielo, aplastante y cargado de contaminación, y pensó: «Contente. Contente, me cago en todo. Esta mujer es más corta que un puñado de pelos de perro». Y, en tono mesurado, dijo:

  – No sales pitando a buscarme. Eso no tienes que hacerlo nunca. No me conoces. Soy un desconocido, joder. Sencillamente, sales de los almacenes a paso rápido y te vas a la calle. Te recogeré en cuanto esté seguro de que no sale nadie detrás de ti.

  – ¿Lo hacemos ya, Farley? -dijo Olive-, Dentro de poco tendré que ir al baño.

  Había mucho movimiento en los almacenes, cuando llegaron. Como de costumbre, unos cuantos vagabundos merodeaban por el aparcamiento pidiendo limosna.

  Uno de ellos reconoció a Farley y Olive. En realidad, tenía su número de matrícula apuntado en una tarjeta que guardaba para un día de lluvia, por así decir. Farley y Olive no llegaron a ver al viejo vagabundo que los miró de arriba abajo cuando entraron. Tampoco lo vieron entrar en los almacenes y acercarse a un hombre que lucía una tarjeta de «encargado» en la camisa.

  El viejo vagabundo dijo algo en voz baja al encargado, el cual no quitó la vista de encima a Farley y Olive en los diez minutos que estuvieron mirando estanterías. Cuando Farley salió del establecimiento, el encargado lo siguió hasta asegurarse de que no volvía a entrar, y entonces regresó a los almacenes a vigilar a Olive, que ya estaba en la cola de caja.

  «Suave -pensó Olive-. Está yendo todo muy suave.» El chico de la caja cogió los cuatro billetes falsos de veinte de la mano de Olive y empezó a marcar la venta, pero entonces sucedió.

  – Déjame ver esos billetes.

  El encargado se dirigió al chico, no a Olive. Ella no se había dado cuenta de que estaba justo a su espalda, y la intervención la sobresaltó tanto que lo único que pudo hacer fue quedarse inmóvil.

  El encargado levantó los billetes a la luz de la tarde, que entraba a raudales por los cristales de los escaparates, Olive le vio mover los ojos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, ¡y no le importó que Farley dijera que eran tan retrasados que no se fijaban en las franjas y en las marcas de agua y toda esa mierda que decía! Ella sabía exactamente lo que tenía que hacer y
lo hizo en ese instante.

  Tres minutos después, Farley la recogió cuando cruzaba la calle a la carrera con el semáforo en rojo, y le asombró que pudiera ser tan veloz, teniendo en cuenta lo consumida que estaba. Unos minutos más tarde, Trombone Teddy entró en RadioShack y el encargado le dijo que sí, que eran unos sinvergüenzas que pretendían colar billetes falsos de veinte. Dio unos cuantos dólares a Teddy de su bolsillo y le agradeció el soplo. Entre unas cosas y otras, Teddy pensó que el día empezaba para él bastante fortuitamente y que estaría bien encontrarse con ese par de anfetamínicos más a menudo.

  Capítulo 4

  Andi McCrea, preguntándose por qué diablos se había presentado voluntaria para leer su ponencia cuando nadie sabía de lo que vivía, optó por sentarse en la esquina de la mesa del profesor como si no le pusieran nerviosa las críticas ni le asustara el profesor Anglund, que no había dejado de rezongar en todo el trimestre sobre el supuesto abuso que de las libertades civiles hacían las fuerzas del orden.

  Con los cuarenta y cinco años a la vuelta de esquina y a las puertas de la prueba oral para ascender a teniente, le parecía importante estar en condiciones de alegar ante el tribunal del examen de méritos que por fin había terminado la licenciatura, e incluso con mención especial, a menos que Anglund la torpedease. Esperaba convencer al tribunal de que su logro académico, a su edad y en combinación con veinticuatro años de experiencia en patrulla e investigación, avalaban su excelencia como candidata a los galones de teniente. O algo parecido.

  Entonces, ¿por qué no se había limitado a decir que no dignamente cuando Anglund le propuso que leyera la ponencia? ¿Y por qué ahora, casi al final del trimestre, al final de su vida universitaria, había escogido escribir una ponencia que sabía que provocaría a su profesor y revelaría a todo el mundo que ella, una compañera de clase tan mayor que podría ser su madre, era policía del LAPD? Respuesta ineludible y sincera: estaba mala, harta de besar el culo a ese templo del saber.

  Discrepaba de casi todo lo que su profesor y otros como él habían dicho a lo largo de los años de esfuerzo que había pasado allí, luchando por el título que tenía que haberse sacado veinte años antes, conciliando el trabajo policial con la vida de madre soltera. Ahora que ya casi había terminado, se avergonzaba de haber guardado silencio mientras saboreaba los sobresalientes altos fingiendo estar de acuerdo con toda la basura que se barajaba en ese reducto sobre lo políticamente correcto, que alguna vez le había provocado arcadas. Quería respetarse a sí misma al final de la carrera académica.

  Para ese esfuerzo, Andi llevaba una americana sport azul de doscientos dólares que había comprado en Banana, en vez de la de sesenta que había comprado en The Gap, y debajo de la chaqueta, una camisa Oxford con botones del mismo tono azul que sus ojos, también de Banana, sin más brillo que unos diminutos tachones en forma de rombo. Unos zapatos negros de tacón bajo completaban el conjunto y, como el jueves se había dado reflejos en la recta y lisa melena corta, se imaginaba que estaba bastante favorecida para la actuación final. Hasta que recibió la llamada la noche anterior: un baño de sangre en Cherokee que le impidió meterse en la cama y le dejó el tiempo justo para ir a casa a toda prisa, ducharse, cambiarse y llegar con puntualidad a lo que ahora temía que sería la debacle. Estaba hecha polvo y tenía el estómago revuelto por la sobredosis de cafeína, y había tenido que emplastarse las ojeras para lograr una remota aproximación a la frescura que sus compañeros de clase rezumaban de forma natural.

  – La ponencia se titula «¿Qué falla en el Departamento de Policía de Los Angeles?» -comenzó Andi mirando a veinte caras tan juveniles que no sabrían quién era Gumby, [10] catorce de las cuales compartían su mismo sexo y sólo cuatro su misma raza. Era de esperar, en una universidad que se preciaba de abierta a la diversidad, donde sólo el diez por ciento de la población estudiantil era blanca no latina. Muchas veces le habría gustado decir «¿dónde está la maldita diversidad, en mi caso? Soy yo quien está en minoría», pero nunca lo había dicho.

  Le sorprendió que el profesor Anglund se quedara en su asiento justamente a su espalda, en vez de colocarse en un lugar apropiado para verle la cara. Supuso que era muy viejo para tener interés en su culo. ¿O nunca lo llegaban a perder?

  – En diciembre de 1997 -empezó a leer-, el agente David Mack del LAPD, cometió un robo en un banco por valor de 772.000 dólares, justo dos meses antes de la desaparición de tres kilos y medio de cocaína de una sala de pruebas del departamento, que fueron robados por el agente Rafael Pérez, del distrito de Rampart y amigo de David Mack.

  El arresto de Rafael Pérez desencadenó el escándalo de la policía del distrito de Rampart en el que Pérez, después de un juicio, llegó a un trato con la oficina del fiscal del distrito para evitar un segundo juicio, e implicó a varios agentes a los que acusó de arrestos falsos, disparos fallidos, palizas a sospechosos y perjurio, parte de lo cual se inventó, al parecer, para reforzar su posición en la negociación del acuerdo.

  La incidencia más notoria, que sin duda no se inventó, implicaba al propio Pérez y a su compañero, el agente Niño Durden; en 1996, ambos habían disparado por equivocación a un joven latino llamado Javier Ovando, al que condenaron de por vida a la silla de ruedas, y después falsearon la declaración alegando que él los había amenazado con un rifle, que ellos mismos habían colocado al lado de su cuerpo, herido de gravedad, para cubrir su acción. Ovando cumplió dos años de cárcel antes de salir en libertad tras la confesión de Pérez.

  Andi levantó la mirada audazmente y prosiguió:

  – Mack, Pérez y Durden son negros. Pero para entender el resultado de todo esto, primero tenemos que examinar la incidencia de Rodney King, sucedida cinco años antes. Fue un caso extraño en el que un sargento blanco, tras disparar al señor King con una Taser al final de una larga persecución en coche, dirigió la paliza que se dispensó al ex convicto, borracho y deteriorado por la droga. Este peculiar sargento parecía resuelto a hacer llorar a King antes de que doce agentes acudieran y, cerrando el círculo en torno al matón borracho, lo esposaran y ahí terminase la cuestión.

  Volvió a lanzar al público una mirada mordaz y continuó:

  – Esos hechos desencadenaron los disturbios subsiguientes en los que, según las declaraciones de los detenidos, la mayoría de los alborotadores no había oído hablar siquiera de Rodney King, pero aprovecharon la ocasión para cometer robos haciéndose pasar por participantes auténticos. A raíz de los disturbios, se reunió en Los Ángeles una comisión dirigida por Warren Christopher, que más tarde sería nombrado secretario de Estado de los Estados Unidos bajo el mandato del presidente Bill Clinton, una comisión que determinó con demasiada rapidez y muy pocas pruebas que el LAPD albergaba un número significativo de agentes excesivamente agresivos, cuando no crudamente brutales, a quienes había que poner freno. El jefe del LAPD, un hombre blanco que, como muchos de sus predecesores contaba con servicio de protección civil, iba a retirarse en breve.

  »De este modo, el departamento pasó a manos de su primer jefe afroamericano, y después del segundo. El primero, un foráneo procedente del Departamento de Policía de Filadelfia, fue el primer jefe de Los Ángeles en muchas décadas que renunció al servicio de protección civil por complacer al alcalde y al ayuntamiento, un retroceso considerable a los tiempos en que los políticos corruptos manipulaban el cuerpo de policía. No tardaron en rescindirle el contrato a instancias de algunos concejales insatisfechos con su gestión y con sus juergas en Las Vegas, que recibieron mucha publicidad.

  »El siguiente jefe negro, un autóctono que había pasado toda su vida de adulto en el departamento de Los Angeles, ostentaba el cargo cuando estalló el escándalo del distrito de Rampart, lo cual dificultó mucho a todos jugar la baza racista. Este jefe y microgestor, al parecer obsesionado con el control, que no tenía en cuenta la moral de los agentes, no tardó en convertirse en enemigo del sindicato de policías. Los agentes de la calle que habían leído Harry Potter lo llamaban Lord Voldemort.

  »David Mack, Rafael Pérez y Ni�
�o Durden fueron a la cárcel, donde Mack se declaró miembro del clan callejero Piru Bloods. Así pues, podemos preguntar: ¿eran policías que se hicieron delincuentes o delincuentes que se hicieron policías?

  Miró las caras con atención pero no vio nada. Bajó otra vez los ojos y siguió leyendo.

  – En 2002, el segundo jefe negro, que ejercía su cargo a satisfacción del ayuntamiento, en realidad no había complacido a los políticos, a la policía ni a los medios de comunicación locales. Se retiró pero después fue elegido diputado. Vino a ocupar su lugar otro foráneo procedente del extremo opuesto del país, un jefe blanco esta vez, que había sido comisario de policía en la ciudad de Nueva York. Además de los frecuentes cambios en la jefatura, el Departamento de Policía terminó operando bajo el dictado de un «decreto de consenso sobre derechos civiles», un acuerdo entre la ciudad de Los Ángeles y el Departamento de Justicia de los Estados Unidos por el que la policía de Los Ángeles estaba obligada a aceptar la rigurosa supervisión de un equipo autorizado por el mismo Departamento de Justicia durante un periodo de cinco años, que está a punto de expirar.

  »Y así, el asediado cuerpo en pleno, del rango superior al último novato, del que fuera el orgulloso LAPD, lamentando la pérdida injustificada de su reputación de gran cuerpo, el más competente, incorrupto e indiscutiblemente famoso del país, se vio sometido a la humillación de actuar bajo la supervisión de foráneos. Cualquier auditor autorizado podía presentarse sin más en una comisaría y, hablando en sentido figurado, registrar mesas de arriba abajo, vaciar bolsillos, poner carreras en peligro y, en general, cortar la iniciativa a los policías en la clase de acciones preventivas que había sido moneda corriente en el departamento, en la época de esplendor anterior a los escándalos de Rodney King y el distrito de Rampart.

  »Y no olvidemos, claro está, la nueva comisión de policía, dirigida por el anterior presidente de la Liga Urbana de Los Ángeles, que hizo la siguiente declaración al L.A. Times antes de asumir el cargo. Cita: «El LAPD tiene institucionalizada de antiguo una cultura según la cual, algunos de sus oficiales creen contar con el apoyo tácito de sus superiores […] para brutalizar e incluso matar a niños y hombres afroamericanos». Fin de la cita. Esta calumnia infundada y cruelmente racista parece ser del gusto de nuestro nuevo alcalde latino, que fue quien lo nombró para su actual cargo y que afirma que quiere armonía en la olla a presión de razas en la que la policía tiene que desarrollar su trabajo.

 

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