Hollywood Station

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Hollywood Station Page 10

by Joseph Wambaugh


  Nathan Weiss tenía treinta y cinco años, una flor tardía según los baremos del mundo del cine. Igual que otros muchos agentes de patrulla del distrito, había estado en control de tráfico y en seguridad cuando las compañías cinematográficas rociaban en la ciudad. La remuneración era excelente para los policías que estaban fuera de servicio, y el trabajo bastante fácil, aunque no tan emocionante como esperaban. Al menos, no cuando las estrellas más cotizadas asomaban sólo unos minutos a la puerta del remolque para repetir una escena si el director no se conformaba con que la hiciera una doble. Después desaparecían otra vez hasta el momento de rodarla.

  Los policías no solían estar cerca cuando se rodaba propiamente, pero cuando lo hacían, enseguida se aburrían. Después de la toma principal hacían otras dos de los protagonistas con primeros planos y ángulos inversos, y los actores tenían que repetir las tomas una y otra vez. Por eso, casi todos los policías se aburrían rápidamente y merodeaban por los alrededores del personal de intendencia, que se ocupaba de la estupenda comida de los actores y técnicos.

  Sin embargo, Hollywood Nate nunca se aburría. Además, en todos los rodajes siempre había titis estupendas que trabajaban de técnicos y machacas. Había también estudiantes en prácticas que soñaban con destacar en la profesión algún día: directores, actores, escritores y productores. Cuando Nate tenía ocasión de hacer muchas horas extraordinarias, en realidad llegaba a ganar más que todos los machacas juntos. Y, al contrario que ellos, él era ajeno al mayor de los temores del mundo del espectáculo: el siguiente trabajo.

  Le encantaba desplegar sus conocimientos sobre el mundo del cine cuando hablaba con alguna titi, que quizá hacía de recadera del primer ayudante de dirección. Solía decir cosas como: «Normalmente hago la ronda por Beachwood Canyon. Eso sí que es el viejo Hollywood. Allí vive mucho personal técnico».

  Y fue por una recadera de ésas por quien Nate Weiss había perdido su no tan dulce hogar hacía dos años, cuando Rosie, su mujer, empezó a sospechar porque cada vez que el teléfono sonaba una vez y colgaban, Nate desaparecía un rato. Rosie fue apuntando la fecha y la hora de las llamadas que sonaban una sola vez y cotejó sus anotaciones con la factura del móvil. En efecto, Nate llamaba siempre a dos números concretos poco después de que el teléfono sonara una sola vez. Seguramente, la guarra ésa tendría dos móviles o dos fijos, y sería muy típico de Nate pensar que podía engañarla con dos números distintos, si llegaba a sospechar.

  Rosie Weiss esperó el momento propicio y, una fría mañana de invierno, Nate volvió a casa del trabajo al amanecer diciendo que estaba rendido, que habían picado el pavo toda la noche persiguiendo a un pájaro nocturno en Laurel Canyon. «Pelando la pava con una pájara de cuenta, querrás decir», pensó Rosie sin dudarlo un momento. Entonces, mientras Nate dormía, hizo un pequeño experimento en el coche de él y luego siguió como si tal cosa el resto del día y de la tarde.

  Después, Nate fue a trabajar. Se sentó en la sala de control de asistencia a escuchar el monótono discurso del teniente sobre el decreto de consenso del Departamento de Justicia al que estaba sometido el cuerpo de policía, además de una velada insinuación sobre la conveniencia de que los coches que patrullaban por las barriadas hispanas del este de la ciudad presentasen fichas de personas no hispanas, aunque no se encontrara ni una en las calles.

  Los policías hacían lo que tenían que hacer desde Highland Park hasta Watts, tanto los que trabajaban en los barrios afroamericanos como en los latinos. Los agentes del LAPD se inventaban «sospechosos» masculinos y presentaban fichas sin nombre ni fecha de nacimiento, con lo cual no se podía hacer un seguimiento. De esa forma, la abundancia de declaraciones de hombres blancos podía convencer a los observadores externos de que la comisaría no respondía a un perfil racista. En un distrito del centro de la ciudad, la proporción de hombres blancos no hispanos había aumentado el 290 por ciento, peatones a quienes supuestamente se había parado de noche a pie de calle, aunque nadie hubiera visto un solo tipo blanco paseando por el barrio de noche. Si a un blanco se le pinchaba una rueda, seguiría conduciendo sobre la llanta antes que correr el riesgo de detenerse. Los policías decían que incluso el coche patrulla debería llevar un cartel en la ventanilla que dijera: «El conductor no tiene dinero».

  Y así el «no preguntes, no cuentes» de las medidas introducidas en el ejército en 1993, aplicado al decreto federal de consenso se convirtió en la versión: «no te preguntamos de dónde salen todas estas fichas de hombres blancos, no nos cuentes nada».

  – Esa tontería de las fichas es tan productiva que la clonación de embriones parece un juego de emparejar colores,.1 su lado -dijo Flotsam antes de que el comandante del turno llegara al control de asistencia.

  – Tendríamos que hacernos todos abogados, se gana mucho más por mentir, aunque haya que vestirse de bonito para hacerlo.

  Al parecer, el Departamento de Justicia no había conseguido estimular la integridad de la policía, sino todo lo contrario, al convertir en mentirosos a los agentes de la calle, obligados como estaban a vivir cinco años bajo el dictado del decreto de consenso, al menos hasta junio de 2006, fecha para la que faltaba un mes.

  Durante aquel tedioso pase de lista, Hollywood Nate se quedó adormilado durante el sermón sobre el decreto de consenso y se sobresaltó cuando el Oráculo asomó por la puerta y dijo:

  – Disculpe, teniente, ¿me presta a Weiss un momento?

  El Oráculo no dijo nada hasta que estuvieron solos en el rellano de la escalera; entonces se volvió a Nate y le dijo:

  – Su mujer está abajo y quiere hablar con el teniente. Quiere ponerle una veintiocho.

  – ¿Una denuncia personal? -dijo Nate desconcertado-. ¿Rosie?

  – ¿Tienen hijos?

  – Todavía no. Preferimos esperar.

  – ¿Quiere salvar su matrimonio?

  – Claro. Es el primero, así que todavía me importa algo. Y su viejo tiene pasta. ¿Qué ha pasado?

  – Entonces, ríndase y pida compasión. No intente escurrir el bulto con palabras, no va a funcionar.

  – ¿Qué ocurre, sargento?

  Hollywood Nate vio con sus propios ojos lo que pasaba cuando Rosie, el Oráculo y él se reunieron en el aparcamiento sur al lado del todoterreno de Nate, aquella nefasta y húmeda noche de invierno. Perplejo todavía, Nate pasó las llaves al Oráculo, éste se las pasó a Rosie y ésta entró en el coche, encendió el motor y puso en marcha el desempañador. Cuando las ventanillas se empañaron antes de limpiarse, Rosie salió del coche y señaló victoriosamente lo que su olfato ele sabueso había descubierto. Allí estaban: en el vaho del parabrisas, del lado del volante, las huellas grasientas de unos pies descalzos.

  – Calza un seis, más o menos -dijo Rosie. Y después se dirigió al Oráculo-. A Nate siempre le han gustado las peonzas pequeñitas. Yo soy demasiado cuerpo para él.

  Nate iba a decir algo, pero el Oráculo se lo impidió.

  – ¡Cállese, Nate! -luego se dirigió a Rosie-. Señora Weiss…

  – Rosie, puede llamarme Rosie, sargento.

  – Rosie. No es necesario meter al teniente en esto. Estoy seguro de que Nate y usted…

  – He llamado hoy al abogado de mi padre mientras este hijo de puta la estaba durmiendo -lo interrumpió-. Se acabó. El sábado me lo llevo todo del apartamento.

  – Rosie -dijo el Oráculo-, estoy convencido de que Nate será muy sincero cuando hable con su abogado. La idea de denunciar formalmente a un oficial por conducta improcedente no la favorecería a usted en nada. Supongo que prefiere que siga trabajando y ganando dinero, en vez de que lo suspendan de empleo y sueldo y que los dos pierdan dinero, ¿no le parece?

  Rosie miró al Oráculo y a su marido, que estaba pálido y silencioso, y sonrió al ver que sudaba por el labio superior, el gilipollas sudaba en plena noche húmeda de invierno. A Rosie Weiss le gustó.

  – De acuerdo, sargento -elijo-. Pero no quiero que este gilipollas ponga un pie en el apartamento hasta que me haya ido del todo.

  – Dormirá en el catre, en el cuar
to del sofá, aquí en comisa ría -dijo el Oráculo- y destacaré a un agente para que quede con usted y pueda recoger lo que Nate necesite para su arreglo personal, hasta que usted se vaya del apartamento.

  Cuando Rosie Weiss los dejó en el aparcamiento aquella noche, había dado un dato más al Oráculo. Le dijo: «De tollos modos, desde que hace tanto músculo en el gimnasio, sólo se empalma mirando a un espejo».

  – Los policías no tendrían que casarse nunca con judías -dijo Nate, que no habló hasta que Rosie se hubo ido-. Créame, es una terrorista. Todo es código rojo en casa, desde que suena el despertador por la mañana.

  – Tiene instinto detectivesco -dijo el Oráculo-, podría sernos útil en el oficio.

  Ahora, dos años después, su mujer se había casado con un pediatra, ya no tenía derecho a la ayuda económica y Nate Weiss era un agente satisfecho del turno medio y aceptaba todo el trabajo extra que podía en televisión con la esperanza de que se le presentase una oportunidad que le abriera las puertas del Sindicato de Actores de Cine. Estaba harto ele decir: «No, bueno, no tengo el carnet del sindicato, pero…».

  El desagradable viaje por las calles de la memoria fue interrumpido por el fin de la sesión y un vigoroso apretón de manos de su nuevo compañero. Era Wesley Drubb, de veintidós años, el hijo menor de un socio principal ele la promotora de propiedad inmobiliaria Lawford and Drubb, que tenía muchísimas propiedades en I Hollywood Oeste y Century City. A Nate le habían asignado al ex niño pijo que había dejado la universidad en el último curso «para encontrarse a sí mismo» y se había inscrito en el LAPD impulsivamente para desesperación de sus padres. Wesley acababa ele terminar los dieciocho meses de prueba y había sido transferido a Hollywood desde el distrito de West Valley.

  Nate pensó que más le valía aprovechar la ocasión. Pocas veces se tenía a un rico por compañero. Quizá consiguiera cimentar una amistad y convertirse en el hermano mayor del chico en el oficio, e incluso convencerlo ele que hablara con su viejo, Franklin Drubb, de una posible inversión en una película independiente que quería producir con otro actor frustrado que se llamaba Harley Wilkes.

  Los policías solían llamar al coche patrulla «tienda» por el número que llevaban en las puertas delanteras y en el capó, parecido al de los comercios. Era para que los coches pudieran ser identificados fácilmente por los helicópteros del LAPD, a los que siempre llamaban «aeronaves». Cuando ya estaban aposentados en la tienda y circulando por las calles que a Nate le gustaba circular aunque no se las hubieran asignado, el joven entusiasta, que iba de copiloto, dijo: «Eso parece un cincuenta y uno cincuenta», refiriéndose a la sección del Código de Instituciones y Bienestar en la que se definía al enfermo mental.

  El tipo era un enfermo mental, en efecto, un vagabundo del paseo, de los que arrastran los pies por Hollywood Boulevard entrando y saliendo de las numerosas tiendas de recuerdos, librerías de adultos y salones de tatuaje, molestando a los vendedores ele los quioscos de prensa de la acera y negándose a irse hasta que alguien le daba unas monedas, lo echaba de allí o llamaba a la policía.

  La policía lo conocía por el nombre de Al el Intocable porque se movía pe)r donde quería; la policía le llamaba la atención con frecuencia, pero nunca lo habían detenido. Al tenía un pase gratuito de saliera de la cárcel que valía más que todos los días de gloria de Trombone Teddy, y esa noche estaba de un humor de perros, gritando y asustando a los turistas, haciéndoles bajarse de la acera por no pasar a su lado allí, en el Paseo de la Fama.

  – Es Al -dijo Nate. Es intocable. Dile que se vaya de la calle, nada más. Te hará caso, si no está de peor humor que de costumbre.

  Hollywood Nate dio la vuelta a la esquina y entró con el blanco y negro en Las Palmas Avenue, y Wesley Drubb, por demostrar a su compañero lo bien puestos que los tenía, salió enérgicamente y se enfrentó a Al.

  – Márchese de la calle -le elijo-. Váyase ahora mismo, está molestando.

  – Que te jodan, papanatas, niñato -respondió Al el Intocable, que estaba borracho y de un humor pésimo de verdad.

  Wesley Drubb se quedó sin palabras y se volvió a mirar a Nate, que había salido del coche y meneaba la cabeza con los codos apoyados en el capó; sabía lo que iba a pasar.

  – Hoy se le han cruzado los cables -dijo Nate-, le salen hasta por las orejas.

  – No tenemos por qué consentírselo -dijo Wesley a Nate. Luego se dirigió a Al y le dijo-: No tenemos por qué consentirle eso a usted.

  Sí, tenían por qué, y Al iba a demostrárselo enseguida. Wesly Drubb sacó los guantes de goma, avanzó y, en cuanto puso la mano a Al en el huesudo hombro, el viejo, con los ojos cerrados, hizo una mueca de apretar, soltó un gruñido y soltó el vientre acuclillándose un poco.

  La explosión fue tan fuerte y húmeda que el policía joven reculó un metro de un brinco. El hedor sulfuroso le dio de pleno inmediatamente.

  – ¡Se ha cagado! -gritó con incredulidad-. ¡Se ha cagado en los pantalones!

  – No sé cómo puede jiñarse a voluntad tan fácilmente -comentó Nate-. Es una habilidad única, la verdad, una especie de última defensa contra las fuerzas de la verdad y la justicia.

  – ¡Qué asco! -gritó el policía joven-. ¡Se ha cagado! ¡Qué asco!

  – Vamos, Wesley -dijo Hollywood Nate-. Vamos a lo nuestro y dejemos a Al terminar lo suyo.

  – Jódete, gilipollas, niñato -dijo Al el Intocable mientras el blanco y negro se alejaba rápidamente.

  Al mismo tiempo que Al terminaba lo suyo, se estaba cometiendo un atraco extraordinario en una joyería de Normandie Avenue, propiedad de un empresario tailandés que tenía, además, dos restaurantes. La pequeña joyería, que sobre todo vendía relojes, iba a exponer esa semana una soberbia colección de diamantes que el sobrino del propietario, un joven de veintinueve años llamado Somchai Tanampai, alias Sammy, pensaba llevarse a casa esa noche al cenar.

  Los ladrones, un armenio llamado Cosmo Betrossian y su novia, una masajista rusa y prostituta esporádica de nombre Ilya Roskova, habían entrado en la joyería justo antes de la hora de cierre con sendas medias en la cabeza. Ahora, Sammy Tanampai estaba sentado en el suelo de la trastienda con las muñecas atadas a la espalda con cinta aislante, llorando porque creía que lo matarían tanto si les daba lo que querían como si no.

  Sammy se obligó a dejar de lanzar miradas a la mesa del fondo, donde estaba el maletín de cartón plastificado que era el cabás del almuerzo de su hijo. Había colocado los diamantes en pequeñas bandejas de expositor y bolsas de terciopelo y los había guardado en el cabás junto a una fiambrera con restos de arroz, huevo y carne de cangrejo.

  Sammy Tanampai pensaba que quizá quisieran los relojes, pero no los tocaron. El hombre, que tenía unas gruesas cejas negras que se unían en una sola, se levantó la media de la cara y encendió un cigarrillo. Sammy le vio unos dientes pequeños, algunos partidos, un incisivo de oro y las encías claras.

  El ladrón se acercó a Sammy, le levantó la cara tirándole del pelo y dijo con un acento extranjero muy marcado:

  – ¿Dónde esconde diamantes?

  Sammy estaba tan aturdido que no contestó hasta que la alta mujer rubia, con la boca pintada de rojo chillón aplastada bajo la media, se acercó, se inclinó y, con un acento menos marcado que el de él, dijo:

  – Habla y no te mataremos.

  Sammy empezó a llorar y entonces notó que la orina le empapaba las ingles; el hombre le apuntó a la cara el cañón de una pistola Raven del calibre 25. Sammy pensó que iban a dispararle con un arma que parecía muy barata. En ese momento, se le desvió la vista involuntariamente hacia el cabás del niño y el hombre siguió la dirección de su mirada.

  – ¡El maletín! -dijo.

  Sammy empezó a llorar abiertamente cuando la alta mujer rubia abrió el cabás del almuerzo que contenía diamantes sueltos, anillos y pendientes por un valor total de 180.000 dólares diciendo: «¡Lo tengo!». Y entonces, el hombre cortó un trozo de cinta aislante y le tapó la boca.

  ¿Cómo lo sabían?, pensaba Sammy preparándose p
ara morir. ¿Quién sabía lo de los diamantes?

  La mujer aguardaba en la puerta mientras el hombre se sacaba del bolsillo del abrigo un objeto pesado. Al verlo, el llanto de Sammy arreció, pero la mordaza lo mantuvo en silencio. Era una granada de mano.

  La mujer volvió a entrar, dio al hombre el rollo de cinta aislante y, por primera vez, Sammy se fijó en que llevaba guaníes de goma. Se preguntó por qué no se habría fijado antes y, de pronto, le invadieron la confusión y el pánico porque el hombre, sujetando la granada por la anilla, se la colocó a él entre las rodillas; luego, la mujer le ató los tobillos con más cinta aislante. La anilla se le clavó en la carne del muslo, por encima de las rodillas y se quedó mirándola.

  – Es mejor que tienes piernas fuertes -le dijo la mujer cuando hubieron terminado-. Si las relajas, la anilla se soltará y morirás.

  Tras esas palabras, el hombre le colocó las rodillas en su sitio, quitó el seguro de la bomba y lo dejó en el suelo a su lado. Sammy gimió y la queja ahogada se oyó perfectamente a pesar de tener la boca amordazada.

  – ¡Calla! -le ordenó el hombre-. No suelta rodillas o tú hombre muerto. Si la anilla sale, tú hombre muerto.

  – Llamaremos a la policía dentro de diez minutos -dijo la mujer-, vendrán a ayudarte. Las piernas siempre juntas, cariño. Mi madre me lo dice todos los días, pero yo no hago caso.

  Se marcharon y no avisaron a la policía. La avisó un lavaplatos mexicano llamado Pepe Ramírez. Iba de camino a su trabajo, en el barrio tailandés y, al pasar con el coche frente a la joyería, le sorprendió ver luz en la parte principal de la tienda. Tenía que estar cerrado ya. El jefe siempre cerraba antes, últimamente, para llegar a sus dos restaurantes a tiempo para los preparativos de la cena. Se preguntó por qué estaría abierta todavía la tienda del jefe.

 

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