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Hollywood Station

Page 16

by Joseph Wambaugh


  – Bueno, ¿y qué hacemos, mama? Tengo para pagar, ¿te enteras?

  – ¿Y qué es?

  – Mira -dijo, y se sacó del bolsillo unas piedras envueltas en plástico-. Esto te llevará de viaje al paraíso, ¿te enteras?

  – Pues vete ahí dentro y véndelo -le dijo, señalando el cibercafé-. Sácate una pasta en moneda de curso legal, vuelves y hablamos.

  – Vuelvo y te enseño la pasta, y te haré más que hablar, te haré berrear, ¿te enteras?

  – Ajá -dijo la dragón, y el chico se fue muy ufano al cibercafé-. No se ven muchos negros por Hollywood últimamente -dijo a Farley y Olive-, sólo negratas gallitos como ése, que vienen aquí de Los Ángeles Sur a gorronear y robar. Tenerlos por aquí rondando me jode el negocio. Le joden todo a todo dios. -Sonrió y añadió-: ¿Te enteras?

  – Si encontramos algo de crystal esta noche vendremos a invitarte -dijo Olive a la drag queen-, no se me olvidan las veces que nos has invitado tú.

  Farley fulminó a Olive con su mirada de «¡Cállate!» y la dragón lo entendió.

  – No te preocupes, cielo, tu hombre lo necesita mucho más que yo, por lo que veo.

  Antes de Olive, época a la que Farley llamaba «A. O.», él trapicheaba mucho por allí. Robaba un estéreo de un coche y lo vendía en el cibercafé desde un ordenador de alquiler. Le mandaban un giro a través de eBay a una sucursal de la Western Union, de donde lo recogía y lo cobraba. Luego volvía al ciber y compraba su dosis de crystal. En aquella época, no se imaginaba la vida lejos de ese lugar.

  Entraron y Farley empezó a buscar a alguien a quien trabajarse. Vio a un tío con el que le habían detenido en una redada de drogas hacía unos años, estaba sentado ante un ordenador cerca de la puerta. Se puso detrás del tipo un minuto a ver qué estaba haciendo.

  El mensaje de correo electrónico decía: «Necesito entradas para el concierto de Tina Turner. Quiero la fila tres. Voy con Pamela».

  – ¡Ése es un pasma, joder! -dijo Farley al anfetamínico, que se sobresaltó y se dio media vuelta en la silla-. Tronco, te estás escribiendo con un pasma. -No se acordaba del nombre del tío.

  – Hola, Farley -dijo el anfetamínico-. ¿Por qué lo dices?

  – Todos los putos pasmas del mundo saben que Tina Turner quiere decir anfeta. ¿Y la fila tres? Piensa, tronco. ¿Qué puede ser? Una postura de tres gramos, ¿no? Y Pamela quiere decir papela, es evidente, joder. Así que ya ves, o estás hablando con el anfetamínico más imbécil del ciberespacio o con un pasma de narcóticos, joder. Ya nadie habla así, lo entiende todo dios.

  – A lo mejor tienes razón -dijo el anfetamínico-. Gracias, tío.

  – Pues, si te acabo de hacer un favor, ¿por qué no me haces otro tú a mí?

  – No tengo hielo ni pasta que pasarte, Farley. Nos vemos luego.

  – Desagradecido, idiota, cabrón -dijo Farley a Olive al volver con ella-. Cuando nos trincaron en Pablo's Taco, hace dos años, y nos llevaron esposados a la comisaría Hollywood, tuvimos que bajarnos los pantalones, doblar la cintura y abrirnos de piernas. Se le salió el crystal volando del culo. Dijo al pasma que no era suyo, que sólo se lo estaba guardando a un tipo que estaba con la condicional y que le había amenazado con la navaja y le había obligado a meterse el crystal en el culo cuando la policía rodeó el edificio del local.

  – ¿Tú lo viste cuando pasó? -preguntó Olive.

  – ¿Qué?

  – ¡Que si viste al de la condicional con la navaja obligándole a meterse el crystal por ahí! ¡Dios, seguro que tu amigo estaba acojonado!

  En momentos así, Farley se quedaba sin habla y pensaba que Olive estaría mejor muerta. Sin embargo, era tan increíblemente idiota que parecía disfrutar de la vida verdaderamente. Quizá fuera ésa la manera de tomarse la vida, pensó Farley. Reblandecerse el cerebro tanto como Olive y, sencillamente, disfrutar del viaje mientras durase.

  Cuando la miró, ella sonrió enseñando las encías y, del hueco izquierdo de la dentadura, le salió una pompa pequeñita al decir:

  – Creo que hay un poco de hierba en casa, y podríamos complementarlo con una botella de vodka de la tienda de Melrose. Dicen que el viejo persa que trabaja ahí por la noche está casi ciego.

  – El persa es el gato, joder, Olive -dijo Farley-, el tío es iraní. Están por todas partes, como las cucarachas. ¡Esto es Irángeles, California, hostia!

  – Ya nos apañaremos, Farley. Tú tendrías que comer algo, y no tendrías que desanimarte ni olvidarte de que mañana será otro día.

  – Dios bendito -exclamó Farley mirándola-. ¡Lo que el puto viento se llevó!

  – ¿Qué, Farley?

  – Eres lo que sería Scarlett O'Hara años más tarde si se hubiera fumado un furgón de hielo de Maui. ¡Se habría convertido en ti! ¡Mañana será otro día! ¡La hostia!

  Olive no entendía nada. Farley tenía que irse a la cama, tanto si podía dormir como si no. Había tenido un día pésimo.

  – Vamos, Farley -le dijo-. Vamos a casa y te preparo un delicioso sándwich tostado de queso. ¡Con mayonesa!

  No había nadie más loco que Jetsam en la playa ni en todo el estado de California, a aquella hora temprana de la mañana del 1 de junio. Así se lo dijo a Flotsam cuando se encontraron en Malibú, mientras descargaban el tablón del Bronco y se paraban a contemplar el océano, los dos con traje negro.

  El cielo era un resplandor dorado que iba en aumento, unos borrones grises cruzaban raudos por encima del horizonte. Al mirar hacia atrás, a los sitios donde había gente, se veían tenues jirones de bruma baja, y unas ceñudas nubes amoratadas iban cuajando sobre los malditos agujeros donde la gente vivía desesperada. Jetsam se dio media vuelta y volvió a mirar al mar, hacia el horizonte esperanzador que refulgía como una cinta interminable de plata, sin hablar un largo rato.

  – ¿Qué te pasa, tronco? -preguntó Flotsam.

  – ¡Me pusieron una trampa el jueves por la noche, colega! -dijo Jetsam.

  – ¿Una trampa?

  – ¡Una puta trampa de Asuntos Internos! Si hubieras estado de servicio, tú también habrías pringao. Estaba trabajando con B.M. Driscoll. Pobre cabrón, para el caso, como si hubiera pegado fuego a unos pandilleros y hubiera matado perros. Siempre se le complican las cosas.

  – ¿Qué pasó?

  – ¿Te acuerdas de aquella trampa de Asuntos Internos que hicieron en el sudeste? ¿Cuándo fue? ¿El año pasado? ¿O el anterior? ¡Cuando dejaron una pistola en una cabina telefónica, joder!

  – Sí, tengo una idea, más o menos -dijo Flotsam, mientras Jetsam enceraba el viejo tablón de tres metros sin dejar de hablar.

  – En aquella ocasión, los incompetentes de mierda de AI que se ocupaban de prepararla dejaron una pistola en una cabina telefónica con un agente encubierto vigilando allí cerca. Hacen una especie de falsa llamada para que vaya allí una patrulla. La cosa es que cuando llega la patrulla que les interesa, vea al tipo, haga una inspección del terreno y se fije en que hay una pistola a la vista. La patrulla le pregunta qué sabe de la pistola y el tipo dice, «¿Quién, yo?», como suelen decir los hermanos de aquella parte. En ese momento, los de AI están observando emboscados, esperando que los polis detengan al hermano acusado de llevar arma. Y, con suerte, quizá hasta le administren unos bofetones cuando se insolente. Y si lo llaman negro, premio gordo, porque se aseguran una estancia en el pasillo de la muerte en espera de la inyección letal. Y después, a lo mejor hacen una fiesta para celebrar el trabajo bien hecho. Pero aquella vez no fue así. Aquella vez se les torció.

  – ¿Qué pasó? Hubo tiroteo, ¿no?

  – Dio la casualidad de que pasaron por allí unos pandilleros antes de que llegara el blanco y negro. Los tipos ven allí al hermano desconocido que no es de los suyos y le pegan un tiro. Entonces, la patrulla de apoyo de AI acudió al rescate y dispararon también, pero sin emplearse a fondo. Yo creía que los policías teníamos que responder en serio ante un tiroteo hostil, pero ésos son el escuadrón de las ratas. Ven la vida diferente a como la vemos los polis normales. Entonces, los pandilleros se largaron y, ¿qué
hicieron los de AI? Cogieron la pistola de marras y salieron por piernas sin esperar la investigación del FID. Es decir, se saltaron todas las putas reglas que los demás tenemos que cumplir en estos tiempos. Su excusa fue que tenían que proteger la identidad del agente encubierto.

  – ¡Qué mierda, tronco! -dijo Flotsam-. Cuando aprietas el gatillo con más fuerza de la cuenta, te quedas a hablar con quien haga falta y cumplimentas los informes. El agente encubierto deja de serlo en cuanto el cañón escupe.

  – Pero no para esas malditas ratas.

  – Entonces, ¿cómo fue lo del jueves por la noche?

  – Eso es lo que me saca de mis casillas. ¡Recurrieron al mismo truco, los muy gilipollas! ¡No tienen imaginación!

  Al principio pensé que iban por B. M. Driscoll. Me contó que había participado en un tiroteo poco claro antes de que lo destinaran a Hollywood y que estaba preocupado por eso. Fue cosa de que disparó a un mexicano sin papeles que iba directo hacia él con el coche cuando el tipo huía después de una larga persecución por carretera. Al día siguiente, lo llama por teléfono a comisaría un ciudadano iracundo y le dice: «Tienes que venir a cortarme el césped ahora mismo. Te has cargado a mi jardinero».

  – Ya -dijo Flotsam-, el jefe dice que tenemos que quitarnos de en medio cuando veamos un coche que viene directo hacia nosotros, como mucho, saludarlo como los toreros, y luego reanudar la persecución siempre y cuando no pongamos en peligro a nadie más que a nosotros mismos. Cualquier cosa menos disparar a un ladrón que puede ser menor. O étnico. Estaría bien que alguien hiciera un cuadro de etnias a las que no se puede disparar en la actualidad, y que el gobernador Arnold les diese una pegatina distintiva para poner en la matrícula. Así sabríamos a qué atenernos.

  – La retirada va contra los rasgos de la personalidad del policía -dijo Jetsam-. A lo mejor pretenden que volvamos a la política de pasar haciendo señas, como nos pasó con Lord Voldemort.

  – A lo mejor tendrían que poner un seguro fijo en el gatillo de todas nuestras armas.

  – El caso es que B.M. Driscoll está convencido de que Asuntos Internos lo tiene en el punto de mira -dijo Jetsam-. Registra su casa cada dos semanas por si le han puesto escuchas. Pero ya lo conoces, si el polen le hace toser un poco, se cree que tiene cáncer.

  – Entonces, ¿lo de la trampa de ayer? ¿Dejaron una pistola en una cabina de teléfono?

  – Un bolso -dijo Jetsam.

  Jetsam le contó que había sido en un cabina de Hollywood Boulevard, naturalmente, donde es frecuente que los turistas tengan esa clase de despistes tontos. Una cabina cerca de la estación de metro. Se acordó de la poca gracia que le hizo cuando el aviso saltó a la pantalla del ordenador. No era nada importante. Una persona anónima había llamado diciendo que había un bolso abandonado junto a una cabina de teléfono. La llamada fue asignada al 6 X 32, una noche en que B.M. Driscoll sustituía a Flotsam.

  – Mierda -dijo B.M. Driscoll, que iba de copiloto. Hay que tomar nota de un objeto perdido. Qué peñazo. -Y añadió: – Bueno, así podré sacar el inhalador de la taquilla. Empiezo a notar silbidos en los pulmones.

  – No tienes silbidos -le dijo Jetsam. Los síntomas imaginarios del compañero estaban machacando a Jetsam-. Mi ex sí que tenía silbidos. Le daba un ataque de asma cada vez que me acercaba a ella en la cama, que era más o menos una vez por cuadrante. No tenía ni idea de que se lo hacía con el fontanero del barrio dos veces a la semana.

  – No me gustan los inhaladores con esteroides -decía B.M. Driscoll mientras Jetsam aparcaba en zona roja cerca del cruce de Hollywood con Highland-, pero respirar es absolutamente fundamental.

  – Asegúrate de que lo cierras -dijo a Jetsam cuando estaba saliendo del coche.

  Le preocupaba que les abrieran la rejilla donde llevaban las escopetas, o que alguien se colara en el coche, hiciera un puente y se lo llevara; le preocupaban los dos uniformes que acababa de recoger de la tintorería, que iban colgados en el asiento de atrás.

  Jetsam cerró el coche, cogió la porra y se dirigió a la cabina, mientras B.M. Driscoll se rezagaba terminando su monografía médica sobre el tratamiento del asma con inhaladores con esteroides, aunque su compañero ya no le oía.

  Era un anochecer de principios de verano en que la capa de niebla matizaba el resplandor del sol poniente y arrojaba una luz dorada sobre la ensenada de Los Ángeles, principalmente sobre Hollywood, por alguna razón. Esa luz decía a la gente: «Aquí hay posibilidades maravillosas».

  Con la sensación del calor seco en la cara, Jetsam miró a las variopintas criaturas que lo rodeaban y vio que también había anfetamínicos y camellos, mendigos y locos habituales, todos mezclados con los turistas. Vio a Mickey Mouse, al dinosaurio Barney, a Darth Vader (sólo uno, esa noche) y a dos King Kong.

  Pero los del disfraz de gorila no daban la talla para interpretar dignamente al gigantesco antropoide; reconoció también a Al el Intocable, que se acercó a uno de los King Kong.

  – Hostias, King Kong, te pareces más a Chita.

  Jetsam dio media vuelta rápidamente porque si se producía algún incidente, no quería saber nada de Al, y menos aún allí, en Hollywood Boulevard, donde una multitud podía presenciar el temible e inevitable resultado.

  Una pareja de policías en bicicleta, un hombre y una mujer, a quienes Jetsam conocía del tercer turno, se acercaron pedaleando lentamente por la acera, por esos setecientos setenta y cinco kilos de losas de mármol y bronce dedicadas a la magia de Hollywood y al glamour del pasado.

  Los agentes en bicicleta lo saludaron con un gesto al pasar y siguieron su camino cuando les indicó, también con un gesto, que estaba allí por algo sin importancia. No le parecieron muy molones, con el casco de bici y ese uniforme azul tan raro al que los demás policías llamaban «pijama».

  – ¿No te parece un poco extraño todo esto? -le dijo B. M. Driscoll cuando lo alcanzó-. Quiero decir, que dejen un bolso ahí y dé el aviso una persona que no se identifica.

  – ¿A qué te refieres? -preguntó Jetsam.

  – Van por mí -dijo Driscoll.

  – ¿Quién?

  – Los de Asuntos Internos. Bueno, la oficina de rendimiento profesional en pleno, para ser exactos, maldita sea.

  Un equipo del FID me frió a preguntas como si fuera un terrorista de Al Qaeda cuando disparé al maldito anfetamínico que iba a tirarse encima de mí. Te digo que AI va por mí.

  – Tío, tienes que ir a ver al loquero del departamento -dijo Jetsam-. No tienes los pies en la tierra, colega. Hablas como si estuvieras trastornado.

  – Oye lo que te digo -replicó Driscoll-, si ese bolso sigue ahí, en medio de este maldito carnaval del paseo, sólo significa una cosa. Una patrulla de apoyo se ha encargado de espantar a cualquier anfetamínico que haya querido cogerlo en los últimos diez minutos.

  Jetsam empezó a ponerse paranoico. Escudriñó con la mirada a cada turista que pasaba por allí. ¿Alguno sería un poli? Aquél de allí lo parecía. ¿Y aquella mujer que fingía leer el nombre de una estrella de la acera? Mierda, el bolso le abultaba como si llevara dentro una Glock del nueve y unas esposas.

  – El bolso sigue ahí -dijo B.M. Driscoll cuando se detuvieron junto a la cabina y vieron el bolso marrón de piel, de mujer, en la bandeja de la cabina-. No lo ha cogido nadie, ni un anfetamínico ni un bienintencionado. Ahí sigue. Si hay dinero dentro, puedes apostar el culo a que es una trampa.

  – Si hay dinero dentro, tendré que reconocer que a lo mejor tienes razón -dijo Jetsam mirando hacia la mujer del bolso abultado. ¡Mierda, lo estaba mirando a él directamente! La chica le dedicó un saludo coqueto y se marchó. Mierda, no era más que una buscapolis.

  B.M. Driscoll recogió el bolso y lo abrió como si de allí fuera a salir una serpiente sorpresa, sacó una cartera gruesa de piel y se la pasó a Jetsam.

  – Dime que me he equivocado.

  Jetsam la abrió; dentro había un carnet ele conducir, tarjetas de crédito y otros documentos de identidad a nombre de Mary R. Rollins, de Seattle (Washington), además de 367 dólares en efectivo.
/>   – Colega, me parece que no estás paranoico -dijo Jetsam-. Olvida lo que te dije del loquero.

  – Vamos a llevarlo directamente a comisaría y hacemos un diez -dijo B.M. Driscoll, refiriéndose a un informe de objetos perdidos.

  – Vamos a llevárselo al Oráculo -dijo Jetsam- y a llamar a Información, a ver si hay algún teléfono a nombre de Mary Rollins. Vamos a comprobar si los documentos son auténticos. No quiero que me lleven al huerto como un vulgar ladrón.

  – No es por ti -dijo B. M. Driscoll, que de pronto no podía controlar varios tics nerviosos de la cara y los ojos-, es por mí. ¡Estoy marcado!

  Cuando llegaron a comisaría, el Oráculo estaba en el retrete leyendo un periódico. Desde fuera del servicio, Jetsam le dijo:

  – ¿Está usted ahí, jefe?

  – Más vale que se trate de algo más importante que su entusiasmo incontrolable porque mañana es día de surf -contestó el Oráculo-. A mi edad, cagar es un asunto serio.

  – ¿Puede venir un momento a hablar con Driscoll y conmigo en la sala de control de asistencia?

  – A su debido tiempo -dijo el Oráculo-. Hay un momento para cada cosa.

  Escogieron la sala de control de asistencia por discreción. El Oráculo registró el bolso y el contenido de arriba abajo. Miró al furioso surfista del pelo engominado y de punta como una cama de faquir y luego al compañero, algo mayor, que movía la nariz como un conejo.

  – Tienen razón -dijo por fin-. Tiene que ser una trampa. ¡Esto es una mierda integral!

  Flotsam y Jetsam estaban tumbados en la arena al lado de los tablones, las toallas y los botellines de agua, cuando Jetsam llegó a esa parte de la historia y se paró a tomar un largo trago.

  – Sigue, tronco -dijo Flotsam-, llega al final. ¿Qué pasó?

  – Lo que pasó fue que el Oráculo se puso como El Niño y todo el mundo se apartó de en medio. Se cabreó, colega. Y entonces comprobé el poderío de tantas sardinas.

  – ¿Qué, además de morir antes de tiempo?

  – Un par de cojones bien puestos y ningún temor, colega. El Oráculo removió lo que hizo falta hasta que la historia salió a flote. Era una trampa, pero como de costumbre, la sección de ética policial la jodió. No iban por B.M. Driscoll. Es tan legal que no quita ni la etiqueta a los cojines nuevos, pero no dijeron para quién era la trampa. A lo mejor, para alguien del tercer turno. Creemos que la centralita se equivocó de unidad al mandar la llamada.

 

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