Era otra clase de ladrón, uno que acababa de dejarse seducir por la emocionante embriaguez del poder y el control, el que esa misma tarde estaba a punto de cometer el segundo atraco a mano armada de su vida. Pero su compañera, que encadenaba cigarrillos sin parar, no estaba satisfecha en absoluto de encontrarse allí esperando, en un coche robado, en un aparcamiento muy lleno.
– Te lo advierto, Cosmo -dijo Ilya, y a Cosmo le pareció un payaso, con la peluca roja y las grandes gafas de sol-, esto es una locura, lo que hacemos.
– Dmitri dice el golpe está bien.
– ¡Dmitri, que le den por el saco! -saltó Ilya, y Cosmo le cruzó la cara de un revés impulsivamente, aunque lo lamentó al instante.
– Dmitri dice esto es que él planea hace mucho tiempo -dijo Cosmo-. Dice buscando persona como tú y yo para hacer esto. Tenemos suerte, Ilya.
– ¡Vamos a morir! -dijo ella, enjugándose los ojos con un pañuelo de papel y retocándose el rímel.
– ¡Vamos a ser ricos! -dijo él-, ¿Qué hace el hombre de la joyería cuando ve mi pistola? ¡Se mea los pantalones! Ves él llorando, ¿no? Los guardias con el dinero no quiere morir. Dmitri dice la compañía de seguros devuelve el dinero. Los guardias ven la pistola y darán el dinero a mí. Ya verás.
Cosmo, que llevaba una visera de los Dodgers y gafas de sol, había recibido una llamada de Dmitri la tarde anterior. Pensaba que sería por los diamantes y, cuando llegó al Gulag justo antes de la happy hour, le dijeron que subiera al despacho privado.
No le sorprendió encontrar a Dmitri con los pies en la mesa, igual que la última vez, y viendo pornografía en la pantalla del ordenador, también. Aunque esta vez era pomo con niños. Cuando Cosmo entró, Dmitri bajó el sonido de los altavoces, pero dejó la pantalla encendida y de vez en cuando echaba una ojeada.
– ¿Quieres hablar sobre diamantes? -dijo Cosmo.
– No -contestó Dmitri-. Pero he pensado mucho sobre el tipo ogcurrente, Cosmo, que es mi amigo. Pienso, sobre cómo consigues los diamantes y cómo vamos hacer el trato por los diamantes muy pronto. Pienso que quizá estás preparado por trabajo más grande.
– ¿Sí? -dijo Cosmo, y Dmitri reconoció la expresión de los ojos: lo tenía en el bote.
– ¿Sientes qué? ¿Fuerte? ¿Sexy? Cuando apuntas el arma a la cara de un hombre es como follar. ¿Me egquivoco, Cosmo?
– Está bien -dijo Cosmo-. Sí, no me importa.
– Pues tengo un trabajo de mucho dinero, en efegctivo. Al menos cien mil, quizá mucho más.
– ¿Sí?
– ¿Sabes el kiosco en el aparcamiento del centro comercial grande? ¿El kiosco de la máquina con cajero automático? Yo sé uno. Sé cuándo llega el dinero egxagctamente. Egxagctamente.
– ¿Coche blindado grande? -dijo Cosmo-. No puedo robar el coche blindado, Dmitri.
– No, Cosmo -dijo Dmitri-, sólo una furgoneta. Dos tipos. Ellos llevan el dinero dentro de un gran…, ¿cómo se dice? ¿Tubo? Como los de soldados rusos con la munición. Un hombre tiene que ir detrás del kiosco, abre puerta con llave, encierra él mismo dentro, regcarga máquina con bonita munición verde del tubo.
– Por favor, Dmitri, ¿cómo sabes todo eso?
– Todo el mundo bebe en El Gulag alguna vez -dijo Dmitri con esa risita que tanto asustaba a Cosmo. Se lo imaginaba riéndose así mientras rajaba los ojos a cualquiera.
– Esos hombres tienen armas, Dmitri.
– Sí, pero sólo son guardias de seguridad normales. Los contratan para esas entregas. Conozgco a los dos hombres. No morirán por salvar el dinero. Es igual porque el seguro paga. Eso lo sabe todo el mundo. Nadie pierde, sólo la compañía de seguros. No hay problema.
– ¿Dos hombres, dos armas, dos llaves?
– Sí, dos llaves, por ¿cómo se dice?, seguridad interna. Tienes que coger el dinero antes que el primer hombre llega a kiosco. Por eso he pensado en ti. En la joyería, demuestras que tienes muchas agallas. Y tienes una mujer con grandes tetas.
– ¿Ilya?
– Sí. Te digo día y hora egxagcto. Ilya estará allí; hace algo en el cajero automático. Ilya sabrá distraer al hombre que va desde la furgoneta con el tubo de dinero. El otro hombre tiene una costumbre, siempre la misma. Espera cuando su compañero llega al kiosco. Entonces baja del coche y va con su llave. -Dmitri sonrió y añadió-: Sólo necesitas un minuto, tipo ogcurrente. ¡Eres la leche, Cosmo!
Y ahí estaban ahora, sentados en un aparcamiento de Hollywood con mucho movimiento, esperando en el Mazda rojo de quince años que el camarero georgiano de Dmitri había robado para ellos, y que tendrían que abandonar, según instrucciones, limpio de huellas en cualquier parte del Hollywood Este.
Ilya se había rehecho, pero cada vez que miraba a Cosmo, éste veía odio en sus ojos. La había abofeteado con anterioridad, pero lo de hoy había sido distinto. Cosmo olía su propio sudor rancio y el miedo de ella. Pensó que quizá lo dejara después de esto. Pero si Dmitri había dicho la verdad sobre la cantidad que había en el tubo, pagaría a Ilya su parte y la dejaría marchar.
Pensó fugazmente en reducir el cincuenta por ciento de Dmitri diciendo que en el tubo había mucho menos dinero del anunciado. Le estimulaba pensarlo, pero lo dejó al acordarse de la siniestra risita de Dmitri. Además, uno de los guardias de seguridad podía ser soplón de Dmitri, por lo que él sabía. E incluso podía saber exactamente cuánto dinero llevaba cada vez.
– Ilya -dijo Cosmo echando un vistazo al falso Rolex-, vete al kiosco ahora.
La furgoneta Chevrolet de color azul parecía cualquier cosa menos un vehículo blindado, para gran alivio de Cosmo. Se quedó inmóvil unos minutos, tal como Dmitri le había dicho, mientras los guardias miraban alrededor sin ver nada fuera de lo común, únicamente compradores que entraban y salían de las tiendas del centro comercial. Sólo una mujer, una pelirroja pechugona, estaba donde el cajero automático, y parecía irritada.
Tenía un bolso negro a su lado, en la bandeja, sacó el móvil e hizo una llamada, o eso parecía. Luego tiró el móvil dentro del bolso con rabia y miró alrededor como si necesitara… ¿qué? Parecía que volvía a probar la tarjeta en el cajero, pero no consiguió nada tampoco esta vez y se alejó un poco mirando hacia la tienda de electrónica que había enfrente del aparcamiento. ¿Buscaría a su marido?
Un guardia miró al otro. Era la última parada del día y no podían quedarse ahí sentados toda la noche por culpa de una mujer inútil. El copiloto se apeó, abrió la puerta corredera de la furgoneta, cogió el único tubo que quedaba y volvió a cerrar la puerta. Luego se dirigió hacia el kiosco y, al llegar ante el cajero, vio a la pelirroja llorando.
En las noticias de las seis dirían que el guardia de seguridad tenía veinticinco años, que era un «actor» procedente de Illinois que llevaba tres años en Hollywood buscando trabajo e intentando entrar en el Sindicato de Actores. Llevaba dieciocho meses en el servicio de seguridad. Se llamaba Ethan Munger.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Ethan Munger a Ilya, parándose sólo un momento.
– No funciona la tarjeta -dijo ella secándose las mejillas con un pañuelo de papel. Y al guardarlo en el bolso, sacó una pistola Raven del calibre 25, una de las dos pistolas callejeras baratas que el camarero había dado a Cosmo. Ilya apuntó al asombrado guardia joven.
El conductor de la furgoneta conectó el micrófono, dio aviso del atraco y salió del vehículo con la pistola en la mano. Fue a la parte trasera de la furgoneta, donde Cosmo Betrossian estaba agachado detrás de un coche aparcado.
– ¡Suelta el arma o muere! -le dijo.
El conductor soltó la pistola y levantó las manos; luego se tumbó boca abajo, según le ordenaron. Era como Dmitri había prometido: sin problema.
Pero Ethan Munger era un problema. El guardia joven empezó a retroceder hacia la furgoneta sin darse cuenta de que su compañero estaba desarmado. Ethan Munger levantó la mano libre, y en la otra llevaba el tubo de metal.
– Señora -le dijo-, usted no quiere hacer esto. Por favor, suelte esa pequeña pistola. Seguro que le estallará en la cara. Su
éltela.
– ¡Suelte el tubo! -gritó Ilya, era lo único que podía hacer para no echarse a llorar, de lo asustada que estaba.
– No se ponga nerviosa, señora -dijo el joven guardia, que seguía retrocediendo al tiempo que Ilya avanzaba hacia él.
A Ilya le pareció que pasaban minutos, aunque sólo fueron unos segundos, y esperaba oír sirenas porque muchos compradores que pasaban se quedaban mirándolos, y una mujer gritó:
– ¡Socorro! ¡Que alguien llame a la policía! -Otra mujer hablaba a voces por el teléfono móvil.
Entonces llegó Cosmo corriendo por detrás del guardia joven, con una pistola en cada mano. Ethan Munger se volvió y, al verlo, quizá por la influencia de muchas películas de Hollywood o de muchos vídeos de acción, intentó sacar el arma. Cosmo le disparó con la pistola del otro guardia. Tres veces en el pecho.
Ilya no cogió el tubo. Sólo guardó la pistola en el bolso y volvió corriendo al coche robado, con el ruido de los disparos todavía en los oídos. Un minuto después, que le parecieron diez, Cosmo abrió de golpe la portezuela de atrás y tiró dentro el tubo y las dos pistolas. Y, durante un momento horrible, no pudo poner el Mazda en marcha. Apagó el contacto y volvió a intentarlo tres veces, hasta que por fin arrancó y salieron rápidamente del aparcamiento.
El quinto turno estaba cargando las bolsas de guerra y demás equipos cuando la unidad 6 A 65 del turno medio recibió un aviso urgente de código 3. Naturalmente, todos los agentes del turno medio terminaron de cargar el equipo a toda prisa, se metieron en el coche y salieron del aparcamiento de comisaría haciendo chirriar las ruedas, en dirección al lugar del atraco, pero con la esperanza de avistar un Mazda rojo con un hombre de pelo oscuro y gorra de béisbol y una pelirroja dentro. La noche no solía empezar así, con un atraco y tiroteo a un guardia de seguridad.
Benny Brewster y B.M. Driscoll, del 6 X 66, fueron los últimos del turno medio que salieron de aparcamiento, cosa que no sorprendió a Benny. B.M. Driscoll tuvo que volver corriendo a comisaría en el último momento a buscar sus tabletas antihistamínicas, que guardaba en la taquilla, porque los primeros vientos estivales de Santa Ana le estaban matando. Benny Brewster esperaba sentado, tamborileando con los dedos en el volante, pensando en la mala suerte que había tenido al perder a una policía heroica como Mag Takara y heredar, a cambio, a un hipocondríaco a quien nadie quería.
Benny había ido tres veces a visitar a Mag al hospital, y la llamaba a diario desde que estaba en casa de sus padres. No sabía si podrían reconstruirle el hueso machacado y dejárselo bien. Mag decía que había recuperado un sesenta por ciento de visión en el ojo izquierdo, y que esperaban mejoría. Le había prometido que volvería a entrar en activo y él le dijo sinceramente que deseaba que llegara ese día.
Todavía no se había fijado fecha para el juicio contra el proxeneta que la había atacado. Mag había comentado a Benny que con la demanda millonaria que había interpuesto contra la ciudad por lesiones internas, consecuencia de las patadas del agente Turner, quizá llegaran a una especie de pacto, un acuerdo por el que el chulo podría solicitar cumplir la pena en una prisión del condado, en vez de en un penal de alta seguridad, a cambio de un arreglo con las empobrecidas arcas de la ciudad. Mag decía que lo sentía mucho por Turner, que había presentado la renuncia antes de que lo despidieran y todavía no sabía si lo llevarían a juicio.
– Ojalá hubiera estado allí, Mag -dijo Benny la última vez que hablaron de ello.
– Me alegro de que no estuvieras, Benny -respondió Mag mirando a su alto compañero negro-. Tienes buenas perspectivas en esta carrera. Se lo predije al Oráculo la primera vez que trabajaste conmigo.
Benny Brewster pensó en todas esas cosas hasta que por fin B.M. Driscoll entró en el coche.
– No bajemos las ventanillas, a menos que sea necesario -dijo. Luego se sorbió la nariz, se sonó y sacó otro pañuelo de papel de una caja que dejó en el suelo, al lado de la rejilla de las escopetas.
Benny puso el coche en marcha y salió despacio del aparcamiento comentando con fastidio:
– Esos jodidos sospechosos del doscientos once que han matado al guardia seguramente ya habrán salido del condado.
B.M. Driscoll no respondió, sólo se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo de papel para leer mejor la posología del antihistamínico.
En lo único que podía pensar Cosmo Betrossian, mientras se alejaba del lugar del atraco, donde agonizaba el guardia de seguridad, era en el camarero del Gulag. Iba a pedir a Dmitri que torturase y matase a ese georgiano hijoputa, si Ilya y él no morían en los próximos minutos. El Mazda robado que, según el camarero, funcionaba perfectamente, se caló en el primer semáforo. Y allí estaba Cosmo, dándole al estárter una y otra vez, cuando un coche de policía pasó de largo a toda velocidad, con las luces encendidas y la sirena ululando, hacia el sitio del que él acababa de huir.
– ¡Hay que salir del coche! -dijo Ilya.
– ¡El dinero! -gritó Cosmo-. ¡Tenemos el dinero!
– ¡El dinero, a tomar por el saco! -dijo Ilya.
El motor casi arrancó, pero Cosmo lo ahogó. Esperó, volvió a intentarlo, y por fin, el coche dio un tirón y empezó a avanzar a trompicones por Gower en dirección sur.
– ¡Hijo de cabrón! -gritó Cosmo. Pensó que Ilya tenía razón y que sería mejor dejar el coche y huir a pie-. ¡Mato al puto georgiano da nosotros este coche!
– ¿Lo dejamos ahora? -dijo Ilya-. Para, Cosmo.
– Ilya -dijo; se le había ocurrido una idea de pronto-. ¿Sabes dónde estamos ahora?
– Sí, en Gower Street -dijo-. ¡Para el coche!
– No, Ilya. Casi estamos a la casa del miserable adicto Farley.
– ¿Y a quién importa un bledo ese drogadicto de mierda? -dijo Ilya, que nunca había estado en casa de Farley y no entendía las implicaciones-. ¡Para el coche! ¡Me bajo!
– Ilya -dijo Cosmo, que sabía que estaban a manzana y media, nada más. A manzana y media-, por favor, no bajas. ¡Farley tiene pequeño garaje! Farley siempre aparca su coche de mierda en la calle, así es fácil empujar para arrancar.
– ¡Cosmo! -gritó ella otra vez-. ¡O te mato a ti o a mí! ¡Para el coche! ¡Déjame salir!
– Dos minutos -insistió él-, y estamos a la casa de Farley. Ponemos este coche en su garaje. Nuestro dinero, a salvo. ¡Nosotros, a salvo!
El Mazda siguió por Gower a trompicones, estremeciéndose, hacia la calle residencial de Farley Ramsdale. Cosmo Betrossian temía no llegar siquiera a la curva, pero llegaron. Como si el vehículo tuviera mente y voluntad propias, se lanzó en un último esfuerzo por la suave cuesta arriba del sendero de la entrada y, con un último sobresalto, expiró junto al viejo chalet.
Cosmo e Ilya salieron rápidamente. Cosmo abrió el garaje, se llevó unas cajas de chatarra y una vieja bicicleta oxidada al patio de atrás e hizo sitio al Mazda. Tuvieron que empujar el coche entre los dos para dejarlo dentro del garaje. Cosmo se guardó las dos pistolas en el cinturón, cogió el tubo del dinero y cerró la puerta, infestada de termitas.
Fueron a la puerta principal de la casa y llamaron; nadie contestó. Cosmo intentó abrir, pero estaba cerrado con llave. Dieron la vuelta hasta la parte trasera, Cosmo abrió la cerradura con una tarjeta de crédito y entraron a esperar el regreso de sus nuevos «socios».
Cosmo pensaba que ahora tenía más motivos que nunca para matar a los dos drogadictos, y tenía que hacerlo nada más que entrasen en la casa. Pero no con la pistola, los vecinos estaban muy cerca. Entonces, ¿cómo? ¿Ilya le ayudaría?
En el tubo había 93.260 dólares en billetes de veinte. Cuando terminaron de contarlo, Ilya se había fumado seis cigarrillos y estaba un poco más tranquila, aunque le temblaban las manos. Cosmo empezó a reírse a lo tonto, no podía parar.
– ¡No hay tanto dinero Dmitri promete, pero estoy contento! -dijo Cosmo-. No soy un cerdo codicioso. -Eso le hizo tanta gracia que siguió riéndose-. Tengo llamo a Dmitri pronto.
– Mataste al guardia -dijo Ilya muy seria-. Nos pillarán, nos llevarán a la ca
sa de la muerte.
– ¿Cómo sabes que está muerto?
– Vi los tiros en él. Tres. Aquí en medio -dijo, tocándose el pecho-. Es hombre muerto.
– Mierda de tío -dijo Cosmo, irritado ahora-. ¡No entrega el dinero! Dmitri dijo no hay problema, el guardia entrega el dinero. Yo no tengo la culpa, Ilya.
Ilya sacudió la cabeza y encendió otro cigarrillo. Cosmo también se encendió uno y empezó a guardar fajos de billetes en el tubo; dejó fuera ochocientos dólares y se los repartió con Ilya.
– Con esto, menos preocupación por la casa de la muerte, ¿no? -le dijo.
Volvió a llevar el tubo al coche con la intención de guardarlo en el maletero, pero la llave del motor no lo abría. Maldiciendo otra vez al georgiano, dejó el tubo en el asiento de atrás del Mazda y cerró la portezuela.
Cuando volvió a la casa, Ilya se había tumbado en el maltratado sofá como si tuviera un terrible dolor de cabeza. Se acercó y se arrodilló a su lado con una sensación muy sensual.
– Ilya -le dijo-, ¿recuerdas cuánto sexo sentimos cuando robamos los diamantes? Yo lo siento ahora también. ¿Y tú? ¿Quieres follamos hasta que los sesos salen afuera de mi cabeza?
– Si me tocas ahora, Cosmo -le dijo-, te juro que te saco los sesos afuera de la cabeza de un tiro. Lo juro por la virgen santa.
A un kilómetro de allí, Farley y Olive estaban sentados otra vez en el Pinto de Sam, aparcados junto al cibercafé. Vieron entrar y salir a varios anfetamínicos después de hacer sus trapicheos por Internet, pero no vieron a ninguno que pudiera tener algo de crystal aceptable en venta.
– Vamos a lo de los tacos -dijo Farley-. Tenemos que devolver el coche a Sam antes de que anochezca y recoger nuestro cacharro de mierda. Supongo que ya habrá arreglado el carburador. Una cosa buena que tiene ser anfetamínico: Sam es capaz de estarse sentado horas a la mesa de la cocina con mi carburador deshecho en mil piececillas y pasárselo de miedo. Como si fuera un rompecabezas o algo así, joder. Si se para uno a pensarlo, el crystal tiene algunos efectos colaterales beneficiosos.
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