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Hollywood Station

Page 29

by Joseph Wambaugh


  – ¿Cuánto tiempo estás despierta? -le preguntó.

  – Tres horas -dijo ella-. Tengo muchos pensamientos.

  – ¿Y qué es la idea nueva?

  – ¿Cuánto pagará Dmitri por los diamantes?

  – Veinte miles -mintió.

  – De acuerdo -dijo ella-. Das a Dmitri los diamantes, sin pagar. Nosotros nos quedamos el dinero.

  – ¿Todo el dinero?

  – No, repartimos con Farley y Olive. Hacemos el mejor trato que podemos. Después nos vamos fuera de Los Ángeles, a San Francisco. Empezamos de nuevo. Sin más armas, sin más muertos.

  – Ilya, Dmitri sabe cuánto dinero tenemos. ¿No pones la televisión y oyes las noticias?

  – No -dijo ella-, no deseo oír nada más.

  – Las noticias dice cuánto tenemos. Dmitri quiere la mitad, seguro.

  – Podemos salir de Los Ángeles con casi cincuenta mil, aunque damos a Farley la mitad. No podemos dar dinero a Dmitri, a Dmitri damos los diamantes.

  – No es suficiente. Nos matará, Ilya. Ahora está loco porque no llamo, lo sé. Está muy, muy loco ahora, lo sé.

  – Nos vamos de Los Ángeles.

  – Nos buscará en San Francisco y nos matará.

  – Nos arriesgamos.

  – ¿Crees Farley y Olive no cuentan a la policía sobre nosotros, cuando les damos el dinero?

  – No. Ellos necesitan droga. Necesitan dinero para drogas. Cuando tienen la mitad del dinero serán…, ¿cómo se dice? Socios en el delito. No pueden decir nada a la policía. Esperaremos dos días o tres. Seguro que los adictos no ven el Mazda en el garaje. Y debajo de la casa jamás van en toda su vida. Estaremos bien dos o tres días. Nos esconderemos aquí.

  – Ilya, nos quedamos la mitad del dinero y damos la otra mitad a Dmitri. -A punto estuvo de contarle la verdad sobre el acuerdo de los diamantes cuando añadió-: Puedo regateo con Dmitri, creo. Digo a Dmitri yo quiero treinta y cinco miles por diamantes. Entonces tendremos casi ochenta y cinco miles y nos quedamos en Los Ángeles. Todo esto si dejas mato a los adictos. Sé cómo. Tú no tienes haces nada. -Ya había terminado, pero quiso añadir una posdata-. Por favor, Ilya. Tú amas la vida aquí. Tú amas mucho la vida en Hollywood. ¿Me equivoco?

  A Ilya se le había corrido el rímel cuando se levantó y fue a atender el hervidor del agua, que estaba en el fuego. Se quedó allí de pie un largo rato, en silencio. Después, de espaldas a él, dijo:

  – De acuerdo, Cosmo. Mátalos. Y nunca jamás no hablas de ello. ¡Jamás!

  Capítulo 15

  La parte sureste del distrito de Hollywood, cerca de Santa Mónica Boulevard y Western Avenue, era terreno de clanes latinos, como los patrulleros de la Calle 18 y algunos salvadoreños del enorme clan MS-13. White Fence, uno de los clanes mexicanoestadounidenses más antiguos, operaba en los alrededores de Hollywood Boulevard y Western, mientras que la mafia mexicana, alias MM o El Eme, sólo asomaba esporádicamente, aunque en algunos aspectos era el clan más poderoso de todos e incluso ejercía influencias mortales dentro de las prisiones del estado. En Hollywood no operaban clanes negros como los Crips y los Bloods de Los Ángeles Centro Sur y Sureste, porque había muy pocos negros afincados en la zona de Hollywood.

  Wesley Drubb se empapaba de esa clase de datos, que él consideraba emocionantes, y había tenido ocasión de aumentar su experiencia trabajando de prestado dos noches con la unidad 6 G 1, una patrulla antimafias del distrito de Hollywood. Pero ahora, mientras recorrían Rossmore Avenue bordeando el club de campo Wilshire, iba aburriendo soberanamente a Hollywood Nate Weiss con su cháchara pandillera, ridícula y fuera de lugar.

  – Según estimaciones del Departamento de Correccionales de California, El Eme cuenta con cerca de doscientos miembros en el sistema de prisiones.

  – No me digas. -Nate miraba los lujosos edificios de apartamentos y pisos de propiedad de ambos lados de su calle predilecta de Los Ángeles.

  – Generalmente, se identifican porque llevan tatuada una mano negra con una M en la palma. En la prisión de máxima seguridad de Pelican Bay, un miembro del MM tenía sesenta mil dólares en una cuenta fiduciaria antes de que las autoridades se la congelaran. ¡Hacía negocios desde dentro del penal más estricto!

  – ¡Qué me cuentas! -Nate se imaginaba a Clark Gable con corbata negra y a Carole Lombard de azabache, los dos sonriendo al portero al salir a pasar la noche en la ciudad. En el Coconut Grove, quizá.

  Después, adaptó la fantasía a medida de Tracy y Hepburn, aunque sabía que ninguno de ellos había vivido nunca en esa calle. Pero, qué demonios, era su fantasía.

  – Se sabe que algunos pandilleros importantes han ordenado golpes desde la cárcel -dijo Wesley-. Si estás «en la chistera» o te dan «luz verde» significa que van por ti.

  – Qué curioso -dijo Nate-. En el mundo del cine, luz verde quiere decir permiso para hacer una película. En Hollywood significa que estás vivo. En la cárcel, que estás muerto. Qué curioso.

  – Me han dicho que a veces, en Hollywood hay delincuentes organizados del sureste de Asia, de los Tiny Oriental Crips y los Oriental Boy Soldiers. Y hasta podemos tropezar con ellos.

  – No creo -dijo Nate-. Yo sólo he tropezado con asiáticos sensibles y observadores de la ley que te clavarían un cuchillo en el cuello si los llamas orientales.

  – El nombre de clan asiático que más me gusta -dijo Wesley- es Tiny Magicians Club, también llamado TMC.

  – ¡Dios mío! -exclamó Nate-. TMC es The Movie Chanel, el canal de cine. ¿Es que ya no hay nada sagrado?

  – Ya sabía algo de los mandamientos judiciales solicitados por civiles para mantener a raya a los clanes -dijo Wesley-, ¿pero sabías que hay que enviar a los pandilleros personalmente enormes cantidades de documentos legales relacionados con todos los artículos del mandamiento judicial? Puede considerarse ilegal la reunión de dos o tres pandilleros, y también la posesión y uso de teléfonos móviles. ¿Lo sabías?

  – La posesión de teléfono móvil por cualquier persona del género femenino mientras intenta manipular un vehículo de motor tendría que ser delito en primer grado, te lo aseguro.

  – Es posible que la próxima vez -dijo Wesley- pueda ver los tatuajes de cerca, hablar con algún pandillero y enterarme de cosas sobre las guerras de los clanes.

  – ¿Detecto una rata de barrio en ciernes? -dijo Nate bostezando-. ¿Vas a solicitar el traslado, Wesley? ¿A la calle Setenta y Siete, o al sureste, donde la gente tiene lanzacohetes en casa por protección personal?

  – Cuando me mandaron a Hollywood, oí decir que era un buen distrito de delincuencia menor. Supongo que me gustaría ir a un buen distrito de delincuencia en primer grado. Me han contado que en la época anterior al decreto de consenso, la unidad CRASH del distrito de Rampart tenía un cartel que decía: «Intimidamos a quienes intimidan a otros». Imagínate lo que sería trabajar con esa brigada organizada.

  Nate miró a Wesley como miraría un cafetucho del Dunkin' Donuts o un indigesto pastelillo industrial y le dijo:

  – Wesley, los tiempos de gobierno y mando del LAPD se han terminado y no volverán.

  – Bueno -dijo Wesley-, me parecía que un sitio como el distrito Sureste tendría más… retos que ofrecer.

  – Pues, adelante -le dijo Nate-, ve a disfrutar de largas noches en los garitos donde se vende droga, grita «¡Policía!» y escucha el mido de la cisterna de todos los retretes del edificio. Diversión policial en el gueto. Ver a los patrulleros cruzándose señales gana de lejos a las celebraciones de la alfombra roja, donde la fila de tetas se extiende desde Hollywood Boulevard hasta el infinito, ¿no es eso?

  Ciertamente, Wesley Drubb deseaba trabajar de policía en territorio de bandas o en cualquier parte donde pudiera haber auténtica acción. Su tensión y su estado de nervios iban en aumento y Nate lo aburría mortalmente alejándolo de las calles semiperversas de Hollywood con sus incursiones interminables en el pasado de Hollywood. El territorio de los clanes estaba allí y él estaba aquí… ¡haciendo turismo!

  En silencio, Wesley conducía mordiéndose u
na uña. Por fin, Nate se dio cuenta y dijo:

  – Eh, compa, parece que estás muy tenso. ¿Problemas con la novia, quizá? Soy experto en el tema.

  Wesley no estaba suficientemente lejos del periodo de prueba como para decir: «Me tienes hasta los cojones, Nate. Estás acabando conmigo con esos viajes a lo largo y ancho de la historia del cine», de modo que dijo:

  – Nate, ¿te parece que estamos bien patrullando aquí, alrededor del club de campo? Estamos en el área de Wilshire, pero nosotros trabajamos en la Hollywood.

  – Deja de decir área -le dijo Nate-. Distrito es más propio de policías. No soporto tantas palabras nuevas para todo.

  – De acuerdo, distrito de Hollywood, entonces. En estos momentos estamos fuera, estamos en el distrito de Wilshire.

  – Sólo unas pocas manzanas, eso no es nada -dijo Nate-, Mira alrededor. Esto es magnífico.

  Hollywood Nate se refería a Rossmore Avenue, donde los elegantes edificios de apartamentos y caros pisos de propiedad reconvertidos tenían nombres como «The Rossmore», «El Royale» «The Marlowe» y «Country Manor», todos a un corto paseo de un campo de golf muy selecto. Estaban construidos en los estilos francés, español y beaux arts de la edad de oro de Hollywood.

  – ¿Te gustaría patrullar por el Centro de Celebridades de la Iglesia de la Cienciología? -preguntó Nate a Wesley, al ver que no le entusiasmaba la arquitectura-. A lo mejor vemos a John Travolta. Pero no podemos fastidiar a ninguno de sus supuestos feligreses, o los agentes de seguridad fascistas que tienen ahí nos darán la bulla. ¿Sabes que hasta se quejaron una vez por nuestra aeronave? Dijeron que querían convertir su sede en zona de vuelo restringido para el LAPD.

  – No, la verdad es que no me interesan nada la cienciología ni John Travolta.

  – Parece que estemos en Europa -dijo Nate mientras el sol poniente alumbraba la entrada de El Royale-. ¿No te imaginas a Mae West saliendo por esa puerta, pavoneándose, yendo del brazo de un pedazo de actor y dirigiéndose a la limusina que espera en la calle?

  «Mae West» era el nombre que daba el padre de Wesley Drubb a los chalecos salvavidas que guardaba en un yate de motor de veintitrés metros de eslora que tenía amarrado en el puerto deportivo. Wesley no sabía que los llamaba así por una persona de verdad.

  – Sí, Mae West -dijo.

  – Un día viviré en un edificio de ésos -dijo Nate-. Los clubs de campo de la zona restringían el acceso a los judíos. Y a los actores. Creo que fue Randolph Scott quien les dijo: «No soy actor, y tengo cien películas que lo demuestran». Pero luego me dijeron que había sido Víctor Mature, e incluso John Wayne, y eso que no jugaban al golf. Pero es una buena anécdota de Hollywood, sea de quien sea.

  Wesley ni siquiera había oído el nombre de los dos primeros actores golfistas y se le estaban tensando mucho el cuello y los músculos de la mandíbula. Incluso le rechinaban los dientes, y sólo se relajó cuando Nate dijo:

  – De acuerdo, vamos a buscarte a un chico malo para que lo metas en la cárcel.

  Y por fin, con una enorme sensación de alivio, Wesley Drubb recibió permiso para salir del Hollywood de película y dirigirse a la película del Hollywood de verdad. Ya estaba oscuro cuando pasaron por el centro gay y lésbico.

  – Ahí es donde van a soltarse la melena, o las extensiones -dijo Nate-. En Hollywood, todo el mundo tiene un sitio donde soñar. No entiendo cómo no estás satisfecho.

  – Mira cómo anda ese tío -dijo Wesley unos minutos después, en Santa Mónica Boulevard-. Vamos a darle un repaso.

  Nate miró a la acera de enfrente, a un tipo pálido y demacrado, de unos cuarenta y pocos años, que llevaba un jersey negro de escote redondo y manga larga con pantalones vaqueros, y que caminaba por el paseo con las manos en los bolsillos.

  – ¿Qué le ves tú, que yo no le veo?

  – Apuesto a que está en libertad condicional. Anda como se anda en el patio de la cárcel.

  – Has aprendido mucho con la unidad anticlanes -dijo Nate-, incluso algo que quizá valga la pena, pero yo todavía no lo he visto.

  – Los agentes de la condicional llevan unos meses de retraso en la informatización de los expedientes, pero de todos modos, podríamos comprobar en qué situación está ése, ¿de acuerdo? Aunque no encontremos expediente, a lo mejor lleva algo de droga.

  – A lo mejor sólo va a una cita -dijo Nate-. Estamos en Santa Mónica Boulevard, el hogar del amor de chicos y matones homosexuales. A lo mejor busca a alguien como el que dejó en la cárcel, un tipo con una chica desnuda tatuada en la espalda y un agujero del culo como el metro de Hollywood.

  – ¿Lo paramos?

  – Sí, adelante, desfógate -dijo Nate.

  Wesley aparcó a unos cuantos metros detrás del tipo y los dos policías salieron y lo alumbraron con la linterna.

  Estaba acostumbrado. Se detuvo y se sacó las manos de los bolsillos. Con un tipo así, se ahorraban muchos preliminares y, cuando Wesley le preguntó si llevaba identificación, el tipo les clavó una mirada rencorosa de rendición; sin que se lo pidieran, se remangó las mangas del jersey y les enseñó los antebrazos, cubiertos de tatuajes carcelarios sobre antiguas cicatrices.

  – Ya no me meto -dijo.

  – Le veo el colocón en los ojos, hermano -le dijo Nate alumbrándole la cara de cerca.

  – Bebo como los alcohólicos de los bajos fondos -contestó el ex convicto-, pero ya no me pincho. Me harté de que me empapelaran por once cincuenta y cinco. Siempre estaba con el mismo rollo y no paraban de empapelarme. Cumplía cadena perpetua a semanas, unas pocas cada vez.

  Wesley rellenó una ficha con el nombre del tipo, cuya identificación decía que se llamaba Brian Allen Wilkie, y pasó la información por el terminal móvil; volvió con un largo historial de drogas pero sin órdenes de búsqueda ni de arresto.

  – ¿Adónde va? -le preguntó Nate antes de dejarlo marchar.

  – A Pablo's, a comerme un taco.

  – Eso es Villanfeta -dijo Nate-. No irá a decirme que ahora fuma crystal, en vez de pincharse jaco.

  – Voy pasito a paso, tío -dijo Brian Wilkie-. No quiero que se entere mi agente de la condicional, pero privo y fumo algo de meta de vez en cuando. Eso es un paso adelante, ¿no?

  – No creo que sea eso lo que quieren decir Alcohólicos Anónimos con «pasito a pasito», amigo -dijo Nate-. Contrólese.

  Unos minutos después, cuando Wesley pasó ante Pablo's Tacos, vieron un coche viejo aparcado enfrente y un par de anfetamínicos delgados discutiendo con otro tipo, que también olía a anfetamínico desde lejos. Discutían tan animadamente que no vieron el blanco y negro cuando Wesley aparcó a medida manzana de ellos y apagó las luces para observarlos.

  – A lo mejor uno da un navajazo al otro -dijo Nate-, y entonces puedes cargarle delito en primer grado. O mejor todavía, a ver si uno de ellos saca la pipa y así nos liamos en un tiroteo. ¿Así se te pasaría el aburrimiento?

  Farley Ramsdale agitaba los brazos como las personas que padecen esa enfermedad tan terrible cuyo nombre Olive no recordaba, y se estaba asustando. A Farley le caía saliva por la barbilla y chillaba como loco porque el pequeño anfetamínico al que llamaban Little Bait no quería venderle una de las papelinas que tenía. Farley no quería pagarle tanto como pedía y había intentado que se lo rebajara.

  A Olive le parecía cruel y despreciable que Little Bart le hiciera eso a Farley, cuando Farley le había vendido tantas veces a un precio razonable. Pero dar voces sólo iba a traerles problemas.

  – ¡Eres un pedazo de vómito desagradecido! -chilló Farley-. ¿No te acuerdas cómo te salvé ese pobre culo que tienes cuando necesitabas hielo tan desesperadamente que estabas dispuesto a mamársela a un negro?

  Little Bart, que era de la edad de Farley, más o menos, y que llevaba un collar de perro tatuado en el cuello que le daba la vuelta completa, dijo:

  – Tío, las cosas están muy mal, mal de verdad, últimamente. Esto es lo único que me queda y no voy a tener más en una temporada. Tengo que pagar la renta.

  – ¡Mamón hijoputa! -chilló Farley ense
ñándole el puño.

  – ¡Eh, tronco! -dijo Little Bart reculando-. ¡Tómate un calmante! ¡Te estás pasando!

  – Farley, por favor -dijo Olive interponiéndose-. Vámonos, por favor.

  De repente, Farley hizo una cosa que no había hecho en todo el tiempo que llevaban juntos. Le cruzó la cara de un bofetón, y Olive se quedó tan atónita que lo miró fijamente un momento y después se echó a llorar.

  – Con eso es suficiente -dijo Wesley, y salió del coche seguido por Hollywood Nate.

  Farley no los vio venir, pero Little Bart sí.

  – Huy, huy…, hora de abrirse -dijo el pequeño anfetamínico. Y empezó a alejarse.

  – ¡Quédese quieto donde está! -dijo entonces Wesley.

  Unos minutos después, Wesley y Hollywood Nate cacheaban a Little Bart y Farley mientras Olive se secaba las lágrimas con los faldones del jersey.

  – ¿A qué viene todo esto? -dijo Farley-. ¡No he hecho nada!

  – Ha infligido malos tratos -dijo Wesley-. Lo he visto.

  – Ha sido sin querer -dijo Farley-, ¿verdad, Olive? No quería pegarle. Sólo estaba dejándole clara una cosa a este tipo.

  – ¿Qué cosa es ésa? -preguntó Nate.

  – Si George Bush es tan sandio como parece o no. Era un debate político.

  Little Bart no estaba preocupado en realidad, porque tenía el material debajo de la alfombrilla del asiento trasero de su coche, aparcado a media manzana, calle abajo. De modo que sólo tenía que calmarse y no fastidiar a los polis, y así podría largarse.

  – ¡Olive! -gritó Farley cuando Nate se lo llevó a diez metros de los otros dos-. ¡Diles que ha sido sin querer!

  – ¡Cállese de una vez! -dijo Nate-. ¿Dónde está su coche?

  – No tengo coche -mintió Farley, y acto seguido se preguntó por qué mentía. No tenía crystal en el coche, hacía dos días y medio que no fumaba nada. Por eso tenía los nervios de punta. Por eso estaba a punto de estrangular a Little Bart. Estaba tan harto de que la pasma lo fastidiase que por eso mentía. Mentir era una forma de rebelarse contra toda la policía, contra todos los hijoputas que lo estaban jodiendo.

 

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