Hollywood Station

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Hollywood Station Page 32

by Joseph Wambaugh


  Si Olive estuviera con él no habría problema. Se bajaría del coche en la dirección de la recogida, entraría en el garaje y sacaría el material. Si había policía allí y la detenían, él seguiría tranquilamente calle abajo. Si había algo de lo que estuviera seguro era de que Olive no lo vendería jamás. Se comería el marrón y cumpliría la condena que le impusieran, y volvería con él cuando saliera de la trena como si no hubiera pasado nada.

  Pero Olive no estaba, y ese cabrón de Little Bart señalaba ya una casa con el dedo, una modesta entre las de alrededor. Bart siguió andando en dirección norte. Farley aparcó enfrente de la casa y echó un vistazo al garaje.

  La casa no se diferenciaba de la suya. Era de un estilo omnipresente en California al que todo el mundo llamaba español y que sólo consiste en tejado de tejas y paredes estucadas. Cuanto más la miraba peor espina le daba.

  Farley salió del coche y cruzó la calle hasta la casa. Se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Al no recibir respuesta, fue a la puerta lateral, que estaba a sólo doce metros del garaje, y la aporreó gritando: «¡Olive! ¿Estás ahí? ¡Holaaa! ¡Olive!».

  En ese momento, dos investigadores del distrito de Hollywood salieron del garaje, le enseñaron la placa, lo pusieron contra la pared, lo cachearon y se lo llevaron a rastras al interior del garaje. Dentro no había nada más que un banco de trabajo, herramientas y ruedas y dos cajas con sendos ordenadores nuevos.

  – ¿Qué es esto? -preguntó.

  – Díganoslo usted -dijo el oficial de más edad.

  – Olive, mi novia, fue a comer con un colega suyo y me dio la dirección del colega, que es ésta.

  – De acuerdo -dijo el oficial joven-, ¿Por qué ha estado usted en la cárcel?

  – Cosas de críos, sin importancia -dijo Farley-. ¿Pero a qué viene todo esto?

  – ¿Lo han condenado alguna vez por robar en casas?

  – No.

  – ¿Por perista?

  – ¿Perista de qué?

  – No se haga el tonto, por vender propiedad robada.

  – No, sólo fue por gamberradas de crío, posesión de droga y un par de robos menores.

  – ¿Va a recurrir a la defensa NFY?

  – ¿Eso qué es?

  – No fui yo.

  – ¡Soy inocente! -gritó Farley.

  – Bien, compañero -elijo el agente joven al otro-, vamos a llevarnos estas cosas de críos a comisaría. Me parece que la fiesta sorpresa se ha aguado.

  – ¡Eh, tío! -dijo Farley-. Seguro que escribí mal la dirección, nada más. Olive, mi novia, estará buscándome. Si me deja llamarla, ella misma se lo dirá.

  – Dese la vuelta, cosas de críos -dijo el agente mayor-, y ponga las manos a la espalda.

  Lo esposaron y se lo llevaron a la calle, donde se acercó un coche de investigación desde el lugar donde aguardaba apostado. Después registraron el Corolla pero, naturalmente, estaba limpio. No había ni una colilla en el cenicero, siquiera.

  En comisaría, Farley miró los carteles de películas en las paredes. «¿A quién coño se le ocurre poner carteles de películas en una comisaría? -pensó-. ¿Y cómo me he metido yo en esa película de horror?» Lo único que sabía era que, si Olive hubiera estado con él, no le habría pasado nada. ¡Lo habían trincado por culpa de esa zorra imbécil!

  Ya eran más de las cinco y Farley no había vuelto a casa ni había llamado. Olive estaba cansada y tenía mucha hambre. Se acordó de lo que le había dicho Mabel un día sobre guardarle comida. Se preguntó si la mujer le dejaría ayudarla a preparar algo de comer. Eso estaría bien, comer algo y charlar con Mabel. Fue a su casa y la mujer la recibió encantada.

  – Lo siento, Mabel -le dijo-, no he encontrado a Tillie.

  – No te preocupes, querida -le dijo Mabel-, ya volverá, siempre vuelve. Todavía es un poco salvaje. Tillie tiene espíritu gitano.

  – ¿Quieres que te ayude a cocinar algo?

  – Ah, sí -dijo Mabel-, si me prometes que te quedarás a cenar conmigo.

  – Gracias, Mabel -dijo Olive-, cenaré contigo encantada, de verdad.

  – Luego jugamos un rato a gin. Si no sabes, no te preocupes que yo te enseño. Se me dan muy bien las cartas. ¿Te he contado alguna vez que ganaba bastante dinero echando las cartas a la gente? Eso fue hace sesenta y cinco años.

  – ¿De verdad?

  – De verdad. Pero había algunos tecnicismos legales en contra de la predicción del futuro; me detuvieron dos veces y me llevaron a la comisaría Hollywood por desconocerlos.

  – ¿Te detuvieron? -Olive no se lo imaginaba, siquiera.

  – Sí, sí -dijo Mabel-. En mis tiempos, también fui una buena pieza, no creas. La antigua comisaría era un edificio muy bonito, construido en 1913, el año en que mis padres se casaron. Cuando nací, me pusieron este nombre por Mabel Norman, una estrella del cine mudo. No tuve hermanos, y ¿sabes?, tuve un novio policía que trabajaba en la comisaría Hollywood. Fue el que me detuvo la segunda vez y me convenció de que dejara de predecir el futuro cobrando. Murió en la guerra, una semana después del día D.

  A Olive le encantaba escuchar las anécdotas y los chismes de los viejos tiempos de Hollywood que le contaba Mabel, y no quería interrumpirla, pero pensando en Farley, le dijo:

  – Mabel, voy un momento a casa de una carrera y dejo una nota a Farley, para que sepa que estoy aquí. ¡Enseguida vuelvo!

  – Date prisa, querida -dijo Mabel-, tengo muchas cosas que contarte sobre la vida en la época dorada de Hollywood. Y jugaremos a las cartas. ¡Qué bien nos lo vamos a pasar!

  Capítulo 17

  Cosmo Betrossian maldijo el tráfico. Maldijo a Los Ángeles por ser la ciudad que más dependía del coche y con más congestión de tráfico del mundo entero. Maldijo al camarero georgiano que le había pasado un coche robado con el que habían estado a punto de pillarlo. Pero sobre todo maldijo a Farley Ramsdale y a su estúpida mujer. Atascado en el tráfico en Sunset Boulevard Este, miró las señales viarias de alrededor, escritas en lenguas del lejano oriente, y también las maldijo.

  Entonces oyó una sirena y sintió pánico, hasta que vio una ambulancia sorteando el tráfico de Sunset en dirección contraria, intentando, evidentemente, llegar a donde se había producido el accidente de tráfico que lo tenía atascado. Maldijo una vez más sin dejar de consultar repetidamente el falso Rolex.

  En primer lugar lo dejaron una hora, o eso le pareció, en una sala de interrogatorios; sólo le permitieron salir al baño una vez y tuvo que orinar delante del vigilante. Como cuando el maldito agente de la condicional le obligaba a mear en un frasco dos veces al mes, sin compadecerse siquiera por lo difícil que era mear ante testigos, porque tenían que comprobar si la orina salía de la polla de uno, y no de otro frasco de orina limpia que uno llevara escondido en los calzoncillos.

  Luego, entró un investigador haciendo de poli malo, lo interrogó sobre un robo en una mierda de almacén de componentes electrónicos del no que no sabía nada en absoluto. Después, otro investigador, haciendo de poli bueno, le dio un café. A continuación le sustituyó el poli malo, que empezó el juego otra vez desde el principio, hasta que a Farley le temblaban las manos y el pulso le vibraba.

  Sabía que no se habían tragado el rollo de la dirección mal apuntada, pero a ella se aferró. Y estaba seguro de que empezaban a pensar que no estaba implicado en el robo del almacén, sino que no era más que un anfetamínico con tres dólares sesenta y cinco exactamente en el bolsillo al que habían encargado recoger y entregar la mercancía.

  Delataría a Little Bart al instante si creyera que iba a servirle de algo, pero un matiz del tono del poli bueno en su última intervención le dijo que iban a soltarlo. Sin embargo, el poli malo volvió y se lo llevó a la pecera, donde había un banco de madera, y allí lo encerró. Y todos los maderos que pasaran por allí podían quedarse mirándolo como si fuera un mono araña del zoo de Grifith Park.

  Cuando el quinto turno salió del control de asistencia a las seis de la tarde, varios policías pasaron por la pecera y, efectivamente, se quedaron miránd
olo como bobos.

  – ¡Eh, Benny! -dijo B.M. Driscoll a su compañero-. ¿No es ése el drogadicto al que multamos?

  – Sí -dijo Benny Brewster. Entonces dio unos golpecitos en el cristal-. ¿Qué le ha pasado, hombre? -preguntó a Farley-. ¿Le pillaron vendiendo hielo?

  – Que te jodan -murmuró Farley. Pero cuando Benny se hubo alejado riéndose, gruñó-: Eres tú quien tendría que estar en el zoo con los demás gorilas, antropoide de mierda.

  Budgie y Fausto vieron a Benny hablando con alguien en la pecera, y Budgie miró a ver quién era.

  – Fausto -dijo al ver a Farley-, ése es el tipo al que fichamos en el local de tacos.

  – Ah, sí -dijo Fausto tras mirar a Farley-, el drogadicto de la novia escuálida. Seguro que lo pillaron trapicheando en Pablo's. Nunca aprenden, nunca cambian.

  Cuando Hollywood Nate y Wesley pasaron junto a la pecera, Nate oyó el comentario de Fausto y echó un vistazo al interior.

  – ¡Mierda! -exclamó-. Todo el mundo conoce a ese tío. ¡Eh, Wesley, ven a ver esto!

  – ¡Ah, sí! -dijo Wesley al ver a Farley-. Ése se llama Rimsdale, ¿no? ¡Ah, no! ¡Ramsdale!

  – Farley -dijo Nate-, como la vieja gloria del cine Farley Granger.

  – ¿Quién? -dijo Wesley.

  – Es igual -dijo Nate-. Vamos a buscar a Trombone Teddy. Tenemos que localizarlo o esta noche me estresaré soñando con un viejo borrachuzo que no para de apartarme con la vara de su trombón de oro.

  – ¿De verdad tienes sueños así?

  – No -dijo Nate-, pero sería una buena secuencia onírica para un guión, ¿no te parece?

  Wilma Collins era una sargento negra del segundo turno que tenía cuarenta años. Tenía buena fama entre los agentes, pero también un insidioso problema de peso sobre el que bromeaban los compañeros de la comisaría Hollywood. No era obesa, en realidad, pero le llamaban «camilla de cuero». Su Sam Browne tenía mucho que sujetar.

  Todos sabían que, unas horas antes de terminar el turno, a la sargento Collins le gustaba escabullirse a un IHOP y recargar energías a base de tortitas de manteca nadando en mantequilla, salchichas con huevos fritos y pastelitos empapados en mantequilla. Se hacían muchos chistes sobre el colesterol y el endurecimiento de las arterias a costa de la sargento Collins.

  Cuando la unidad de surfistas hubo cargado las bolsas de guerra y se disponía a salir a la calle, el aparcamiento en pleno y la oficina del comandante de guardia estallaron de repente. Algunos de los que lo oyeron tuvieron que sentarse un momento a recuperar el control. Aquello fue un «momento comisaría Hollywood».

  Al parecer, la sargento Collins había dejado el transmisor en el mostrador del IHOP, porque llegó un mensaje por la frecuencia de la comisaría de un camarero mexicano que había abierto el micro y hablaba por el transmisor.

  – ¡Hola, hola! -decía el camarero-. ¡Señora policía negra y rechonchona! ¡Hola, hola! ¡Se ha dejado aquí la radio! ¡Hola! ¿Señora negra y rechonchona? ¿Está ahí, por favor? ¡Hola, hola!

  Hollywood Nate y Wesley Drubb no dijeron gran cosa al salir del control de asistencia. Conducía Nate, Wesley nunca le había visto vigilar la calle con tanta atención.

  – Tuve que decir lo de Trombone Teddy en el control.

  – Ya lo sé -dijo Nate-. La auténtica metedura fue que tenía que haberte dicho que te quedaras con la matrícula de Teddy, o al menos anotarla en la ficha.

  – Tenía que haberlo hecho por mi cuenta -dijo Wesley.

  – ¡Pero si acabas de salir del periodo de prueba…! -replicó Nate-. Todavía estás en modo «sí, señor». Yo tengo la culpa.

  – Encontraremos a Teddy -dijo Wesley.

  – Espero que todavía tenga la tarjeta -dijo Nate-. ¡Oye! -exclamó de pronto-. ¿No era una tarjeta comercial? ¿De qué establecimiento?

  – De un restaurante chino, Ching o Chan o algo así.

  – ¿The House of Chang?

  – Sí, creo que sí.

  – Bien, vamos a hacerles una visita.

  La grúa estaba aparcada frente a la casa de Farley Ramsdale y el conductor mexicano llamaba a la puerta cuando Cosmo Betrossian llegó por la calle haciendo chimar las ruedas de su viejo Cadillac. El tráfico lo había retrasado todo.

  – Soy amigo de Gregori -gritó mientras se acercaba corriendo al porche-. Soy yo.

  – Aquí no hay nadie -dijo el mexicano.

  – No es importante -dijo Cosmo-. Ven. Vamos a sacamos el coche.

  Fue al garaje, abrió la puerta infestada de termitas y sintió alivio al ver que todo estaba tal como lo había dejado.

  – Vamos sacamos el coche a la calle -dijo Cosmo-. Tenemos trabajamos deprisa, tengo cosas importantes.

  Entre los dos, no tardaron en sacar el coche al sendero de entrada y Cosmo saltó al volante sin pérdida de tiempo, en cuanto consiguieron arrancarlo. El conductor hacía bien su trabajo y, en pocos minutos, tenía el Mazda enganchado y levantado. Cosmo tuvo que hacer un esfuerzo por no echar a correr por el sendero otra vez y coger el tubo lleno de dinero de los bajos de la casa.

  – ¿Le llamo dentro de treinta minutos? -dijo el conductor de la grúa antes de marcharse.

  – No, necesito más tiempo. Llama dentro una hora. El tráfico está muy mal esta noche. Te doy tiempo llegas al desguace de Gregori. Entonces llamas, ¿de acuerdo?

  – De acuerdo -dijo el mexicano, esperando el premio prometido.

  – Deja el Mazda con los coches de chatarra, ¿de acuerdo? -le dijo Cosmo tras abrir el billetero y darle cincuenta dólares.

  En cuanto la grúa se alejó media manzana, Cosmo abrió el maletero del Cadillac y sacó la bolsa con las herramientas de matar. Estaba dispuesto a esperarlos al menos una hora, hasta que apareciesen, y los mataría.

  Volvió rápidamente por el sendero de entrada, fue al patio de atrás y se llevó una gran sorpresa al ver que la pequeña trampilla de acceso estaba abierta. Soltó la bolsa, se tiró al suelo y, a rastras, entró en el subterráneo. ¡El tubo del dinero había desaparecido!

  Profirió una maldición en armenio, se levantó, sacó la pistola de la bolsa y fue inmediatamente a la entrada de atrás. No se molestó siquiera en pasar la tarjeta por la cerradura, para abrirla, sino que dio una patada a la fina portezuela y entró en la casa a la carrera, dispuesto a matar a quien estuviera allí después de sacarle la verdad torturándolo.

  No había nadie. Vio una nota en la mesa de la cocina escrita con letra infantil. Decía: «Estoy comiendo con Mabel. Te traeremos cena deliziosa».

  El plan alternativo de hacerlos ir al desguace de Gregori, donde podría matarlos fácilmente, ya no podía ser. Le habían cogido su dinero. No se acercarían a él más que para cobrar el chantaje por el atraco a la joyería. Incluso le pedirían más, ahora que sabían lo del atraco al cajero automático y el asesinato del guardia. Seguro que también habían visto el Mazda. Farley les había robado el dinero y querría más para no hablar sobre todo lo que sabía.

  Quizá la única posibilidad que le quedaba era entregar los diamantes a Farley, dárselos todos y decirle que hiciera él los tratos con Dmitri. Entonces rogaría a Dmitri que matara a los dos adictos después de obligarlos a confesar dónde tenían el dinero, y que fuera justo al repartir el botín, a pesar de los muchos fallos cometidos. A fin de cuentas, si su camarero georgiano no le hubiera dado un coche robado que apenas funcionaba, nada de eso habría sucedido.

  ¿O sería mejor irse a casa, recoger a Ilya y los diamantes y largarse al aeropuerto? Eran demasiadas cosas en qué pensar. Necesitaba a Ilya. Era una rusa muy lista y él no daba más de sí. Haría lo que ella dijera.

  Agarró la bolsa con los instrumentos de matar y volvió al coche. En su vida se había sentido tan desmoralizado. Si el Cadillac no arrancaba, sacaría la pistola de la bolsa y se pegaría un tiro. Pero arrancó y se fue a casa a buscar a Ilya.

  Cuando estaba a sólo dos manzanas del apartamento, sonó el móvil.

  – Señor -dijo la voz del conductor de la grúa-, estoy donde Gregori con el coche. Ningún problema, todo en orden.

  El c
oche robado estaba bien, pero todo lo demás distaba mucho de estar bien.

  A las siete y cuarto de la tarde, sacaron a Farley de la pecera y le dijeron que estaba libre, que podía marcharse.

  – Sabemos que está relacionado con esos ordenadores -le dijo el policía malo-, pero por el momento, le dejamos marchar. Sospecho que volveremos a vernos.

  – Hablando de marchar -dijo Farley-, mi coche está donde me detuvieron ustedes. ¿Y si me lleva alguien hasta allí?

  – Esto no es un servicio de taxis -dijo el poli malo.

  – Tío, me tocáis las narices y me tenéis aquí cuatro horas sin haber hecho nada. Al menos podríais llevarme adonde está mi coche.

  El Oráculo oyó el jaleo y salió del despacho del sargento.

  – ¿Dónde tiene que ir? -preguntó a Farley.

  – A Fairfax -dijo mirando al viejo sargento de arriba abajo-, justo al norte de Hollywood Boulevard.

  – Yo salgo ahora -le dijo el Oráculo-, lo llevo hasta allí.

  Quince minutos después, cuando el sargento lo dejó en la calle al lado de su coche, Farley le dijo:

  – Muchas gracias, sargento. Usted se enrolla.

  – Contrólese, Farley, contrólese. -El Oráculo le brindó el mantra de la comisaría, aunque sabía que a Farley no le funcionaría. ¿Quién se controlaba en Hollywood alguna vez?

  – ¿Teddy? -dijo la señora Chang cuando Hollywood Nate pidió a un ayudante de camarero que fuera a buscarla a la cocina-. ¿Come aquí?

  – Es un vagabundo -dijo Nate.

  – ¿Vagabundo? -dijo ella debatiéndose con la palabra.

  – Sin techo -dijo Wesley-, una persona de la calle.

  – ¡Ah, pelsona de calle! -dijo-. Conozco, sí. Teddy, sí.

  – ¿Viene por aquí?

  – A veces viene po puelta de cocina -dijo la señora Chang-, a las siete o más. Y le damos comida que tilamos a basura. Teddy, sí. Sienta en cocina y come ahí. Buen hombre, silencioso. Da pena por él.

 

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