Sangre en la nieve
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Y a menudo daba unos pasos hacia el parlante espejo y le preguntaba:
— Espejito mágico, tú que todo lo desvelas ¿Algún día seré la princesa perfecta? ¿Me amaran mi esposo y mis siervos sobre todas las cosas? ¿Mi querida madre se sentirá complacida, allá en el cielo cuando me vea coronada reina?
Por supuesto, el espejo no hacía otra cosa que devolverle las mismas palabras pronunciadas por la muchacha, mas con un retumbar extraño, casi inquietante y triste. Y ella, buscaba en su mente la respuesta de aquel eco como si fuera una especie de clave que requería desentrañar para comprenderse.
3
Con el tiempo, obligándose a sí misma a no desfallecer a pesar de los fracasos, la Condesa realizó nuevas tentativas por conectar con Blancanieves.
Intentó enseñarla a bordar pero ella se negó alegando, como siempre le dijo su madre, que podía pincharse con la aguja hiriendo sus bonitos dedos.
Luego optó por pasar las horas junto a su hijastra, buscando conversar con la jovencita mientras ella se ocupaba de sus labores. Sin embargo, como María Sophia no había sido instruida en lo más mínimo era incapaz de conversar de tema alguno, más allá de lo referente a vestidos y apariencia en general. Desconocía tantas cosas que no comprendía la mayor parte de las charlas en las cuales intentaba implicarla su madrastra, mucho más culta que la mayoría de las mujeres del reino. En estas ocasiones, la chiquilla solía fruncir el ceño sin querer admitir su ignorancia pero sin importarle realmente serlo pues si su venerada madre no había mencionado aquellos temas, debía ser porque eran irrelevantes para ella.
Así, hasta la condesa entristecida, acabo desistiendo. Procuraba acompañarla cuanto la joven le permitía para intentar al menos, de un modo silencioso, evitar que esta se sintiera sola. Pero a menudo, levantando la vista de su labor observaba apenada a Blancanieves, sentada junto a la ventana, bien cerrada, aun en pleno verano, iluminada por los suaves rayos de sol que la dotaban de una hermosura sin igual, inmóvil y silenciosa con la vista clavada en el pequeño retrato del príncipe del reino, su futuro esposo. Fantaseando con el día en que sería reina como era el gran deseo de su progenitora. Convencida de que pronto el príncipe, convertido ya en un gallardo mozo vendría a buscarla y la llevaría a palacio para ser felices para siempre.
De este modo, podía pasarse los días, soñando e inmóvil la mayor parte del tiempo.
La condesa suspiraba pesarosa, contemplando aquella estatua de carne blanca como la nieve, labios carnosos y rojos como la sangre y cabellos de ébano. Era tan perfecta y tan vacía al mismo tiempo que resultaba doloroso contemplar en que se estaba convirtiendo su pobre hijastra.
Aun cuando la chiquilla no se percataba de ello, ni de casi nada de cuanto sucedía a su alrededor, sus padres estaban cada día más consternados por su comportamiento.
Desde la muerte de su primera esposa el condestable se había visto forzado a reusar las múltiples y amables invitaciones dirigidas a la familia, procedentes de amigos e incluso de la misma reina. Personas deseosas de ver a la hermosa Blancanieves, preocupados por su perdida.
Llevaba demasiado tiempo poniendo escusas intentando ocultar el verdadero estado de su hija. Y como esta, ahora dominada por extrañas manías, las cuales sin duda sorprenderían a cualquier visitante, tenía terror a salir al exterior.
Por este mismo motivo llevaban igual tiempo sin poder recibir visitas en su palacio, ya no podían celebrar cenas o bailes.
Su vida social, antes activa como correspondía a su noble rango, había cesado de golpe. Al principio, tal hecho no sorprendió a nadie, pues tras una muerte era época de luto y recogimiento pero habían trascurrido demasiados años y sin duda muchos rumores correrían como la pólvora entre las demás familias de Lorh.
A los von Erthal les angustiaban las malas lenguas y falacias que pudieran decirse de ellos y sobre todo de la muchacha pero les preocupaba aun más abrir las puertas a sus antiguos amigos por miedo a que tacharan a María Sophia de loca.
Este pensamiento, cada día, se fijaba con mayor claridad en las mentes del matrimonio.
De vuelta de una de sus misiones especiales, el condestable comía junto a su familia y observando el empeoramiento de su hija intercambiaba significativas miradas con su esposa. Se había ausentado tres meses y le sorprendía el notable agravamiento de Blancanieves.
Se veía más hermosa si cabe, muy pronto cumpliría dieciséis primaveras, su vestido, su peinado y su cutis eran inmejorables. Sin embargo, observarla era casi desquiciante. Se apartaba con descortés exageración cuando los sirvientes servían los platos, por temor a que la tocaran y la pudieran ensuciar.
Analizaba las copas durante largo rato para luego pedir que se las cambiaran alegando que había descubierto una mota de polvo en ellas. Y esto podía repetirse varias veces durante el transcurso de la comida y con varias de las piezas de la vajilla.
Luego, si conseguía estar satisfecha en este punto, por si acaso, tomada la copa con la servilleta, evitando el contacto directo de su piel con el cristal.
Además, el hecho de comer podía llevarla varias horas. Revolvía su plato incesantemente, intentando ordenar los alimentos por grupos o colores. Se esforzaba por armonizarlo y por dar cuenta de cada cosa en igual proporción.
Estos erráticos comportamientos distraían a los demás comensales que no podían evitar perder los nervios al verla actuar de tan extravagante manera, lo cual les quitaba el apetito.
Era costumbre que todos los comensales se levantaran de la mesa al mismo tiempo y si ella tardaba más que el resto todos debían aguardar a que María Sophia diera por concluida su colación.
Su padre, viendo las expresiones de hastió de sus hijastros que soportaban aquellas eternas e irritantes comidas hacia ya demasiado, quiso hablar a su pequeña para animarla a que se diera más prisa o diera ya por concluido el almuerzo que por otro lado estaría ya helado. Sin embargo, su esposa le detuvo con un mudo gesto, rogándole aguardar pues sabía por experiencia lo contraproducente de reprenderla por su comportamiento. Cuando pudieran estar a solas tendrían la oportunidad de hablar largo y tendido sobre el estado de la muchacha.
Cuando al fin pudieron dar por finalizada la comida Blancanieves se retiró a su alcoba donde como siempre pasaría las horas muertas hasta la llegada de la cena, contemplando con idolatra mirada el retrato de su prometido, permanentemente colgado de su cuello por una cinta de raso, y rememorando las palabras de su progenitora.
La condesa animó a su preocupado esposo a dar un paseo por los jardines. Allí, sin nadie alrededor pasó a relatarle las nuevas excentricidades presentadas por su hijastra.
— Me temo que está volviendo loca a la servidumbre —le informó con pesar cogida de su brazo— No he querido hablarte del tema pero en estos años se han despedido ya ocho sirvientes, cinco de ellos en el último año —desveló— María Sophia parece obsesionada con que todo este absolutamente impoluto y obliga a las sirvientas a limpiar una y mil veces las estancias. Tanto las hace trabajar que desesperadas renuncian y temo que no puedo culparlas —susurró observando melancólica el horizonte.
— Está muy enferma ¿verdad? —preguntó el hombre temeroso de la respuesta.
— Yo… —titubeo su esposa— Temo que sí —le dijo posando con cariño su otra mano, en el brazo del hombre— No deja que nadie la toque, apenas habla, es imposible hacerla salir del castillo y como descubra una ventana abierta se vuelve histérica —le narró con pesar— Y temo que hay muchas otras pequeñas rarezas que la incapacitan para relacionarse como una jovencita normal.
— Entonces será imposible que se convierta en la esposa del príncipe —meditó el condestable en voz alta, dibujándose en su frente profundas arrugas— A pesar de la vergüenza y humillación que representara para nuestra familia hablare con los monarcas explicándoles la situación, aunque temo que al menos la reina ya sospecha algo tras tantos años de evasivas —confesó sintiéndose repentinamente cansado.
— Yo te acompañare esposo —le apoyó la condesa compartiendo su aflicción— deja que yo hable, procurare d
ar los menores detalles posibles.
— ¿Y qué vamos a hacer con Blancanieves? ¿Cómo le diremos que no se celebrara la boda con la que tanto sueña? —inquirió él acongojado, temiendo la posible reacción de su niña.
— Yo lo hare esposo mío, le daré la triste nueva con la mayor de las delicadezas —se ofreció su amante esposa— aunque admito que ni yo misma, soy capaz de prever su posible reacción ante semejante noticia.
El condestable contuvo el aire y luego lo dejó escapar en un profundo suspiro más parecido al resoplido de un oso que al suspiro de un hombre.
— Con respecto a qué hacer con Blancanieves —prosiguió la Condesa, con suavidad— Tal vez fuera conveniente llevarla a algún apacible lugar, donde poder descansar y ser cuidada por personal cualificado —musitó.
— ¿Una casa de locos? —exclamó exaltado su esposo volviéndose para mirarla con los ojos inflamados por el espanto.
— No por Dios —le tranquilizo ella, presurosa— Hablo de adquirir alguna casita, donde pueda vivir tranquila. Un lugar que los galenos estudiosos de los misterios de la mente puedan visitar con discreción y donde una servidumbre que se ajuste a sus necesidades especiales pueda atenderla —explicó con más detalle, pues llevaba algún tiempo meditando sobre aquella posibilidad, la cual permitiría a la familia regresar a una vida normal. Retomar con la decencia debida su anterior vida social al tiempo que su hijastra podría recibir unos cuidados más adecuados que con suerte la harían recuperarse para ser la jovencita que siempre debería haber sido.
4
El compromiso entre el príncipe del reino y Blancanieves fue anulado con profundo pesar por ambas partes. Enfrentarse a los monarcas fue una humillante prueba para el noble von Erthal que solo fue capaz de superar gracias al inestimable apoyo de su fiel esposa. Sin embargo, enfrentarse a su hija le asustaba mil veces más. Temiendo alguna extraña y desproporcionada reacción a la lamentable noticia. Si algo así podía destrozar a cualquier jovencita ¿Qué podría provocar en su trastornada hija?
Cuando se encontraron en el aposento de la muchacha; quien como tantas otras veces admiraba soñadora el retrato del príncipe niño frente a ella, su padre apenas era capaz de mirarla, convencido de que le infligiría un dolor casi tan grande como el padecido al perder a su madre.
La Condesa, manteniendo la calma y con suprema delicadeza le narró la visita al palacio real, detallando los motivos que les habían llevado hasta allí.
Las palabras de la dama fueron dulces y suaves, esforzándose al máximo por dar de la mejor manera posible tan penosa nueva. Además, debía hacerlo sin culpar a la joven de aquella ruptura o tacharla de enferma o desequilibrada.
Al finalizar su sentido monologo que María Sophia escuchó en educado silencio, ambos progenitores, con el corazón encogido, clavaron sus ojos en ella esperando exclamaciones de asombro, lloros e incluso gritos pero nada de ello sucedió.
De su encarnada boca tan solo brotó, en un murmullo, un:
— Comprendo, querida madrastra.
Su padre respiró aliviado, al ver su sosegada reacción, en cambio la Condesa se quedó confundida. Tras reaccionar, hizo varias preguntas a la chiquilla, queriendo comprobar que había entendido cuanto se acababa de decir y Blancanieves respondió escueta pero correctamente a todas.
Al cabo de un rato, el condestable arrastró a su esposa fuera de la estancia, repitiendo una y otra vez que lo mejor sería dejar a la niña sola para recuperarse de la noticia y ya en el pasillo volvió a expirar aliviado.
— Qué bien se lo ha tomado —agradeció al cielo.
— Demasiado bien —expuso su mujer, inquieta— ninguna joven sobre la faz de la tierra se tomaría con tal serenidad la nueva de que no se desposara con el príncipe al que llevaba tantos años prometida y por tanto no se convertirá en reina —expuso convencida.
— Anda… no te preocupes y disfrutemos de que la cosa ha salido mejor de lo esperado —le incitó él sonriendo, sintiendo como se había quitado un enorme peso de encima.
La Condesa, se abstuvo de hacer nuevos comentarios dejando el tema aparcado por el momento, no quería destruir la alegría de su esposo mas al día siguiente, ya a solas, volvió a hablar con María Sophia sobre la ruptura de su compromiso.
Descubrió, anonadada como la chiquilla parecía haber borrado por completo de su mente la tan delicada conversación. Seguía tan convencida como siempre de que en poco tiempo se desposaría con el príncipe y en un futuro sería la nueva reina de Lorh.
La dama, sin saber bien como proceder, volvió a explicarle que no se celebraría la boda por la que tanto suspiraba. Al terminar obtuvo de su hijastra idéntica respuesta a la de la jornada anterior.
— Querido esposo —llamó la Condesa con urgencia tras salir de la alcoba de Blancanieves— debes ocuparte cuanto antes de encontrar una residencia más adecuada para nuestra hija —le indicó con gravedad— la pobrecilla esta aun más enferma de lo que imaginábamos —le aseguro pasando a relatarle como María Sophia negaba la realidad una y otra vez.
Así, presuroso, el noble condestable adquirió en secreto una pequeña propiedad con una confortable villa, rodeada de bosques y situada en una de las siete montañas del Spessart. Un lugar aislado y muy alejado de miradas indiscretas.
Buscó al galeno más experto del reino en las cuestiones sobre la mente humana de las cuales, por otro lado, muy poco se sabía y contrato a servidumbre para atender a la muchacha en su futuro retiro. Empleados con sobrada experiencia en casas de locos, ofreciéndoles una generosa paga. Dicha generosidad garantizaría su total discreción además de sus pacientes atenciones hacia su joven y enferma señora.
Todos estos trámites resultaron sencillos de efectuar. El gran problema radicaría en lograr trasladar a la chiquilla del castillo a su nueva residencia.
Mientras el señor del castillo se ocupada de estas gestiones su esposa, como siempre previsora y prudente, decidió mandar a sus hijos a estudiar fuera. Ya tenían la edad indicada de ir a perfeccionar su educación y de este modo les liberaría de tener que seguir compartiendo el hogar familiar con su extraña y enferma hermanastra. Además, la preocupaba sobremanera el momento de trasladar a Blancanieves a la pequeña villa, temía y con razón, que resultara muy problemático y deseaba evitarles a sus hijos presenciar tan penosa escena.
Los muchachos, aun sintiendo pena por su desconcertante hermanastra acogieron con sumo agradado la propuesta de su madre y al poco dejaron el castillo rumbo a un selecto internado donde podrían convertirse en hombres letrados junto a los hijos de las mejores familias del reino.
Tan solo unas semanas después, llegó un carruaje al hogar de los von Erthal. En él viajaba el individuo que se ocuparía de conducir a Blancanieves hasta su nuevo hogar, donde ya estaba todo dispuesto para recibirla.
— ¿Tan pronto? —preguntó la Condesa, nerviosa comenzando a arrepentirse de haber propuesto aquella idea, temerosa ahora de que como sucedió con el espejo, aquel cambio empeorara el estado de su hijastra en lugar de mejorarlo.
— El galeno ha revisado ya la casa y ha ordenado el traslado de la chica —explicó el sirviente, un personaje de aspecto bastante intimidador por su gran talla, anchas espaldas y rictus severo que respondía al nombre de Otto— él ira a verla en unos días —indicó con sequedad.
— ¿No estará allí para recibirla? —interrogó el condestable, contrariado.
— No es necesario, la muchacha llegara muy alterada y es mejor dejarla descansar un tiempo para que se adapte a su nueva situación antes de que la examine el galeno —les explicó en tono monótono recitando una información que ya sabía de memoria de tantas veces que la había repetido.
— ¿Alterada? —reiteró la Condesa, aun más consternada— Si este cambio va a alterar tanto a Blancanieves tal vez no debiéramos llevarlo a cabo —le dijo ahora a su esposo intentando echarse atrás.
— No se apure, señora —intervino el hombre presuroso, sin dar tiempo al condestable a responder— la muchacha llorara, les rogara que no la obliguen a irse y hasta chillara —les aseguró, serio—
pero es solo temporal, ya verán como luego en la nueva casa se volverá de lo más mansa y estará mucho mejor que aquí —afirmó en un tono que apenas podría considerarse cortés, haciendo todo lo posible por que los dudosos progenitores no se arrepintieran. Si lo hacían él se quedaría sin trabajo y por consiguiente, sin la suculenta paga.
— Ya le has oído —le dijo el condestable a su mujer, tomándola de la mano en un intento por aliviar su nerviosismo— debemos de soportar este mal trago por el bien de la niña —expuso buscando convencerla al tiempo que el mismo intentaba creer fervientemente en las palabras del curtido sirviente.
— Está bien —cedió la Condesa en un murmullo, sin demasiado convencimiento— mandare preparar el equipaje de María Sophia y el mío mientras hablamos con ella —dijo tocando para que acudiera una de las doncellas.
— Que preparen solo el de la chica —le corrigió el hombretón manteniendo aquel gesto tan adusto— usted no puede ir —soltó con sequedad.
— ¿Cómo que no puedo acompañar a mi hijastra? —increpó la dama sorprendida, notando cómo el calor subía por sus mejillas y la sangre le hacía palpitar las sienes mientras le dirigía una mirada indignada al impertinente individuo.
— Son ordenes del galeno —respondió este, parco y sin visos de alterarle lo más mínimo el haber contrariado a la señora del castillo— podrán ir a visitarla cuando él lo determine —concluyó con indolencia como si aquello no fuera con él.
— Pues a mí eso no me parece bien —replicó ella volviéndose a su esposo más decidida por momentos a convencer a este de anular un viaje que tal vez resultara ser altamente perjudicial para su hijastra.
— Debemos confiar en la experta opinión del galeno —le indicó su esposo con suavidad, este prefería aferrarse a la idea de que todo saldría bien— debemos tener fe y confiar en que Blancanieves se recuperara con este cambio y el adecuado tratamiento médico.