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Sangre en la nieve

Page 4

by Maria Parra


  Este entró, se acomodo frente a la desmayada Blancanieves y cerró la puerta con un seco movimiento.

  — El galeno vendrá a verles en una semana o así —les informo escueto antes de golpear un par de veces el techo del carruaje con fuerza y gritar un: “Ya podemos irnos”.

  Los acongojados padres se quedaron inmóviles, abrazándose el uno al otro intentando darse consuelo, mientras observaban como el carruaje se alejaba, rogando por que la joven se adaptara a su nueva vivienda y el galeno fuera capaz de devolverles a su hija, cuerda y feliz.

  6

  El trayecto hasta la apartada villa sería largo y agitado. Las laberínticas sendas que recorrían los abruptos terrenos de las siete montañas del Spessart y que solo los habitantes de aquella zona conocían lo suficiente como para no temer extraviarse para siempre en la casi perpetua espesura, eran poco más que serpenteantes líneas cubiertas de hojarasca en donde ya no crecía la vegetación por el reiterado paso de los hombres con sus vehículos.

  A pesar de los constantes baches María Sophia permanecía sumida en el sueño vacio de la inconsciencia.

  Entre tanto, su guardián, hundido en su asiento, echándole una ojeada de cuando en cuando por si despertaba, pasaba la mayor parte del tiempo contemplando con mirada distraída el boscoso exterior, donde los esbeltos árboles con sus mil y una variedades del color verde se esforzaban por mostrarse fastuosos ante el abstraído espectador al tiempo que los dorados de las hojas caducas y los plateados troncos aportaban los toques perfectos de vistosidad a un panorama como salido de un cuento de hadas.

  Sin embargo, los pensamientos de Otto se hallaban muy alejados de allí, se centraban en aquellas brillantes monedas recién adquiridas y en sus planes para sacar el mayor partido posible a su paga.

  Al cabo de unas horas el carruaje se detuvo en mitad de la nada.

  — ¡Los caballos necesitan descansa y ya tengo gazuza! —informó el cochero en un ronco grito descendiendo del pescante cargando con un pequeño hatillo.

  Después, se acomodo tranquilamente sobre una piedra de buen tamaño, no lejos del trasporte, dispuesto a almorzar.

  El sirviente, entumecido de permanecer tanto tiempo en la misma postura, volvió a mirar a Blancanieves. Seguía inconsciente.

  Así pues, descendió del carruaje, estirando los músculos y frotándose las nalgas doloridas.

  — Quies un huevo duro —le ofreció el cochero, con llaneza al verle acercarse.

  — Gracias —aceptó el hombretón tomándolo y comenzando a quitar la cascara, prefiriendo quedarse de pie— Aun nos falta la mita del camino ¿no? —interrogo.

  — Pos sí, hasta casi cae el sol no llegaremos —corroboro el cochero mientras masticaba uno de los huevos— ¿Quies llevale algo de come a la chica? —preguntó ofreciéndole una gruesa rebanada de pan y algo de queso que aún le quedaba.

  — Tá dormia y seguirá así tol viaje, estas princesitas remilgaas son tan finas que se derrumban en cuanto no tienen quien les limpie los mocos —le dijo el sirviente, con cínica socarronería, cambiando el modo de expresarse, ante la gente importante debía de cuidar su lenguaje pero junto a los de su misma clase podía hablar con normalidad— Pero al menos, así no me dará la lata durante el camino —comentó entre dientes tomando el pan y el queso—. Además, seguro que te hubiera tirao a la cara tan vulgares alimentos, los ricos solo comen manjares que nosotros no poemos ni soña con ole —siguió, con desprecio, mientras daba cuenta del algo correoso pan y el queso de intenso sabor.

  El cochero se encogió de hombros con un gesto indolente sin decir palabra. Él se ocupaba de su trabajo y no gastaba inútilmente el tiempo en pensar en lo que tenían o hacían otros.

  Entre tanto, en el interior del carruaje, en contra de las previsiones del inflexible sirviente Blancanieves comenzaba a retornar a la realidad.

  Pestañeó, desorientada revolviéndose en el asiento entre apagados gemidos, notando el cuerpo dolorido. La joven emergió lentamente de entre las brumas de la inconsciencia al notar la luz que se colaba furtivamente por las ventanillas hiriendo sus pupilas y forzándola a cerrar los parpados de nuevo.

  Comenzó a incorporarse convencida de que se hallaba en su alcoba, en su lecho, mientras se preguntaba extrañada, por que se encontraba tan entumecida y cansada.

  El traumático modo en que fue arrancada de su hogar parecía haberla borrado la memoria pero cuando sus ojos se adaptaron a la claridad y pudo ver en derredor descubrió asustada la verdad.

  Como un maremoto, regresaron los previos acontecimientos a su desmayo y el pánico retorno a ella. Se dio cuenta de donde estaba, un carruaje, justo el lugar donde su querida madre enfermó. Ese pensamiento la hizo asustarse aun más, si cabe.

  Palideció y comenzó a temblar, con el pulso tremendamente acelerado.

  En eso momento de desesperación, su trastornada mente incapaz de procesar su nuevo entorno y situación, se centró en lo más ominoso dentro de su singular escala de prioridades, el viento. Debía evitar que el viento entrara en el carruaje.

  Presurosa y sin apenas atinar se afanaba histérica en lograr levantar los cristales de las puertas del trasporte pero no conseguía enganchar las lengüetas en la parte superior. Mientras, ardientes lágrimas corrían por su perturbado rostro, emborronando su visión.

  Sus quejidos, sollozos y ajetreo llamaron la atención de los dos individuos.

  — Diablos, parece que la princesita se ha despertao —maldijo Otto entre dientes, lanzándose presuroso hacia el carruaje.

  Cuando Blancanieves vio asomar su duro rostro a través de las ventanas del trasporte, gritó enajenada, como si aquel hombre quisiera matarla. Dejó caer el cristal que intentaba ajustar e invadida por el pánico y sin pararse a pensar en lo que hacía abrió la puerta contraria con unas temblorosas manos que apenas le respondían. Luego, salió del carruaje echando a correr por el monte cegada por el irracional terror que la poseía.

  Tan solo la impelía la idea de escapar de aquel individuo espantoso. Ahora, el hecho de estar en el exterior, fuera de los seguros muros del castillo familiar era algo que su cerebro no se podía parar a procesar o el pánico la paralizaría de tal manera que caería fulminada allí mismo.

  — Niña ¿A dónde crees que vas? —le increpó su guardián estupefacto, viendo cómo salía por el otro lado— ¡Ven acá, no me hagas correr detrás de ti! —volvió a chillar con aspereza aumentando su irritación.

  Pero en lugar de seguirla giró la cabeza hacia el cochero.

  — Dichosa cría, anda ayúame a buscala, seguro que se habrá tropezao a dos pasos de aquí y se ha vuelto a desmaya —le pidió con hastió.

  El cochero una vez más se encogió de hombros, para después decir:

  — Eso no es cosa mía, yo tengo que cuida el carruaje. No puedo ime por ahí porque tú me lo digas.

  Otto resopló lanzando por lo bajo una nueva maldición añadiendo en esta ocasión algún malsonante improperio.

  Puesto que no le quedaba otra, atravesó el carruaje para cortar camino y se introdujo en la espesura siguiendo pausadamente el claro rastro que iba dejando la enloquecida muchacha.

  Mientras, algo más lejos, Blancanieves, luchaba por abrirse camino entre lo que para ella resultaba un pavoroso e infecto bosque. Luchando por dejar a un lado el miedo por las sucias criaturas que imaginaba morarían aquel paraje para centrarse en librarse de su perseguidor, al que al menos en ese momento temía más que a ninguna otra cosa en el mundo.

  Las lágrimas manaban sin freno, como si el manantial de su congoja no tuviera fondo, empañando de tal modo sus ojos que apenas la permitían ver, eso unido a su terror, nerviosismo y confuso pensamiento, la hacía tropezarse constantemente con las gruesas raíces cubiertas de musgo que sobresalían de entre la hojarasca, o los troncos caídos mucho tiempo atrás o con las piedras que parecían querer impedirla internarse en su bosque.

  Cada pocos pasos, se derrumbaba sobre el terroso suelo rasgándose su antes impoluto vestido, manchándoselo e hiriéndose las manos al intentar incorporarse.

  Otto podía oír sus gr
itos y quejidos desesperados. Tan solo le separaban unos metros de ella. Convencido de que muy pronto desfallecería, no se tomó prisa alguna en perseguirla. Caminaba con sus largas zancadas pacientemente, esquivando sin dificultad lo que para la chiquilla habían sido obstáculos casi insuperables.

  De improviso, una bandada de pequeños pajarillos salió volando de entre las ramas de un grupo de majestuosos robles, espantados ante la súbita agitación provocada por la huida de María Sophia.

  Esto la sobresalto de nuevo.

  Con el pulso tan acelerado que le dolía el pecho, y apenas logrando respirar, chilló aun más horrorizada, como si en realidad en lugar de diminutas aves fueran enormes rapaces lanzándose sobre ella ansiando arrancarla los ojos.

  Miró a su alrededor, con los ojos desorbitados, girando una y otra vez sobre si misma mientras le parecía que el mismo bosque perseguía engullirla. Mareada, creía ver sombras imposibles bailando tétricamente entre la espesura y sentía como los árboles iban a caer sobre ella cual espectrales gigantes que con sus esqueléticas ramas intentaban apresarla. Los sonidos de la foresta unidos al desenfrenado palpitar de su corazón retumbaban en sus oídos a un volumen ensordecedor, obligándola a taparse los oidos en un vano intento por protegerse del estruendo que solo estaba en su cabeza.

  Incapaz de soportarlo, se lanzó de nuevo a la carrera con el corazón encogido, sin poder frenar los sollozos, cuyas lágrimas surcaban sus demudadas mejillas y le emborronaban incesantemente la vista. Huía de su malvado guardián, del bosque devorador, de las alimañas que lo poblaban, del fragoroso retumbar y del viento que sentía arañar con afiladas zarpas su delicada piel ansiando poseerla y acabar con su existencia como había hecho con su amada progenitora, cuando una vez más su pie resbalo.

  No obstante, en esta ocasión, no fue un simple tropezón. En su perturbado estado y cegada como estaba por el llanto, no se percato de que corría muy cerca de un pronunciado terraplén.

  El sirviente escuchó un escalofriante alarido.

  Su fuerte y recio corazón dio un vuelco. Ese grito no fue como los anteriores. Un sentimiento de urgencia lo invadió y corrió en pos de la chiquilla.

  A punto estuvo de tropezar también él.

  Se echó atrás con cierto esfuerzo y con los ojos muy abiertos observó impotente como Blancanieves rodaba por la pendiente como si fuera una muñeca de trapo.

  Tras la tremenda caída, bastantes metros más abajo, quedó tirada, hecha un guiñapo y casi mimetizada con el terreno.

  Otto contuvo la respiración aguardando a ver si la muchacha se volvía a mover.

  Unos eternos instantes trascurrieron pero seguía allí tirada.

  El hombre sintió como frías gotas de sudor comenzaban a empaparle las sienes al plantearse descender la pendiente para ver cómo estaba la joven.

  Dio un paso tanteando el terreno pero la tierra cedió y a punto estuvo de caer, una vez más.

  Con cierto esfuerzo, volvió a subir alejándose lo suficiente del comienzo del terraplen como para sentirse más seguro mientras seguía lanzando nerviosas y cada vez más preocupadas miradas al bulto del fondo.

  — Maldita sea —gruñó ofuscado— ¿y si se ha partio la crisma? —expresó en un susurro lo que su mente clamaba a gritos.

  Aguardó un poco más, sin dejar de mirar abajo, preguntándose qué hacer.

  — ¿Y si tá muerta? —mascullaba cada dos por tres.

  Poco después, apartó la vista de aquella desagradable visión que podía trastocar todo su futuro, y comenzó a dar frenéticos paseos de aquí para allá pensando en voz alta.

  — Algo así tenía que pasame antes o después, teniendo que servi rodeado de locos —se decía entre gruñidos.

  Su expresión era una suma extraña de miedo, culpa y rabia.

  — Uno de esos chalaos hace alguna estupidez y quien paga el pato soy yo —siguió ceñudo, con sus exaltadas reflexiones— Tá muerta, seguro que tá muerta —se dijo convencido ahora, volviendo a mirar abajo— con semejante caída cualquiera se abriría la crisma y una niña tan poca cosa como esa se habrá roto toos los huesos del cuerpo —sentencio.

  El sudor frío ahora le chorreaba a raudales.

  — Y a esos señorones de sus padres no les importara na que haya sio un accidente, lo único que querrán será verme tieso colgao de una soga —afirmó tragando saliva con dificultad como si una cuerda invisible le apretara el cuello, prosiguiendo con sus elucubraciones.

  Luego, enmudeció al tiempo que dejó de dar paseos. Debía despejar su mente y decidir cómo proceder a continuación.

  Entonces, notó el saquillo con monedas que seguía dentro de su jubón.

  Lo sacó presuroso y al observarlo su mente pareció aclararse de súbito.

  — Tengo que desaparece, sali del reino antes de que alguien se entere de lo sucedio y esta plata será mi salvación —se dijo con voz cada vez más segura contemplando la bolsa.

  Así un plan se fue esbozando en su mente.

  Momentos después, teniendo ya claro cómo actuar y mucho más sereno, echó una última ojeada al fondo de la pendiente.

  El bulto seguía allí.

  Sin más, se dio la vuelta y deshizo el camino hasta volver a donde seguía aguardando el carruaje.

  — Has tardao mucho —señaló el cochero al verlo aparecer— Se nos hará noche cerraa si no nos vamos pronto. ¿Dónde está la chica? —interrogó al darse cuenta de que no iba con el hombre.

  — Se me ha escapao —mintió este manteniendo una expresión pétrea.

  — Pos tendrás que págame más si tenemos que quedanos por aquí más tiempo —le informo el cochero sin mostrar enfado o contrariedad— más tiempo más moneas, no pueo pásame aquí las horas parao mientras pierdo de lleva a otros clientes —expuso sin mostrar tampoco ningún tipo de preocupación por el posible paradero de la muchacha.

  Otto se acerco a él y extrayendo una moneda del saquillo se la puso delante de la cara.

  — El bosque es mu tupio para encontrala yo solo —comenzó— así que toma esto, cierra la boca, súbete al pescante y cumple tu trabajo llevándome a la villa cuanto antes —le ordenó con sequedad.

  El cochero tomó el sobrepago ofrecido, sin replicar ni mostrar visos de haberse ofendido.

  — Informare a la gente de la casa y entre toos daremos con ella —añadió el sirviente subiendo al transporte mientras seguía su plan para librarse de la horca.

  7

  Mientras finalizaban el trayecto, Otto se removía incómodo en su asiento esforzándose por desterrar de su mente la imagen de la jovencita que acababa de dejar atrás.

  Sacudió la cabeza para recuperar la serenidad momentáneamente perdida y optó por centrarse en repasar los próximos pasos de su plan, ya de nada le serviría pensar en el bulto del fondo del terraplén.

  Sabía que si se largaba sin más, muy pronto descubrirían la desaparición de la chiquilla. El servicio de la casa aguardaba a su nueva señora y paciente, de modo que si no llegaba el carruaje se alarmarían y podría ocurrírseles ir presurosos al castillo a averiguar que había pasado. Debía pues retrasar todo lo posible que los von Erthal se enteraran de la desaparición de su hija.

  Mas poco antes de llegar a su destino, se maldijo a si mismo percatándose de un cabo suelto, en el que hasta ese momento creyó un plan infalible. El gran baúl atado al techo del carruaje con el equipaje de la joven. Si la servidumbre veía el equipaje no creerían sus falsas explicaciones y no encontraba, ahora que lo pensaba una escusa convincente que dar al cochero para que lo dejara en el transporte. Debía pues, deshacerse de aquel baúl de inmediato.

  Contando por aliada la penumbra que cubría el lugar, como había vaticinado el cochero la noche cayó antes de alcanzar su destino, la cual le ayudaría en su actual propósito y divisándose ya bastante cerca la villa Otto, resuelto, ordenó al cochero detenerse allí mismo.

  El hombre obedeció y el sirviente descendió del transporte.

  — Ya pues ite —le indicó al cochero, con urgencia acercándose al pescante.

  — ¿Pero aun no hemos
llegao? —señaló este algo desconcertado.

  — No importa, ire a pie lo que queda —señaló el hombretón— Baja el baúl y ya vete —insistió con aspereza esperando que el conformista cochero reaccionara como hasta entonces, con indiferencia. En último caso, si este se mostraba demasiado curioso podría apelar al soborno, pero cuantas más monedas pudiera conservar más prometedor seria su propio futuro.

  Por fortuna para el bolsillo de Otto, el cochero no le defraudo y se encogió de hombros aceptando la pintoresca orden.

  — ¿Cuándo vuelvo pa serviros en la búsqueda? —preguntó este, por último.

  — Ya mandare a alguna de las mozas a buscate mañana al pueblo —respondió el individuo deseoso de librarse de él.

  El cochero, como parecía ser costumbre en él, una vez más se encogió de hombros con indiferencia y sin molestarse en despedirse arreo a los caballos alejándose por el camino apenas visible en aquella oscuridad.

  El sirviente aguardo inmóvil unos instantes hasta perder de vista el carruaje y luego, cargando el voluminoso baúl corrió a ocultarlo entre la foresta, donde nadie pudiera encontrarlo.

  Hecho esto suspiró con alivio.

  Una vez libre del cochero, el único sabedor de lo sucedido, aunque fuera solo en parte, y de aquel pesado fardo delator, enfiló sus pasos hacia la entrada de la casa. Sin embargo, no tuvo oportunidad de tocar a la puerta pues faltándole tan solo unos pasos para alcanzar el umbral varias fornidas sirvientas abrieron la puerta, sobresaltándole.

  Otto dio un respingo y frunció el ceño crispado. Ya había tenido sorpresas más que de sobra por aquella jornada. No necesitaba ninguna otra.

  Las mujeres llevaban horas extrañadas por el retraso y habían estado bien pendientes de cualquier ruido o aparición. Así pues hacia unos minutos, captaron el sonido de caballos y ruedas. Y tras correr a las ventanas y escudriñar el lóbrego exterior divisaron su figura ya muy cerca.

 

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