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The Immortal Boy

Page 10

by Francisco Montaña Ibáñez


  —¿Cómo te llamas? —me preguntó la sicóloga, sorprendiéndome, tal como lo esperaban mis compañeros.

  —¿Cómo? —pregunté aturdida. Era la primera persona que me tuteaba en este sitio.

  —Tu nombre, ¿cómo te llamas?

  —Nina —respondí, y miré sus ojos verdes. Luego clavé los míos en el piso.

  —¿Hace cuánto llegaste? —continuó.

  —Dos semanas —respondí, temiendo un regaño. En los últimos días era usual recibir regaños por casi todo lo que hacía. Los aceptaba suponiendo que trataban de enseñarme cómo funcionaban las cosas en este sitio.

  —No te había visto, Nina —dijo la mujer, que me tocó la mejilla y me hizo mirar sus ojos. Me gustó mirarlos—. Cuando quieras venir a conversar puedes hacerlo. Me llamo Marcela, soy la sicóloga y estoy aquí para ayudar a los niños.

  —¿Puedo venir? —pregunté extrañada. Nadie me había dicho que era posible y pensaba que necesitaba pasármela disparando o pellizcándome hasta hacerme sangrar para poder hablar con ella.

  —Claro, sólo necesitamos que quieras hablar de algo que te preocupe. ¿Te espero uno de estos días? —preguntó soltando mi cara y sonriendo.

  —Bueno —dije emocionada. Nunca me habían tratado cariñosamente en este sitio—. Mañana vengo.

  —Mañana no. El lunes por la tarde, después de clases. ¿Te espero entonces?

  Asentí, y me di cuenta de que mis mejillas ardían; todo mi cuerpo sudaba. La doctora le hizo una seña a la niña de la venda y entraron al consultorio.

  —¿De verdad quiere venir a verla? —me preguntó el niño mayor, aterrado.

  No le respondí. Tenía algo que hacer y corrí hacia el final del corredor por donde había desaparecido la espalda de David.

  L LUGAR DONDE SE encontraban los costales de zanahoria no era el más cómodo, pero sí el único donde podían esconderse unos instantes de la mirada del hombre grueso, que no soportaba que sus empleados descansaran por fuera de las horas establecidas. Así es que allí, en ese rincón, fue donde Héctor y la mujer joven acordaron encontrarse para conversar.

  Héctor fue el primero en llegar, fingiendo necesitar un pequeño respiro. Se sentó, se limpió el sudor de la frente y sintió el sabor a tierra que tenía en los labios. Su cara, su ropa y sus manos estaban completamente cubiertas por una capa densa y consistente de tierra. Cuando su respiración se calmó, comprobó que nadie lo estuviera mirando, metió la mano en el bolsillo invisible del pantalón ennegrecido y sacó dos barras de chicle. Destapó una y empezó a masticarla despacio, dejando que el sabor a naranja llenara su boca.

  —¿Por qué se demoró tanto? —preguntó la mujer joven cuando llegó. Se sentó a su lado y se acomodó el pelo detrás de las orejas.

  Héctor le entregó la segunda barra de chicle y se quedó mirando primero su cuello descubierto y luego la oreja con un arete grande. Ella se metió el chicle a la boca y sonriendo le tocó la mano. Al sentir el contacto tibio, el muchacho tuvo repentina conciencia de la rugosidad y aspereza de su propia piel, y retiró la mano con rapidez. La joven se quitó de nuevo el pelo de la oreja, dejándosela ver otra vez, y lo miró fijamente.

  —Que por qué llegó tarde. . .

  —No pude llegar más temprano —respondió simplemente Héctor, y siguió masticando.

  La joven se le acercó al oído.

  —¿Para qué cree que lo llamé? —susurró.

  Héctor pudo sentir el aliento dulce y limpio de su boca. Levantó los hombros como respuesta. La joven le volvió a coger la mano. Esta vez, el muchacho la dejó y clavó los ojos en sus labios. Eran delgados y pálidos. Su cara ovalada y su piel blanca le produjeron una extraña fascinación; mientras ella tuviera su mano sucia y carrasposa entre las suyas, él no podría dejar de mirar ese rostro de ojos intensos.

  —¿Por qué no dice nada? —continuó ella.

  —No tengo nada que decir —respondió Héctor, y sacó su mano de la prisión tibia.

  —Yo sí. Por eso lo llamé. Quería saber si me ayuda con una cosa.

  —Claro, la que sea —dijo Héctor decidido.

  —Vamos a llevarnos toda la plata de la caja y nos perdemos.

  —¿Cómo así?

  —¿O es que le parece que nos tratan bien aquí? —preguntó la joven, y Héctor levantó nuevamente los hombros—. Pues a mí no. Y me voy a robar lo que pueda y lo voy a hacer hoy.

  Los ojos verdes de la mujer brillaron intensamente. Héctor recordó que no había terminado de organizar las acelgas y que tenía un domicilio pendiente. La joven mascó el chicle con intensidad, esperando que Héctor dijera algo.

  —Bueno, si no quiere, ese es su problema. Nos hubiéramos volado juntos para tierra caliente; con esa plata poníamos un negocio en la carretera, sin que nadie nos mande, ¿no le dan ganas? —susurró ella.

  Héctor asintió con la cabeza y dejó que su mano fuera nuevamente arropada entre la tibieza de las suyas. Suspiró, escupió el chicle hacia un rincón y se levantó.

  —No puedo —susurró, y se encaminó lentamente hacia la sección de verduras donde lo recibió el grito del hombre grueso que reclamaba por su demora.

  —BUENAS —DIJO LA mujer asomándose por la puerta del cuarto.

  Robert dejó su zanahoria y avanzó hacia ella.

  —¿Qué le pasó, niño? —preguntó la mujer al ver el ojo morado de Robert, que no respondió y en cambio le clavó el ojo bueno—. Es que vengo para hablar del arriendo —añadió ella.

  —¿Sí? —inquirió Robert.

  —¿Y cómo siguió el niño de la barriga? —preguntó la mujer, dirigiéndose a David y metiéndose al cuarto.

  —Mejor, doña Yeni, gracias —respondió el aludido, intimidado por la presencia de la adulta.

  —¿Y entonces, del arriendo qué? —dijo Robert.

  —Es que no tengo con qué pagarles. . . Quería saber si me dejan quedar. . .

  Robert se volvió hacia sus hermanos buscando consejo. Manuela sostenía una zanahoria en una mano y su cobija en la otra. David miraba atónito, con los ojos muy abiertos. Robert pensó que era injusto que no les pagaran arriendo por vivir en su casa, pero también sabía que la mujer había ayudado a David y había cuidado a Manuela. Además, pensó que si ella se iba sería difícil conseguir a alguien para que se quedara en la casa.

  —Pues sí —dijo Robert sin moverse de la puerta—. Pero ayúdenos con la comida —completó, y vio como se le iluminaban los ojos a David, que siempre tenía hambre. Manuela chupó con fruición su cobija, y los tres clavaron la mirada en la mujer que se había quedado en silencio.

  —Mejor les lavo la ropa —dijo doña Yeni, echando un vistazo alrededor.

  —Y nos da comida. Tenemos hambre —exigió Robert inflexible.

  —Cuando tenga —dijo la mujer, y negó con la cabeza—. Siempre que tengo les doy, y ahora que somos como una familia, mucho más.

  Los tres niños se miraron con extrañeza.

  —¿No sabían?

  —¿Qué? —preguntaron Robert y David al tiempo.

  —Antes de irse, su papá me los recomendó —respondió la mujer, y empezó a recoger ropa sucia por todo el cuarto, deshizo las camas y envolvió todo en las sábanas—. Voy a lavar esto —concluyó, avanzando hacia la puerta. Se detuvo al ver que Manuela y David estaban sentados sobre un costal de zanahorias—. ¿Y eso?

  —Lo trajo Héctor —respondió orgullosa Manuela—. Para que tengamos qué comer.

  —Ah, muy bien —exclamó la mujer, acomodó el atado de ropa debajo de un brazo y con la otra mano cogió una buena cantidad de zanahorias—. Ahorita les traigo una sopa.

  Manuela aplaudió, y Robert la fulminó con los ojos encendidos.

  —Pero que tenga papa —exigió—. Si no, no.

  Doña Yeni, que ya estaba en la puerta, lo miró desde arriba.

  —¡Igualito al papá este chino! —exclamó.

  Y Robert la vio salir hacia el lavadero.

  O NO PENSABA QUE FUÉRAMOS IGUALES, sólo me gustaba mucho. No sé por qué. Pero desde que lo vi y me salvó de los qu
e me atacaron, no podía sacármelo de la cabeza. Soñaba caminando con él por el jardín. En el sueño no había tapia, después de la chamba el camino seguía por los potreros. Nos íbamos cogidos de la mano a caminar. Eso era lo que me imaginaba, y se lo dije a la sicóloga. Me habían dicho que lo mejor era no decirle nada porque si no, quedaba uno fichado. Pero a mí ella me parecía buena gente y creía que le podía contar las cosas.

  —¿Y por qué no le dices eso? —me preguntó sonriendo.

  —Pues porque no se deja —le respondí—. Apenas me ve sale corriendo. Ahora ya sé dónde le gusta estar, pero cuando me le acerco deja lo que tiene entre las manos y se esconde. No sé qué hace allá metido —dije, llevada por la emoción.

  —¿Allá dónde? —se interesó la mujer.

  —En la chamba, detrás del huerto, debajo de los sauces —dije, y temí haberlo traicionado al revelar lo que me había costado tantos días descubrir. Tal vez ese fuera uno de sus secretos. Me quedé callada un momento hasta que la sicóloga continuó.

  —¿Y en el sueño no está la tapia? —dijo.

  Negué con la cabeza.

  —¿Lo van a castigar? —pregunté asustada. Había oído decir que los castigos en este sitio eran terribles y muchas veces injustos. Varios niños los habían recibido sin razón. Temía por él, primero porque no quería que le pasara nada y segundo porque si supiera que lo castigaban por mi culpa, la posibilidad de que algún día habláramos se esfumaría del todo.

  —No, tranquila. No lo vamos a castigar.

  La mujer miró el reloj.

  —¿No quieres hablar de nada más? Tenemos media hora.

  Levanté los hombros y la miré. No sabía de qué hablar. Mejor dicho, no sabía por dónde comenzar.

  —No sé —dije.

  —Por ejemplo, de tu mamá. . . —sugirió, y sentí un hueco enorme en el estómago. Si dejaba que creciera no podría dejar de llorar en varios días, ya lo conocía.

  —Mi mamá está presa, no me gusta hablar de ella —dije levantándome.

  —Bueno, tranquila, no tienes que irte, podemos oír música —dijo, y puso un disco compacto en una grabadora. Sonó la música más hermosa y triste que hubiera oído en mi vida. Era un piano que parecía tocado por un niño. No era una música complicada, sino simple y profunda.

  —¿Te gusta? —me preguntó, y yo asentí. No podía hablar, si hablaba se desataría la catarata y hacía días había decidido que no lloraría más—. Es Bach, Johann Sebastian Bach —dijo, como si yo debiera conocer a ese señor—. Murió hace tiempo, pero dejó esta música tan linda. Me encanta ponerla cuando quiero concentrarme —aclaró, y se recostó contra su silla a pensar quién sabe en qué, de pronto en lo que hacía David en la chamba o de pronto en otra cosa.

  Yo, en cambio, me quedé pensando en la vez que mi mamá me compró el vestido rosado para mi fiesta de cumpleaños. Estaba muy emocionada. Y es raro, pero no me acordaba casi de la fiesta, ni de los regalos, ni de los amigos. Me acordaba de que cuando nos quedamos solas ella me había abrazado y uno de los aretes se le había quedado enredado en una arandela de mi vestido. Sin saberlo, salté de la emoción y el tirón le rasgó la oreja. La sangre me cayó sobre la cara y el cuello, y ella, seguro por el dolor, me gritó. Me asusté mucho, pero después de que se puso un pañuelo, que se iba volviendo rojo en la oreja, me pidió perdón y me abrazó. Mi cabeza quedó apretada contra su barriga, y entonces sentí su corazón que bombeaba ríos de sangre y quise quedarme oyéndolo para siempre.

  —Ya es hora —dijo, Marcela, interrumpiéndome y apagando la música—. ¿Nos vemos la semana entrante?

  Asentí y salí al corredor. En el fondo, con la mirada clavada en la puerta por la que yo salía, estaba él. Apenas me vio, sonrió.

  —Hola —le dije, y avancé hacia él.

  El niño dejó de sonreír, y cuando estuve cerca me puso una mora en la mano. Sentí la textura húmeda de la fruta y la miré extrañada. Cuando le quise preguntar qué debía hacer con ella, había desaparecido. Su espalda era lo único que veía perdiéndose por las escaleras. Sabía que no tenía sentido perseguirlo, de manera que me quedé en el balcón mirando La Valvanera, esa capilla blanca que corona la cima de una montaña, y sintiendo el viento. Miré la mora de un rojo muy intenso y sin dudarlo, me la comí.

  ADRÓN —GRUÑÓ EL HOMBRE grueso empujándolo.

  Héctor cayó de espaldas contra los costales de zanahoria cubriéndose la cara.

  —No hice nada —gimió.

  —Mentiroso. ¡Lo vi con la zorra esa! ¡Y yo que le daba costales de comida! ¡Malagradecido!

  —Pero yo no hice nada.

  —Pues peor para usted: sin el pan y sin el queso. Fuera de aquí y agradezca que no le echo a la policía.

  El hombre grueso lo alzó en vilo y lo lanzó a la calle donde, después de un breve vuelo, cayó su cuerpo adolorido por el golpe. Cuando pudo volver a respirar, Héctor se levantó despacio y empezó a caminar alejándose del almacén. No sabía a dónde ir, de manera que simplemente vagó hasta llegar al río.

  Allí había muy pocas casas que parecían puntos rojos con sus techos de barro cocido en cualquier orden. El joven atravesó unos sembrados y se sentó en el barranco a mirar pasar el agua negra y densa que hacía remolinos con la espuma gris. Más parecía brea que agua, y su olor hubiera espantado a cualquiera que quisiera cuidar su nariz y sus pulmones de la contaminación, pero a Héctor no le importaba nada de eso; quería dejar de sentir el cuerpo adolorido y ordenar su mente para decidir qué hacer de ahora en adelante. El movimiento lento del agua lo ayudaba a relajarse y el olor no le importaba, es más, al poco tiempo dejó de sentirlo. La relajación, en efecto, lo ayudó a olvidar los golpes en las piernas y pronto se dio cuenta de que estaba pensando con claridad. Aunque en el almacén no le pagaban casi nada, le daban comida y podía llevarles algo a sus hermanos para cuando volvían del colegio. No era mucho, pero bastaba para que pudieran irse a dormir sin tanta hambre. Sabía que necesitaba conseguir otro trabajo. Eso era lo primero, además, así cuando su papá volviera le demostraría que él sí había sido capaz de hacerse cargo de sus hermanos. Recordó los ojos verdes de la mujer joven, sus manos tibias envolviendo las suyas y el gesto duro de sus labios cuando quiso convertirlo en su cómplice. Pensó que si se hubiera ido con ella, tal vez ahora estaría frente a una piscina y no frente a un río podrido, con el cuerpo magullado. Recordó el olor fresco y limpio que salía de sus labios, y se pasó la mano por la cara espantando el recuerdo. Había actuado bien. No tenía de qué arrepentirse, tenía una tarea que cumplir y la iba a cumplir como fuera.

  Se levantó despacio consciente de cada músculo de sus piernas golpeadas y se encaminó de vuelta a la loma. Esta vez el camino le pareció larguísimo. Cada paso le hacía recordar los golpes que había recibido por la injusta acusación. Finalmente llegó al parque de su barrio donde se sentó en una de las bancas. Recordó que no había comido nada más que la agüepanela que su hermana María había hecho antes de irse al colegio. Respiró y trató de no hacerle caso a su estómago. Miró la cancha de básquet, los juegos de los niños, el árbol y las barras de ejercicios. Por una de las esquinas le pareció oír un silbido. Se levantó y miró hacia allá. Volvieron a silbar, y esta vez se volvió hacia la esquina contraria. Los silbidos seguían viniendo por todas las calles que desembocaban en el parque, hasta que aparecieron los muchachos. Sonrió al verlos.

  —¿Qué hace por acá, qué le pasó? —lo saludó uno que llevaba una chaqueta de cuero sobre el torso desnudo, mientras los demás lo saludaron con la cabeza.

  —Ahí. . . Que me echaron.

  —¿El gordo? —preguntó el de la chaqueta.

  —Sí.

  —¡Con esos vecinos! ¿Sí o no? —continuó el de la chaqueta—. Por eso es que el man sólo contrata chinos de por allá.

  —¿Y le dio tremenda zurra? —preguntó uno que tenía un buzo de cuello alto que en algún momento debió ser blanco.

  Héctor asintió, pasándose la mano por el brazo raspado que le mostró. El muchacho chasqueó los dedos impresionado.
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br />   —¿Pero usted le dio en la nuca o no? —preguntó el del buzo.

  —No. Ni siquiera —suspiró Héctor, y recordó a la mujer joven, su cuello que palpitaba, sus ojos verdes encendidos.

  —De malas como la piraña mueca —se carcajeó otro. Los demás lo imitaron.

  —Necesito trabajo —susurró Héctor.

  —Oiga, por qué no va donde Julio —opinó el de la chaqueta de cuero.

  —¿Julio?

  —Sí, que está en la buena. De pronto con usted se porta bien porque lo que es con nosotros. . .

  —¡QUÉ HAMBRE TENÍA el pelao! —exclamó la mujer llevándose el plato de la mesa.

  Héctor sostenía todavía la cuchara entre el puño. Se limpió la boca con la manga sucia y miró a su benefactor. El calor que su cuerpo recibió de la sopa lo ayudó a olvidar los restos de la paliza que todavía palpitaba en algunos de sus músculos. El hombre, apenas unos años mayor que él, le sonreía, como si estuviera frente a un hijo recién llegado de un largo viaje.

  —A ver, pelao —dijo, y se empinó en los codos sin dejar de mirarlo—. Entonces ¿qué es lo que sabe hacer?

  —Lo que sea, le meto a lo que sea —respondió Héctor, sintiendo un poco de mareo por haber comido tan rápido.

  —Bien, chino, esa es la actitud. No nos vamos a dejar, ¿sí o no?

 

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