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Aqua alta

Page 21

by Donna Leon


  – ¿Y cómo es que usted habla inglés?

  – Eso es lo que hacía en la Banca d'Italia, dottore. Traducir del inglés y del francés.

  Él no pudo contener la pregunta.

  – ¿Y se marchó?

  – No tuve alternativa, comisario -dijo ella y, al ver su perplejidad, explicó-: Mi jefe me pidió que tradujera al inglés una carta para un banco de Johanesburgo. -Ella calló y se inclinó y sacó de la carpeta otro papel. ¿Ésta era toda la explicación que iba a darle?

  – Lo siento, signorina, pero no comprendo. ¿Le pidió que tradujera una carta para Johanesburgo? -Ella asintió-. ¿Y tuvo usted que marcharse por eso?

  Ella lo miró con ojos muy abiertos.

  – Naturalmente, comisario.

  Él sonrió.

  – Lo siento, pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué tuvo que marcharse?

  Ella lo miró fijamente, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que en realidad no hablaban el mismo idioma.

  – Las sanciones -dijo vocalizando con claridad.

  – ¿Las sanciones? -repitió él.

  – Contra Sudáfrica, comisario. Todavía estaban en vigor, de modo que no tuve más remedio que negarme a traducir la carta.

  – ¿Se refiere a las sanciones contra el Gobierno de Sudáfrica?

  – Desde luego, comisario. Fueron decretadas por la ONU, ¿no?

  – Creo que sí. ¿Y por eso no quiso usted escribir la carta?

  – ¿Qué sentido tiene declarar sanciones si la gente no va a imponerlas? -preguntó ella con perfecta lógica.

  – Ninguno, imagino. ¿Y qué ocurrió entonces?

  – Oh, él se puso muy desagradable. Escribió una carta de amonestación. Se quejó al sindicato. Y nadie me defendió. Todos parecían pensar que yo debía haber traducido la carta. De modo que no tuve más remedio que dimitir. No podía seguir trabajando para aquella gente.

  – Naturalmente -convino él, inclinando la cabeza sobre la carpeta y jurándose impedir por todos los medios que Paola y la signorina Elettra llegaran a conocerse.

  – ¿Eso es todo, comisario? -preguntó ella, sonriendo con la esperanza de que quizá ahora él hubiera comprendido.

  – Sí, signorina, gracias.

  – Cuando llegue el fax de Nueva York se lo subiré.

  – Gracias, signorina. -Ella sonrió y salió del despacho. ¿Cómo la habría encontrado Patta?

  No cabía la menor duda: Semenzato y La Capra habían hablado por lo menos cinco veces durante el año último; ocho, si las llamadas que Semenzato había hecho a hoteles de diversos países cuando La Capra estaba allí eran para él. Desde luego, se podía objetar -y Brunetti no dudaba de que así lo haría un buen abogado defensor- que no tenía nada de particular que estos dos hombres se conocieran. A los dos les interesaban las obras de arte. La Capra podía haber hecho a Semenzato muchas consultas legítimamente: procedencia, autenticidad, precio. Brunetti miraba los papeles tratando de descubrir una sincronía entre las llamadas telefónicas y el movimiento de las cuentas bancarias de uno y otro, pero ésta no aparecía.

  Sonó el teléfono. Él descolgó y dio su nombre.

  – Te he llamado antes.

  Inmediatamente reconoció la voz de Flavia y advirtió de nuevo su tono grave, tan distinto del que tenía cuando cantaba. Pero esta sorpresa no era nada comparada con la que sintió al oír el tuteo.

  – He ido a hacer una visita. ¿Qué sucede?

  – Brett no quiere ir conmigo a Milán.

  – ¿Ha dicho por qué?

  – Dice que no se encuentra bien para viajar, pero es cabezonería. Y miedo. No quiere reconocerlo, pero tiene miedo de esa gente.

  – ¿Y tú? -preguntó él tuteándola a su vez con complacencia-. ¿Te marchas?

  – No tengo alternativa -dijo Flavia, y enseguida rectificó-: Sí la tengo. Podría quedarme si quisiera, pero no quiero. Mis hijos van a casa y quiero estar allí para recibirlos. Y el martes tengo ensayo con piano en La Scala. Ya cancelé una actuación, y ahora les he dicho que cantaré.

  Brunetti se preguntaba qué podía hacer él en este asunto, y Flavia no tardó en informarle.

  – ¿Podrías hablar con ella? ¿Hacerla entrar en razón?

  – Flavia -empezó él, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que la llamaba así-, si tú no la has convencido, dudo mucho de que yo pueda hacerle cambiar de idea. -Y, antes de que ella tuviera tiempo de protestar, agregó-: No es que trate de escurrir el bulto, es que no creo que dé resultado.

  – ¿Y ponerle protección?

  – Sí; podría poner a un hombre en el apartamento. -Casi sin pensar, rectificó-: O a una mujer.

  La respuesta fue inmediata. Y áspera:

  – El que no nos acostemos con hombres no quiere decir que nos dé miedo estar en una habitación con uno de ellos.

  Él se quedó callado hasta que ella preguntó:

  – Bueno, ¿no vas a decir algo?

  – Estoy esperando que pidas perdón por tu estupidez.

  Ahora tocó callar a Flavia. Finalmente, con gran alivio, él la oyó decir en tono más suave:

  – De acuerdo. Perdón por mi estupidez y por mi arranque. Será que estoy acostumbrada a tratar a la gente sin miramientos. Y que quizá aún soy muy susceptible por lo que se refiere a Brett y a mí.

  Presentadas las disculpas, Flavia volvió a la cuestión:

  – No sé si podremos convencerla para que acepte tener a alguien en el apartamento.

  – Flavia, no dispongo de otro medio para protegerla. -Él oyó un fuerte ruido, como de maquinaria pesada-. ¿Qué es eso?

  – Un barco.

  – ¿Dónde estás?

  – En Riva degli Schiavoni -dijo ella-. No quería llamar desde casa, y he salido a dar un paseo. -Aquí cambió la voz-. No estoy lejos de la questura. ¿Puedes recibir visitas en horas de trabajo?

  – Naturalmente -rió él-. Soy un jefe.

  – ¿Puedo ir ahora? No me gusta hablar por teléfono.

  – Desde luego. Cuando quieras. Ahora mismo. Espero una llamada, pero no tiene sentido que sigas dando vueltas por ahí con esta lluvia. Además -agregó sonriendo para sí-, aquí se está caliente.

  – De acuerdo. ¿Pregunto por ti?

  – Sí. Di al agente de la puerta que estás citada y él te acompañará a mi despacho.

  – Gracias. Ahora mismo voy. -Colgó sin darle tiempo a despedirse.

  En cuanto Brunetti colgó, el teléfono volvió a sonar. Era Carrara.

  – Guido, su signor La Capra estaba en el ordenador.

  – ¿Sí?

  – La cerámica china me ha permitido localizarlo.

  – ¿Por qué?

  – Por dos cosas. Hará unos tres años, de una colección particular de Londres desapareció un bol de celadón. El hombre al que al fin acusaron de la sustracción dijo que un italiano le había pagado para que consiguiera concretamente esa pieza.

  – ¿La Capra?

  – Él no lo sabía. Pero la persona que lo delató dijo que uno de los intermediarios que había agenciado el trato usó el nombre de La Capra.

  – ¿«Agenciado el trato»? -preguntó Brunetti-. ¿Quiere decir, sencillamente, organizado el robo de una sola pieza?

  – Sí. Es cada vez más frecuente -respondió Carrara.

  – ¿Y la otra cosa? -preguntó Brunetti.

  – Es sólo un rumor. Lo tenemos en la lista de «casos sin confirmar».

  – ¿De qué se trata?

  – Hará unos dos años, en París, un marchante de arte chino, un tal Philippe Bernadotte, fue muerto una noche en la calle mientras paseaba al perro. Sus asaltantes le robaron la cartera y las llaves. Con las llaves entraron en su casa, pero, por extraño que parezca, no le robaron nada. Eso sí, registraron sus archivos y, al parecer, se llevaron papeles.

  – ¿Y La Capra?

  – El socio de la víctima recordaba que días antes de su muerte, monsieur Bernadotte había mencionado una disputa que había tenido con un cliente que lo acusaba de haber vendido una pieza que sabía que era falsa.

&n
bsp; – ¿El cliente era el signor La Capra?

  – El socio no lo sabía. Sólo recordaba que monsieur Bernadotte se había referido a él varias veces llamándolo «el cabrito», pero pensó que bromeaba.

  – ¿Monsieur Bernadotte y su socio eran capaces de vender una pieza sabiendo que era falsa? -preguntó Brunetti.

  – El socio, no. Pero, al parecer, Bernadotte había estado complicado en varias ventas y compras dudosas que habían sido investigadas.

  – ¿Por la brigada antirrobo de obras de arte?

  – Sí. La oficina de París tenía un dossier sobre él.

  – ¿Y de su casa no se llevaron nada, después de matarlo?

  – Parece que no, pero el que lo ha matado tuvo tiempo de revisar sus archivos y sus inventarios y sacar lo que le interesara.

  – ¿Así que es posible que el signor La Capra fuera «el cabrito» al que había aludido la víctima?

  – Eso parece -convino Carrara.

  – ¿Algo más?

  – No; pero si ustedes pueden darnos más datos, se lo agradeceremos.

  – Diré a mi secretaria que le envíe todo lo que tenemos, y si descubrimos algo más sobre él y Semenzato se lo diré.

  – Gracias, Guido. -Y Carrara colgó.

  ¿Qué era lo que cantaba el conde Almaviva? «E mifarà il destino ritrovar questo paggio in ogni loco!» También parecía ser el destino de Brunetti encontrar a La Capra dondequiera que mirase. De todos modos, Cherubino era bastante más inocente que el signor La Capra. Por lo que Brunetti había averiguado, cabía sospechar que La Capra estaba involucrado en la muerte de Semenzato. Pero todo era puramente circunstancial, no tendría valor alguno ante un tribunal.

  Brunetti oyó un golpe en la puerta y gritó: «Avanti». Un policía de uniforme abrió y dio un paso atrás para que entrara Flavia Petrelli. Cuando ella pasaba por delante del policía, Brunetti vio cómo la mano del agente hacía un marcial saludo antes de cerrar la puerta. Brunetti no tuvo que preguntarse a quién se rendía homenaje con el gesto.

  Flavia llevaba un impermeable marrón oscuro forrado de piel. El frío de la tarde había puesto color en su cara, que seguía limpia de maquillaje. Rápidamente, cruzó el despacho y estrechó la mano que él le tendía.

  – ¿Así que aquí es donde trabajas? -dijo.

  Él dio la vuelta a la mesa y se hizo cargo del impermeable, que el calor de la habitación hacía innecesario. Mientras ella miraba en derredor, él colgó la prenda de una percha, detrás de la puerta. Vio que estaba mojada y, al mirar a Flavia, vio brillar gotas de agua en su pelo.

  – ¿No traes paraguas?

  Ella, maquinalmente, se llevó la mano al pelo y pareció sorprenderse al encontrarlo mojado.

  – No llovía cuando he salido de casa.

  – ¿Y cuándo ha sido eso? -preguntó él volviendo hacia ella.

  – Después del almuerzo. Serían poco más de las dos, supongo. -Su respuesta era vaga y daba a entender que realmente no podía recordarlo.

  Él acercó otra silla a la que tenía delante de la mesa y esperó a que la mujer se acomodara antes de sentarse frente a ella. Hacía sólo unas horas que la había visto y lo sorprendía el cambio que notaba en su cara. Esta mañana parecía tranquila y relajada cuando, con una vivacidad muy italiana, le pedía ayuda para convencer a Brett de que debía pensar en su propia seguridad. Y ahora daba la impresión de estar rígida, en vilo, y la crispación que se advertía en su boca era nueva.

  – ¿Cómo está Brett? -preguntó él.

  Ella suspiró y agitó una mano en un ademán de impotencia.

  – A veces, hablar con ella es como tratar de razonar con uno de mis hijos. Dice que sí a todo, reconoce que tengo razón y luego hace lo que se le antoja.

  – ¿Que ahora es…?

  – Quedarse aquí en lugar de ir conmigo a Milán.

  – ¿Cuándo te marchas?

  – Mañana por la noche. Hay un vuelo que llega a las nueve. Así tendré tiempo de abrir el apartamento e ir a recibir a los niños al aeropuerto al día siguiente por la mañana.

  – ¿Ha dicho por qué no quiere ir?

  Flavia se encogió de hombros, como si lo que Brett dijera y la verdad fueran dos cosas independientes.

  – Dice que no consentirá que el miedo la eche de su propia casa, que no va a huir ni a esconderse conmigo.

  – ¿Crees que es la verdadera razón?

  – ¿Y quién sabe cuál es su verdadera razón? -preguntó ella ásperamente-. A Brett le basta con querer o no querer hacer una cosa. Ella no necesita razones ni excusas. Hace sólo lo que le apetece. -No escapó a Brunetti que sólo otra persona no menos voluntariosa encontraría tan irritante esta cualidad.

  Aunque Brunetti deseaba preguntar a Flavia por qué había ido a verle, dijo tan sólo:

  – ¿Y no podrías convencerla?

  – Si la conocieras, no lo preguntarías -dijo Flavia secamente, pero entonces sonrió-: No; no podría. Probablemente, si yo le dijera que no se fuera, se sentiría tentada de marcharse. -Movió la cabeza negativamente y repitió-: Lo mismo que mis hijos.

  – ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó Brunetti.

  – ¿Crees que serviría de algo?

  Ahora tocó a Brunetti encogerse de hombros.

  – No lo sé. Tampoco tengo mucho éxito con mis propios hijos.

  Ella lo miró, sorprendida:

  – No sabía que tuvieras hijos.

  – Para un hombre de mi edad, lo más natural es tenerlos, ¿no?

  – Sí, claro -respondió ella, y meditó un momento antes de volver a hablar-. Es que en ti siempre he visto sólo al policía, es casi como si no fueras una persona corriente. -Antes de que él pudiera decirlo, ella admitió-: Sí, ya sé, y a mí sólo me conoces como cantante.

  – Bueno, tampoco es exacto -dijo él.

  – ¿Cómo que no? Cuando me conociste estaba actuando.

  – Sí, pero la función había terminado. Y desde entonces sólo te he oído en disco. Y me parece que no es lo mismo.

  Ella lo miró fijamente, bajó la mirada al regazo y volvió a mirarlo:

  – Si te diera entradas para la función de La Scala, ¿irías?

  – Sí, con mucho gusto.

  – ¿Y a quién llevarías? -preguntó ella con una amplia sonrisa.

  – A mi esposa -dijo él simplemente.

  – Ah -dijo ella no menos simplemente. Pero una sílaba puede ser muy elocuente. La sonrisa se borró un momento y cuando reapareció era tan amistosa como antes, pero no tan cálida.

  Él repitió la pregunta:

  – ¿Quieres que hable con ella?

  – Sí; confía mucho en ti, y quizá te escuche. Alguien tiene que convencerla de que debe irse de Venecia. Yo no he podido.

  La ansiedad que advertía en su voz lo impulsó a decir:

  – No creo que en realidad corra tanto peligro si se queda. Su apartamento es seguro, y no será tan imprudente como para dejar entrar a cualquiera. El riesgo es pequeño.

  – Sí -dijo Flavia con una lentitud que indicaba lo poco que la convencía el argumento. Como si hubiera vuelto repentinamente de un lugar muy lejano y no supiera cómo había llegado aquí, recorrió el despacho con la mirada y preguntó apartando de sí el cuello del jersey-. ¿Tienes que quedarte aquí mucho rato todavía?

  – No; ya estoy libre. Si quieres, te acompaño y hablo con ella, a ver si quiere escucharme.

  Flavia se levantó, fue a la ventana, miró la fachada cubierta de San Lorenzo y el canal que discurría frente al edificio.

  – Muy bonito, pero no sé cómo puedes soportarlo. -¿Se refería al matrimonio?, pensó Brunetti-. Al cabo de una semana, empiezo a sentirme atrapada. -¿Hablaba de la fidelidad? Se volvió a mirarlo-. Pero, con todos sus inconvenientes, no deja de ser la ciudad más bella del mundo, ¿verdad?

  – Sí -respondió él sencillamente, ayudándola a ponerse el impermeable.

  Antes de salir, Brunetti sacó dos paraguas del armario y dio uno a Flavia. En la puerta principal de la questura, los dos guardias que habitualmente se limitaban a dar a Brun
etti un lacónico «Buona notte», se cuadraron y levantaron la mano en un saludo impecable. Fuera la lluvia caía con fuerza y el agua del canal empezaba a inundar la acera. Brunetti se había calzado las botas, pero Flavia llevaba unos mocasines que ya estaban empapados.

  Él la tomó del brazo y torcieron hacia la izquierda. De vez en cuando, una ráfaga de viento les lanzaba la lluvia a la cara, giraba bruscamente y les azotaba las pantorrillas. Se cruzaban con muy pocos transeúntes, todos bien equipados con botas e impermeable, evidentemente, venecianos que si estaban fuera de casa era porque no tenían más remedio. Maquinalmente, él evitaba las calles en las que el agua ya habría subido y la llevaba hacia Barbería delle Tolle, que conducía a la parte alta, donde estaba el hospital. No les faltaba más que un puente para llegar allí cuando se encontraron frente a una zona en la que había que hundirse hasta el tobillo en un agua gris y aceitosa. Él se paró, preguntándose cómo llevar a Flavia al otro lado, pero ella se soltó de su brazo y siguió andando, ajena al agua fría que él oía borbotearle en los zapatos.

  El viento y la lluvia barrían la pequeña explanada del campo SS. Giovanni e Paolo. En una esquina, debajo de un toldo que ondeaba furiosamente, había una monja que, con resignada indefensión, se asía a un paraguas eviscerado. El campo propiamente dicho parecía haberse contraído, el borde estaba ya bajo las aguas que habían convertido el canal en un lago alargado que iba ensanchándose progresivamente.

  Casi corriendo, con un rápido chapoteo, cruzaron el campo en dirección al puente que los llevaría a la calle della Testa y el apartamento de Brett. Desde lo alto del puente, vieron que en el tramo que tenían que recorrer a continuación el agua les llegaría hasta la pantorrilla, pero no se detuvieron. Cuando llegaron a la zona inundada al pie del puente, Brunetti se cambió el paraguas a la mano izquierda y tomó a Flavia del brazo con la derecha. Y fue oportuno, porque en aquel momento ella tropezó, se fue hacia adelante y, de no haberla sujetado él, hubiera caído de cara.

  – Porco Giuda -exclamó ella-. El zapato. Se me ha salido. -Los dos registraron con la mirada el agua oscura, pero el zapato había desaparecido. Ella tanteaba con el pie en el agua. Nada. La lluvia arreciaba.

 

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