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Aqua alta

Page 24

by Donna Leon


  La miraba invitándola a preguntarle qué se había visto forzado a hacer. Y, de pronto, cuando le vino a la cabeza esta palabra, «forzado», Brett comprendió que aquello no era un guión que él se hubiera preparado para justificar sus actos; aquello no era una escena que él representara para congraciarse con ella. Aquel hombre hablaba con entera convicción. Quiso una cosa, se la negaron, y se vio forzado a tomarla. Así, sencillamente. Y, en el mismo instante, Brett comprendió dónde se encontraba ella: atravesada en su camino, impidiéndole disfrutar libremente de la posesión de las cerámicas que con tantos esfuerzos y gastos había sustraído de la exposición del palazzo Ducale. Y entonces supo que la mataría, que le quitaría la vida con la misma naturalidad con que la había golpeado cuando ella se negó a contestar a su pregunta. Se le escapó un gemido, que él tomó por una pregunta y continuó:

  – Quería hacer que pareciera un simple robo, pero, si desaparecía el bol, él comprendería que yo estaba implicado. Pensé en mandar sacarlo y quemar la casa. -Hizo una pausa y suspiró al recordarlo-. Pero no pude. Había allí muchas cosas bellas, y no podía verlas destruidas, -Bajo el bol, mostrándole su interior-. Mire ese círculo, cómo lo rodean las líneas realzando la muestra. ¿Cómo eran capaces de hacer eso? -Se irguió musitando-: Sencillamente prodigioso. Prodigioso.

  Mientras tanto, el joven permanecía a su lado sin decir nada, escuchando cada palabra, siguiendo cada gesto con los ojos, inexpresivamente.

  El hombre volvió a suspirar y prosiguió:

  – Dejé bien claro que eso debía hacerse cuando él estuviera solo. No veía razón para hacer sufrir a la familia. Una noche, cuando regresaba de Siena en automóvil… -se interrumpió, buscando la expresión más delicada-. Sufrió un accidente. Lamentable. Perdió el control del vehículo en la superstrada. El coche se salió de la carretera y se incendió. En medio de la confusión que siguió a su muerte, transcurrió algún tiempo antes de que se descubriera la desaparición del bol. -Su voz se suavizó al cambiar al tono filosófico-. Me pregunto si en mi preferencia por esta pieza pudo influir el que tuviera que tomarme tantas molestias para conseguirla, -Y, en tono más coloquial-: No sabe cómo me alegro de poder finalmente enseñarla a alguien que sea capaz de apreciarla. -Lanzando una mirada al joven, agregó-: Aquí todos tratan de comprender, de compartir mi entusiasmo, pero no han dedicado años al estudio de estas cosas como yo. Y como usted, professoressa.

  Su sonrisa se hizo benévola.

  – ¿No le gustaría tenerla en la mano, dottoressa? Nadie más que yo la ha tocado desde que… en fin, desde que la adquirí. Estoy seguro de que le gustará palpar la perfecta curva del fondo. Le sorprenderá lo poco que pesa. Siento no disponer de los medios científicos adecuados. Me gustaría comprobar su composición al espectroscopio, saber de qué está hecha; quizá eso explicara por qué es tan ligera. ¿Querría usted decirme qué le parece?

  El hombre sonrió de nuevo y le tendió el bol. Ella hizo un esfuerzo por separar su dolorido cuerpo de la pared en la que estaba apoyado y alargó los brazos tomando cuidadosamente sobre la palma de las manos la pieza que él le ofrecía y miró su interior. Las líneas negras que había trazado una mano hábil, muerta hacía cinco milenios, recorrían el fondo girando aparentemente al azar y dividían espacios blancos que encerraban pequeños círculos negros a modo de dianas. El bol casi parecía vibrar de vida y alegría. Vio que las líneas no estaban espaciadas con regularidad, y esta falta de simetría denotaba el pulso humano y falible del artesano. A través de unas lágrimas involuntarias, Brett contemplaba la belleza de aquel mundo lejano en el que pronto se encontraría ella. Lloraba por su propia muerte y por el poder de este hombre que tenía delante para poseer tanta belleza y perfección.

  – Fabuloso, ¿verdad? -dijo él.

  Brett le miró a los ojos. Él le quitaría la vida con la misma facilidad con que escupía el hueso de una cereza. Y después seguiría viviendo rodeado de toda esta belleza, disfrutando plenamente de lo que eran sus bienes más preciados. Ella dio un pequeño paso atrás y alzó los brazos en ademán solemne, poniéndose el bol a la altura de la cara. Luego, lentamente, con plena deliberación, separó las manos y dejó caer el bol al suelo de mármol, en el que se estrelló lanzando fragmentos contra sus pies y piernas.

  El hombre se abalanzó hacia ella pero no llegó a tiempo de salvar el bol. Al pisar un fragmento triturándolo, se tambaleó hacia atrás, chocó con el joven y se agarró a él para sujetarse. La cara se le puso roja y luego blanca. Masculló unas palabras que Brett no entendió y se volvió rápidamente hacia ella. Se desasió a medias y fue hacia ella, pero el joven le rodeaba el pecho con un brazo y tiraba de él hacia atrás. Le habló al oído en voz baja pero vehemente, manteniendo el brazo firme para impedirle llegar hasta Brett.

  – Aquí no -dijo-. No en medio de tus cosas bonitas. -El otro gruñó una respuesta que ella no entendió-. Yo lo haré -dijo el joven-. Abajo.

  Mientras ellos hablaban con vehemencia, Brett introdujo la mano derecha en el bolsillo y rodeó con ella el extremo más estrecho de la fíbula; el otro extremo era puntiagudo; y el borde, afilado y hasta cortante. Ella los miraba y escuchaba, pero sus voces sonaban cada vez más lejos y sólo le llegaban a ráfagas. Al mismo tiempo, descubrió que ya no tenía frío; al contrario, sentía calor, estaba ardiendo. Ellos hablaban y hablaban con voces apresuradas. Ella se ordenó a sí misma permanecer allí de pie, sujetando la cuchilla, pero de pronto el esfuerzo se hizo excesivo y, lentamente, volvió a sentarse. Dejó caer la cabeza hacia adelante y, al ver los trozos de cerámica esparcidos por el suelo, no pudo recordar qué eran.

  Al cabo de mucho tiempo, oyó abrirse y cerrarse la puerta y cuando levantó la mirada vio que en la habitación sólo estaba el joven. Una laguna en el tiempo, y él la asía por el brazo y la levantaba. Ella se dejó sacar de la habitación y llevar por la escalera abajo. A cada paso, el dolor le explotaba en la cabeza. Al llegar abajo, cruzaron el patio bajo el diluvio hasta una puerta de madera.

  Sin soltarle el brazo, precaución que casi la hizo reír por lo innecesaria, él dio la vuelta a la llave y empujó la puerta. Ella vio una escalera que descendía hacia una negrura poblada de destellos. A partir del primer escalón, la oscuridad parecía palpable y abajo se veía el brillo de la luz en el agua.

  El hombre se volvió hacia Brett y la lanzó hacia adelante. Sus pies tropezaron en el umbral y, por puro reflejo, buscaron los peldaños. Pisaron agua en el primero y, en el segundo, resbalaron en musgo y algas. Ella sólo tuvo tiempo de levantar los brazos antes de caer al agua, que iba subiendo de nivel.

  23

  Para Flavia lo más urgente era parar la música que resonaba de un modo grotesco por todo el apartamento. Mientras ella iba hacia la librería, de los oboes y los violines brotaban unas ondas de belleza trascendente, pero ella sólo ansiaba la paz del silencio. Miró el complicado aparato estéreo, sintiéndose atrapada e indefensa en el sonido que brotaba de él y se maldijo por no haberse preocupado de aprender su funcionamiento. Pero en aquel momento la música se elevó a alturas de una belleza aún mayor, se proclamó la armonía universal, y la sinfonía terminó. Ella se volvió a mirar a Brunetti, aliviada.

  Cuando abría la boca para hablar, retumbaron en la habitación los acordes iniciales de la sinfonía. Ella se revolvió levantando una mano hacia el aparato como si quisiera silenciarlo de un golpe. Su mano tropezó con la caja de plástico del CD que estaba apoyada en la parte frontal y la hizo caer a sus pies, abierta. Ella le lanzó un puntapié, falló y la buscó con la mirada, deseando aplastarla, porque le parecía que así pondría fin a aquella música que se derramaba alegremente por el apartamento. Notó que a su lado estaba Brunetti. Él extendió el brazo por delante de ella e hizo girar el mando del volumen hacia la izquierda. La música se apagó dejando la habitación en un silencio explosivo. Él se agachó, recogió la caja y volvió a agacharse para recuperar el folleto que se había salido y un pedazo de papel que estaba debajo de éste.

  «Ha llamado un hombre. Tienen a Flavia.» No había escrito nada más. Ni la hora, ni una e
xplicación de su intención. Pero su ausencia del apartamento era toda la explicación que él necesitaba.

  Sin decir nada, pasó el papel a Flavia.

  Ella lo leyó y comprendió inmediatamente. Estrujó el papel con fuerza, haciendo una bola, pero enseguida abrió la mano y lo puso en la librería, alisándolo, dolorosamente consciente de que quizá éste fuera el último recuerdo de Brett.

  – ¿A qué hora has salido de casa? -preguntó Brunetti.

  – A eso de las dos. ¿Por qué?

  Él miró el reloj, calculando posibilidades. Habrían esperado un rato antes de llamar, dando tiempo al supuesto secuestro, y alguien la habría seguido para cerciorarse de que no regresaba antes de tiempo. Eran casi las siete, por lo que hacía varias horas que tenían a Brett. Brunetti no tuvo que preguntarse quién había hecho aquello. El nombre de La Capra estaba tan claro como si acabara de ser pronunciado. ¿Adonde la habrían llevado? ¿A la tienda de Murino? Sólo en el caso de que el anticuario estuviera complicado en los asesinatos, lo que parecía poco probable. La respuesta evidente era, pues, el palazzo de La Capra. Nada más ocurrírsele, se puso a pensar en la forma de entrar, y comprendía que no había posibilidad de conseguir un permiso de registro basándose en la coincidencia de tres fechas en unos cargos de tarjetas de crédito y la descripción de una habitación que podía servir tanto de prisión como de galería privada. Las intuiciones de Brunetti no contarían para nada, especialmente en relación con un hombre de la aparente relevancia y, lo que era más importante, la evidente riqueza de La Capra.

  Si Brunetti volvía al palazzo, lo más seguro era que La Capra se negara a recibirlo y sin, permiso judicial, no había manera de entrar. A menos que…

  Flavia le asió el brazo.

  – ¿Sabes dónde está?

  – Creo que sí.

  Al oírlo, Flavia salió al recibidor y, al cabo de un momento, volvió a entrar con unas botas de caucho negro en la mano. Se sentó en el sofá, se las calzó encima de las medias mojadas y se puso en pie.

  – Voy contigo -dijo-. ¿Dónde está?

  – Flavia… -empezó él, pero ella cortó:

  – He dicho que voy contigo.

  Brunetti comprendió que no podría disuadirla, e inmediatamente decidió lo que había que hacer.

  – Primero, voy a llamar por teléfono. Por el camino te lo explicaré. -Descolgó el teléfono, marcó el número de la questura y preguntó por Vianello.

  Cuando el sargento se puso al aparato, Brunetti dijo:

  – Soy yo, Vianello. ¿Hay alguien por ahí?

  En respuesta al sonido afirmativo de Vianello, Brunetti prosiguió:

  – Entonces limítese a escuchar mientras le explico. ¿Recuerda que me dijo que había trabajado tres años en robos con escalo? -Por la línea llegó un gruñido ronco-. Necesito que me haga un favor. Una puerta. De un edificio. -El siguiente gruñido era claramente interrogativo-. De madera, con refuerzo de metal, nueva. Me parece que tiene dos cerraduras. -Esta vez oyó un resoplido, provocado por la insultante simplicidad del encargo. Sólo dos cerraduras. Sólo refuerzo de metal. Brunetti pensó con rapidez, recordando el vecindario. Miró por la ventana: había oscurecido y seguía lloviendo-. Nos encontraremos en campo San Aponal. Lo antes posible. Y, Vianello -agregó-, no lleve el abrigo de uniforme. -La única respuesta fue una risa grave, y Vianello colgó.

  Cuando Brunetti y Flavia llegaron al zaguán, vieron que el agua había seguido subiendo, mientras, al otro lado de la puerta, se oía el fragor de la lluvia.

  Agarraron los paraguas y salieron a la calle. El agua les llegaba casi al borde de las botas. Transitaba muy poca gente, y enseguida llegaron a Rialto, donde el agua estaba aún más alta. De no ser por las pasarelas de madera instaladas en sus montantes de hierro, el agua se les hubiera metido en las botas e impedido avanzar. Al otro lado del puente, descendieron otra vez al agua y torcieron hacia San Polo, los dos, empapados y exhaustos por el esfuerzo de caminar por las calles inundadas. En San Aponal entraron en un bar a esperar a Vianello, agradeciendo verse a cubierto.

  Llevaban tanto tiempo inmersos en este mundo acuático que a ninguno le pareció extraño que dentro del bar el agua les llegara a media pantorrilla ni que el camarero chapoteara al moverse detrás del mostrador mientras servía tazas y copas.

  Las puertas vidrieras del bar estaban empañadas y de vez en cuando Brunetti tenía que abrir un círculo en el vaho con la manga, para ver si llegaba Vianello. Figuras encorvadas vadeaban el pequeño campo. Muchos habían abandonado el paraguas, que no ofrecía sino una protección ilusoria contra una lluvia que, arrastrada por un viento caprichoso, llegaba desde cualquier ángulo.

  Brunetti sintió de pronto un peso en el brazo y al volverse vio la cabeza de Flavia apoyada en él. Tuvo que doblar el cuello para oír lo que decía:

  – ¿Crees que estará bien?

  Él no encontraba palabras, no le vino a los labios una mentira piadosa. No pudo sino rodearle los hombros con el brazo. Notó que temblaba y trató de convencerse de que era de frío, no de miedo. Pero seguía sin encontrar palabras.

  Poco después, la silueta de oso de Vianello apareció en el campo, procedente de Rialto. El viento hacía ondear el impermeable a su espalda, y Brunetti vio que llevaba unas botas de pescador hasta la cintura, Oprimió el brazo de Flavia.

  – Ya está aquí.

  Ella se apartó de él lentamente, cerró los ojos un momento y trató de sonreír.

  – ¿Estás bien?

  – Sí -respondió ella, moviendo la cabeza para más énfasis.

  Él abrió la puerta del bar y llamó a Vianello, que cruzó rápidamente el campo hacia ellos. El viento y la lluvia irrumpieron en el supercaldeado bar, y luego entró Vianello chapoteando y haciendo más pequeño el local con su sola presencia. Se quitó su gorro marinero y lo sacudió varias veces contra el respaldo de una silla salpicando en círculo. Arrojó el gorro a una mesa y se pasó los dedos por el pelo lanzando más agua a su espalda. Miró a Brunetti, vio a Flavia y preguntó:

  – ¿Dónde es?

  – Abajo, junto al agua, al final de la calle Dilera. Es la casa recién restaurada. A la izquierda.

  – ¿La que tiene rejas?

  – Sí -respondió Brunetti preguntándose sí habría en la ciudad un solo edificio que Vianello no conociera.

  – ¿Qué quiere, comisario, que entremos dentro?

  Brunetti sintió un profundo alivio al oír el plural.

  – Sí. Hay un patio, pero con esta lluvia no creo que haya alguien allí. -Vianello asintió, completamente de acuerdo. Con este tiempo, las personas normales se quedaban en casa.

  – De acuerdo. Espere aquí y veré lo que puedo hacer. Si es la casa que pienso, no creo que tengamos dificultades. No tardaré. Déme unos tres minutos y luego venga. -Lanzó una rápida mirada a Flavia, agarró el gorro y salió a la lluvia.

  – ¿Qué vas a hacer? -preguntó Flavia.

  – Entraré a ver si está -dijo él aunque no tenía ni la más remota idea de lo que esto podía significar en la práctica. Brett podía estar en cualquiera de las innumerables habitaciones del palazzo. Incluso podía no estar allí sino muerta, flotando en el agua sucia que se había apoderado de la ciudad.

  – ¿Y si no está? -preguntó Flavia tan rápidamente que Brunetti comprendió que había tenido su misma visión.

  En lugar de responder, él dijo:

  – Quiero que te quedes aquí. O que vuelvas al apartamento. No puedes hacer nada.

  Sin molestarse en discutir, ella rechazó sus palabras agitando una mano y preguntó:

  – ¿No crees que ya habrá tenido tiempo? -Sin darle tiempo a responder, lo empujó a un lado y salió del bar al campo, donde abrió el paraguas con un movimiento brusco y se quedó esperando.

  Él salió del bar y se reunió con ella, tapándole el viento con su cuerpo.

  – No puedes venir. Esto es cosa de la policía.

  Una ráfaga de viento los azotó y a ella le echó el pelo a la cara tapándole los ojos. Ella lo apartó con un ademán impaciente y miró a Brunetti, impertu
rbable.

  – Sé dónde es. O me llevas o te sigo. -Y, cuando él fue a protestar, lo atajó-: Es mi vida, Guido.

  Brunetti dio media vuelta y entró en la calle Dilera, furioso, y tratando de contener el impulso de meterla en el bar y hacer que se quedara allí a la fuerza. Cuando se acercaban al palazzo, Brunetti observó con extrañeza que la estrecha calle estaba desierta. No se veía ni rastro de Vianello y la pesada puerta parecía estar cerrada. Cuando pasaban por delante, la puerta se abrió repentinamente. A la débil iluminación de la calle, apareció una mano grande que les hacía señas para que entraran, seguida de la cara de Vianello, que sonreía y chorreaba agua de lluvia.

  Brunetti entró, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Flavia se deslizó al interior del patio. Se quedaron quietos un momento, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

  – Muy fácil -dijo Vianello cerrando la puerta.

  Como estaban muy cerca del Gran Canal, el agua tenía aquí más profundidad y había convertido el patio en un lago sobre el que seguía precipitándose la lluvia. La única luz venía de las ventanas del palazzo, situadas en el lado izquierdo, e incidía en el centro del patio, dejando en la oscuridad el lado en el que estaban ellos. Silenciosamente, los tres se situaron a resguardo de la lluvia debajo de la galería que cubría tres lados del patio, en una oscuridad que los hacía casi invisibles entre sí.

  Brunetti se daba cuenta de que había venido obedeciendo a un simple impulso, sin pensar en lo que haría una vez dentro. En su única visita al palazzo había sido conducido al último piso con tanta celeridad que no había podido hacerse una idea de la distribución del edificio. Recordaba haber pasado por delante de puertas que conducían desde la escalera exterior a las habitaciones de cada planta, pero no podía adivinar lo que había detrás de aquellas puertas; él sólo había visto la habitación del último piso en la que había hablado con La Capra, y el estudio del piso inferior. También pensaba que él, Brunetti, un agente del orden, acababa de participar en un delito; peor aún, había complicado en tal delito a una civil y a un compañero del cuerpo.

 

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