Lord Tyger

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Lord Tyger Page 14

by Farmer, Phillip Jose


  Bigagi era el único que no daba señales de miedo. Clavó los ojos en Wuwufa, como desafiándole a que le tocara con el rabo del búfalo. Las tres mujeres se encogieron sobre sí mismas e intentaron mantener el trono del jefe entre ellas y el cada vez más cercano hombre que hablaba con los espíritus. Ras se preguntó si Bigagi y Wuwufa no habrían discutido entre ellos durante la última noche. ¿Habría protestado Wuwufa al ver que Bigagi se apoderaba del trono del jefe? ¿Pensaba quizá Wuwufa que podía librarse de Bigagi husmeando en su olor la secreción del mal?

  ¿O estaría pensando en alguna de las mujeres?

  Wuwufa se detuvo delante del trono, agitó el rabo de búfalo ante Bigagi, y éste apretó su vara con más fuerza pero no apartó los ojos de Wuwufa. El que hablaba con los espíritus pateó el suelo e inclinó la estructura cónica que le cubría la cabeza hacia un lado. Después pasó ante Bigagi y agitó el rabo de búfalo ante las mujeres. Las tres se volvieron hacia él, como si temieran que les tocase la espalda si no le miraban. Cuando el rabo del búfalo se acercó a sus caras, las tres echaron la cabeza hacia atrás. Intentaron protegerse el rostro con las manos, y Thiliza cayó de rodillas de puro terror.

  Wuwufa se alejó de ella y se volvió hacia Wilida. Primero se le acercó desde la derecha y luego desde la izquierda. Inclinó el cuerpo en una dirección y en otra, quedándose quieto durante largo rato. Agitó el rabo de búfalo alrededor de ella y por encima de su cabeza, y en una ocasión se lo metió por entre las piernas. Después lo acercó a su máscara, como si lo estuviera oliendo.

  Ras se agarró a la rama. Ahora sabía quién sería la hechicera. Era lógico que ella fuese la causa del mal. Wilida había sido la primera en conocerle, había sido la mejor amiga y, después, la mayor amante del Chico-Fantasma. El Chico-Fantasma había conseguido llegar hasta la gente de la aldea porque ella no había huido al verle. El Chico-Fantasma había alardeado ante todo el poblado de que la amaba más que a ninguna otra. El Chico-Fantasma, Ras Tyger, había causado la muerte de la mitad de los hombres. Por lo tanto, Wilida debía ser culpable sin duda alguna.

  Ras tuvo la impresión de que en la decisión de Wuwufa debía haber influido otro elemento. Nombrándola como la hechicera, le mostraba al nuevo jefe que su poder no era tan grande como el de Wuwufa. Wuwufa controlaba el mundo de los espíritus, y ese mundo siempre era más fuerte que el mundo de la carne. Eso le había contado Yusufu a Ras, y ahora Ras podía comprender la verdad que había en sus palabras.

  La multitud lanzó un gemido cuando el rabo del búfalo rozó una y otra vez el rostro de Wilida. Wilida se encorvó sobre sí misma, la cabeza gacha, los brazos colgando a los lados, y sus rodillas se fueron doblando lentamente. Bigagi se había levantado de su trono y estaba gritando y golpeando el suelo con el extremo de su vara, pero Wuwufa no le hacía ningún caso. Llamó a Tuguba y a Sewatu, y éstos se llevaron a Wilida hacia la Gran Casa. Las mujeres se dispersaron para recoger madera con que construir la choza donde se quemaría a la hechicera.

  Los hombres estaban ocupados con las tareas asignadas. Primero colocaron los cadáveres sobre pequeños taburetes de madera, sosteniéndoles con largos palos apoyados en su espalda. La mayor parte de ellos estaban tan tiesos como troncos de árbol. La cabeza de Gubado también fue colocada sobre un taburete para que pudiera presenciar la quema.

  Ras estaba a punto de vomitar por lo que iba a sucederle a Wilida. Pero bajó del árbol sin perder ni un segundo porque una mujer, Seliza, venía hacia él por entre los arbustos. Unos metros detrás de ella iba Thifavi, el hijo de Wuwufa, armado con una lanza. Le gritó a Seliza que se apresurara a recoger la madera. Sus nerviosas miradas a un lado y a otro dejaban claro que le daba miedo estar entre la espesura, aunque fuese de día.

  Ras se colocó detrás de Thifavi mientras Seliza les daba la espalda y usaba un hacha de cobre para cortar un arbusto espinoso. Thifavi debió oír a Ras, o quizás simplemente estuviera dándose la vuelta para mirar hacia atrás. Sus ojos se desorbitaron, se quedó boquiabierto y se dispuso a completar su giro y a levantar su lanza. Ras dio un paso hacia delante, dejando atrás el radio de acción de la punta metálica, y hundió su cuchillo justo bajo la mandíbula de Thifavi, bajándole cuidadosamente al suelo para no atraer la atención de Seliza con el ruido que habría hecho su cuerpo al desplomarse. Sacar el cuchillo requirió cierto esfuerzo, pues se había quedado atascado en la tráquea. Después‚se acercó a Seliza por detrás y la hizo caer de bruces al suelo. Le tapó la boca con la mano izquierda y puso el filo ensangrentado del cuchillo sobre su vena yugular.

  —Aquí te acostarás con la Muerte, Seliza—le dijo—. Si me cuentas alguna mentira no seré yo quien penetre tu cuerpo, sino el cuchillo.

  Seliza estaba temblando violentamente. Ras apartó la mano de sus labios y le permitió sentarse.

  —Cuéntame la verdad—le dijo—. ¿Quién disparó la flecha que mató a mi madre?

  Los dientes de Seliza castañeteaban de tal forma que apenas si era capaz de pronunciar las palabras.

  —¡Yo..., yo..., no lo sé..., de verdad!

  —Vuestros hombres tienen que haber alardeado de cómo entraron en la Tierra de los Fantasmas y mataron a la mona, la madre de Ras Tyger, el fantasma, aunque ella no era ninguna mona y yo no soy ningún fantasma, como tú bien sabes. ¿Quién lo hizo? ¿Bigagi? Es el único que tiene el valor suficiente para eso.

  Seliza asintió con la cabeza, y luego no fue capaz de parar.

  —¡Fue Bigagi quien lo hizo! ¡Ya me lo parecía! Bigagi morirá lentamente. Todos vuestros hombres morirán pero su muerte será rápida, salvo la de Bigagi. Y, ahora, dime: ¿dónde está mi padre? ¿Donde está Yusufu?

  —¿Yusufu? —dijo Seliza, que aún temblaba—. ¿Tu padre? ¡No hay ningún Yusufu en la aldea, no hay nadie que sea tu padre, y yo no sé nada de él! ¡Te digo la verdad!

  —El hombrecillo negro con muchos pelos grises en su cara—dijo Ras—. Mi amado padre adoptivo. ¡Ya sabes de quién hablo! ¿Dónde está ? ¿En la Gran Casa?

  Seliza volvió a decir que sí con la cabeza y no pudo parar.

  —¿Y cuándo planean quemar a Wilida?

  —¡Hoy, naturalmente! ¡Tan pronto como esté construida la choza! Ras se puso en pie y se apartó un poco de ella, aunque siguió amenazándola con el cuchillo.

  —Ahora, ve y dile a Bigagi que Wilida y Yusufu deben ser liberados inmediatamente —le dijo—. Tiene que dejarles salir por la puerta oeste para que puedan cruzar el río en una canoa. Y nadie debe seguirles.

  »Si no son liberados o si reciben algún daño, por poco que sea, mataré a todos los hombres de la aldea y quemaré todas las chozas y las empalizadas, con lo que las mujeres y los niños se quedarán sin hogar y estarán indefensos ante los leopardos.

  »Y dile también a Bigagi que, aunque suelte a Wilida y a Yusufu...

  Ras no completó la frase. Sería una estupidez exigir demasiado de Bigagi. Ya tendría tiempo para descubrir que Ras seguía teniendo intención de matarle.

  Alzó su cuchillo, pero no llegó a completar el gesto. Dijo:

  —¿Y Wiviki? ¿Qué‚ le mató?

  —¡Le mató un fantasma de cabellos amarillos!—dijo Seliza—. Él y Sazangu estaban cazando cuando oyeron algo entre los arbustos. Fueron arrastrándose hacia el ruido y de repente vieron al fantasma, más pequeño que tú, más pálido, con una larga cabellera amarilla y cubierto por una extraña cosa marrón. En su mano había una especie de hacha pequeña y sin punta, y el fantasma señaló con el extremo de su mango a Wiviki cuando él se levantó de un salto disponiéndose a arrojarle su lanza. Se oyó un ruido, como el de una rama al partirse, y Wiviki cayó muerto. Después, el fantasma salió corriendo. Wiviki no tenía ninguna herida, sólo un pequeño agujero en el pecho. El...

  —¡Basta!—dijo Ras. Hirió a Seliza en el brazo con el filo de su cuchillo y le gritó—: ¡Vete!

  Seliza huyó corriendo tan aprisa como podían permitírselo sus gordas piernas, cruzando la espesura en dirección hacia la aldea. Ras corrió hacia la orilla, atravesó el río a nado, y fue primero hacia el oeste y luego hacia el nor
te hasta encontrarse en línea recta con el poblado. Desde lo alto de un árbol observó la escena que se desarrollaba detrás de las empalizadas. Seliza seguía gritando mientras unas mujeres se la llevaban hacia su choza. Bigagi iba y venía por entre sus guerreros, que ahora incluían a todos los varones lo bastante mayores como para mantener erguida una lanza. Bigagi les estaba gritando y de vez en cuando blandía su vara hacia los arbustos donde yacía Thifavi.

  Después de haber contado a los presentes y examinar los alrededores del poblado, Ras vio a uno de los hombres que faltaban entre los arbustos de la orilla, delante del árbol desde el que Ras había saltado al río dos semanas antes. Su nombre era Zibedi. Y cerca del árbol, también oculto detrás de un arbusto, había un chico de doce años, Fatsaku. Bigagi no pensaba dejarse sorprender. Había colocado allí a Fatsaku para que avisara a los demás si Ras trepaba nuevamente por el árbol. Y Zibedi, armado con dos lanzas, un arco y flechas, tenía que matar a Ras si volvía a probar suerte con la misma ruta de huida.

  Ras volvió a contar los hombres que había dentro de las empalizadas para asegurarse de que ningún otro estaba oculto tendiéndole una emboscada. Bajó del árbol, fue arrastrándose hacia Zibedi, y unos instantes después Zibedi estaba derramando su vida por la yugular mientras Ras le hundía la cara en el polvo para impedirle que gritara.

  Después de que Zibedi hubiera dejado de sangrar, Ras fue trazando un círculo hacia el nordeste y cruzó nuevamente el río. Se colocó detrás de Fatsaku, pero el chico estaba tan nervioso como un mono que ha olido leopardos. Durante una de sus frecuentes ojeadas a su espalda vio un retazo de piel blanca. Se levantó de un salto, chillando, su lanza abandonada en el suelo, y corrió hacia la aldea. Ras le arrojó su cuchillo, pero falló. Después de recuperarlo, cruzó apresuradamente el río para volver a su puesto en el árbol.

  Para aquel entonces la choza ya estaba terminada. Era una estructura construida a toda prisa, unida mediante largos tallos de hierba, que amenazaba con derrumbarse a cada momento, pero serviría para su propósito.

  Wilida fue llevada de la Gran Casa hasta el centro de la aldea, y una vez allí Wuwufa le soltó un discurso desde detrás de su máscara. Bigagi estaba sentado en su trono, el cuerpo inclinado hacia delante. No dijo nada. Wilida tenía la cabeza caída sobre el pecho y guardaba silencio. Incluso desde aquella distancia Ras pudo percibir que tenía la piel grisácea. Cuando la empujaron hacia delante y la metieron de un empujón dentro de la choza, no intentó resistirse. Sus manos estaban atadas a la espalda, y al empujarla se cayó de tal forma que sus pies quedaron asomando por el umbral. Las mujeres se encargaron de darle patadas en los pies hasta que éstos quedaron ocultos dentro de la choza.

  Después‚ las mujeres amontonaron ramas y arbustos en el umbral hasta dejarlo totalmente tapado. Wuwufa cogió una antorcha que le tendía su mujer y la acercó a los montones de madera situados en el norte, el este, el sur y el oeste. Bigagi, como si supiera que Ras debía estar observándoles desde alguna parte, se levantó del trono y caminó alrededor de la choza, deteniéndose cuatro veces para agitar su vara hacia el mundo que había fuera de la aldea, gritando algo cada vez.

  No había viento, pero la choza no tardó en incendiarse. Las llamas saltaron hacia el cielo y el humo se alzó en una columna recta. Wilida empezó a gritar, y no paró de hacerlo hasta que la estructura de la choza se derrumbó sobre sí misma y el tejado en llamas se desprendió de sus soportes.

  El pago

  Ras vomitó. Después se quedó tendido durante un largo rato sobre la rama, con la cara hacia abajo, los ojos clavados en los arbustos y las plantas de taro. Luego bajó del árbol, observando que algunos insectos estaban comiendo ya los restos de vómito pegados al tronco. Fue al río para lavarse la boca y eliminar el mal sabor, limpiándose la garganta y la suciedad del cuerpo.

  No podía hacer nada por Wilida salvo llorarla y matar a sus asesinos. Pero Yusufu aún no estaba muerto..., si podía creer a Seliza. Ahora no estaba muy seguro de que Seliza no le hubiera dicho lo que él deseaba oír. Lo cierto es que no había visto ninguna señal de Yusufu. Quizá los wantso le habían matado mientras volvían a la aldea. O tal vez Yusufu había logrado huir de ellos en la casa del árbol para esconderse en las colinas.

  El dolor era tan grande que apenas si podía soportarlo. Las dos personas que más amaba en el mundo, dejando aparte a Yusufu, habían muerto.

  —Las cosas suceden de tres en tres —solía decir Mariyam.

  —¡Esta vez no!—gritó Ras.

  Volvió al lugar donde estaba el cuerpo de Gubado para reunirse con Janhoy. Del viejo ya no quedaba gran cosa. Sus huesos estaban esparcidos por el camino y dos chacales los roían, mientras seis cuervos esperaban en un semicírculo a un par de metros de los chacales. Cerca de allí, detrás de un arbusto, Janhoy dormía tendido de espaldas, con el vientre hinchado, las patas delanteras sobre el pecho y las patas traseras hacia arriba.

  —Si fuera un wantso podría hundir una lanza en tu gordo estómago y jamás despertarías de tus sueños, aunque no sé qué‚ puede soñar un león—dijo Ras—. Duerme bien y duerme mucho, Janhoy, porque ahora no tendré tiempo para estar contigo, al menos durante un rato

  Sacó de su carcaj la flecha wantso que había matado a Mariyam.

  —Y tú...—dijo—. Tú volarás de regreso al hombre que te mandó hacia el corazón de Mariyam. Volverás directamente a su corazón. Bigagi morirá esta noche.

  Pasó el resto del día durmiendo en el árbol, sin descansar demasiado bien. Los gritos de los monos y los pájaros le sobresaltaban, arrancándole de su precario sueño. En varias ocasiones soñó con Mariyam y con Wilida como si aún estuvieran vivas, y se despertó llorando. En el último sueño que tuvo vio a Yusufu, prisionero en una choza de los wantso. Después de aquello supo que no podía permitirse seguir durmiendo hasta no tener la seguridad de que Yusufu estaba a salvo. Un poco antes de que anocheciera volvió al gran árbol que se encontraba delante de la aldea, al otro lado del río.

  El crepúsculo se fue volviendo púrpura. Los animales del día dejaron de hacer ruido y los animales de la noche salieron de sus madrigueras. A lo lejos se oyó el grito de un leopardo. Poco después Ras oyó un leve ruido y supuso que un leopardo habría encontrado el cuerpo de Zebedi. Después hubo más ruidos. El leopardo estaba llevándose el cadáver a un sitio más adecuado para devorarlo. Pronto la mayor parte de Zebedi, al que llamaban el Risueño, estaría en el vientre del leopardo. Los huesos serían mondados por los chacales y los cuervos y acabarían siendo cubiertos por la hierba. Y de

  Zebedi no quedaría nada. Su destino sería parecido al de Gubado, el viejo arpista, convertido en excrementos de león y huesos cubiertos por la hierba.

  —Sin embargo, recuerdo muy bien la risa de Zebedi y los chistes que hacía y que luego Wilida me contaba. Y recuerdo el arpa de Gubado y su música, y tocar‚ sus canciones en mi arpa. Y Mariyam y Wilida...

  Intentó dejar de pensar en Mariyam y Wilida. Acordarse de ellas le hería en lo más profundo de su alma.

  Ahora el interior de las empalizadas estaba iluminado por las antorchas y vio que los cadáveres eran sacados de sus taburetes para ser llevados dentro de la Gran Casa. Algunas mujeres estaban haciendo la cena sobre las piedras y en las marmitas que había delante de sus casas. Las demás lloraban ruidosamente a los muertos. Bigagi estaba sentado en el trono del jefe y comía de un plato de madera sostenido por Seliza. Aunque tenía la boca llena, hablaba con Wuwufa y con los guerreros que estaban acuclillados ante él. Las antorchas ardían sobre cada una de las puertas iluminando las plataformas, en cada una de las cuales había un muchacho. Lo único que asomaba por encima de la V formada por las dos estacas puntiagudas en que terminaba la plataforma era la cabeza del muchacho: estaban intentando ofrecer un blanco lo más pequeño posible.

  ¿Y dónde estaba Yusufu?

  Ras fue cambiando de árboles para poder ver la aldea desde ángulos distintos. Tal y como había esperado, vio a un hombre junto a la empalizada, bajo la rama del árbol sagrado: era Pathapi. Le habían puesto allí como centinela por si
Ras intentaba entrar en la aldea usando el árbol.

  La oscuridad se hizo más profunda. La luna aún no había asomado. Las mujeres y los niños fueron a sus chozas, salvo las que estaban velando a los muertos en la Gran Casa. Los guerreros se agruparon alrededor de Bigagi para oír sus instrucciones. Después le dijeron a los niños que bajaran de sus plataformas y los enviaron a sus casas. Todas las antorchas fueron apagadas, dejando sólo una. A su luz Ras pudo ver cómo los hombres se dispersaban por entre las sombras que había bajo las cabañas. Pathapi se metió bajo la cabaña de Wuwufa. Bigagi había entrado en la Gran Casa, pero Ras supuso que estaría sentado en un taburete junto al umbral.

  La única antorcha que aún ardía fue apagada con una marmita de agua. La oscuridad y el silencio se adueñaron del poblado. Incluso los gemidos y llantos de las mujeres que estaban dentro de la Gran Casa habían cesado.

  Ras bajó del árbol y atravesó el río. Cogió unas cuantas ramas para hacer antorchas que guardaba en el hueco de un árbol y empezó a preparar un fuego. Después de haber metido una de las ramas más largas y secas en el fuego, fue hacia el árbol sagrado. Aunque sostener la antorcha con una sola mano resultaba bastante incómodo, trepó por él y arrojó la antorcha sobre el tejado de la choza de Wuwufa.

  Alguien—probablemente el mismo Wuwufa—, lanzó un grito, y unos instantes después se oyó el ruido de unos pies descalzos sobre la tierra. Ras bajó del árbol dando un salto y fue por la empalizada hacia la puerta oeste. Lanzó su cuerda y pasó el extremo con el lazo alrededor de una puntiaguda estaca. Una vez se hubo izado por ella miró a través de los espinos que protegían la empalizada por entre los extremos de los troncos. Las llamas del tejado le permitieron ver a Wuwufa y a su mujer bailoteando ante su choza, mientras que otros hombres gritaban dándoles consejos a los dos que habían subido al tejado e intentaban apagar el fuego golpeando las llamas con anchos remos de piragua. Pero lo único que estaban consiguiendo era arrojar ascuas sobre el resto del tejado. Varias mujeres estaban trayendo ya marmitas de agua. Bigagi no era visible por ninguna parte.

 

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