De repente, Bigagi apareció de detrás de la casa que estaba más cerca de Ras. Lanzó un grito y arrojó su lanza hacia Ras, pero éste soltó la cuerda para dejarse caer por debajo del nivel de las estacas antes de volver a cogerse a la soga. Después‚ sosteniéndose con una sola mano de la V que había entre dos troncos pese al dolor que le causaban los espinos, aflojó el lazo y se dejó caer al suelo. Al pasar por encima de su cuerpo, el extremo de la lanza había dado contra la parte superior del tronco. Ras cogió el proyectil y fue corriendo por la empalizada hasta encontrarse cerca de la puerta norte. Había esperado que los wantso saldrían por la puerta sur, o que quizá enviarían un grupo por esa puerta y otro por la puerta oeste para pillarle entre los dos. Pero cuando se acercaba a la puerta norte vio que ésta empezaba a abrirse. Cambió de rumbo para dirigirse hacia los árboles y la espesura, alejándose de la aldea. Un instante después, movido por una decisión repentina, se dio la vuelta para esperar hasta que la puerta estuvo abierta casi del todo, y arrojó la lanza.
El proyectil dio en el vientre de Gifavu, el primer hombre que salió por la puerta. Gifavu cayó hacia atrás, derribando al hombre que le seguía. Ras vio que la puerta sur también estaba abriéndose y que Bigagi y tres hombres más salían por ella. Cuando oyeron los gritos de quienes se encontraban en la puerta norte giraron en redondo y corrieron hacia ella.
Ahora Ras sabía que Bigagi no pensaba ceder hasta no haber matado a Ras o hasta que Ras no le hubiera matado a él. Ras podía ir eliminando a sus hombres uno a uno, retirándose después a la jungla para volver más tarde a matar de nuevo. Podía seguir haciendo aquello tanto tiempo como le viniera en gana, y los wantso no podrían responder quedándose dentro de la aldea. Tendrían que salir para obtener comida y agua. Además, Ras podía acabar decidiéndose a quemar la aldea. Bigagi debía haberle explicado todo aquello a su gente y les había dado el coraje suficiente para que se adentraran en la noche y le persiguieran. Ni la muerte de Gifavu iba a detenerles.
Ras huyó hacia el río y lo cruzó a nado. Las flechas silbaron al entrar en el agua, tan cerca de él que se vio obligado a sumergirse. Tanto su arco como sus flechas se habían mojado, por lo que decidió dejarlos junto con la cuerda, pero conservó la flecha que había matado a Mariyam. Se la metió en el cinturón, lo único que llevaba encima.
Emergió el tiempo justo para tragar una bocanada de aire y ver que tres hombres le perseguían a nado. En la orilla había seis figuras, más oscuras que la noche, esperando a que saliera del agua. Pero no lograron verle antes de que Ras volviera a sumergirse. Nadó en la oscuridad hacia el árbol del río, haciendo breves pausas para escuchar el ruido causado por sus perseguidores. Cuando estuvo seguro de que uno de ellos se encontraba directamente sobre él, subió a su encuentro. Clavar un cuchillo en el agua con la fuerza suficiente resultaba difícil, pero Ras le cogió por una pierna para darse un punto de apoyo y hundió la hoja con toda su energía. La punta del cuchillo entró en el vientre del nadador. Después de sacarlo, Ras emergió a la superficie para encontrarse metido entre los otros dos nadadores. El hombre al que había apuñalado estaba flotando boca abajo, los brazos extendidos.
Bigagi le gritó algo a los dos nadadores y éstos fueron hacia Ras, pero muy despacio. Ras se sumergió cuanto pudo, sintió que unos dedos le tocaban el pie y siguió bajando. Empezaron a dolerle las orejas. Un instante después su mano se hundió en la frialdad del barro. Por encima de él había débiles ruidos, como los que harían manos y pies agitándose a una gran distancia. ¿Estarían persiguiéndole también los hombres de la orilla? Si la mayor parte de ellos se habían metido en el río, Bigagi se aseguraría de que en la orilla quedara por lo menos un arquero, aunque estaba tan oscuro que resultaría bastante difícil disparar con precisión. De momento a nadie se le había ocurrido la idea de traer antorchas.
Ras no sabía hacia dónde iba. Fue nadando por el fondo hasta que éste empezó a curvarse repentinamente hacia arriba. Estaba yendo hacia la orilla equivocada. Muy bien, pues que fuera la orilla equivocada. No estarían esperando que apareciera por la misma orilla que acababa de abandonar, y si se lo esperaban Ras no podía hacer gran cosa al respecto. Casi se había quedado sin aire; el pánico y el impulso de abrir su boca y respirar eran como un puño que le oprimía el pecho.
La superficie era una banda de oscuridad algo menos densa situada justo por encima de él. Lentamente, luchando con el impulso de subir a toda velocidad y aspirar una bocanada de aire, Ras se dio la vuelta y fue derivando lentamente hacia arriba. Las aguas se rompieron sobre su cara y Ras dejó escapar el aire, muy despacio, y lo tragó con idéntica lentitud. Tanto los chapoteos como los gritos sonaban bastante ahogados porque tenía las orejas debajo del agua. Después, lentamente, volvió a hundirse y avanzó a tientas por el barro, con la superficie a sólo unos centímetros por encima de él. Sus dedos percibieron las raíces, un trozo de un cacharro roto, un hueso que tenía la forma de la pata trasera de un cerdo. Siguió tanteando hasta que la corriente se hizo bruscamente más rápida y supo que se encontraba en el canal situado entre la orilla y la islita. Continuó avanzando hasta sentir que sus últimos restos de aire se habían consumido dentro de él y que todo su ser era un vacío agonizante. Sólo entonces subió a la superficie y, luchando por dominar el pánico, alzó la cabeza hacia el aire. Reprimiendo sus jadeos hasta convertirlos en largas y bien controladas inhalaciones, se arrastró por la orilla hacia la empalizada y se apoyó durante unos instantes en los troncos. En la orilla donde se había zambullido por primera vez había mucho ruido, y ahora estaba llena de antorchas. También se oían voces de mujeres y niños. Daba la impresión de que la aldea entera se encontraba en la orilla o en el río.
Quizá fuera así. Era posible que Bigagi hubiera hecho acudir a todos para que se unieran a la búsqueda. Cuantos más fueran, más posibilidades de vencerle tenían, y además el estar juntos les daría valor.
Ras se puso en pie con un cierto esfuerzo y fue siguiendo la empalizada hasta llegar a la puerta sur, que seguía abierta. Se asomó a mirar y vio que la choza de Wuwufa era pasto de las llamas; el fuego llegaba hasta casi la rama que había sobre ella. No pudo ver a nadie más que a Wuwufa, sentado en el suelo con los ojos clavados en las llamas. Incluso los bebés estaban en el río.
Ras se acercó al viejo por detrás y le dio un golpecito en el hombro. Wuwufa lanzó una ahogada exclamación de sorpresa y alzó la mirada. Sus ojos estuvieron a punto de saltar de sus órbitas y su mandíbula se aflojó.
—Tú hiciste quemar a Wilida—dijo Ras.
Wuwufa se estremeció e intentó levantarse. Ras le dio una patada en el mentón: la planta de su pie estaba cubierta de unos callos tan gruesos que era como de hierro. Wuwufa cayó hacia atrás inconsciente. Tenía la mandíbula torcida en un ángulo extraño, y la sangre brotaba de su boca. Ras volvió a guardar el cuchillo en su vaina y tomó en brazos al viejo. Lo alzó por encima de su cabeza, se acercó al umbral de la choza tanto como se lo permitía el calor, y arrojó a Wuwufa por la llameante entrada. Unos pocos segundos después el techo de la cabaña se desplomó, seguido por las paredes.
Ras miró primero en la Gran Casa. Sus únicos ocupantes eran los cadáveres y la cabeza de Gubado. No había señal alguna de Yusufu, y tampoco ninguna indicación de que hubiera estado jamás dentro de la Gran Casa. Ras cogió una antorcha del montón que había junto a la pared y la encendió en el pequeño fuego que ardía en un gran cuenco de piedra. Después derribó el cuenco contra la pared y le prendió fuego, usando su antorcha en las esterillas que colgaban de ésta.
Luego, mientras registraba cada casa, esparció a patadas el contenido de los cuencos usados para el fuego y siguió usando su antorcha. Trabajó con rapidez, porque los wantso no tardarían en ver las llamas. Si Bigagi era tan inteligente como creía, mandaría hombres por las otras puertas antes de entrar por la puerta norte.
Las gallinas, los cerdos y las cabras estaban aterrorizados. Las gallinas corrían cacareando en todas direcciones salvo en aquella que las habría llevado a la salvación, la de las puertas. Después de haberse acur
rucado junto a una choza que aún no ardía, las cabras siguieron a un viejo chivo a través de la puerta sur. Los cerdos se lanzaban contra las maderas de sus apriscos. Ras estuvo pensando durante un momento en darles la libertad y acabó decidiendo que tardaría demasiado en hacerlo. Ya no le quedaba mucho tiempo. Pese al estruendo de los animales pudo captar un cambio de tono en las voces de los wantso que estaban junto al río. Habían descubierto que su aldea estaba ardiendo. No, no le quedaba mucho tiempo.
Aún había tres cabañas intactas. Ras entró corriendo en una, y al ver un arco y un carcaj de flechas recordó que había abandonado las suyas en el río. Se colgó el carcaj de un hombro y el arco del otro después de haberlo tensado. Cogió la antorcha con su mano izquierda y el cuchillo con la derecha. Y, cuando ya se preparaba para salir de la cabaña, tuvo el tiempo justo de colocarse en posición para lanzar el cuchillo. Un hombre que gritaba con la furia de un loco entró corriendo en la choza y arrojó su lanza hacia Ras.
Dentro de la choza no había mucho sitio para esquivar el proyectil. Ras arrojó el cuchillo y, al mismo tiempo, se dejó caer hacia delante. El cuchillo alcanzó a Pathapi en el plexo solar, y su lanza le dio a Ras en la coronilla. Su punta resbaló a lo largo de su cuero cabelludo, el extremo sin afilar le golpeó con fuerza. Ras se levantó de un salto, arrancó el cuchillo del cuerpo de Pathapi y se limpió la sangre de los ojos. Su herida sangraba tanto que apenas si le dejaba ver.
Pathapi debía haberle atacado con tanta furia porque intentaba demostrarles a los suyos que no era un cobarde, aunque hubiera abandonado su puesto a primera hora de esa noche. Además, ésta era la choza de Pathapi, y casi cualquier hombre es capaz de convertirse en un león defendiendo su hogar, o eso le parecía a Ras. Pero Pathapi había acabado pasando del mero valor a la rabia frenética y por eso había atacado a Ras de una forma estúpida, cuando tendría que haberle esperado fuera de la choza, clavándole su lanza en cuanto Ras asomara por el umbral. Ras volvió a limpiarse la sangre, puso una flecha en su arco y salió corriendo. El fuego ardía con tal vigor que no podría haberse quedado dentro ni un segundo más aunque lo hubiera deseado. En el exterior, el espacio situado entre las empalizadas estaba ya lleno de humo, y Ras no pudo ver nada salvo las llamas de las chozas. Le escocían los ojos, y empezó a toser. Se puso a cuatro patas para arrastrarse bajo la nube de humo, y al hacerlo vio las piernas de los hombres que entraban por la puerta sur.
La sangre volvió a cegarle, y cogió un puñado de barro de allí donde una marmita se había volcado sobre el polvo, colocándoselo en la cabeza para detener el fluir de la herida. Después preparó su arco y, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, apuntó un poco por encima del par de piernas más cercano. Oyó un chillido, las piernas retrocedieron, y el cuerpo de un hombre cayó al suelo, con la flecha asomando de su pecho. Las demás piernas se dieron la vuelta y salieron corriendo por la puerta. Un instante después la puerta se cerró. Aunque el humo era demasiado denso para que le fuera posible ver las demás puertas, Ras supuso que también se estarían cerrando. Estaba atrapado en la aldea, el calor aumentaba, y el humo iba bajando hacia el suelo.
Se arrastró hasta la pared y pegó el rostro al suelo, y permaneció tendido allí el resto de la noche, esperando. El humo jamás llegó a rodearle por completo y el calor no alcanzó un grado insoportable. Las cabañas ardieron con rapidez, y las empalizadas no llegaron a incendiarse. Ras tenía la sensación de que su cabeza ardía bajo la capa de barro, pero apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y no gritó. Tenía mucha sed; era como si su boca estuviera llena de hormigas, un río de hormigas que bebía todas las partículas de humedad que había dentro de sus poros.
El sol acabó por ascender en el cielo. El humo había desaparecido, dejando sólo pálidos fantasmas que brotaban de los montículos de cenizas que habían sido las cabañas y la Gran Casa. El cuerpo de Ras se había vuelto gris y negro a causa del humo; sus ojos estaban tan ardientes como le parecía debían estarlo las cenizas. Se quitó un poco del barro seco que le cubría la cabeza. Bajo la capa gris de las cenizas el barro se había vuelto de un negro rojizo debido a la sangre.
El sol siguió subiendo. Ras tenía cada vez más sed. El olor del humo y de la carne quemada se pegaba a los muros calcinados igual que el aliento de la Muerte. El hombre al que había matado con la flecha había sido imposible de reconocer debido a la humareda, pero la llegada del sol no le aclaró nada a Ras. El rostro era una máscara grisácea.
Ras fue asegurando las puertas una detrás de otra. Si los wantso deseaban venir a buscarle ahora, tendrían que escalar las paredes. En el exterior se oían gritos, y un poco después empezó a oírse ruido de madera apilada contra las empalizadas, así como el restallar de las hachas. Al principio Ras pensó que pretendían quemar las empalizadas, pero poco después vio la cabeza de Bigagi asomar sobre la puerta sur, y supo que habían amontonado la madera para poder trepar por ella.
Ras, situado en el mismo centro del poblado, con el ennegrecido trono del jefe detrás de él, apuntó con su arco hacia Bigagi. Bigagi escondió la cabeza. Se oyeron más gritos. Ras se instaló en el trono y esperó. Pronto le atacarían desde cuatro puntos diferentes. Mataría a unos cuantos y después ellos le matarían a él.
¿Cuántos hombres habían sobrevivido? Contó nuevamente a los muertos en su mente y después sonrió. Sólo quedaban cinco. Esos cinco hombres subirían por la empalizada para acabar con él y, amenos que fueran rápidos, no vivirían para mutilar su cuerpo. Quizá después les siguieran las mujeres.
El sol seguía subiendo. Ras tenía aún más sed. Mediodía. Los wantso discutían ruidosamente fuera de la empalizada, pero ninguno de ellos le dijo nada. Ras pensó en el río y sintió una sed todavía más grande. Bigagi y dos hombres treparon a los árboles para observarle. Ras les gritó, desafiándoles y burlándose hasta que su reseca garganta fue incapaz de seguir funcionando. Les mostró las dos lanzas, el hacha, el arco y las flechas que había tomado del hombre al que había matado.
Bigagi y los dos hombres acabaron bajando de los árboles. Poco después las copas se llenaron de mujeres armadas con arcos que le dispararon. Ras no se movió del trono. Las mujeres no estaban acostumbradas a usar el arco; sus proyectiles fallaron por una gran distancia. Y por cada flecha que disparasen ahora Ras tenía una más y ellos una menos.
Entonces la cabeza de Bigagi apareció por encima de la puerta sur. La de Thaigulo apareció en la del oeste; la de Jabubi, el padre de Wilida, estaba en la puerta norte. Wakuba, un anciano de cabellos blancos, se hallaba en la este. Ziipagu estaba trepando a un árbol, con un arco y una flecha a la espalda, maldiciendo a las mujeres porque no servían para nada.
Ras se puso en pie y le disparó una flecha a Ziipagu. Su mano temblaba debido al cansancio y la sed, y la flecha se clavó un palmo por encima de la cabeza de Ziipagu. Ziipagu chilló y se apresuró a esconderse. Kanathi, la mujer que estaba en ese árbol, dejó caer su arco y se ocultó detrás del tronco.
Bigagi y los demás hombres se incorporaron, cada uno con el arco preparado para lanzar una flecha.
Ras disparó primero y después se dejó caer al suelo, protegiéndose con el trono tan pronto estuvo seguro de que había apuntado bien. Su blanco había sido Wakuba, el viejo, pues pensó que él no se agacharía tan deprisa como los otros. Acertó. La flecha de Wakuba falló, igual que las otras, aunque dos se hundieron en el suelo a un par de metros de sus piernas y una rebotó en el trono para perderse a lo lejos. Wakuba recibió la flecha de Ras en el hombro, giró sobre sí mismo y cayó. Los demás volvieron a disparar, pero esta vez no lo hicieron al unísono. Ras dejó caer su arco y rodó por el suelo, alejándose del trono, para levantarse de un salto y lanzarse de nuevo sobre el arco. La segunda salva de proyectiles había fallado y ahora, durante unos instantes, era el turno de Ras.
La cabeza de Ziipagu apareció justo a tiempo para hacer que Ras dejara de apuntar a Thaigulo. Giró en redondo y lanzó la flecha con la celeridad y precisión inconscientes nacidas de muchísimos largos días de práctica bajo la implacable disciplina de Yusufu. La flecha se enter
ró hasta las plumas en la garganta de Ziipagu, y Ziipagu cayó al suelo.
Los nuevos proyectiles no lograron acertar a Ras, aunque uno se enterró en el suelo tan cerca de él que el tembloroso astil le rozó la parte interior de la pantorrilla. Los hombres lanzaron un grito de abatimiento; algunas de las mujeres chillaron. Bigagi estaba insultándole a gritos, enfurecido, cuando tendría que haber estado disparando. Ras agitó la flecha que había reservado para Bigagi y, pese a tener la garganta reseca, logró decirle cuál era el destino que tenía reservado exclusivamente para él.
De repente, Ras dejó caer el arco, se inclinó, cogió una lanza y corrió hacia Jabubi. Jabubi le miró durante unos instantes; sus ojos estaban tan abiertos que Ras pudo distinguir claramente su blanco.
Entonces Jabubi pareció salir de su estupor y alzó el arco. Ras siguió corriendo hacia él hasta que Jabubi disparó su flecha, y entonces saltó a un lado. La flecha de Jabubi falló, pero las dos disparadas por sus compañeros sólo erraron por unos centímetros una y por medio metro la otra. Ras se lanzó de nuevo contra Jabubi, que había tenido tiempo de coger otra flecha y colocarla en su arco. Pero sus gestos parecían torpes y lentos. Quizá le hacía temblar la idea de que el Chico-Fantasma venía a por él, y que hasta el momento el Chico-Fantasma se las había arreglado para sobrevivir, quemar la aldea y matar a casi todos los hombres. La flecha se le cayó de los dedos y Jabubi se inclinó para recogerla, esfumándose durante un segundo. Cuando volvió a erguirse vio la lanza viniendo hacia él, casi rozando la parte inferior de su arco.
Lord Tyger Page 15