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Lord Tyger

Page 34

by Farmer, Phillip Jose


  —¿Ni tan siquiera Igziyabher?

  Wizozu se quedó callado durante unos segundos y luego dijo:

  —¡Igziyabher me ha concedido el poder para hacer lo que quiera! ¡Soy Su representante en este lugar!

  —¡Quiero ver a Igziyabher!—gritó Ras—. ¡Tengo muchas preguntas que hacerle!

  —¡Hazlas a los muertos!—tronó la voz—. ¡Mira, Ras!

  —¿Dónde he de mirar?

  —¡Hacia tu izquierda, a la gran roca!

  Ras se volvió hacia el peñasco más cercano, situado a unos seis metros de distancia. Era de granito y tendría unos dos metros y medio de alto por tres de ancho. Había dado la impresión de ser sólido, pero en aquel mismo instante estaba partiéndose en dos por una ranura vertical, y las dos partes de la roca giraron hacia fuera hasta dejar totalmente al descubierto el interior, que estaba hueco. Dentro de la roca había otra, más pequeña, sobre la que se encontraba una copa de granito tallada en forma de pájaro. Detrás de la roca había un gran caño grisáceo del que aún goteaba líquido. El caño empezó a deslizarse hacia abajo y desapareció detrás de la más pequeña de las rocas.

  —¡Bebe del pájaro de piedra, Ras!—dijo Wizozu—: ¡Bebe y dentro de muy poco verás a los muertos que amabas!

  Ras no vaciló ni un instante. Fue hacia la roca y cogió el pájaro de piedra por las alas. Su espalda estaba hueca y llena de agua. Ras alzó la copa para que el agua corriera desde la oquedad y se metiera por un canal tallado en el cuello del pájaro. El agua bajó por el canal, se metió por un agujero que había en la parte posterior de la cabeza del pájaro y cayó del pico a la boca de Ras.

  Ras había esperado algún sabor extraño, pero el líquido no parecía ser más que agua. Bebió hasta dejar vacío el pájaro, lo puso encima del peñasco y luego, siguiendo las instrucciones de Wizozu, dio un paso atrás. Las dos partes del peñasco giraron hasta que la roca pareció ser nuevamente sólida.

  Ras esperó. No sentía nada aparte una leve aprensión, y pasados unos minutos empezó a sentirse decepcionado, pero la tronante voz de Wizozu le dijo que tuviera paciencia. Mientras esperaba debía pensar en los fantasmas de aquellos a quienes deseaba ver, y éstos no tardarían en venir.

  Ras esperó mientras el sol empezaba a resbalar hacia su negro lecho. Poco después vio algo amarillo a su izquierda, más allá de la choza de Wizozu, allí donde la isla se curvaba bruscamente hacia abajo para terminar en las aguas. La mancha amarilla se movió y fue seguida por la frente de Eeva, sus ojos y su nariz. Ras quería hacerle señas de que se escondiera, pero no se atrevía. Estaba sufriendo una auténtica agonía, pues tenía la seguridad de que Wizozu no tardaría en verla y entonces todo habría terminado para ella. Las cabezas de varias estatuas habían estado moviéndose desde hacía un rato, pero ahora todas centraron su mirada en Eeva.

  De repente, por una abertura situada en el lado de la choza que daba a Eeva, asomó el cañón de una ametralladora. Ras pudo verlo descender.

  Lanzó un grito y echó a correr hacia delante.

  —¡Ras, retrocede!—gritó Wizozu—. ¡Te prohibo que te acerques más!

  Ras siguió corriendo. Dos secciones de la pared de bambú situadas a los lados del umbral se apartaron para revelar dos agujeros, por los que asomaron sendos cañones de ametralladoras. La gran masa oscura de Wizozu siguió inmóvil detrás de la cortina, pero la voz se volvió aún más potente y su tono se hizo más apremiante.

  —¡Retrocede, Ras! ¡No quiero matarte! ¡No sabes lo que estás haciendo!

  Entonces las ametralladoras que se encontraban más cerca de Eeva (ahora Ras podía ver a dos asomando por los agujeros) parecieron estallar, y el fuego brotó de ellas. El polvo y las partículas de tierra caminaron a través de las rocas yendo hacia la cabeza de Eeva, igual que si un gigante invisible con patas de pájaro duras como el hierro estuviera andando por la isla.

  Eeva escondió la cabeza. Ras siguió corriendo, esperando que en cualquier momento las ametralladoras que le apuntaban abrieran fuego. Arrojó su cuchillo, y el arma atravesó la angosta abertura que había entre la cortina y el umbral para hundirse en el inmenso cuerpo de Wizozu, sentado en un gran trono metálico. Ahora Ras estaba lo bastante cerca como para ver la cabeza del hechicero. Era cuatro veces tan grande como la suya, negra, con alas en lugar de orejas, un cuerno hendido en el sitio de la nariz, cristales púrpuras por ojos y la boca llena de cuchillos.

  Ras arrancó su cuchillo del blando cuerpo de tela y saltó al centro de la choza. Las ametralladoras ya no representaban ningún peligro: habían girado hacia dentro todo lo que les era posible y ahora se contemplaban mutuamente, como bizqueando. No habían disparado ni una sola vez.

  Wizozu gritó con tal potencia que Ras sintió un agudo dolor en los oídos.

  —¡Sal de aquí! ¡Sal! ¡Te mataré! ¿Es que no tienes miedo de nada?

  La voz no procedía de la boca de Wizozu, sino de un gran objeto metálico que parecía un cuerno y estaba unido a una barra de metal curvado situada encima del umbral.

  El desconocido que controlaba aquel objeto, fuera quien fuese y estuviera donde estuviese, no podía hacerle ningún daño a Ras en aquellos momentos. Ras todavía no podía hacerle daño a él, pero estaba decidido a destruir todos los trucos de aquel hombre que le había engañado, haciéndole pensar que los wantso habían matado a sus padres.

  Examinó la choza y comprendió muy poco de cuanto vio, pero encontró un cofre dentro del cual había un par de objetos que sí entendía. Eran un gran martillo y una palanqueta metálica. Los utilizó para destrozar la ametralladora que seguía disparando contra Eeva, o hacia el sitio donde había estado antes. Después arrancó de sus soportes las otras ametralladoras, dos a cada lado de la choza, y destrozó los ciegos ojos de vidrio que había en todas las cajas metálicas contenidas dentro de la choza. La primera caja estalló, llenando de cristales el interior de la choza, pero cuando destrozó el ojo Ras se encontraba a un lado de la caja y no recibió ningún daño. Después de aquello tuvo buen cuidado de no ponerse delante de aquellos objetos metálicos con un solo ojo. Eeva, que acababa de entrar en la choza, le detuvo cuando iba a cortar un cable con un par de cizallas.

  —Dentro de ese cable hay un relámpago—dijo—. Mata de forma tan segura como el rayo del cielo.

  Eeva empezó a buscar por la cabaña hasta que encontró una trampilla y se metió por ella. Ras la observó, vio cómo iluminaba el sótano dándole a un botón, vio los grandes objetos metálicos que no paraban de zumbar y gemir, y percibió un olor desagradable que Eeva le dijo era de petróleo. Después vio cómo los zumbantes objetos metálicos morían cuando Eeva bajó un objeto que desprendió unas cuantas chispas al ser separado de otro objeto metálico.

  Acabaron la demolición de la choza derribando a Wizozu de su silla y arrancando todo el relleno blando que llenaba la estructura de madera que le daba forma, destrozando la estructura y la maquinaria que había dentro.

  Ras salió de la choza para empezar con las estatuas, pero jamás llegó a ellas. Un sonido parecido al de un árbol gigantesco rompiéndose por la mitad le sobresaltó. Alzó los ojos para ver que el cielo se había vuelto tan rojo como el fuego. El sol era una bola negra recortada contra las llamas. Una cabeza más grande que la luna llena asomó por encima de los acantilados. Era la cabeza de un anciano de piel pálida y blancos cabellos que tenía una larga barba blanca.

  Era Igziyabher, tal y como se lo había descrito Mariyam.

  Ras lanzó un grito, porque estaba seguro de que Igziyabher venía a por él. Todas sus fanfarronadas y su antigua seguridad en sí mismo se derritieron en un instante. ¿Qué podía hacer contra algo tan monstruoso?

  La cabeza que llenaba el cielo le miraba con ojos tan pálidos y malévolos como los de un cocodrilo. Una mano que parecía tan grande como el creciente lunar apareció detrás de los acantilados y agarró el borde del cielo para bajarlo de un tirón, como si fuera una cortina de las que había en las ventanas de la casa de Mariyam. El cielo que había detrás del cielo azul tenía tantos colores que giraban rápidamente que Ras sólo pudo ver
un caos de gloria. Un instante después la mano se abrió, y el cielo rojo como el fuego volvió a subir velozmente para cubrir el cielo giratorio de múltiples colores.

  Ras sabía que todo su cuerpo estaba temblando de pavor, pero tenía la impresión de que no estaba totalmente conectado a ese cuerpo, por lo que el pavor era tan sólo como la sombra de un pavor real.

  La isla, que tenía la misma forma que el caparazón de una tortuga gigantesca, se volvió de carne durante un segundo. Arqueó el cuerpo y Ras subió con él, y después volvió a bajarlo y se convirtió nuevamente en tierra y rocas.

  Pero en la tierra estaban apareciendo bultos; los bultos crecieron hacia arriba y adoptaron las formas de hombres y mujeres, animales y pájaros. Primero aparecieron Mariyam y Yusufu y Wilida. Detrás de ellos estaban los negritos que había conocido de niños. Y detrás de ellos estaban Bigagi y todos los wantso, y los sharrikt que había matado. Y los leopardos, los monos, los cerdos del río, y los cocodrilos, el gamo, el antílope y las civetas. Detrás de ellos y por encima de ellos estaban los pájaros que había matado, revoloteando igual que si estuvieran sujetos por cordeles que fueran desde sus vientres a la tierra. Sí, había cordeles hechos de tierra que les unían al mundo; sólo podían volar en círculos.

  Poco después Janhoy se abrió paso por entre los animales y los wantso y se acercó majestuosamente hasta donde estaba Yusufu y se tendió junto a él. Sus ojos brillaban con un resplandor verde.

  Ras lloró de alegría y corrió hacia ellos, pero las figuras se apartaron de él. Sus pies no andaban sobre la tierra; sus pies estaban enterrados en el suelo, que les llegaba hasta los tobillos; sus piernas parecían brotar de la tierra, no, era más bien como si estuvieran hundidas en ella y las figuras tuvieran que luchar para no volver a hundirse en el suelo y desaparecer del todo. Daba la impresión de que estaban cabalgando sobre olas de tierra, y algunas figuras se hundían hasta sus cuellos antes de volver a emerger.

  —¡Hijo, no te acerques! —dijo Mariyam. Su pequeño y oscuro rostro estaba contorsionado por la agonía—. Por mucho que deseemos besarte y abrazarte, no podemos tocarte. Estamos muertos, y tú estas vivo.

  —Si puedo verte, ¿por qué no puedo tocarte? —preguntó Ras.

  —Porque la distancia que hay entre los vivos y los muertos es mayor que la que existe entre el sol y las estrellas—dijo Mariyam—. Es la mayor distancia del mundo.

  —¡Wilida!—gritó Ras, con la esperanza de que ella le dijera algo distinto. Pero Wilida se apartó de él.

  —Olvídala, hijo—le dijo Mariyam—. Está muerta, y tú tienes una mujer viva a la que amar. Olvídanos a todos.

  —¡Pero no puedo hacerlo! —dijo él—. Lloro por vosotros día y noche.

  —No lo hagas, hijo—dijo Yusufu—, o pronto estarás con nosotros, o aunque no lo estés tanto daría que hubieras muerto.

  —¿Qué‚ puedes contarme?—murmuró Ras—. Si no puedes tocarme, no puedes hablar conmigo. Dime algo de lo que quiero..., de lo que necesito saber. Estás muerto; ahora has visto las verdades que hay detrás de las murallas del mundo. Conoces las respuestas a mis preguntas. ¡Dímelo!

  Yusufu sonrió con el fantasma de la sonrisa que había tenido en vida. En aquel momento parecía malvado y cruel. Wilida, que había estado mirando hacia el suelo, alzó la cabeza y le miró igual que si le odiara.

  —Los muertos no tienen nada que contarte que no te hayan contado estando vivos—dijo Mariyam.

  —Y eso es todo cuanto tenemos que decirte —añadió Yusufu.

  Ras oyó cómo Eeva le llamaba desde muy lejos. Miró a su alrededor, pero no pudo verla. Cuando se volvió hacia los fantasmas vio que todos estaban hundiéndose en la tierra. Mariyam ya estaba metida en ella hasta el cuello, Yusufu hasta el pecho, y Wilida hasta la cintura. Todos luchaban y se esforzaban desesperadamente, pero sin hacer ni un solo ruido. Janhoy intentó usar sus patas para incorporarse, pero su cuerpo seguía descendiendo, y pronto lo único que pudo verse de él fue su cabeza, aureolada por la melena, rugiendo de forma inaudible.

  Ras se lanzó hacia delante para sacarles del suelo, pero la tierra parecía estárselos llevando mucho más deprisa de lo que él podía correr. Y cuando, de repente, descubrió que estaba avanzando, se encontró con que ya no había nada. Todas las figuras se habían esfumado debajo de la tierra. Se arrojó al suelo y empezó a hundir sus dedos en la tierra, y sintió el áspero cabello que había en la coronilla de Mariyam, y un instante después el cabello se esfumó. Ras gimió y lloró, pidiéndoles a gritos que volvieran, y pasado un tiempo pareció quedarse dormido.

  La negrura sucedió a la negrura.

  La cacería

  Estaba en un lugar tan silencioso que sólo podía oír el zumbido que produce la ausencia de todo sonido. Estaba de pie encima de una piedra y metido en el agua, que apenas si le llegaba a los tobillos. Agitó las manos y no sintió nada.

  Gimió, preguntándose si también él estaba muerto y si los fantasmas se lo habían llevado consigo.

  Un chasquido le hizo dar un salto, y la minúscula llama que siguió al chasquido hizo que lanzara una exclamación ahogada. Gracias a la luz vio una mano que sostenía el encendedor y el pálido y preocupado rostro de Eeva. Más allá había muros de áspera piedra, un peñasco medio oculto por las sombras y más oscuridad. El agua era un pequeño arroyo que tendría medio metro de ancho.

  Eeva apagó el encendedor y Ras sintió cómo se movía junto a él. Cuando habló lo hizo en voz baja, como si el silencio y la oscuridad la impresionaran.

  —Ras, ¿te encuentras bien?

  —No lo sé. ¿Dónde estamos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué...?

  —Primero cuéntame qué‚ te sucedió—dijo ella—. Saliste corriendo por la puerta, y un instante después vi que empezabas a portarte como si hubieras enloquecido; hablabas contigo mismo y te habías tirado al suelo.

  Ras le contó lo que había sucedido. Eeva seguía sin entender cómo podía haber visto todo aquello hasta que Ras le dijo que había bebido el agua contenida en el pájaro de piedra que había dentro del peñasco.

  —Esa agua debía contener LSD o algún tipo de droga psicodélica —dijo Eeva—. Es la única explicación que se me ocurre para tus alucinaciones y para que después perdieras el sentido. Eso explica también lo que les sucedió a los wantso y a los sharrikt que osaron enfrentarse a esa cosa para conseguir revelaciones religiosas y poder.

  »El hombre que colocó todas esas estatuas y equipos en la isla.... no sé por qué‚ lo hizo, a menos que fuera algo hecho pensando en ti, claro. O quizá deseaba jugar a ser Dios ante los nativos, y también quería impedir que nadie saliera del valle usando el río, aunque quien pensara intentar eso tendría que estar loco.

  »Sea como sea, te dio la droga para que cayeras en un estado sugestionable y resultaras fácil de manipular. La gente que toma LSD suele mostrarse tremendamente sugestionable, ya sabes... No, claro que no lo sabes. Bueno, pretendía decirte que me mataras una vez que hubieras caído bajo la influencia de la droga. Te sugirió que los fantasmas existían, así que los viste. Todos ellos existían dentro de tu mente, Ras. Pero tú le engañaste atacando antes de quedar afectado por la droga.

  »Yo sabía que ese hombre debía estar observándonos mediante cámaras de televisión... Probablemente se encuentra en la columna de piedra que hay en el lago, e indudablemente mandaría un helicóptero en cuanto supiera que estábamos en la isla. Nos tenia atrapados, o eso pensaba él.

  »Después de que te desmayases... Bueno, mejor dicho, después de que perdieras el control, porque podías caminar y hacías lo que yo te indicaba, te metí en la canoa. Pero no quisiste cooperar durante mucho rato, remabas durante un minuto y luego dejabas de hacerlo, y yo no podía impulsar la canoa corriente arriba sin tu ayuda. De hecho, incluso si te hubieras esforzado al máximo creo que no hubiéramos conseguido remontar el río.

  »No importaba, porque yo ya estaba oyendo el helicóptero que se acercaba. Sólo podía hacer una cosa. No quería hacerlo, pero de esa forma al menos había una posibilidad de que saliéramos con vida de a
quello. Si nos quedábamos en la isla estaba segura de que los hombres del helicóptero me matarían, y no tenía demasiado claro qué pensaban hacer contigo. Quizá ahora ya tuviesen órdenes distintas.

  »Así que me dejé llevar por la corriente, y rem‚ con todas mis fuerzas para ayudarla. Entré en la caverna justo cuando el helicóptero asomaba por el recodo del río. Los hombres del helicóptero debieron vernos, porque el aparato vino en línea recta hacia nosotros. No entró en la caverna: el agujero era lo bastante grande como para permitírselo, pero no tan grande como para que tuvieran el suficiente margen de seguridad, así que nos enfocaron con un reflector. Fue terrible. El río hervía y rugía porque el canal se volvía repentinamente más angosto. Después doblamos un recodo del canal, y estuvimos a punto de volcar cuando la canoa chocó contra la roca. La canoa empezó a moverse más que nunca, y yo no podía ver nada. Falto muy poco para que las olas se nos llevaran.

  »Recé..., aunque no creo en Dios, y sigo sin creer en Él, y un instante después la canoa chocó contra algo y caímos al agua. Pero el agua no era demasiado profunda y logré llegar hasta un risco rocoso. Usé mi encendedor, que por suerte se encontraba dentro de tu bolsa, y vi que nos hallábamos ante la entrada de un gran túnel lateral. Debió ser el lecho de otro río que se había secado. La canoa había desaparecido, arrastrada por la corriente. No me importaba porque no tenía ninguna intención de seguir utilizándola. Hemos tenido suerte..., al menos, seguiré pensando que la hemos tenido hasta que ocurra algo malo. Podemos seguir este viejo lecho de río subiendo hasta..., ¿quién sabe dónde?

  La voz de Eeva tembló al pronunciar esas últimas palabras, y de repente se echó a llorar y le abrazó. Ras la apretó contra su cuerpo durante un rato, y después le dijo que debían continuar. Se encontraba débil, pero aún tenía las fuerzas suficientes como para seguir avanzando durante un buen trecho.

  —Si empiezas a ver o a oír algo fuera de lo habitual, dímelo enseguida—le pidió Eeva—. Algunas veces las drogas psicodélicas tienen efectos recurrentes.

 

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