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Lord Tyger

Page 40

by Farmer, Phillip Jose


  Había otros que no le consideraban tanto un objeto inanimado o una bestia salvaje como un hombre al que envidiaban. Su cuerpo, su rostro, su dominio de sí mismo, todo eso parecía hacer que algunos de los hombres sintieran envidia de él. Pero muchas de las mujeres no ocultaban su admiración hacia Ras. Una de ellas, una hermosa y joven pelirroja, le había lanzado una mirada que Ras había reconocido de inmediato, y él le había devuelto otra mirada de la misma clase. Eeva había visto aquel intercambio y había dado señales de celos por primera vez. Quizá fuera aquello lo que le había hecho decirle a Ras que deberían casarse tan pronto como fuera posible. Ahora le amaba, y eso era razón suficiente para casarse. Era mayor que él, pero eso resultaría una ventaja, dado que necesitaba a una mujer experimentada para guiarle por la sorprendente complejidad de aquel mundo exterior.

  Ahora Eeva era su agente y manager personal, y protegería mejor sus intereses si también era su esposa. Como todas las demás cosas del mundo exterior, las razones legales para aquello eran difíciles de comprender, y en aquellos momentos sólo podía explicarle unas cuantas. Pero Ras confiaba en ella.

  Ras no tenía nada demasiado claro con que respaldar su impresión de que ella también protegía sus propios intereses casándose con él. Pero no le importaba. Si Eeva quería casarse, se casarían.

  Eeva había firmado un contrato para escribir un libro acerca de sus aventuras en el valle y otro para escribir la «vida» de Ras. También estaba «regateando» con algunos agentes de productoras cinematográficas para hacer una película basada en su vida, con Ras interpretando su propio papel.

  Eeva le había dicho que los libros y la película darían el dinero suficiente para permitirles vivir más que cómodamente durante un tiempo muy, muy largo, quizá el resto de sus vidas, incluso después de que el «gobierno» se llevara la parte del león de ese dinero. Eeva le explicó lo que eran los impuestos, y por primera vez Ras sintió rabia contra la «civilización». Eeva intentó calmarle y le dijo que si contrataban algunos abogados buenos, es decir, caros, es decir, inteligentes, es decir, capaces de hacer trampas, podrían conseguir recuperar una porción de esa parte del león.

  —Si cuanto más ganas vas teniendo que pagarle al «gobierno» una parte cada vez mayor —dijo Ras—, ¿por qué no limitarse a ganar el dinero que necesitas para disfrutar de la vida?

  —Eso es algo de sentido común, y hay mucha gente que ha hablado de hacer precisamente eso—dijo Eeva—. Pero casi nadie llega a hacerlo. Casi todo el mundo trabaja muy duro para ganar todo el dinero que puede, aun sabiendo que sólo conseguir quedarse con una pequeña parte de él. Es la costumbre—añadió, y Ras se alegró de oír nuevamente aquellas palabras mágicas. Las personas que no eran como él tenían que obedecer a sus costumbres; Ras trabajaría con ellas cuando tuviera razones para hacerlo, y se apartaría de ellas cuando lo deseara.

  El aeroplano estaba volviendo a girar. Ahora se encontraban por encima de las oscuras águilas pescadoras y el deslumbrante blanco de los pelícanos o el humo rosado de los flamencos de la orilla. Subieron por encima de la columna de roca, y Ras pudo ver el esqueleto del gran helicóptero, y los restos ennegrecidos de las chozas «quonset», y la cuerda blanca que seguía colgando de la ventana igual que un gusano a medio salir de un cadáver. O como la sangre blanca brotando de la herida de un fantasma negro.

  El cuerpo de Boygur se había hundido bajo la azul superficie del lago y no reapareció jamás. El águila había acabado derivando hacia la orilla y Ras había enterrado su cuerpo junto a la tumba de Mariyam, sin saber exactamente por qué lo hacía.

  Después de aquello, Eeva había ido a buscarle y le había dicho que podían haber esperado unos cuantos días, y que Boygur habría acabado siendo arrestado. Había logrado no ser descubierto durante años enteros, pero había cometido demasiados delitos y ya no podía seguir escapando al castigo. Sus hijos se habían enterado de que sacaba sumas enormes de su fondo personal y de las sociedades. Los helicópteros eran juguetes que sólo un multimillonario o una nación podían permitirse comprar en tales cantidades. Además, la investigación llevada a cabo por los hijos de Boygur y su ex-mujer puso al descubierto que el dinero estaba siendo gastado en un ejército privado y en los sobornos que necesitaba pagar para asegurarse de que nadie se entrometía en sus actividades. Varios gobiernos se habían enterado de algunas cosas que había hecho en el pasado. Por ejemplo, había traído al valle gorilas y chimpancés, que no se encuentran de forma natural en Etiopía, así como cebras y otros animales que el valle no poseía. También había importado leopardos, porque los wantso y los sharrikt habían matado a casi todos los leopardos nativos del valle, y les había enseñado a ser devoradores de hombres, llenando el valle con ellos.

  Sus actividades a lo largo de los años y sus recientes esfuerzos por hacer que otras personas se mantuvieran alejadas del valle, y especialmente la desaparición de los Rantanen, habían sido el golpe final que derribó su imperio, por lo que Ras, Eeva y Yusufu podrían haberse mantenido ocultos durante unos cuantos días y el mundo habría acabado entrando en el valle para ocuparse de Boygur.

  Ras se alegraba de no haber esperado.

  Miró por la ventanilla en dirección sur. El verdor del bosque y las llanuras verde amarronadas se deslizaban por entre los negros acantilados durante unos cuantos kilómetros. El río serpenteaba en su curso azulado, con su blanca cabeza de espuma y vapor allí donde trazaba un arco sobre el límite de la meseta.

  Más allá y debajo de él se encontraba la tierra donde vivían.... donde habían vivido los wantso. Y, después, el valle y el río se curvaban al unísono alrededor de los negros acantilados, y Ras no podía alcanzar con la vista hasta tan lejos, allí donde estaba el Pantano de las Mil Patas.

  Al otro lado del pantano, Gilluk, el rey de los sharrikt, estaba siendo visitado, inspeccionado, explorado y escudriñado por varios de aquellos recién llegados que se hacían llamar a sí mismos «antropólogos». Uno de ellos había afirmado ya que la espada divina de los sharrikt era la espada de un cruzado, y que había caído en manos de los sharrikt antes de que llegaran al valle, pero había otro hombre que no estaba de acuerdo con eso. Los zoólogos recorrían la zona. Uno decía que los cocodrilos eran una nueva especie, quizá representantes de un nuevo género, fuera cual fuera el significado de aquellas palabras. El valle había acogido a muchas clases de animales que en el mundo exterior ya estaban muertas o que quizá sólo

  existieran aquí.

  El hombre que había dicho eso también dijo que Ras era el único miembro viviente de la especie Homo tarzanus.

  Ras se removió en su asiento y suspiró, pensando en las cenizas de Wilida, la tumba de Mariyam, Bigagi en el vientre de Baastmaast y la cabeza de Janhoy clavada en un palo.

  Entonces el aeroplano se alzó sobre las cimas de los acantilados. Ras lanzó una exclamación ahogada y apretó el brazo de Eeva con tanta fuerza que la hizo chillar. ¡Era cierto! El cielo no estaba hecho de piedra azul y no formaba los límites del valle.

  Algo estaba ocurriendo. Ras pudo oírlo con toda claridad. Era el romperse de la tira de carne que le unía al valle. O quizá fuera el cielo desenrollándose igual que un pergamino para mostrarle la vastedad y la gloria del mundo que había más allá de los acantilados. Mariyam le había explicado cómo se desenrollaba el cielo y lo que era un pergamino, y ahora podía comprender a qué se refería.

  Sus ojos se llenaron de lágrimas. Un sollozo se hinchó en su pecho.

  Eeva le acarició la mano.

  Yusufu, que estaba en el asiento al otro lado del pasillo, se volvió hacia él.

  —¡Esto no es más que el principio, oh, hijo mío! —le dijo en amárico—. Verás muchas maravillas, y quizá la más asombrosa de todas sea, esa gran ciudad que se encuentra al final de nuestro viaje..., Los Angeles.

  Yusufu iba vestido con las ropas de un niño inglés. Las ropas habían venido por avión desde Nairobi junto con las que Ras llevaba ahora. La voz del piloto brotó por la rejilla del megáfono. Podían quitarse los cinturones y fumar si lo deseaban. Los pasajeros empez
aron a venir hacia su asiento para hablar de lo que deseaban conseguir de él. Eeva les hizo marcharse diciendo que Ras empezaba a encontrarse mal a causa de las «inyecciones». Ras aún no sentía ni rastro del profundo malestar que podía resultar de las muchas «inyecciones» y la «vacuna de la viruela» que el médico le había administrado poco antes de que se marcharan, pero dejó que Eeva hablara por él. Necesitaba tiempo para estar a solas y pensar.

  El aeroplano siguió avanzando con su continuo zumbido, y las montañas no tardaron en quedar detrás de ellos, y se encontraron sobre una tierra seca y amarronada, y después volaron por encima de la jungla. Eeva dijo que pasarían unas cuantas horas antes de que salieran de Etiopía. No esperaban tener problemas en el siguiente país. La gente del cine había «untado» las manos adecuadas.

  El vuelo de esa mañana había sido planeado durante la noche anterior. Los militares y policías de Etiopía estuvieron hablando de llevarse a Yusufu hasta Adis Abeba. Seguía estando reclamado por aquel robo y asesinato de hacía veintidós años. Yusufu decía ser inocente, pero no quería presentarse a juicio porque no podía demostrar su inocencia. Y Ras también tenía problemas porque se encontraba en el país de forma ilegal y también tendría que presentarse a juicio porque había matado a tantos wantso y a tantos sharrikt, ciudadanos de Etiopía aunque ellos no lo supieran. También había matado a Boygur y a sus empleados de nacionalidad etíope, y podía ser juzgado por aquellas muertes.

  Eeva y Yusufu estuvieron de acuerdo en que Ras podía acabar quedando libre después de un juicio, pero era probable que mientras tanto se muriera de alguna enfermedad en las cárceles etíopes. A primera hora de esa mañana Ras y Yusufu guiaron a los pilotos y funcionarios etíopes hasta las colinas en una búsqueda del cuerpo de Jib. Después, Ras y Yusufu se apartaron cautelosamente del grupo y volvieron al lago, donde les aguardaba todo un avión repleto con sus compañeros de conspiración. Ras recibió las inyecciones y las vacunas, y el avión se los llevó a todos.

  El señor Brentwood, un productor de cine, decía que luego ya resolverían las «diferencias» con los etíopes—al parecer, «untando» más manos—, y que con el tiempo la película acabaría siendo filmada en el valle, que probablemente sería alquilado por la compañía. Todo eso resultaría muy caro, según decía el señor Brentwood, pero aquella película estaba destinada a conseguir muchos millones de beneficios.

  Y ahora se encontraban sobre la frontera entre Kenya y Etiopía, y Marilyn Provo, una ejecutiva de una editorial, estaba junto al asiento hablando con Eeva y lanzándole miradas a Ras por entre sus largas pestañas. Ras estaba empezando a encontrarse mal. Poco antes de que aterrizaran para repostar le entró fiebre, acompañada de náuseas, y acabó quedándose dormido. Lo último que recordaba antes de dormirse era la voz de Eeva contándole a Marilyn que no le preocupaba demasiado el futuro de Ras. Era un ignorante y un inocente que no sabía nada del mundo, cierto, pero tenía mucho coraje y resistencia, era adaptable y bueno, encantador, sensible, imaginativo, y estaba dotado con un abundante talento artístico. Mientras tuviera junto a él una persona con experiencia y que le amara, todo iría bien para él.

  Luego, después de haber hablado entre fiebres con Wilida, Mariyam y los demás muertos, Ras se medio despertó. Aquel gemido venía de la boca de algún aparato de la «ambulancia». Eeva, que estaba sentada junto a él, le dijo que era una «sirena». Y después le pusieron encima de una camilla y le llevaron al interior de un enorme edificio blanco. Había luces que nunca se apagaban y otras que no paraban de parpadear, y algo rugía y latía lejos de él, y a su alrededor había muchos rostros morenos y blancos, los de Eeva y Marilyn entre ellos, y después las luces y las caras empezaron a girar y se marcharon por entre la negrura igual que pelícanos emprendiendo el vuelo.

  Un día después, Ras se había recobrado lo bastante para sentarse en la cama y para examinar con los ojos, la nariz, los oídos y el tacto cuanto de nuevo podía ofrecerle incluso esta habitación, pequeña y amueblada con sencillez. El viento soplaba de tal forma que le traía el olor del mundo y Ras anhelaba empezar la persecución, aunque no estaba muy seguro de que este mundo no fuera un leopardo astuto y capaz de pillarle por sorpresa.

  —Para estar bien en este mundo y en esta «civilización» antes tienes que ponerte muy enfermo—le dijo esa noche a Eeva—. Igual que para estar vivo del todo antes tienes que morir.

  Eeva no sabía de qué‚ estaba hablando y, en vez de sentir el habitual interés que siempre demostraba por su forma de pensar en las cosas, sólo quería hablar de «negocios». Ras le siguió la corriente durante un rato, y luego dijo que le gustaría acostarse con ella. Eeva se quedó atónita. No podía. Aquí no. Tarde o temprano un medico, una enfermera o un visitante entrarían en la habitación.

  Ras no le suplicó. La besó y dijo que la vería mañana.

  Media hora después de que las enfermeras hubieran terminado sus rondas Marilyn entró sigilosamente en su habitación. Dijo que no debía estar allí porque las horas de visita habían terminado, pero que sabía que Ras estaría contento con su compañía. Lo estaba y, tal como ya había supuesto, Marilyn no tenía tantas inhibiciones como Eeva. Marilyn poseía su propio corazón de cocodrilo.

  Después de aquello Ras se quedó plácidamente dormido, pero despertó en mitad de la noche para encontrarse con una enfermera, Mariamu, que estaba examinándole y arreglando la ropa de su cama.

  Era una muchacha hermosa, y la belleza de sus formas era visible incluso debajo de su holgado uniforme blanco, y tenía una cabeza preciosa y un rostro que Ras supo tendría que acabar esculpiendo en madera. Se lo dijo, y, aunque parecía tímida e incluso un poco asustada de él, Mariamu se quedó. Acabó hablando con él más tiempo del conveniente, por lo que la supervisora de la planta vino a decirle que se fuera. Pero le prometió a Ras que le dejaría esculpir su cabeza, y le dio su dirección. La supervisora, una mujer corpulenta y de unos cuarenta años, pero aún agradable, se quedó en la habitación. Parecía estar fascinada por lo que había oído contar sobre él, y escuchó toda su historia mientras sus ojos se iban abriendo más y más, poniéndose cada vez más cerca de él. Pasado un rato Ras la atrajo hacia sí y la supervisora no luchó, sino todo lo contrario.

  Ras volvió a dormirse pensando que este mundo del exterior tendría muchos peligros, naturalmente, pero que también tenía sus placeres y compensaciones, si uno sabía cómo conseguirlos.

  FIN

 

 

 


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