Martita, I Remember You/Martita, te recuerdo

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Martita, I Remember You/Martita, te recuerdo Page 6

by Sandra Cisneros


  España

  * * *

  No sé cuánto tiempo me quedaré ahí. Quizá vuelva pronto a Buenos Aires. Quizá no. Tengo que rehacer mi vida un poco, pues ahora es un quilombo. Si Dios quiere, tendré algunas noticias tuyas. No me olvides.

  Te abrazo,

  Marta

  * * *

  Ay, Martita, ¿cuántos años han pasado desde que me escribiste? ¿Diez? ¿Quince? No te he olvidado. Ni una sola vez. Esas cartas entre nosotras, piedritas lanzadas al agua. Los anillos ensanchándose cada vez más.

  * * *

  Al releer tus cartas esta mañana, se me hace raro volver a oír que me llamen Puffina. Después de tanto tiempo. No sé dónde dejé a Puffina. ¿París? ¿Niza? ¿Sarajevo? Tantas cosas han pasado desde entonces.

  * * *

  Todavía tengo la copia de esa foto, la que mencionas del metro de Les Halles. Todas apretujadas en la cabina, sacando la lengua, haciendo bizcos, Paola achatándose la nariz como un cerdo. Tres poses por diez francos. Una para ti, otra para mí, otra para Paola. Paola nos invitó, ¿te acuerdas?

  * * *

  Habíamos ido de compras de Navidad a las Galeries Lafayette. Toda la tarde mirando y mirando cosas bonitas.

  * * *

  Justo cuando íbamos de salida, los detectives de la tienda aparecieron de repente frente a las puertas giratorias. Nos metieron a empujones al hueco de la escalera, los clientes mirándonos boquiabiertos como peces.

  * * *

  En el sótano, una oficina apiñada con paneles de madera y un espejo polarizado. Hundida en una silla, llora que llora, la abuelita de alguien con henna en el pelo. ¿Qué se habría llevado? ¿Un candelabro? Dónde lo escondió, me pregunté.

  * * *

  Recuerdo haberme puesto brava, porque todavía no sabía sobre Paola. Todo lo que yo traía en los bolsillos sobre el escritorio, como me ordenaron. Mis boletos del metro carte Sésame. Kleenex arrugados. La libreta rosa fosforescente que había comprado en el Monoprix. Dos plumones morados. La llave del apartamento de los chicos en Neuilly-sur-Seine. Mi cartera con todo mi dinero francés, billetes y monedas. El pasaporte americano: me aseguré de que lo vieran.

  * * *

  Ni siquiera parpadeaste cuando Paola sacó tres pares de guantes de su bolsillo como una hilera de muñecas de papel. Tres pares de lana barata con las etiquetas del precio todavía puestas: un par beige, uno verde oliva, uno rojo.

  * * *

  Nos dejaron ir con una advertencia y palabras feas golpeándonos la espalda.

  * * *

  Cuando íbamos de camino al metro, Paola dice:

  * * *

  —Ay, tengo molta vergüenza, Puffina. No por mí, sino por ti y por Marta. Júrame, Puffi, nunca se lo dices a nadie. Promete, te lo ruego.

  * * *

  —Te lo prometo —le digo.

  * * *

  Luego, como para componerlo todo, Paola pagó por los retratos.

  * * *

  Es la única foto que tengo de nosotras, Marta, ¿puedes creerlo? La que nos tomamos después de que nos echaran de las Galeries Lafayette. Cuando llegué a casa a Chicago y mandé revelar mis fotos, todos los rollos de París estaban velados. Ni una sola imagen. Ni de la mañana que te visitamos en Saint-Cloud, ni del Café Deux Magots, ni de la fiesta de Año Nuevo, ni de la despedida en la Gare de Lyon.

  * * *

  Esperábamos a que algo sucediera. ¿No es eso lo que hacen todas las mujeres hasta que aprenden a no hacerlo? Esperábamos a que la vida nos recogiera entre sus brazos: un vals de Strauss, un salón en Versalles rebosante de candelabros. Paola esperando ese trabajo, no cualquier trabajo, no como au pair o dependiente de una tienda, sino uno que la salvara de tener que regresar a la casa de su tío a las afueras de Milán.

  * * *

  ¿Y yo? Yo esperaba una carta de una fundación para las artes en la Côte d’Azur, para que mi vida comenzara. Todo lo que había ganado trabajando el verano para la compañía de gas iba desapareciendo. Mi cuarto en una pensión cerca de la Place de la République, un antiguo armario de escobas tras el mostrador de la recepción, apenas lo suficientemente ancho para una cama como la litera de un tren. Al fondo del pasillo, una mini ducha compartida con un calentador de agua que tragaba francos, el dinero que había ahorrado para mis clases se iba por el caño.

  * * *

  Un estremecimiento en el pecho cuando me ponía a pensar en ello.

  * * *

  Pero no podía volver a casa, no podía. No hasta que pudiera decir que era una escritora.

  * * *

  Y tú, Martita. ¿Qué querías? Solo poder decir, cuando regresaras a Buenos Aires:

  * * *

  —Paris? Oui, oui. Je suis la mademoiselle Quiroga s’il vous plaît, s’il vous plaît, bonjour, madame, merci.

  * * *

  Cualquier argentino que se precie de serlo sabe que París es el centro del universo. Je suis la mademoiselle Quiroga. Bonjour, madame. S’il vous plaît.

  * * *

  J’ai vingt ans. Tengo veinte años. J’ai faim. Tengo hambre. J’ai froid. Froid, froid. Tengo frío. Frío. J’ai peur. Tengo miedo. Avez-vous faim? Vous avez faim? ¿Tiene hambre? Vous avez peur? ¿Tiene miedo? J’ai mal au coeur. Estoy mal del corazón. J’ai très peur. Tengo mucho miedo.

  * * *

  Bravo, Martita. Estamos tan orgullosas de tu francés. Tú hablando con tu mamá desde el teléfono público descompuesto que nos deja llamar gratis a casa. Todos los latinoamericanos de París haciendo fila y esperando para decir:

  * * *

  —Próspero Año Nuevo. Bonne nuit. Te extraño. Por favor, no llores. Merci beaucoup. Te quiero mucho. Bonsoir. Hace frío, frío.

  * * *

  Esperamos nuestro turno y te observamos lucirte con tu francés, trinando como un pájaro con tu mamá en Buenos Aires.

  * * *

  —Bonjour, madame Quiroga —Ese perfil bonito tuyo, la mitad de un paréntesis algebraico—. Bonjour, madame —Martita gorjeando como una nativa.

  * * *

  Paola también tiene una naricita respingona, como la tuya, pero ella tuvo que pagársela.

  * * *

  —¿Cómo crees que se veía Paola antes?

  * * *

  —No sé. No conocí a Paola con su antigua nariz.

  * * *

  Paola, Martita y yo caminando por los Champs-Élysées del brazo, como caminan juntas las mujeres en Latinoamérica para indicar a los hombres que somos buenas chicas, déjennos en paz, ¡váyanse al diablo!

  * * *

  —Corina, canta la canción de Puffi —ordena Paola—. Per favore.

  * * *

  —Pero tú te la sabes mejor que yo —digo—. Yo ni siquiera sé qué es lo que estoy cantando.

  * * *

  —Por favor, Corina, cantá —dice Marta.

  * * *

  Y canto la canción que me enseñó Paola, como si fuera un loro adiestrado, sin entender las palabras y las que sí me sé todas chuecas y en el lugar equivocado. Y Paola se ríe cuando me oye cantar la tonadilla de una caricatura de la tele. Y ahora, como me pongo a cantarla cuando me lo ordena, insiste en llamarme Puffina en lugar de Corina. Dice que soy bajita como los personajes de Puffi, de la altura de dos manzanas.

  Chi siano non lo so

  Gli strani puffi blu

  Son alti su per giù

  Due mele o poco più

  * * *

  Martita y Paola, bronceadas y bonitas. Una gatita atigrada y un palomino dorado. Las conozco en la peña, una fiesta latinoamericana en 1 rue Montmartre, planta baja, al fondo. Un salón húmedo, más alto que ancho, que apesta a humo, moho, vino tinto, caño y pachuli. Silvio Rodríguez desde una casetera. Las luces cubiertas con gel y nuestras caras resplandeciendo rojas como un cartel de Toulouse-Lautrec. La gente sentada por todas partes, hasta en el piso. Hay que tener cuidado de no pisar a nadie.

  * * *

  —Esta es Ma
rta y esta es Paola.

  * * *

  ¿Quién nos presenta? ¿Los músicos peruanos? ¿Los chicos de Neuilly?

  * * *

  —Esta es Marta y esta es Paola.

  * * *

  Al principio llamo a Marta, Paola y a Paola, Marta.

  * * *

  —¿Paola?

  * * *

  —No, soy Marta, ella es Paola.

  * * *

  La colegiala en un saco a cuadros con capucha eres tú, Marta. De Buenos Aires. Un garabato de rizos castaño rojizos esconde una cara salpicada de pecas. Los ojos transparentes como cebollas perla. Una risa que te tapas con las manos como si hubieras tenido los dientes chuecos cuando eras niña.

  * * *

  La potrilla mandona en tweed y con fedora de fieltro, nuestra Paola, lista para salir trotando. Una rubia teñida con una melena que se sacude todo el tiempo sobre el hombro para que la gente crea que tiene clase. Una italiana del norte con el río Po en los ojos, de un verde lanudo y un marrón lodoso moteado de ámbar.

  * * *

  ¿Y yo? Al llegar a París me corté el pelo tan corto como un muchacho. Llevo un arete de pluma de gallo y una bufanda larga enredada dos veces al cuello como la gente del lugar, pero de nada sirve. Todavía parezco lo que soy. Un pájaro que olvidó cómo volar.

  * * *

  Martita, me hablas en ese español de los argentinos, ese sonido que hacen las llantas en las calles después que ha llovido. Paola habla español e inglés e italiano, todo al mismo tiempo, un revoltijo de palabras que vuelan como chispas, las sílabas sacadas de un tirón sin advertencia.

  * * *

  —¿Acaban de venir de la costa? —pregunto, porque ustedes dos están tan glamorosamente bronceadas.

  * * *

  —Estuvimos en Ginebra, esquiando —dice Paola antes de que tú puedas contestar, y se miran entre sí y se echan a reír.

  * * *

  No es sino hasta después de la peña, cuando estamos esperando el metro, que Marta me dice:

  * * *

  —Esa historia que te contamos sobre el esquí no es verdad. Trabajamos en un salón de bronceado. Solo hacemos el cuento del esquí para que la gente crea que somos ricas.

  * * *

  Hay un agujero en mi corazón como si alguien lo hubiera perforado con un cigarrillo, atravesándolo hasta el otro lado. Lo que empezó como un piquete de alfiler es ahora tan grande que cabe un dedo. Cuando está húmedo afuera, me aprieta igual que estos zapatos por los que pagué demasiado en el Barrio Latino.

  * * *

  Está ahí cuando inhalo una bocanada de aire frío, exhalo una bocanada de aire tibio.

  * * *

  Camino por el rumbo de Notre-Dame casi a diario, pero no entro. No me gustan las iglesias cuando están llenas de gente. Así me pasa. Ciertas cosas prefiero disfrutarlas en privado. Bailar. O escuchar música. Admirar una pintura o una nube.

  * * *

  Cuando llegan las lluvias de octubre, el viento del mar del Norte me da un dolor de oído como un picahielos. Es entonces que desisto de mis caminatas por el río y me meto en mi madriguera. Cambio las bancas del parque en el Sena por el metro.

  * * *

  En la estación de Concorde, ocho peruanos con tambores de piel de cabra y flautas humeantes. Corazón no llores, atiplado y triste. Les doy todo el cambio que tengo, los centimes tintineantes así como las gruesas monedas marrones de diez francos que te agujerean el bolsillo, porque da tanto gusto escuchar el español, seguro y tierno y dulce. Corazón, no llores…no llores, mi corazón.

  * * *

  Los peruanos me preguntan que de dónde soy, me ofrecen cigarros, me recomiendan la cafetería de la universidad como un lugar barato donde comer. Entonces me invitan a la fiesta latina en 1 rue Montmartre.

  * * *

  —Somos muchos en París. Ven a la peña esta noche. Ya verás.

  * * *

  Muy pronto conozco a todos los artistas del underground. Javier, el mago de Montevideo. Raulito y Arely, los bailarines de tango de Lima. Los hermanos Yamamoto, que viajan de Porte de Vincennes a Les Halles y tocan exclusivamente canciones de los Beatles. Meryl, el percusionista afroamericano de Frisco. Al, de Liverpool, que no sabe cantar, pero canta de todos modos. Los titiriteros argentinos Carlitos y José Antonio.

  * * *

  —Ya llevamos acá dos años —dice Carlitos—. No está mal. Vos podés conseguirlo. Vos podés.

  * * *

  Carlitos es idéntico a su marioneta, ¿se da cuenta del parecido? Como un oso negro desaliñado que se escapó del circo. Lo único que le falta es el bozal. José Antonio está tallado de puro alabastro. Una llama pálida de hombre, con una barba como un Jesús de El Greco.

  * * *

  —Los números están planeados para que duren el tiempo de una parada a otra, ¿sabés? Nos bajamos en una de las estaciones de transbordo. Opéra. Les Halles. Odéon. Tomamos el tren en dirección opuesta. Y así todo el día. No está mal. No está mal.

  * * *

  Viajo con ellos y los observo. Carlitos se sube al vagón por una puerta y José Antonio por la otra. Carlitos y su marioneta de oso dan pisotones por el pasillo, el oso asomándose en las bolsas de las compras, mirando por debajo de las faldas, rascándose el trasero al frotarse con un poste.

  * * *

  La gente empieza a reírse y a mirarse unos a otros. Los ciudadanos del metro no suelen mirarse entre sí y nunca sonríen, al menos no a mí.

  * * *

  Al otro extremo del pasillo, José Antonio sigue como una sombra a la marioneta de mosquetero que sostiene una red para cazar mariposas. Los niños aplauden como si estuviéramos en el parque y no en un vagón del metro. Hasta los adultos se ríen entre dientes. Cuando el mosquetero finalmente atrapa al oso, el vagón entero rompe en aplausos.

  * * *

  Como José Antonio puede hablar un francés florido, pasa su cachucha de lana raída por el vagón.

  * * *

  —Gracias de todo corazón…hermosa madame…amable señor…

  * * *

  —No está mal. Yo te puedo enseñar —promete Carlitos, tomándome de la mano y sosteniéndola por demasiado tiempo antes de que yo la retire.

  * * *

  Si llega una carta de la fundación para artistas en la Côte d’Azur antes de que se me acabe el dinero, quizá pueda quedarme en Europa hasta fines de enero. Pueda vivir donde una vez vivieron los artistas verdaderos. Isadora Duncan. Matisse. Fitzgerald. Hemingway.

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  Si consigo que el dinero me dure un poco más de tiempo, no tendré que volver a casa todavía. Solo un poco más de tiempo, solo un poco más.

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  Pero cuando llamo a Chicago desde el teléfono público descompuesto que te deja llamar gratis a casa, mi padre grita:

  * * *

  —Ya ni la amuelas, Corina. Regresa a tu casa ahorita mismo.

  * * *

  —No se oye, papá. Hay estática en la línea. Lo siento, ¡no te escucho! Adiós, adiós.

  * * *

  No le digo a mi padre que no me gusta París. Es invierno y hace frío. Y no les caigo bien a los parisinos. Soy morena como una tunecina. Con esta nariz árabe, me toman por norafricana o italiana del sur, o la grecque, la turque. Y no he conocido a ningún otro escritor, solo a artistas que trabajan en el metro como titiriteros o músicos o cantantes aun cuando no saben cantar.

 

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