Martita, I Remember You/Martita, te recuerdo

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Martita, I Remember You/Martita, te recuerdo Page 7

by Sandra Cisneros


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  Me he armado de todo mi valor para llegar tan lejos. No puedo volver a casa todavía. Porque casa significa paradas de autobús y vitrinas de farmacia, vendas de elástico y pasadores para el pelo, bolígrafos de plástico, cojinetes de fieltro para los juanetes, pinzas, veneno para ratas, linimento para herpes labiales, bolas de naftalina, limpiadores de caños, desodorante. Renuncié a tres empleos para llegar hasta aquí. No puedo volver. Todavía no, papá, todavía no.

  * * *

  Estoy esperando a que algo pase. Mi papá no recuerda que, cuando él tenía mi edad, salió vagabundeando hacia el norte desde México y acabó en una ciudad llena de nieve sucia.

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  Solo un poco más de tiempo. Solo un poco más. Mi corazón resollando como una armónica.

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  Los chicos falsifican la fecha de caducidad de mi pase del tren cuando este expira.

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  —No te preocupes, mi reina. Nosotros te lo arreglamos. Lo hacemos todo el tiempo.

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  Con un poco de tinta blanca y el toque de José Antonio, se ve bastante bien si no se lo mira a trasluz.

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  —Recordá —dice José Antonio—. No dejes de hablarle al conductor cuando lo vea.

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  —¿Qué le digo?

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  —Hacele preguntas —dice Carlitos—, coqueteá, besalo. Tratá de no parecer preocupada o te delatas.

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  No recuerdo cómo conocí a Carlitos y a José Antonio. ¿A ambos al mismo tiempo o primero a Carlitos? Quizá a través de los peruanos o quizá en 1 rue Montmartre, o lo más seguro es que Carlitos se me acercara en el andén del metro. Quizá vio mi cara de Marruecos y como dije que no hablaba francés, me empezó a hacer preguntas y descubrió que hablaba español e inglés. Y él es de Buenos Aires, ¡mirá vos!

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  Cuando me invitan a quedarme a vivir con ellos sin pagar renta, me parece una buena idea, porque mi dinero se está esfumando a una velocidad increíble y porque no creía que París iba a ser tan caro. Y si me llegara una carta de la Côte d’Azur, sabría si me puedo quedar o si tengo que volver a casa.

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  —Podés quedarte con nosotros el tiempo que quieras. Un día llamaremos a tu puerta y tú harías lo mismo por nosotros, ¿cierto?

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  Así es como llego a compartir un estudio con los chicos en Neuilly-sur-Seine. Duermo en el piso entre Carlitos y José Antonio en un colchón de hule espuma que desenrollamos todas las noches bajo un dosel de marionetas. Un pequeño cuarto con una cocineta y un baño miniatura como el de los aviones. Toma la línea de Pont de Neuilly después del Arc de Triomphe y te bajas en la última parada. Se puede ver el Arco a la distancia, pero solo si te paras afuera. La única ventana del estudio da a un patio interior oscuro. Es un edificio de apartamentos en la esquina que desemboca de una calle que se deletrea casi como “poison”, que en inglés sería veneno, pero en francés quiere decir pez.

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  En el refri, un poco de queso, algo de mantequilla, siempre la misma dieta de sándwiches de jamón. Uno de nosotros se encarga de ir a la panadería por la baguette diaria.

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  —Los sándwiches de jamón son económicos, ¿viste? —dice Carlitos entre mordidas y migajas que descansan en la incipiente pelusa de su barbilla.

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  Miro hacia otro lado mientras él mastica, sus dientes azules mascando y mascando. Su cabello seboso. Incluso el blanco de sus ojos está sucio, descolorido como sábanas viejas, como la gente que vive en chozas y cocina en fuegos de leña.

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  Cuando es mi turno de ir a la panadería a recoger la baguette del día, intento gorjear un poco de francés, pero las dependientes echan risitas y comentan entre sí y se burlan. Ese día les doy a Carlitos y a José Antonio mi parte del dinero y les ruego que por favor nunca me vuelvan a enviar.

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  Llegan seis chicas de Barcelona.

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  —Viajaron todo el día en tren, están cansadas. Les dije que se podían quedar —le dice Carlitos a José Antonio—. Y quién sabe, quizá un día necesitemos un sitio donde quedarnos en Barcelona, ¿no?

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  Los chicos inflan colchones de aire, desdoblan cobijas, tienden cuadrículas de hule espuma. Somos nueve cuerpos en ese cuartito que apesta a pies, a sobacos y a ingles.

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  —No, no, quédense. No hay ningún problema, en serio. Ustedes harían lo mismo por nosotros, ¿verdad?

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  Es demasiado tarde como para hacer algo al respecto. Todo el mundo está exhausto. Las seis chicas de Barcelona, los chicos, las marionetas, yo. El cuarto silba como una tetera hirviendo. Estas españolas son grandotas. Como se quedan dormidas primero, se estiran y traspasan sus límites originales. Duermen el sueño de las salamandras, en “eses” rizadas.

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  A media noche sueño que alguien me aprieta una pistola contra la sien, pero cuando despierto veo que solo es el codo de alguien.

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  No puedo dormir. Es algo tan loco que me río a carcajadas en medio de esa ruidosa oscuridad, donde solo las marionetas colgadas encima escuchan.

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  Una noche cuando Carlitos está fuera y yo estoy dormida, una de las manos largas y delgadas de José Antonio me atraviesa el estómago, una mosca avanzando lentamente sobre mi piel. Sus dedos hacen pequeños círculos que queman dando vueltas alrededor de mi ombligo.

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  —¿No querés ser mi amante?

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  José Antonio es así porque es bonito, alto y de extremidades humeantes como un espejismo. Yo mantengo los ojos cerrados, sin decir nada, porque no estoy segura de qué es lo que quiero. Después de un buen rato, cuando ve lo tiesa que estoy, se cansa y me deja en paz.

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  Otra noche, a la hora de dormir, Carlitos y José Antonio hablan entre sí como si yo no estuviera ahí:

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  —Un culo en forma de corazón. Un culo divino, che. No te miento.

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  —¿Te la cogiste ya?

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  —Todavía no. Pero este fin de semana, hermano, te me desaparecés.

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  —¿Y Marta?

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  —Toda tuya.

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  Cierro los ojos, respiro hondo para quedarme dormida más rápido. Las marionetas colgando del techo. Las manos errantes de los titiriteros. Todas mis células con un ojo en el centro sonámbulas al principio hasta que me canso, hasta que ellos se cansan, hasta que alguien se da por vencido.

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  Martita y Paola dicen que me puedo turnar quedándome en sus casas.

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  —¿Se están portando mal esos pibes? —me pregunta Marta.

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  Paola es más directa.

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  —Puffina, cara. ¿Que no sabes que cualquier cosa gratis de un hombre es sempre más caro?

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  Los jefes de Paola van a visitar a sus familiares durante los días festivos y ella tendrá el apartamento para sí sola. ¿Puedo esperar hasta entonces? Mientras tanto, puedo quedarme con Marta.

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  —De verdad, no es ninguna molestia, Puffina. Podés quedarte ahora.

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  Cuando me mudo del apartamento de los chicos en Neuilly-sur-Seine, José Antonio dice:

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  —Felicidades. Sos la única mujer que ha dormido aquí a quien no nos hemos cogido.

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  No sé qué decir, así que no digo nada. Solo me pregunto sobre las seis españolas.

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  Martita renta un cuarto en 11 rue de Madrid, estación del metro Europa. No los cuartos que dan a la calle, sino los que están al fondo. Primero debes cruzar un patio húmedo has
ta el oscuro hueco de la escalera, luego subir seis tramos de escalones.

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  Te duele el costado para cuando llegas al cuarto tramo, y el barandal es viejo y de fierro. Alguien ha dejado un trapeador en una cubeta de agua sucia en el rellano.

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  El apartamento de Marta está hasta arriba, un cuarto sin ventanas excepto por un pequeño tragaluz que se abre con un palo, y ninguna cerradura en la puerta excepto por un clavo torcido; y no hay ningún baño, solo un retrete al final del pasillo. Un retrete que siempre huele a pipí.

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  —Bienvenida al Hoyo Negro de Calcuta —dice Marta—. Podés quedarte acá tanto tiempo como quieras, Puffina, no te preocupes. De verdad está bien.

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  Dormimos pie contra cabeza en una cama angosta con un colchón ahuecado en el medio como una canoa. Así y todo te despiertas con la columna torcida en forma de signo de interrogación, pero Marta no se queja.

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  La verdad es que no le importa, porque:

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  —Para qué querés pagar tanta plata por un sitio donde solo dormís, ¿verdad? Pues, yo qué sé —dice Marta, encogiéndose de hombros.

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  Por la noche las puertas se azotan. Pasos en el pasillo. Alguien tosiendo al otro lado de la pared. Nunca me encuentro con ningún vecino en todo el tiempo que estoy ahí. Solo los pasos, la tos. Una ambulancia ululando a lo lejos. La televisión de alguien murmurando un rosario.

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  Martita, no te digo que me da miedo quedarme aquí con la tos al otro lado de la pared, la oscuridad y ese baño del pasillo. Cuando tengo que ir a hacer pipí a media noche me aguanto y me aguanto y me aguanto, hasta que al día siguiente tengo cistitis. Martita, no me hagas reír o me voy a hacer pis en la cama, y luego ¿qué hacemos? Me da miedo la oscuridad. Me da miedo París. J’ai très peur. ¿A ti también te da miedo a veces?

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  Y es como si tu cuerpo ya no fuera un ancla o una campana de hierro, es solo tu espíritu tan ancho como el cielo, como si mil gorriones abrieran las alas dentro de tu corazón y, ay, es hermoso, Puffina, hermoso. Como si nunca fueras a sentirte sola otra vez.

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  Un día subo los seis tramos de escalones buscando a Marta y ella no está en el Hoyo Negro de Calcuta. No está en ningún lado, hasta que se me ocurre buscarla en el baño. Marta de los ojos grises, cara de Botticelli, arrodillada sobre el retrete, una mano deslizando un trapo distraídamente alrededor de la taza, el cuarto apesta a desinfectante.

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  —¡Marta, deja que te ayude!

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  —No, está bien. Luego me lavo las manos. Me cansé del olor a orín de gato de los demás.

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  Marta trabaja en Le Roi Soleil, un salón de bronceado muy chic en Avenue de Wagram que incluso apareció en la edición estadounidense de Vogue. Consiguió el trabajo fácilmente porque es tan bonita.

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  Tiene que conducir a los clientes a su cuarto de bronceado privado y llevarles toallas blancas y aceite en una charola, y ponerles aceite en la espalda si se lo piden, que para eso le pagan.

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  Pero cuando el salón se incendia debido a un corto circuito en una de las lámparas, el dueño le echa la culpa a un descuido de Marta, y esa mañana, un domingo, Marta regresa al Hoyo Negro de Calcuta llorando mientras todavía duermo.

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  Llevas puesta una falda de tul color bronce salpicada de lentejuelas doradas, una faldita de tutú de baile caída que apesta a humo del incendio en el salón. El susurro cuando cae en el suelo. Cuando te vas al baño, toco la tela, las pequeñas lentejuelas doradas. Dónde conseguiste una falda como esta, pienso.

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  Pero cuando te pregunto pones la cara entre las manos y aúllas. Tengo que abrazarte y decir:

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  —Ya, ya, ya, no llores, Martita, por favor no llores.

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  Estoy esperando a que algo suceda. Algo siempre sucede en París. París con sus candelabros y sus palacios. París del champán y de la luna. Estoy esperando algo más grande que mi vida. Una carta de la Côte d’Azur.

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  He estado esperando toda mi vida.

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  En Chicago también es invierno y hace frío como aquí. Mi padre está llegando a casa del trabajo con tachuelas pegadas a las suelas de sus zapatos y pelusa de algodón por todo el suéter y el cabello. Tiene un agujero en el bolsillo para el martillo. Hay un sofá con todo el relleno desbaratado sobre caballetes de madera y retazos de tela en el piso. Hay una cretona estampada de flores pegada a la ventana con cinta de enmascarar para impedir que la gente que pasa mire adentro.

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  Mi padre está barriendo los retazos y el relleno de sofá y las tiras largas de cartón con grapas. La engrapadora y la pistola de aire caliente colgadas de cables en espiral del techo. Mi padre está cosiendo a mano un cojín con una aguja curva y larga, o está cosiendo a máquina. O tiene la boca llena de tachuelas y su pequeño martillo dice tac, tac, tac.

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  Cuando era niña, siempre me quedaba boquiabierta cada vez que mi padre se ponía un puñado de tachuelas en la boca, como si fuera un tragasables o un tragafuegos. Me ponía una tachuela en la boca cuando él no estaba mirando y luego la escupía. Tac, tac, tac, dice su martillo. Mi padre tararea o masculla el nombre de mi madre una y otra vez como un hombre que se ahoga.

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  Si pasas el dedo sobre un globo terráqueo por la misma latitud o cercana a Chicago: París, la ciudad donde me estoy quedando con Martita en su cama-canoa. Nos damos baños de esponja frente al calentador de butano que me da dolor de cabeza. Hace tanto frío que tenemos que poner la bañera de plástico morado justo enfrente del calentador, tiritando mientras nos bañamos, caminando hasta el final del pasillo para rellenar o vaciar la cubeta, manchas de agua en el piso de madera empolvado. Una y otra vez.

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  Llueve una lluvia fría hoy. Martita y yo con el pelo envuelto en toallas, pintándonos las uñas de los pies. Marta me cuenta de un hombre llamado Ángelo, de quien estaba enamorada en Buenos Aires. Como cuando haces el amor con alguien, nunca es igual que con ninguna otra persona, ¿no? Como cada vez que haces el amor con alguien, es siempre completamente distinto, ¿verdad?

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  Y yo le digo:

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  —Martita, nunca he hecho el amor.

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  —¿Nunca? ¿Ni una vez siquiera?

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  La lluvia en el tragaluz hace pequeños sonidos suaves y la toalla tibia enredada en mi pelo, y los dedos de mis pies que se van pintando de rojo.

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  —Ay, Puffina, es como debería ser la religión. Como cuando el sol brilla a través del vitral más bonito de la iglesia y sabés que Dios no está dentro de ese edificio, está dentro de vos.

 

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