Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá
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—Ay, ¿tú eres el de la cita? Lo siento entonces —dijo Noelia.
—¿Por qué lo sientes? Es un cuerazo, y él está con ella. Es un Casanova cualquiera, bueno si se relajara un poco. ¿Por qué lo sientes?
Noelia movió la cabeza. —¿Te puedes callar un segundo, Juan? Esto es serio.
—No sé si deba decírtelo, Joey, pero, bueno . . .
—Díselo ya. Quiero bailar —dijo Juan.
Noelia miró a Juan con desprecio.
Joey dijo —¿Qué pasó, Noelia? ¿Qué más escuchaste? ¿Marlen está bien?
—Todo depende de cómo definas “bien”. —Pensó un segundo, y luego dijo—, Esto lo escuché directamente de Marlen. Lo que te voy a decir te va a doler, pero es mejor que lo escuches ahora y no la próxima semana. Estaba en su salón de clases ayer cuando le dijo a los tontos que tiene por amigos que nadie mejor la había invitado al baile, así es que tendría que aguantar a su cita, supongo que a ti. Sólo que no dijo tu nombre. En vez de eso dijo “con ese pobre flaco y espinilludo”. Siento ser quien te diga todo esto. Y ahora, cuando estaba comprando nachos, escuché que un muchacho la anda buscando. Pero no creo que sea estudiante de esta escuela. Ni siquiera creo que sea de La Joya. En todo caso no lo he visto por aquí, tal vez es primo de alguien. Anda vestido bien anticuado como mi papá en las fotos de cuando estaba en la prepa, pero este tipo se veía muy bien en el traje negro cruzado y unos zapatos Stacy Adams súper brillantes. Lo que mi papá llama súper clásico.
Juan le puso la mano en el hombro a Joey y dijo —Caramba, amigo. Qué pena. Marlen es una bruja. Tal vez Noelia escuchó mal. ¿Verdad, Noelia?
—Puede ser, pero estoy segura de lo que escuché.
—Sí, pero a lo mejor escuchaste mal, ¿verdad?
Noelia asintió desganada. —Sí, bueno, ¿Vamos a bailar o qué?
—Sí, en un segundo. Escucha, amigo, tienes que pensar positivamente. Voltea esa sonrisa al revés, Joey. Recuerda, ella está aquí contigo. Eso cuenta. Así es que ¿compites con alguien más por su atención? Sácale ventaja al momento, hombre. Tienes que ponerte a trabajar ya si no el tipo te la va a ganar. El amor no es fácil. Tienes que comprobarle que no eres un tipo flacuchento lleno de espinillas a punto de reventar, amigo. Y ella es una flor lista para ser cortada, ¿me entiendes? Je, je, je. Así es que manos a la obra.
—Cállate. ¿En verdad se veía suave el tipo, Noelia?
La muchacha asintió y jaló a Juan por el brazo. —¡Guapísimo! Lo siento. Pero, la verdad la verdad, mis ojos ardieron con sólo mirarlo. Tuve que voltearme. Vamos, Juan, dijiste que bailarías conmigo si venía y le decía a Joey lo que escuché y vi. —Se fueron a la pista de baile y se abrazaron para bailar una balada.
Joey se levantó y empezó a atravesar la pista por cuarta o quinta vez. Estaba decidido a acabar con esto. Iba a hacer algo. Después de todo, le gustaba mucho esa muchacha. Además, Juan tenía razón: Ella está aquí conmigo y no con un forastero que va a venir y llevarse lo que es mío. Sin embargo, se detuvo en seco en la mitad de la pista. Cerca de las puertas estaba el tipo. Lucía elegante en su traje rojo sangre.
Noelia no había exagerado sobre lo sofisticado que se veía el forastero. El tipo atravesó la pista. Joey tampoco lo reconoció. Estaba a diez pies de Marlen, y ella lo miraba a los ojos. Él se le acercó, y ella movió la cabeza diciendo “no” pero sonriéndole “sí” al forastero. El tipo le extendió la mano, le sonrió, insistiéndole que bailara con él. Ella se mostró tímida. Movió la cabeza otra vez diciendo “no,” pero esta vez le tomó la mano. Cuando se levantó para bajar las gradas con el forastero, su cabello se meció. Se pasó la mano por el pelo y lo acomodó sobre su hombro izquierdo. Joey se quedó parado y vio cómo Marlen se deslizaba al medio de la pista, y él la abrazó por la cintura.
Pobre Joey. Cabizbajo regresó a donde había estado sentado en las gradas. Faltaba mucho para las 10. Juan le tomó del brazo cuando pasó cerca —Híjole, te la ganó. A lo mejor pueden bailar la canción que sigue. Está aquí contigo, ¿qué no? Pero tienes que estar listo. No te agüites.
—Estoy bien, hombre. No te preocupes por mí —dijo Joey. Luego se sentó y miró a la muchacha de quien había estado enamorado desde cuarto año bailar con un forastero, y por lo que Joey podía ver, el tipo era muy buen bailarín. Las luces estaban tenues, tal vez el forastero no era tan bueno. Como si supiera lo que Joey estaba pensando, el forastero se dio vuelta para mirarlo y le sonrió con una sonrisa malévola. Sus labios desaparecieron y mostró unos dientes puntiagudos. ¿Me estoy imaginando cosas? se preguntó Joey. Se sobó el corazón roto, se sacudió las telarañas de los ojos y se limpió lo que creyó eran lágrimas. Volvió a mirar y el forastero ya no le sonreía. Cierto, seguro me lo imaginé, pensó. Estoy tan enamorado de esa muchacha que hasta estoy viendo cosas. Hizo un esfuerzo para no mirarla. Miró al piso bajo sus pies, entre sus zapatos. Sus ojos parecían arder. Le picaban. Agachado, dejó correr algunas lágrimas, eso disminuyó el ardor en sus ojos.
Si la hubiera estado mirando abría visto que el forastero la estaba dando vueltas y vueltas, más y más rápido. Tan rápido, de hecho, que se le salieron los zapatos. Si Joey la hubiera estado mirando, habría visto que lo que ella vio cuando miró hacia abajo tratando de soltarse del forastero. ¡Sus pies no eran humanos! Uno de ellos, el derecho, era la pezuña de un chivo, el otro, el izquierdo, era la pata de un gallo. Intentó gritar pero él le tapó la boca con la mano. Lo miró a los ojos y descubrió que sólo eran llamas. Trató de agitar los brazos con rapidez para que la soltara. Sólo logró empujarle el sombrero hacia atrás en la cabeza. Ahí fue cuando vio que tenía dos cuernos que le salían por la frente. El sombrero los había estado tapando todo este tiempo. Pero Joey no vio nada de esto. Si sólo lo hubiera hecho.
Las demás parejas en la pista sí vieron que algo pasaba pero pensaron que era un espectáculo magnífico, así es que les hicieron un círculo a los bailarines. Vieron que el vestido de la chica daba vueltas, los brazos se agitaban con una magia salvaje, y el forastero sonreía y le acariciaba la cara. Bien pronto, los pies del forastero, si se les puede llamar así, sacaron chispas y, de un momento al otro, salieron llamas del piso. Después se hizo una torre de fuego que consumió a la pareja. Todos los demás se esparcieron, no caían en cuenta de lo que pasaba, no les importó en lo absoluto que una de sus compañeras estaban siendo consumida por ese fuego.
Tan pronto como aparecieron las llamas, desaparecieron. No quedó nada más que el humo y el círculo quemado en el piso. Salía fuego de un pilar en el techo, y quedó olor a azufre. —Sí, azufre —Suspensorio les dijo más tarde a los policías que vinieron a investigar lo sucedido—. Olió a azufre, y Marlen y el forastero desaparecieron. —Estaba llorando, obviamente afectado por lo que vio.
Joey le dijo a los policías que no vio nada.
Si hubiera estado poniendo atención a la niña de sus sueños, tal vez la podría haber salvado. Tal vez su inocente amor habría sido suficiente para derrotar la maldad del forastero. Pero Joey no había puesto atención.
Si Diosito quiere
—Si Diosito quiere —dijo María.
—Sí —respondió Julia—. Si Diosito quiere yo también iré al baile la próxima semana. —Era el primer baile del año, uno de los cuatro que tomaban lugar en Peñitas de Abajo. Los funcionarios de la ciudad habían contratado a una banda profesional de San Antonio, y la gente del pueblo estaba entusiasmada. Vendría gente de todos lados: Palmview, Abram, El Ojo de Agua, La Joya. Algunos vendrían de tan lejos como Sullivan City.
María y Julia habían asistido a los bailes del año pasado porque ya tenían la edad para hacerlo. Pero Cecilia no, de hecho no podía porque era muy chica. Sin embargo, este año ya tenía la edad. Había celebrado su quinceañera apenas el mes pasado. Así es que ahora que ya tenía quince, esperaba ir y, para desgracia de sus papás, en el baile habría muchachos. Con su permiso podría ir a los bailes, pero la estarían vigilando.
Lo que sus papás no sabían es que a ella le gustaba un muchacho de Mission a quien había conocido cuand
o visitó a Tía Marta. Su mamá y su tía habían entrado a una tienda a comprar tela para el vestido de la quince, algo que Cecilia estaba cansada de hacer. Tanta tafeta, tanta seda. Les había dicho a sus papás que no quería una quinceañera. —No digas eso, mija —le dijeron—. Todas las niñas sueñan con una quinceañera. —Pero ella ya no les ayudaría más de lo justo y necesario. Peleó con sus papás en cada paso de la preparación.
Cuando su mamá y su tía Marta estaban fuera de su vista, un muchacho se presentó con Cecilia en la acera frente al teatro Border. —Soy Ernesto, y tú eres el aliento que me sostiene. —Se ganó a Cecilia con una sola frase. Miró en sus ojos y vio su futuro juntos. No cabía duda, él iba a ser su marido. Estaba un poquito nerviosa, así es que se olvidó de la celebración de su cumpleaños. Pero sí le dijo que el primer gran baile en Peñitas de Abajo sería pronto. —Iré al baile para verte —le dijo él—. Bailaremos toda la noche. —Ay, le entusiasmaba verlo otra vez y bailar con él. Cecilia le susurró todos los detalles con rapidez, mirando de vez en cuando por encima del hombro. Él escribió todo en su celular.
Cuando él se dio vuelta para irse, casi chocó con la mamá de Cecilia, quien le puso mala cara, tomó a Cecilia bajo un ala de satín rosa que recién había comprado y refunfuñó.
—Ese muchacho no es para ti —le dijo a su hija camino a casa—. Vi cómo se miraban. Debes confiar en mí, mija, el amor es más que unos ojos llenos de estrellitas. Le frunció el ceño a Cecilia, ésta estaba enfocada en el rollo de tela—. No lo voy a permitir. Recuerda lo que el padre dijo en la misa la semana pasada: los hijos tienen que honrar a sus padres. Eso significa que tienes que obedecerme, obedecernos y confiar en que nosotros sabemos lo que te conviene. Ése es uno de los mandamientos.
Eso fue hace dos meses. Hoy, Cecilia estaba mirando por la ventana de su cuarto, soñando; sus primas, que estaban de visita de Mission, estaban revolviendo las joyas en su joyero.
—En la escuela escuché que Ernesto va a estar en el baile —dijo Julia.
Cecilia se animó un poquitín. Les había contado a sus primas sobre sus sueños. Les había dicho que si no tenía otra, se casaría con Ernesto aunque sus padres no se lo permitieran. Ambas se habían sorprendido con la osadía de Cecilia, y deseaban que lo hiciera para que a ellas se les abrieran más puertas. Cuando los viejos no las dejaran hacer algo ellas dirían “Por lo menos lo que hice no es tan malo como lo que hizo Cecilia”. “Sí”, afirmarían sus papás. “Por lo menos no es tan horrible como lo que le hizo a sus papás esa malagradecida, pobres papás. Debería estar avergonzada de lo que hizo”. Y luego a las muchachas de Mission se les permitiría ir a lugares y hacer cosas que antes no les permitían hacer.
—Quiero bailar con él toda la noche —les dijo.
—Pero ya sabes que tus papás no te lo van a permitir —advirtió María.
—Pero lo haré —respondió Cecilia.
Julia se persignó para que Dios no la castigara, y María dijo, —Sólo si Diosito quiere.
Cecilia se paró y dio vueltas, alzó las cejas y miró fijamente a María. —Iré al baile y pasaré toda la noche con Ernesto, con o sin el permiso de Diosito.
Las primas se miraron la una a la otra y se excusaron inmediatamente diciendo que tenían que estar en casa para la comida, aunque el almuerzo no iba a estar listo en una hora. Camino a casa, una le dijo a la otra —¡Esa muchacha es increíble! ¡Es tan sacrílega!
Temiendo un castigo de Dios al ser vistas con Cecilia, Julia y María no la visitaron el resto de la semana antes del baile. Después de todo, Dios es Dios, y el sacrilegio es un pecado mortal, y un primo es sólo primo de sangre, o sin sangre.
A Cecilia, por su lado, su ausencia no le molestó en lo absoluto. No le importaba lo que pensaran sus primas. También sabía que los primos son simplemente primos y que hay muchísimos. “Si quieren portarse así” se dijo, sonriéndole a su reflejo en el espejo, “entonces no hay nada que pueda hacer para cambiar su manera de pensar tan simple. Tengo que ocuparme de mí. No importa nadie más”. Se levantó y caminó a su cama, regresó al espejo y se corrigió “Nadie más, es decir, excepto Ernesto. Ernesto y yo”. Ambos reflejos se sonrieron.
Por fin llegó el día del baile. En el salón, que también servía como el ayuntamiento y el refugio de emergencia en caso de otro huracán como el de hacía unas décadas y del que siempre hablaban sus papás, había una pancarta gigante que anunciaba el evento de esa noche como “¡El baile del siglo!” Serpentinas de papel crepé amarillas y moradas revoloteaban al viento. Faltaban unas horas para abrir las puertas y todos estaban preparándose para el evento de esa tarde.
Los hombres del pueblo se formaron afuera de la peluquería de Ramiro para cortarse el pelo y afeitarse. Cuando le tocó el turno al señor Murillo, también pidió que le lavaran el pelo. Los demás hombres voltearon las cabezas ligeramente en su dirección para asegurarse de que habían escuchado correctamente porque eso era algo de mujeres, y esta era una peluquería, no un salón de belleza. Los que estaban más cerca de la puerta y escucharon la petición se la susurraron a los demás que estaban en la fila que ya había llegado a la tienda Circle 7. Para cuando el último hombre en la fila la escuchó, la petición había cambiado a “Al señor Murillo no lo atendieron en el salón de belleza porque pidió que lo maquillaran con colorete y rímel, y cuando le dijeron que se fuera, lloró. Ahora Ramiro le está lavando el pelo con lavanda porque tranquiliza y nutre las raíces del cabello, lo cual impide la calvicie”.
—Bueno —dijo el último en la fila—, si eso hará que no se me caigan los pocos pelos que me quedan, yo también quiero que me laven el pelo. —Esta información regresó al principio de la fila, y cuando le tocó sentarse en la silla al hombre detrás del señor Murillo, éste dijo —Ramiro, espero que tengas suficiente champú para todos. Hay estudios que demuestran que los hombres se hacen más inteligentes con el lavado de cabello.
Las mujeres fueron a la tienda de telas Fine de la señorita Teresita, donde se tiraron de cabeza sobre las sedas y terciopelos de todos colores. La señorita Teresita estudió diseño en París y fue considerada una fresca cuando recién regresó porque salió de la casa de sus papás sin su permiso. En un último esfuerzo para que no se fuera, su papá le dijo —Mija, ya sabes que cuando regreses ningún hombre se querrá casar contigo. —Ella ya había comprado el boleto de avión y estaba decidida a hacer algo de su vida y a no depender de su familia y de un esposo.
Las mujeres no habían ido a su tienda cuando recién llegó, pero cuando anunció su “mercancía” en la televisión, descubrieron que había traído materiales exóticos de Europa y se convirtieron en sus defensoras más asiduas. Se enamoraron al instante de las extrañas telas, y la señorita Teresita se convirtió en la primera empresaria, y eventualmente tuvo más ingresos que don Reginaldo, el panadero. Hoy, las mujeres estaban en busca de fajas o pañoletas para acentuar sus vestidos de gala. El material escogido se utilizaría para cubrir los hombros desnudos y empolvados.
Cecilia no se había enterado de todas estas actividades, pero tampoco le importaba. Esta noche se vería con Ernesto, el hombre de sus sueños, con quien se casaría y viviría feliz el resto de sus días. Hoy llenaría la tina del baño con pétalos de rosa, se tallaría las rodillas y los codos con áloe y se daría un masaje en los hombros, muslos, piernas y estómago con aceite de coco.
Ya había escogido su ropa en uno de sus viajes a Mission. Era un vestido verde manzana, de terciopelo, hasta la rodilla y con mangas transparentes. Llevaría las esmeraldas de su bisabuela.
Diez minutos antes de que empezara el baile, Cecilia escuchó que sus primas la llamaban afuera de la casa. Fue a la puerta y salió, todas se estudiaron los vestidos. Cada una estaba satisfecha con su propia imagen, así es que no sentían celos una de otra. Las tres eran bellas, y todas se habían dado un baño en algún agua complicada y frotado el cuerpo con todo tipo de aceites y pócimas mágicas que atraerían a todos los jóvenes.
—Vamos —dijeron—. Caminemos. Así llegaremos en veinte minutos y no seremos las primeras en
llegar y no nos mostraremos como unas desesperadas.
Aunque estaba lista, y lo había estado por los últimos treinta minutos, Cecilia dijo —No he terminado de vestirme. No quiero que me esperen y se pierdan el primer baile. Me tardaré por lo menos otros veinticinco minutos. Por favor, vayan. Allá las encuentro.
No sólo es sacrílega, sino que también es vanidosa, pensaron. Está lista para salir pero quiere llegar tarde para hacer una entrada triunfal. Pero, razonaron, acababa de cumplir los quince y éste sería su primer baile; después de todo, tenía derecho a llegar elegantemente tarde. Pero no le permitirían hacer lo mismo en el próximo baile. —Bien —le dijeron del otro lado de la cerca—. Allá nos vemos entonces.
Pasaron otros veinte minutos, y Cecilia se estaba poniendo más y más ansiosa.
Sus papás se habían ido al salón hacía un rato para llevar una olla grande de frijoles a la charra. Así es que Cecilia estaba sola en casa y no encontraba la forma de tranquilizarse pero no quería hacer algo que la hiciera transpirar y arruinar su maquillaje y polvo. Se movió nerviosamente, saltó de un pie a otro, movió los pulgares y estiró la cabeza hacia la ventana abierta, tratando de escuchar la música.
Cuando ya no pudo aguantarse, le dijo a su reflejo en el espejo —Ya me voy. —Y caminó hacia el mundo más allá de la cerca. Respiró el aire de la tarde con sus luciérnagas y el cítrico de la huerta cercana. Se imaginó el primer y eterno baile con Ernesto.
Para poder llegar al salón tenía que tomar un camino por el bosque, era sinuoso, subía y bajaba por encima de troncos y bajo el musgo negro que prácticamente se agarraba de la tierra.
Cuando ya había entrado bastante en el bosque, se detuvo en seco. Justo enfrente de ella, y bloqueando el paso, había un gran toro negro con cuernos que parecían perforar el cielo. Resopló y Cecilia vio que tenía un anillo en la nariz. El toro se volteó para verla.