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The Revolutionaries Try Again

Page 9

by Mauro Javier Cardenas


  VI / ANTONIO’S GRANDMOTHER GIVES ADVICE

  Tu tío Manolo rentaba sus caricaturas, Antonio’s grandmother said. Ataba una piola en las barras de hierro de las ventanas de afuera y ahí rentaba sus, ah? ¿Qué pasa ahora, Enrique? ¿Qué? En la mesa de noche, Enrique, adónde más? Siempre tu abuelo lanzando gritos que adónde están mis remedios y ahí mismo siempre están. Tu tío Manolo solía arrastrar las sillas del comedor hacia la entrada de la casa y ahí rentaba sus caricaturas a los niños del barrio. No quería que yo supiera pero claro que sabía. Yo lo escuchaba forcejeando con las sillas del comedor, esas sillas que en ese entonces eran el doble de su porte, a mí nunca me gustaron esas sillas, Antonio José, cuando tu abuelo y yo nos casamos tuvimos un peleón sobre qué juego de comedor comprar y no llegábamos a un acuerdo hasta que un día Enrique se apareció en la casa campante con camión y cargadores y dice aquí están tus cachibaches, Primavera. Manolo solía arrastrar esas sillas por el pasillo oscuro donde tu tío Edgar una vez le disparó una flecha a tu mamá y casi le zumbó el ojo, ese fue el final de Indios & Vaqueros para los chicos, Antonio José, tus tíos siempre la andaban cazando a tu madre con arcos y flechas pero ella era la preferida de tu abuelo, la única niña entre seis varones, y esa noche Enrique se dio cuenta que el ojo de tu madre estaba hinchado entonces dice ¿qué es que está pasando aquí? Tu madre no quería decir. Tus tíos tampoco. Tu tío Cesar nos delató haciendo barullo de indio bajo la mesa. Enrique les quebró las flechas y les dobló los arcos y les dio correazos a todos y dice se quedan sin merienda estos mamíferos. Para mí que tu abuelo exageraba. Porque el ojo de tu madre no estaba tan hinchado. Un día encuentro una de las sillas del comedor de cabeza en el pasillo, en ese pasillo que nunca recibía luz, por eso es que nunca instalé cuadros en las paredes de ese pasillo, Antonio José, Enrique me jorobaba y decía por qué tan vacío el pasillo, Primavera, por lo menos pon fotos de los chicos. Pero para qué, Enrique? La silla estaba tirada boca abajo ahí y yo voy diciendo Manolo, Cesar, Edgar, las sillas en esta casa no son para estar bobeando, quién arrastró esta silla, salgan en este instante. Nada y nadie. Encuentro a tus tíos en mi dormitorio, encerrados en el clóset. ¿Qué están haciendo ahí? Somos cavernícolas. Manolo arrastraba las sillas por el pasillo y luego por el patio ese grande que teníamos repleto de animales. ¿Qué? Deja de gritar, Enrique, le estoy contando a Antonio sobre el negocio de caricaturas de Manolo. No te escucho, ¿Enrique? ¿El control remoto? En el primer cajón de la cocina. ¿Cuál era el nombre de nuestra chancha, Enrique? ¿Enrique? ¡Enrique! Sí. Cuando vivíamos por La Universal. Rosa. Eso mismo. La Chancha Rosa. Míralo al abuelo. En su vida veía telenovelas cuando vivíamos en el Ecuador y ahora el doctor Rodriguez no para de ver estas telenovelas gringas. ¿Sabes por qué estas telenovelas gringas nunca se acaban? Eso mismo. Teníamos un venado, Cesar, perdón, Edgar, digo, Antonio, Antonio José, teníamos un venado, Antonio José, pollos, tortugas, perros callejeros que Enrique traía sin consultarme, tucanes, el venado al que los chicos llamaban Bambi, el cual se nos murió por un descuido de dejar una ensalada con demasiada mayonesa afuera, y la Chancha Rosa, claro. No sé por qué teníamos tantos animales. A los chicos les gustaba tenerlos. Tu madre quería a la Chancha Rosa y así mismo la Rosa lo adoraba a tu abuelo. Cuando tu abuelo llegaba del hospital Rosa era un bólido a darle la bienvenida. Rosa era enorme, una de esas chanchas que engrandecen a diario, parecía rinoceronta. Y un día la asé. Llegó el día en que la asé, sí. ¿Qué? Ay ya cállate, Enrique. Sigue viendo tus telenovelas tepidas. Tu abuelo todavía cree que la horneé a Rosa porque yo estaba celosa de tu madre. Vaya a creer. Tu abuelo ni pasaba en la casa. Rosa era otro juguete para los chicos pero también era una cerda. Una chancha, Enrique. Tu madre no se enteró que la habíamos asado hasta que la cocinera la sirvió en bandeja para la cena de graduación de César. Teníamos visitas y me dicen bien gustoso el puerco, Primavera, pero por qué los chicos no prueban bocado? ¿Nos quieres envenenar? Rosa se embestía contra tus tíos cuando los veía persiguiéndola a tu madre. Hubieras escuchado los chillidos que le salían a Rosa cuando los perseguía. Como ¿qué tipo de cantante? Ah, no. Yo no sabría. Tu abuelo nunca me llevó a la ópera. Tampoco hay óperas aquí en Gainesville. Por eso mismo me hice miembra del grupo de iglesia hispano. Muy buenas gentes. Con excepción de los cubanos, claro, esos nacieron bulliciosos. Tu tío Manolo ataba una piola en las barras de hierro de las ventanas de afuera y ahí colgaba sus caricaturas para rentarlas. Lo que ganaba lo ahorraba para comprar caramelos de La Universal, la fábrica de caramelos por dónde vivíamos. Compraba unas cestas en miniatura y las llenaba de caramelos y chocolates para después regalárselas a los niños pobres de nuestra calle en Navidad. ¿Qué? Cómo vas a saber tú que era negociado lo de Manolo si ni pasabas en la casa, Enrique. Tu abuelo cree que Manolo se guardaba la plata. Eso no fue así. Los niños limpiabotas y los que vendían chucherías en el mercado se aparecían en nuestra puerta en Navidad y tu tío Manolo les entregaba sus cestas con chocolates. De mis siete hijos Manolo fue el único que hacía esto. Yo no era religiosa, Antonio José, tu abuelo tampoco, ninguno de nosotros lo era. Tampoco le dijimos que lo hiciera. Él lo hacía solito nomás. Todos los años lo hacía solito.

  VII / ANTONIO & LEOPOLDO AT DON ALBAN’S

  If Leopoldo were a woman I would know what to expect, Antonio thinks, how to dress for our first meeting in twelve years, what to omit about my life in the United States, because if Leopoldo were an attractive woman, for instance, Antonio would know his objective was to impress her with a carefree disposition so on their first meeting he would pick a casual outfit and free associate for her about everything except of course death and desolation and Father Villalba saying how are we to be Christians in a world of destitution and injustice, and if Leopoldo were a former girlfriend Antonio would know his objective was to pretend he hadn’t missed her and that life had gone on without her so on their first meeting after years or months of not seeing each other he would wear new clothes she hadn’t seen before and listen attentively to her but avoid any references to their time together, and if Leopoldo were his mother he wouldn’t know his objective but he would at least know to adopt a confused detachment toward her, and yet in his entire life in the United States he did not have to prepare for a meeting with anyone like Leopoldo, in other words no one with whom to argue about the future of Ecuador, no one to remind him of their time together handing bread and milk to the old and the infirm at the hospice Luis Plaza Dañín, of their time together catechizing the poor in Mapasingue — you and I by the stairs atop Mapasingue, remember? — of their time together at San Javier playing Who’s Most Pedantic by Don Alban’s cafeteria, and as Antonio rushes along Rumichaca Street to meet with Leopoldo for the first time in twelve years, he wonders if their brand of bantering, which they both defaulted to when Leopoldo called him and said come back to Ecuador, Drool, is perhaps the only option allowed for men to show affection for one another, a performance of how television sidekicks interact with one another (Starsky and Hutch or the Dukes of Hazzard, for instance — I got your back, man — don’t touch my back, homo —), except he and Leopoldo haven’t been sidekicks in twelve years, and it occurs to Antonio that perhaps their game of Who’s Most Pedantic had been a ritualization of their brand of bantering, and although Antonio doesn’t remember the exact content of their Who’s Most Pedantic exchanges by Don Alban’s cafeteria, he does remember that their game consisted of refuting each other about everything, spoofing the pompous language of demagogues, priests, themselves, digressing manically about the reforms they would enact to transform Ecuador — external debt, what is? — Leopoldo shaking Antonio’s hand whenever he won and declaring Always Above You, my friend, and if Leopoldo were a woman Leopoldo would have been at ease in Antonio’s life in San Francisco because all of his friends in San Francisco had been women, as opposed to his former life at San Javier, where all of his friends had been teenage boys who expressed their affection by taunting each other with homophobic insults or misogynist interpretations of the lang
uage between husband and wife — where’s your husband, Drool? — Microphone’s at home ironing my shirts, where else? — and if Leopoldo were a woman Antonio would be able to say I’ve missed you, Leopoldo, even though I didn’t think of you since I was occupied trying to forge a new life in San Francisco, I’ve missed you, and what worries Antonio more than whether Leopoldo’s plans to run for office are realistic or not is whether he’s capable of meeting with his dear old friend Leopoldo without slighting him somehow — I’m back from the First World, you provincial nincompoops — although perhaps it’s too late: Antonio’s already wearing his most expensive black suit.

 

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