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El Diccionario del Mago

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by Allan Zola Kronzek


  (Fuente de la imagen 22)

  Según la leyenda, durante los días que pasó en el mundo de los vivos, Cerbero babeó, como hacen los perros. Unas gotas de su saliva cayeron en la tierra, de las que creció una planta venenosa llamada acónito. También conocido como matalobos, el acónito es una planta que existe de verdad, y las brujas, tanto las reales como las de ficción, solían usarla en pociones y ungüentos.

  A veces el hábito sí que hace al monje, o a la monja. Si no, pregúntaselo a cualquiera que tenga una capa de invisibilidad. Estas prendas tan útiles, que hacen invisible a quien se las pone (a todos menos a Ojoloco Moody), han ayudado a los héroes a forjarse una buena reputación durante siglos.

  La noción básica de la moda de ropa invisible la encontramos ya en la mitología griega. Hades, el dios griego del mundo subterráneo, poseía una «gorra de la oscuridad», que volvía invisible a cualquiera que se la pusiera. (No es por casualidad que Hades signifique «el no visto» en griego antiguo.) Esta gorra era de gran utilidad para despistar al enemigo, y la solían tomar prestada otras figuras mitológicas. El joven príncipe Perseo se la puso cuando salió a matar a la Medusa, el monstruo de melena de serpientes, y el dios Hermes la utilizó en su batalla contra el gigante Hipólito.

  Antes que Harry Potter, Jack el Matador de Gigantes fue el propietario más famoso de una capa de invisibilidad. Aquí vemos a Jack usando su prenda mágica para engañar a dos grifos.

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  Otras leyendas griegas hablan de anillos, flechas e incluso nubes de niebla que otorgaban la envidiable capacidad de moverse por ahí sin ser visto, pero hasta la Edad Media no se conocían las capas de invisibilidad. Su primera mención aparece en el famoso poema austríaco «Los nibelungos», un poema épico del siglo XII, inspirado vagamente en varias fábulas de la mitología nórdica. En él, un poderoso enano mágico llamado Alberich posee una capa secreta (o tarnekappe) que hace invisible al que se la pone. Es una prenda de una potencia poco común que también otorga a su portador la fuerza de doce hombres juntos. Alberich usa la tarnekappe para proteger el tesoro subterráneo de los nibelungos (una poderosa raza de enanos europeos) hasta que es derrotado por el gran héroe del folklore germano, Sigfrido, que le arrebata su capa. La historia de Alberich y Sigfrido también se narra en la célebre ópera alemana del siglo XIX El anillo de los nibelungos, de Richard Wagner.

  Hacia el siglo XVIII, las capas, abrigos y mantos de invisibilidad eran un elemento imprescindible en el folklore europeo. Del popular héroe inglés Jack el Matador de Gigantes se decía que llevaba un «abrigo de la oscuridad» que le permitía acercarse sigilosamente a sus enemigos sin que se dieran cuenta. (Jack, a cuyo atuendo nunca le faltaba detalle, llevaba también en muchas de sus aventuras una gorra de la sabiduría y un par de zapatos de velocidad). Las capas de invisibilidad también aparecen en muchos cuentos de hadas de los hermanos Grimm, como en la fábula popular «Los zapatos gastados de tanto bailar». En este entretenido cuento, un soldado arruinado se gana renombre, una fortuna y una novia de la realeza usando su capa para engañar a doce princesas mimadas. A pesar de su atuendo mágico, el soldado está a punto de ser descubierto. Le cuesta esconder bien las manos y los pies, y en cierto momento su presencia invisible en una barca de remos hace que los demás se pregunten: «¿Por qué pesa tanto la barca esta noche?»

  Por supuesto, no todas las capas de invisibilidad son iguales. Igual que cualquier otro artículo de vestir, las hay de diferentes tallas, tejidos y colores. La prenda mágica de Jack el Matador de Gigantes suele describirse como un «abrigo viejo» muy sencillo, mientras que la capa que Harry hereda de su padre está hecha de un tejido suave y plateado, que ondea y flota como si fuera agua. Algunas capas de invisibilidad también confieren poderes adicionales a los portadores, como la capa voladora de invisibilidad que aparece en una secuela de El mago de Oz, que podía llevarse volando a su propietario adonde deseara.

  Sin embargo, hay una característica que comparten todas las capas de invisibilidad: permiten a sus portadores hacer lo que les dé la gana, sin miedo a ser juzgados o castigados. Como descubre Harry cuando usa su capa para salir a hurtadillas de Hogwarts por las noches, el poder de la invisibilidad te permite hacer las cosas a tu manera e ir adonde te apetezca. La idea de una libertad tan ilimitada animó en cierta ocasión al filósofo griego Platón a preguntar a sus discípulos cómo se comportarían si de repente se volvieran invisibles. ¿Tú qué harías si te pasara eso? ¿Saldrías a matar monstruos terroríficos, como hizo Perseo, o te harías el rey de un mundo subterráneo espantoso, como Alberich? ¿O te limitarías a escapar sigilosamente para ir a por algunas babosas de gelatina, como hacen Harry y sus colegas?

  Sería bonito pensar que la Historia de la magia de Batidla Bagshot cuenta toda la verdad acerca de la caza de brujas de los principios de la Europa moderna. En este libro, Harry lee que las brujas y los brujos quemados en la hoguera no sufrían ningún dolor, después de todo, un simple encantamiento hacía que las llamas parecieran unas agradables cosquillas. Pero la buena señora Bagshot se calló el hecho de que miles de hombres y mujeres comunes fueron falsamente acusados de brujería y no tenían ningún poder mágico que los protegiera. Lamentablemente, esas personas fueron las víctimas de la histeria de la caza de brujas que se extendió por una buena parte de Europa desde mediados del siglo XV y hasta finales del siglo XVII.

  Portada del Malleus Maleficarum.

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  Durante 250 años, gente de todas las clases sociales estaba convencida deque una conspiración generalizada de brujas amenazaba su vida. Se creía que en todas partes, desde los establos de las granjas hasta las estancias reales, individuos malignos dedicados a derrotar el cristianismo trabajaban para el Diablo. Los principios tradicionales de la ética y de la legalidad fueron dejados a un lado por jueces estrictos y líderes religiosos decididos a erradicar a los malhechores y exterminar a todas las brujas de la faz de la Tierra. Los eruditos modernos estiman que durante este período fueron torturadas con saña y ejecutadas por brujería entre 30 000 y varios centenares de miles de personas, sobre la base de pruebas como mucho endebles y, a menudo, sin ellas.

  ¿Por qué tuvieron lugar unos hechos tan terribles? Nadie puede asegurarlo a ciencia cierta. Pero seguramente el conflicto religioso, incluida la escisión de la Iglesia cristiana entre católicos y protestantes, tuvo un papel destacado en la creación de una atmósfera de desconfianza entre vecinos, e incluso en el seno de las propias familias. También fue importante la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, que contribuyó a la rápida propagación de ideas y temores acerca de la brujería entre los que disfrutaban de una elevada posición.

  Muchas de estas ideas se recogen en Malleus Maleficarum («Martillo de brujas»), una completa guía para identificar, perseguir y castigar a las brujas escrita en 1486 por dos cazadores de brujas alemanes. El libro tuvo un éxito inmediato y lo leían los clérigos, los legisladores y prácticamente cualquiera que supiera leer. Llegó a ser tan popular, que durante doscientos años fue, después de la Biblia, la obra más vendida. Aunque el libro no fue el responsable del fenómeno de la persecución, al popularizar y confirmar las creencias en que se basaban los juicios por brujería, contribuyó a perpetuar los estereotipos y la desinformación que enviaron a miles de personas inocentes a una muerte espantosa.

  Los autores del Malleus daban horribles detalles acerca de cómo las brujas pactaban con el Diablo, se transformaban en bestias salvajes y sacrificaban bebés. Sus afirmaciones, refrendadas por el papa Inocencio VIII, pasaron a ser consideradas verdades irrefutables. Se celebraron centenares de juicios por brujería siguiendo los procedimientos indicados en el libro: se negaba a las acusadas el derecho a la asistencia de un abogado o a llamar a testigos y se recomendaba la tortura. Citando lo que dice la Biblia, «A la mujer que practica la magia, no le perdones la vida» (Éxodo, 22,17), los autores aseguraban que la única manera de tratar con Satán era erradicando y destruyendo a sus servidores terrenales.

  Mucha de la responsabi
lidad de esta colosal tarea recayó en un principio sobre la Inquisición, la institución eclesiástica católica dedicada a identificar y exterminar la herejía (las ideas y las prácticas contrarias a la Iglesia). Los inquisidores profesionales recibieron plenos poderes para buscar y castigar a los malhechores, y de las personas de las que se sabía que practicaban la magia eran un blanco perfecto para su campaña. Aunque la Iglesia nunca había aprobado a las mujeres sabias de las aldeas y a los brujos que preparaban pociones de amor y realizaban curaciones, estas personas formaban parte de la comunidad, y las autoridades no habían intentado nunca expulsarlas de manera seria. En ese momento, sin embargo, la Iglesia insistía en que cualquiera que tuviera fama de poseer habilidades sobrenaturales podía muy bien haber recibido sus poderes del Diablo y que, por tanto, era culpable de herejía: un crimen que se castigaba con la muerte. Esta ley se aplicó a los curanderos y adivinos de los pueblos, así como a todos los sospechosos de practicar las formas malignas de la magia, como lanzar conjuros para dañar a la gente o destruir las cosechas.

  No solo eran acusados de brujería quienes tenían fama de practicar la magia. A medida que la histeria crecía y que los seglares hacían tan suya la causa de la caza de brujas como las autoridades católicas y protestantes, los ciudadanos respetables se vieron obligados a parecer lo menos sospechosos posible. Una anciana podía ser acusada simplemente debido a su aspecto físico o porque iba por el pueblo hablando para sí o tenía una escoba en casa. Una pelea podía acabar en un cargo por brujería si la parte ofendida sugería a las autoridades que su vecino le había lanzado una maldición. En las zonas en las que se confiscaban los bienes de las brujas convictas, la gente rica del pueblo era el blanco preferido. Pero hombres y mujeres de todas las edades, tanto ricos como pobres, fueron acusados, juzgados, torturados y quemados en la hoguera. Se permitía acusar de manera anónima a cualquiera, sin temor a que el acusador tuviera que encararse con la persona a la que había tachado de practicar la brujería.

  Una vez arrestadas, las brujas eran juzgadas y consideradas culpables hasta que se probase lo contrario. Después de todo, según el Malleus Maleficarum, los jueces no tenían por qué ser excesivamente cautos con el veredicto, porque Dios nunca permitiría que un inocente fuera declarado culpable de brujería. En Alemana, Francia y Suiza, los sospechosos eran torturados sistemáticamente para que confesaran con todo detalle. En circunstancias tan espantosas, el acusado casi siempre confesaba cualquier cosa que quisieran los inquisidores: adorar al Diablo, convocar y tener trato con demonios, volar sobre una escoba hasta las reuniones nocturnas, lanzar conjuros para perjudicar a los vecinos y un montón de otros crímenes. Cada nueva confesión confirmaba a los acusadores en la creencia de que la conspiración diabólica tenía proporciones monumentales, y los incitaba a buscar con más diligencia todavía y a castigar con más dureza si cabe. En Inglaterra y Escandinavia, donde la tortura era ilegal, los jueces se basaban en testimonios sin pruebas y en la presencia de las llamadas «marcas de bruja» (cualquier marca de nacimiento) o en las afirmaciones de que el acusado tenía un animal de compañía demoníaco o espíritu aliado (véase bruja). Cada «bruja» era obligada a aportar los nombres de sus cómplices, lo que desencadenaba la celebración de nuevos juicios. Este procedimiento provocaba a veces una reacción en cadena que acababa por destruir pueblos enteros. En 1589, 133 habitantes de la ciudad alemana de Quedlinburg fueron ejecutados por brujería en un mismo día.

  La culpabilidad o inocencia de las acusadas de brujería solía determinarse tirándolas al agua. Si flotaban, era señal de culpabilidad, y si se hundían, con lo cual a veces se ahogaban, era señal de inocencia. Los cazadores de brujas podían controlar el resultado de la prueba mediante las cuerdas que sujetaban a la sospechosa.

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  Desde luego, no todo el mundo creía en la brujería. No todo el mundo sospechaba que sus vecinos hubieran hecho un pacto con el Diablo. Entonces, ¿por qué nadie hablaba en contra de la caza de brujas y se le ponía fin? Bueno, algunos lo intentaron, pero los juicios por brujería estaban en manos de autoridades con mucho poder, y cualquiera que pusiera en duda abiertamente la autenticidad de la brujería o incluso la culpabilidad de una anciana inofensiva, se arriesgaba a acabar también sometido a juicio. Solo los protegidos por un cargo de relevancia podían permitirse correr tal riesgo, aunque sus protestas no solían dar mucho resultado.

  Sin embargo, el miedo a la brujería desapareció cuando la revolución científica despertó un nuevo escepticismo en Europa, y la creencia en la magia se volvió impropia de las clases dominantes. Uno de los mayores brotes de la histeria de la caza de brujas tuvo lugar en la colonia norteamericana de Salem, en Massachussets, en el año 1692. El último juicio por brujería de Inglaterra se celebró en 1712, el último de Francia en 1745 y el último de Alemania en 1775. Las leyes inglesas y escocesas que prohibían la brujería fueron derogadas en 1736. Quienes todavía creían en la participación del Diablo en los asuntos mundanos se lo guardaron para sí. La brujería pasó de ser una herejía a formar parte una vez más de la tradición mágica. A pesar de todo, la popular asociación entre las brujas y el mal no desapareció del todo. A principios del siglo XX todavía se daban episodios de violencia contra supuestas brujas tanto en Europa como en Estados Unidos.

  ¿Por que eran mujeres las brujas?

  Durante la época de intensa caza de brujas, tres de cada cuatro personas acusadas eran mujeres. Eso puede parecernos un claro prejuicio, pero para los cazadores de brujas tenía mucho sentido. Desde su punto de vista, la historia bíblica de Adán y Eva demostraba que las mujeres eran las responsables de todo el pecado del mundo. Resultaba evidente que las mujeres eran física, moral e intelectualmente más débiles que los hombres y por tanto, al Diablo le resultaba más fácil tentarlas. Además, señalaban los inquisidores, las mujeres eran más vengativas que los hombres, más rencorosas y más mentirosas.

  Los actuales eruditos señalan que, además de estas claras pruebas de la misoginia (odio hacia las mujeres) que impregnaba la sociedad que apoyaba la caza de brujas, algunas condiciones sociales hacían a las mujeres más vulnerables a las acusaciones de brujería. Por ejemplo, las comadronas que ayudaban en los partos eran mujeres, y cuando el bebé moría (lo que sucedía con frecuencia), los padres podían echarle la culpa a la comadrona. Para la gente no existía demasiada diferencia entre una comadrona y una bruja, porque las muertes repentinas se consideraban prueba de brujería. Pero, probablemente, el grupo más nutrido de presuntas brujas era el formado por las ancianas, tanto solteras como viudas, que vivían solas. En una sociedad dominada por los hombres, en la que las mujeres no solían tener derechos ni propiedades, una mujer que no estuviera bajo el control de un padre o de un marido era vista como una amenaza para la sociedad o, en el mejor de los casos, con desconfianza. Los juicios por brujería eran un medio muy conveniente para deshacerse de estos desagradables miembros de la comunidad.

  También es bastante posible que las mujeres practicaran más a menudo algún tipo de hechicería que los hombres. Puesto que tenían muy poco poder para reparar los agravios, resolver los desacuerdos o incluso ejercer control sobre su propio destino por medios legales, las mujeres podían volverse hacia la práctica ilegal de la magia (conjuros, pociones o maleficios) en un intento de ganar algún tipo de control sobre sus vidas y su entorno. Aunque sus actividades solían ser inofensivas, podían acarrearles graves consecuencias si por ellas acababan siendo acusadas de brujería.

  A diferencia de los centauros meditativos y filosóficos que rondan por el bosque prohibido, los centauros originales de la mitología griega eran unos alborotadores. Vivían en manadas en las montañas del norte de Grecia, y llevaban una vida salvaje y sin ley. Medio hombres, medio caballos, los centauros eran seres hermosos, pero siempre estaban dispuestos a beber, pelear y seducir a las mujeres humanas. Cuando los invitaron a la boda de su vecino, el rey Pirithous de Laipithae, los centauros, borrachos, se lanzaron sobre las invitadas, intentaron raptar a la novia e iniciaron una sangrienta batalla contra el anf
itrión y sus seguidores (batalla que finalmente perdieron, para gran alivio de todos los que vivían en las inmediaciones).

  La constelación Centaurus es visible solo para los que viven cerca del ecuador o en el hemisferio sur. Contiene la tercera estrella, más brillante del firmamento nocturno, Alpha Centauri, que también es la estrella más cercana a nuestro Sol.

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  Como sucede en toda familia numerosa, hubo cuantos centauros que se rebelaron contra las salvajes costumbres de sus semejantes, escogiendo una vida de virtud y erudita contemplación. El más famoso es Quirón, que ejerció de profesor y mentor de muchos jóvenes destinados a convertirse en grandes hombres, como Hércules, Aquiles (el héroe de la guerra de Troya), Jasón (capitán de los Argonautas) y Asclepio, el dios de la medicina. Conocido por su sabiduría y su sentido de la justicia, Quirón era experto en medicina, caza, herbología y navegación celeste. También practicó la astrología y la adivinación. A juzgar por la capacidad de Ronan, Bañe y Firenze de leer el futuro en las estrellas, sospechamos que estos tres centauros deben de ser descendientes de la misma rama de la familia que Quirón.

  Según el mito, Quirón podría haber seguido educando jóvenes héroes eternamente, ya que era inmortal. Pero prefirió perder su inmortalidad después de resultar herido accidentalmente por una flecha envenenada que pertenecía a su amigo Hércules. Cuando el dolor se hizo insoportable, le pidió a Zeus que le permitiera morir. Zeus accedió a la petición de Quirón, pero lo inmortalizó de todos modos, colocándole en el firmamento como la constelación Centaurus.

 

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