El Diccionario del Mago

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El Diccionario del Mago Page 19

by Allan Zola Kronzek


  La práctica de maldecir al enemigo ha existido en las culturas de todo el mundo desde hace miles de años. Las maldiciones pueden ser habladas o escritas. Una forma típica de maldición oral consistía en invocar la ayuda de un ser sobrenatural, como un demonio o un dios, y después especificar con todo lujo de detalles macabros lo que se quiere para la víctima, como demuestra esta vengativa maldición del siglo IV: «Te convoco, espíritu maligno, que moras en el cementerio y que le robas la salud al hombre. Ve y pon un nudo en la cabeza [de la víctima], en sus ojos, en su boca, en su lengua, en su garganta; echa agua envenenada en su estómago. Si no vas y le echas agua en el estómago, te enviaré gran cantidad de ángeles malignos que vayan a por ti. Amén». Se creía que maldiciones como esta resultaban efectivas tanto si se gritaban al oído de alguien, como si se susurraban a cientos de kilómetros de distancia. Sin embargo, las maldiciones escritas solían considerarse más poderosas que las de variedad hablada, ya que podían sobrevivir al momento de su creación.

  La maldición de la momia

  Una de las maldiciones más famosas de todos los tiempos, la «maldición de la momia», de la tumba del rey Tutankhamón en Egipto, probablemente no es más que un mito. Según la leyenda, cuando el arqueólogo británico Howard Carter abrió la tumba del rey Tutankhamón en 1922, no hizo caso de una inscripción que decía: «Al que ose interrumpir el descanso del Rey, la muerte le llegará con alas veloces». Unos meses más tarde, el patrocinador de Carter, lord Carnarvon, murió inesperadamente por culpa de una picadura de mosquito que se le infectó. (¡Sí que fue una muerte que llegó con alas veloces!) Cinco personas más de los que habían estado presentes en la apertura de la tumba fallecieron también a lo largo de los siguientes doce años.

  Sin embargo, hay pocos datos que avalen la idea de que hubiera una maldición sobre esta tumba. Aunque muchas fábulas populares describen complicadas maldiciones que garantizan una muerte fulminante y terrible a quien profane la tumba de una momia, los arqueólogos solo han verificado la existencia de maldiciones protectoras en dos tumbas egipcias, y ambas solo amenazaban a los saqueadores con un juicio implacable por parte de los dioses. La maldición inscrita en la tumba del rey Tutankhamón, si es que la hubo, se ha desvanecido de manera misteriosa. El propio Howard Carter vivió otros diecisiete años después de interrumpir el descanso de Tutankhamón, y acabó siendo uno de los egiptólogos más famosos y admiradas de todo el mundo.

  Algunas maldiciones antiguas han pervivido desde incluso el siglo V a. C., aunque seguramente las víctimas a las que iban dirigidas llevan ya mucho tiempo muertas. Se inscribían en «tablillas de maldición»: piezas de plomo, loza o cera, en las se escribía el nombre de la víctima, el efecto deseado de la maldición, algunas palabras mágicas y los nombres de los demonios que tenían que colaborar para llevarla a cabo. Una tablilla sencilla podía llevar inscritas las palabras: «Igual que este pedazo de plomo va enfriándose, así le pasará también a Fulano de Tal». Entonces la tablilla se enterraba y, a medida que iba adquiriendo la misma baja temperatura de la tierra, se suponía que Fulano de Tal iría notando que la temperatura de su propio cuerpo descendía, hasta morir. Se pensaba que el mejor sitio para enterrar las tablillas de maldición eran los lugares que tuvieran algo que ver con la muerte: tumbas recientes, campos de batalla y sitios donde se realizaban ejecuciones. También podían echarse dentro de pozos, pues se creía que eran accesos al mundo subterráneo. Para aumentar los efectos, solía atravesarse el nombre de la víctima con un clavo, o bien atar bien fuerte alambre a la tablilla.

  Las tablillas de maldición se usaron mucho en la Grecia y Roma antiguas. Los arqueólogos han descubierto varios tipos de tablillas: en unas se pedía una muerte dolorosa para un enemigo, otras solo intentaban que se le transtornara la mente o que se le atascara la len gua a un oponente político o a un adversado judicial. Hay una tablilla qué estaba pensada para garantizar el resultado de una carrera de carros, ¡mediante una maldición a los caballos y aurigas del equipo contrario! Aunque oficialmente no se aprobaba el uso de las maldiciones con fines privados, parece ser que sí eran aceptables si las aplicaban agentes oficiales contra criminales, enemigos del Estado o adversarios militares.

  Durante la Edad Media se redujo el uso de las maldiciones gubernamentales, pero no así las que lanzaban los pobres y oprimidos, las cuales se creía que eran muy poderosas, sobre todo cuando la rabia que las inspiraba era justificada. Por ejemplo, la Maldición del Mendigo, que se lanzaba contra los que no querían dar limosna a los pobres, fue muy temida durante siglos.

  En la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, las maldiciones en público eran algo habitual. No era extraño ver a alguien en la plaza mayor hincándose de rodillas y clamando a Dios que prendiera fuego a la casa de sus enemigos, arruinara sus cultivos, matara a sus hijos, destruyera sus posesiones y les echara encima «todas las plagas de Egipto». Semejantes diatribas podrían parecer inofensivas, pero se aconsejaba a los maledicientes que llevaran cuidado, ya que, si la víctima caía enferma y se empezaba a creer que el malediciente tenía éxito, podía acabar en la cárcel, acusado de brujería.

  Cuando a Hermione de repente le crecen los dientes hasta rebasarle el mentón, sabe que el rencoroso Draco Malfoy le ha echado un maleficio. Un maleficio es un hechizo o conjuro maligno que se lanza a una persona o a un objeto y con el que se pretende causar algún daño. Para los que no tienen cerca a la señora Pomfrey para que contrarreste sus efectos dañinos, sufrir un maleficio es algo realmente muy peligroso.

  La palabra inglesa para maleficio es hex, que deriva de la palabra alemana Hexe, bruja. Un maleficio suele considerarse una forma de brujería. Aunque la práctica de lanzar maleficios probablemente se originó en Europa, se asocia más con la magia del pueblo de Pensilvania Holandesa, una población de origen germano que se estableció en la América colonial durante el siglo XVII. Se dice que la práctica de echar maleficios es la especialidad de los «doctores en maleficios», que cualquiera podía contratar para que echaran o quitaran maleficios.

  Los primeros granjeros de Pensilvania Holandesa atribuían a los efectos de un maleficio cosas tan nimias como no conseguir montar mantequilla con la nata de la leche, pero también asuntos más preocupantes como enfermedades del ganado. Se sospechaba de maleficio si un animal perdía todo su pelo, si dejaba de comer o se le veía extrañamente inquieto. Pero aún más grave era el efecto de un maleficio sobre un ser humano. Una persona a la que se había echado un maleficio podía sufrir de insomnio incurable, debilitamiento mortal debido a una pérdida del apetito o a la incapacidad de digerir los alimentos, sensación física dolorosa o incómoda y persistente, o mala suerte en general.

  Dibujo antimaléfico original de Pensilvania.

  (Fuente de la imagen 66)

  Todo el que deseara proteger a su familia y ganado frente a un posible maleficio o embrujo disponía de unas cuantas opciones. Se decía que dibujar una estrella de cinco puntas en el marco de la puerta o en el alféizar impedía que entrara en el edificio un doctor en maleficios. También podía colgarse de las vigas del granero una carta de maleficio, una breve declaración de enemistad hacia el doctor en maleficios, para proteger a sus ocupantes. A los animales se los podía proteger también, e incluso curarlos de enfermedades inducidas por algún maleficio, colgando encima de sus establos una pequeña bolsa de tela con mercurio dentro.

  Ciertos signos podían ofrecer protección adicional frente a maleficios y otros hechizos malignos. Consistían en figuras geométricas de gran colorido, pintadas tradicionalmente en los muros laterales de las casas y graneros. Del mismo modo que los maleficios parecen tener su origen en Alemania, esta costumbre de pintar signos de maleficio también proviene de allí, aunque en el siglo XIX, los signos pintados eran mucho más comunes en Pensilvania del este que en ningún otro lugar. Hoy son considerados arte popular, pero algunos expertos creen que en otros tiempos se usaron para proteger tanto a personas como a animales contra los maleficios y el mal de ojo (véase amuleto). Aunque se ven sobre todo en edificios, los signos de maleficio aparecen a
veces pintados en cunas, utensilios del hogar, y en discos de madera o de metal que se colgaban en las ventanas.

  E una planta verdaderamente rara que requiere que el jardinero se proteja las orejas. Cuando la profesora Sprout insiste a sus alumnos de herbología en que se pongan orejeras para trabajar con las plantas de mandrágora, está aplicando los conocimientos de siglos de sabiduría popular. En Europa, según la tradición, la mandrágora profiere un chillido al ser arrancada de la tierra, y todo el que lo oiga perecerá. Recoger mandrágora, sin embargo, bien valía correr el riesgo, porque la planta tenía muchos usos medicinales bien conocidos y se la consideraba dotada de poderosas propiedades mágicas.

  Dibujo del siglo XV de los dos sexos de la mandrágora.

  (Fuente de la imagen 67)

  La parte de la planta que solía considerarse más valiosa es la raíz, gruesa y marrón, que se adentra entre sesenta y noventa centímetros en el suelo. A menudo es ahorquillada y para alguien con un poco de imaginación parece una figura humana. Los libros de plantas y hierbas describen a menudo la mandrágora (perteneciente a la familia de las solanáceas) con características humanas (como un hombre de larga barba o una mujer de espesa cabellera) y su parecido con el cuerpo humano se puede aumentar con facilidad si se talla la raíz con un cuchillo. Sin duda, este gran parecido con los seres humanos explica la creencia de que la mandrágora puede gritar cuando es arrancada, como una persona a la que se saca de repente de una cama calentita.

  A pesar de la compasión que los humanos pudieran tener por la difícil situación de la mandrágora desarraigada, se la arrancaba con mucha frecuencia y se aplicaba a una amplia gama de usos. Antiguamente se la consideraba analgésica y somnífera, y en grandes dosis se decía que provocaba el delirio e incluso la locura. Se usaba para aliviar a los que padecían dolores crónicos y se prescribía para tratar la melancolía, las convulsiones y el reumatismo. Los romanos usaban la mandrágora como anestésico: daban al paciente un trozo de mandrágora para que lo masticara antes de una intervención quirúrgica.

  Los antiguos y sus descendientes en la Europa medieval también valoraban la mandrágora por sus supuestas propiedades mágicas. Era un conocido ingrediente de las pociones de amor y se decía que Circe, la hechicera más famosa de la mitología griega, la usaba para preparar sus potentes elixires. Según la tradición anglosajona, la mandrágora expulsa a los demonios del cuerpo de los poseídos, y muchos creían que un amuleto con mandrágora seca podía proteger contra el mal. Por otra parte, según algunas tradiciones, en realidad los demonios «vivían» en las raíces de mandrágora, y quienes poseían una raíz tallada de mandrágora eran a veces acusados de brujería. Los más suspicaces aseguraban que la mandrágora crecía mejor bajo la horca de asesinos ajusticiados.

  La mandrágora también se empleaba para la adivinación. Los adivinos insistían en que las raíces de forma humana movían la cabeza para contestar a preguntas acerca del futuro. En Alemania, los campesinos cuidaban mucho sus tallas de mandrágora. Les ponían semillas a modo de ojos, las vestían y las acostaban en camitas por la noche, para que estuvieran listas y dispuestas para contestar a cualquier pregunta importante que pudiera surgir.

  Los riesgos de mandrágora

  Las historias acerca del grito fatal de la mandrágora eran muy conocidas en la antigua Europa y cualquiera que quisiera usar la raíz confines mágicos o medicinales debía de tener sus dudas, temiendo lo que pudiera suceder al arrancar la planta. Los que tenían este problema podían consultar un «herbolario»: un libro con información acerca de los usos caseros y medicinales de las plantas. Allí encontrarían la solución al dilema. Muchos autores daban el mismo consejo: atar el extremo de una cuerda a la planta de mandrágora y asegurar el otro extremo alrededor del cuello de un perro. Apartarse hasta una distancia segura, cubrirse los oídos y llamar al perro, que al acudir arranca la planta sin correr riesgo alguno.

  Libro del siglo sobre herbología, que ilustra el modo más seguro de arrancar la mandrágora.

  (Fuente de la imagen 68)

  Si hay una bestia capaz de producimos pesadillas, esa es la mantícora. No solo es una digna pariente del batallador «escregutos de cola explosiva» de Hagrid, sino que, como su nombre en persa indica, («comehombres», de martiya, «hombre» y khvar, «comer»), su ocupación favorita, como podéis suponer, es devorar carne humana.

  La describió por primera vez, en el siglo V a. C., el médico griego Ctesias (a quien también debemos información sobre los unicornios). Se decía que la mantícora vivía en las junglas de la India y que era el depredador más peligroso del lugar por su velocidad, su fuerza y su tremenda ferocidad. Según Ctesias, aunque su cuerpo peludo y rojizo parecía el de un león, tenía cara humana, voz melodiosa y cola de escorpión con dardos venenosos. La mantícora podía disparar estos dardos como si fueran flechas, en cualquier dirección, y alcanzar a su presa en un radio de unos treinta metros. Cuando la víctima sucumbía a la rápida acción del veneno, la mantícora estaba lista para poner manos a la obra. En ambas enormes quijadas, de oreja a oreja, tenía tres hileras de dientes afilados, perfectos para reducir su plato favorito, los humanos, a pedacitos. Comedora sin remilgos, la mantícora devoraba a sus víctimas enteras, piel, huesos, ropa y pertenencias incluidos. Si alguien desaparecía de un poblado de la jungla sin dejar rastro, no había duda de que la mantícora rondaba por sus alrededores.

  (Fuente de la imagen 69)

  Se pensaba que la mantícora, como sucedía con muchas otras criaturas fantásticas de la Antigüedad, existía realmente, y posteriores autoridades como Arístóteles y el naturalista romano Plinio se hicieron eco del relato de Ctesias. En el siglo II d. C., sin embargo, cuando aún no había aparecido ningún espécimen de mantícora, se propusieron otras explicaciones para el supuesto avistamiento de la criatura. Pausanias, el viajero y escritor griego, propuso la teoría de que la criatura en cuestión era en realidad un tigre devorador de hombres (conocido en la actualidad como tigre de Bengala). La creencia en la mantícora no sobrevivió, pero su leyenda despertó la imaginación de muchos artistas e ilustradores, y la bestia se convirtió en un símbolo reconocido de la perversidad y la malevolencia.

  Merlín el Mago, hechicero, profeta y mentor del rey Arturo, es quizás el brujo más famoso de la historia. Las leyendas inglesas nos cuentan que podía usar magia para ganar guerras, ver el futuro, transformarse a voluntad en galgo o en venado y controlar el destino de los hombres. Aunque tanto Merlín como sus hechos son leyenda, esta figura se relaciona con otra histórica, la del poeta galés del siglo VI llamado Myrddin, que enloqueció en la batalla y se internó en los bosques de Escocia, donde hizo muchas predicciones acerca del futuro. El historiador Geoffrey de Monmouth cambió el nombre de Myrddin por el de Merlín. Geoffrey lo introdujo en el folklore inglés con su Historia de los reyes de Britania, un relato sobre los legendarios inicios de Gran Bretaña escrito en 1136. A lo largo de los siglos, la historia de Merlín ha sido ampliada por numerosos escritores, en especial por Sir Thomas Malory, autor de La muerte de Arturo, un relato del siglo XV sobre los caballeros de la mesa redonda.

  Como muchas figuras mitológicas, Merlín tenía unos padres extraordinarios que le habían legado dones especiales. Según Geoffrey de Monmouth, la madre del gran mago era la virtuosa hija de un rey, mientras que su padre era un demonio o espíritu maligno, un íncubo. Merlín heredó tanto la bondad de su madre como los poderes mágicos de su padre. Demostró sus capacidades sobrenaturales cuando, siendo todavía un niño, las usó para salvar su propia vida.

  La historia comienza con un rey británico del siglo V llamado Vortigern, cuyos esfuerzos por construir una torre fracasaban. Por mucho que sus trabajadores progresaran, el trabajo realizado a lo largo del día se venía abajo por la noche. Desesperado, Vortigern consultó a sus magos, quienes le dijeron que reforzara la torre mezclando en el mortero la sangre de un niño cuyo padre no fuera humano. Vortigern encargó que se buscar a tal niño. Sus emisarios no tardaron en dar con Merlín y lo llevaron ante el rey. Aunque solo tenía siete años, Merlín expli
có que la torre era inestable porque se levantaba sobre un estanque subterráneo. También predijo que, si drenaban el estanque, encontrarían dos dragones durmiendo en el fondo en dos piedras huecas. Cuando las palabras de Merlín se revelaron ciertas, el rey le perdonó la vida.

  Tras la muerte de Vortigern, Merlín se convirtió en consejero de tres reyes: Aurelio, Úter de Pendragón y, el más famoso de todos, el hijo de Úter, Arturo. Según la leyenda, durante el reinado de Aurelio, Merlín levantó uno de los tesoros nacionales de Inglaterra, Stonehenge, utilizando sus poderes mágicos para transportar las enormes piedras desde Irlanda. Aurelio deseaba construir un monumento impresionante, y Merlín escogió el círculo de piedras, conocido en Irlanda como la Danza de los Gigantes, porque se creía que tenía grandes poderes curativos. Aunque quince mil soldados ingleses provistos de cuerdas y escaleras no consiguieron mover las piedras ni un milímetro, Merlín lo hizo en un abrir y cerrar de ojos. Gracias a su magia, las volvió tan ligeras como guijarros, y fueron trasladadas a barcas y llevadas a la llanura inglesa de Salisbury, donde todavía permanecen. (En realidad, Stonehenge fue erigido cerca del año 2100 a. C., miles de años antes de la primera de las historias acerca de Merlín. Sin embargo, se sabe que algunas piedras azuladas de Stonehenge proceden de Gales, así que parece que, después de todo, algo tiene de cierto la idea de que las piedras fueron tomadas de otra parte y llevadas a Salisbury por el agua.)

 

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