by Harte, Bret
Y se retiró hacia el umbral de un reducido cuarto, apenas mayor que un armario, separado del cuarto principal por un tabique y que tenía una pequeña cama en su pequeño y oscuro recinto.
Se detuvo allí un momento de pie mirando la compañía, saliéndole los desnudos pies por debajo de la manta, y se despidió haciendo un ligero movimiento.
—¡Escucha Juanito! ¿Vas a acostarte otra vez?—dijo Federico.
—Sí, voy—respondió con decisión el interpelado.
—¿Pues qué tienes, vejete?
—No estoy bueno.
—¿Cómo?
—Tengo fiebre. Y sabañones. Y reuma—contestó Juanito.
Y se hundió entre las sábanas. Después de una pausa momentánea, añadió desde la oscuridad:
—Y el corazón me duele.
Sucediose un silencio embarazoso. Los hombres se miraron entre sí y después al fuego.
A pesar del apetitoso banquete que se les presentaba, pareció que caían otra vez en el desaliento de la droguería de Daniel, cuando la voz quejumbrosa del viejo, incautamente elevada, llegó hasta la reunión de un modo bastante claro para ser oída.
—En esto te sobra la razón... Es mucha verdad... Claro está que lo son. ¡Una cuadrilla de borrachos y holgazanes!... y ese Federico Bullen es el peor de todos. ¿Es que no tiene juicio para venirse aquí, habiendo en casa un enfermo y sin que tengamos provisión de ninguna clase?... Ya se lo decía yo... Bullen, le he dicho, ¿es que estás borracho o loco para pensar tal cosa?... ¿Y a Conrado? ¿Cómo ha podido ocurrírsete convertir mi casa en un campo de Agramante, teniendo a mi niño enfermo? Es que quisieron venir, te digo. He aquí lo que debe esperarse de esta canalla del Bar.
Una carcajada homérica siguió a esta desgraciada manifestación.
En este momento, sea que fuera oída la risa en la cocina, o que la iracunda compañera del viejo hubiese apurado todos los restantes modos de expresar su desprecio e indignación, lo cierto fue que cerraron una puerta trasera con gran estrépito.
Todos permanecieron suspensos hasta que reapareció el viejo, ignorando por fortuna la causa del último estallido de hilaridad y sonriendo hipócritamente.
—Mi esposa ha tenido la idea de pasar un rato con la señora Mac Fadden—dijo a modo de explicación y con aire indiferente, al tomar asiento entre los comensales.
Y, cosa singular, se necesitó de este adverso incidente para aliviar el embarazo que la partida comenzaba a sentir, y su audacia natural se recobró con el regreso del anfitrión.
No intentaré contar los chistes del banquete de Nochebuena. Basta decir que la conversación se caracterizó por la exaltación intelectual, el cauteloso respeto, la meticulosa delicadeza, la precisión retórica y por el mismo discurso lógico y coherente que distinguen a estas varoniles reuniones en localidades más civilizadas y en donde reina el más fino trato social.
No se rompió un solo vaso a causa de no haberlos, ni se derramaron inútilmente licores por el suelo ni sobre la mesa, por la escasez de aquel artículo.
Sería casi media noche cuando fue interrumpida la fiesta.
—Es preciso callar—dijo Federico alzando la mano.
Era la quejumbrosa voz de Juanito, desde su dormitorio inmediato.
—¡Oh, padre!
El viejo se levantó apresuradamente introduciéndose en la habitación del enfermo. Al poco rato reapareció.
—El reuma le vuelve con fuerza—dijo—y necesita unas fricciones.
Tomó de la mesa la damajuana de aguardiente y la sacudió. Estaba vacía completamente.
Federico Bullen dejó su taza de hojadelata con una risa forzada. Los demás hicieron lo propio.
El viejo examinó el contenido y dijo más animado:
—Me parece que hay bastante. Esperar un momento; vuelvo en seguida.
Y entró de nuevo en el cuartito, llevándose una camisa vieja de franela y el aguardiente.
Como la puerta quedó entreabierta, se oyó distintamente el siguiente diálogo:
—Dime, hijo mío, ¿dónde te duele más?
—Me duele todo. Ora aquí y ora ahí debajo; pero es más fuerte de aquí a aquí. Corre, padre, friega fuerte.
Y el silencio parecía indicar una viva fricción. Entonces, Juanito dijo:
—¿Pasas un buen rato allí fuera, padre?
—Sí, hijo mío.
—¿Es Navidad mañana, verdad?
—Sí, hijo mío. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, frota un poco más abajo. ¿Y qué es Navidad? Dime: ¿por qué es tal fiesta?
—¡Oh, es un día!...
Aquí, al parecer, pudo más el dolor que la infantil curiosidad, pues hubo un silencioso intervalo, durante el cual el viejo continuó frotando. Al poco rato, Juanito continuó:
—Madre dice que en todas partes, menos aquí, todos se dan cosas unos a otros por ese día. Dice que hay un hombre que le llaman San Nicolás, ¿comprendes? Pero no un blanco, sino una especie de chino, que baja por la chimenea la noche antes de Navidad, dejando cosas a los niños como yo que han tenido cuidado de dejar allí sus botas. Eso... eso es lo que me quería hacer creer... Vamos, padre, ¿dónde estás frotando? Estás a un kilómetro del sitio... Dime: ¿no habrá inventado esto para hacernos rabiar a ti y a mí?... No frotes ahí... Contesta.
En medio del silencio nocturno que parecía cernerse sobre la casa, se oía claramente el murmullo de los cercanos pinos como arpas eólicas tañidas por el viento.
—Vamos, no seas así, padre, pues pronto me voy a poner bueno. ¿Qué hacen esos hombres ahí fuera?
El viejo entreabrió la puerta y miró distraídamente.
Los hombres estaban sentados en buena compañía, con unas cuantas monedas de plata sobre la mesa y una flaca bolsa de piel de gamuza en las manos.
—Están armando... algún juego. Ya se las arreglan—contestó a Juanito y volvió a sus fricciones.
—Me gustaría ser mano y ganar dinero—dijo reflexivamente Juanito, después de un corto silencio.
Por todo consuelo, el viejo repitió lo que a todas luces era para él estribillo eterno, es decir: que si Juanito quisiera esperar hasta que diesen con el filón, en la mina, tendría mucho dinero, y serían muy ricos.
—Sí—dijo Juanito,—pero no lo encuentras. Además, dar con él o que yo lo gane, es casi lo mismo. Al fin y al cabo, todo es cuestión de suerte. Pero es muy extraño lo de Navidad, ¿no es cierto? ¿Por qué la llaman Navidad?
Sea por deferencia instintiva a las preocupaciones de sus huéspedes, sea por un vago sentimiento de incongruencia, la contestación del viejo fue tan baja, que quedó aprisionada entre las paredes de la habitación.
—Sí—dijo Juanito, con interés ya algo decaído.—Me han hablado ya de Él. Basta, padre; no me hace, ni con mucho, tanto daño como antes. Ahora cúbreme bien con la manta y—añadió murmurando bajo la ropa—siéntate a mi lado, hasta que me duerma. ¿Oyes?
Y se compuso para descansar, no sin antes sacar una mano fuera de la manta y agarrar fuertemente a su padre por una manga con objeto de que no le burlase en su justa pretensión.
El viejo esperó pacientemente algunos minutos.
La inusitada tranquilidad de la casa excitó su curiosidad; con la mano desasida y sin levantarse, abrió cautelosamente la puerta y atisbó hacia la sala.
Con gran extrañeza, la vio oscura y vacía.
Pero en aquel instante un leño que humeaba en el hogar se rompió, y a la luz de su llamarada vio a Federico Bullen sentado junto a los amortiguados tizones.
—¡Hola!
Federico se sobresaltó, púsose de pie y fue hacia él, medio tambaleándose.
—¿Los compañeros dónde han ido?—dijo el viejo.
—Al momento vuelven por aquí. Han salido a fuera a dar un pequeño paseo. Les estoy esperando. ¿Qué miras tan fijamente, viejo?—añadió con risa forzada,—¿vas a creer que estoy borracho?
Podía habérsele perdonado al viejo la suposición, pues los ojos de Federico estaban húmedos y su cara como un tomate.
Hízose un poco el remo
lón, y volvió a la chimenea. Bostezó, desperezose, abrochó su levita, y dijo riendo:
—El vino no anda tan abundante como eso, viejo. No te levantes—prosiguió, cuando el viejo hizo un movimiento para librar su manga de la mano de Juanito.—No hagas cumplidos. Puedes quedarte ahí donde estás; me voy al instante. Ya están aquí.
Llamaron suavemente a la puerta.
Federico Bullen abriola, con un ademán se despidió del viejo y desapareció.
El viejo le hubiera seguido a no ser por la mano que aún inerte le detenía fuertemente, no siendo fácil desprenderse de ella. Era pequeña, débil y flaca; pero quizá por ser pequeña, débil y demacrada cedió a su presión y, aproximando aún más la silla a la cama, apoyó sobre ella la cabeza, sorprendiéndole el sueño en esta actitud.
La habitación osciló y se desvaneció ante sus ojos; reapareció, se desvaneció de nuevo, oscureciose y le dejó dormido del todo.
En tanto, Federico Bullen cerró la puerta, y se juntó a sus camaradas.
—¿Estás listo?—dijo Conrado.
—¡Listo!—dijo Federico,—¿qué hora es?
—La una—contestó,—¿puedes hacerlo? Son casi cincuenta millas entre ida y vuelta.
—Así me parece—contestó Federico brevemente.—¿Está la yegua aquí?
—Bill y Jaime la tienen ya en el pinar.
—Pues que la guarden un momento.
Volviose y entró otra vez cautelosamente en la casa.
Guiado por la débil luz de la vela que se corría y del amortiguado fuego, observó que la puerta del cuartito estaba abierta y se fue hacia ella de puntillas.
El viejo roncaba echado en su silla, con las piernas extendidas, la cabeza hacia atrás y el sombrero calado hasta las cejas.
A su lado, sobre una estrecha cama de madera, yacía Juanito envuelto estrechamente como una momia en la manta, que le tapaba todo, excepto una parte de la frente y una manecita cárdena y estirada que pugnaba inútilmente por entrar.
Federico Bullen avanzó un paso, titubeó y miró por encima del hombro la desierta sala.
Reinaba el silencio más profundo.
Con súbita resolución se inclinó sobre el dormido muchacho, separando con ambas manos sus grandes bigotes.
Mas, en el instante de hacerlo, un travieso soplo de aire que le acechaba, giró en torbellino por la chimenea abajo, reanimando el hogar y despidiendo viva claridad, de la que huyó Federico como asustado.
Sus compañeros le esperaban ya en el pinar.
Dos de ellos luchaban para sujetar en la oscuridad un ser extrañamente disforme, el cual a medida que Federico se acercaba, fue delineando su figura. Era la yegua.
El cuadrúpedo no tenía, en realidad, bonita estampa.
Nada notable ofrecía desde su romo hocico hasta sus alzadas ancas, y desde su arqueado espinazo, oculto por las raídas y tiesas machillas de una silla mejicana, hasta sus gruesas, derechas y huesosas piernas, no tenía una sola línea de la gracia y noble aspecto que distingue a su especie.
Con los blancos ojos medio ciegos, pero malignos, su labio inferior colgante y su monstruoso color, era incapaz de despertar el más leve sentimiento estético.
—Bueno—dijo Conrado,—cuidado con las herraduras, muchachos, ¡arriba! Ojo con no descuidarte en agarrar ante todo las crines, y cuida de agarrar en seguida el otro estribo. ¡Arriba!
Montó atropelladamente el jinete, pateó luchando el solípedo, apartáronse con precipitación los espectadores y volaron sacudidas en círculo las herraduras, retemblando la tierra a los saltos del animal. Por último, sonaron las espuelas y partió Jovita. Federico, en las tinieblas, gritó:
—¡Bien va!
—Al volver no tomes el camino de abajo, a no ser que apremie el tiempo. ¡No la detengas al bajar la cuesta! A las seis te esperamos en el vado. En marcha. ¡Hop! ¡Adelante!
Y chispearon las piedras, crujió ruidosamente la grava del camino y Federico se hundió en la oscuridad.
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¡Oh, musa! canta; ¡la cabalgada de Federico Bullen! ¡Oh, musas, venid en mi ayuda para cantar los caballerescos varones, la sagrada empresa, las hazañas, la batida de los patanes malandrines, la terrible cabalgada y temerosos peligros de la flor de Bar Sansón! ¡Ah, musa mía! ¡Desdeñosa estás!... Nada quiere con este animal coceador y con su andrajoso jinete, y fuerza me es seguirlos en simple prosa.
Eran las dos; apenas alcanzara Rattlesnake-Hill, y ya en aquel intervalo Jovita había hecho gala de todos sus vicios, y sacado a relucir todas sus habilidades.
Tres veces tropezó. Dos veces alzó el romo hocico en línea recta con las riendas, y resistiendo el freno y la espuela, echó a correr locamente a través de campos y sembrados.
Dos veces se puso de manos, y se dejó caer hacia atrás, y dos veces el ágil Federico tuvo que recurrir a todo su ingenio y buena estrella para recobrar su asiento.
Y una milla más adelante, al pie de una prolongada colina, estaba Rattlesnake-Creek.
Federico sabía que allí le esperaba la prueba capital de su habilidad, si quería llegar al término de su jornada. Apretó los dientes, encajó sus rodillas en los costados de la yegua y cambió su táctica de defensa en una enérgica ofensiva.
Excitada y enardecida Jovita, emprendió el descenso de la cuesta.
El artificioso Federico fingía detenerla con represión manifiesta, y mentidos gritos de temor.
Inútil es añadir que Jovita en seguida emprendió vertiginosa carrera. Ni es necesario fijar aquí el tiempo empleado en el descenso; está inscrito en las crónicas de Bar Sansón.
Sólo diré que al cabo de un momento, pareciole a Federico que le salpicaba el barro de las inundadas orillas de Rattlesnake-Creek.
Conforme a los planes de Federico, el empuje que había adquirido la llevó más allá del margen, y teniéndola a propósito para un gran salto, se lanzaron en medio de la impetuosa corriente del río.
Unos momentos de lucha, coceando y nadando, y Federico respiró ruidosamente, después de ganar la orilla opuesta.
El camino desde Rattlesnake-Creek hasta Red-Mountain era bastante bueno.
Sea porque el baño en Rattlesnake-Creek hubiese templado su maligno ardor, o bien porque el arte con que Federico la condujo le hubiese demostrado la superior malicia de su jinete, Jovita ya no malgastaba su energía sobrante en vanos caprichos, y parecía haber adquirido una grave solemnidad.
Una vez tan sólo coceó con las piernas traseras, pero fue por la fuerza de la costumbre; otra vez se espantó, pero fue por una maldita vieja que se interpuso en el camino con un monumental cesto en la cabeza.
Fosos, montones de grava, trozos que emergían sembrados de fresca hierba, volaron bajo sus piernas que parecían infundidas de extraño vigor.
Empezó a resollar; una o dos veces tosió ligeramente, pero no disminuyeron su fuerza ni la velocidad de su carrera.
A las tres había pasado la Red-Mountain y comenzaba el descenso hacia el llano.
Diez minutos más tarde, el cochero de la rápida diligencia Pionner fue alcanzado y dejado atrás por un «hombre sobre un caballo pinto», según expresión del conductor.
A las tres y media Federico se alzó sobre sus estribos y lanzó una exclamación.
Al través de rasgadas nubes brillaban las estrellas, y frente a él, más allá de la llanura, se alzaban dos agujas, dos astas de banderas y una silueta de objetos negros escalonados.
Federico sacudió sus espuelas y blandió su riata. Precipitose Jovita, y un momento después penetraron a la carrera en Tuttleville, y pararon en la plaza de la Fonda de las Naciones.
Lo que ocurrió aquella noche en Tuttleville no forma, precisamente, parte de esta historia.
Pero sin pecar de prolijo puedo manifestar que, cuando Jovita hubo pasado a poder del somnoliento mozo de cuadra, a quien muy pronto le sacudió el sueño con un par de coces, Federico salió con el tabernero a dar una vuelta por el pueblo que dormía silencioso.
/> Las luces de unas pocas tabernas y casas de juego brillaban aún, pero evitando la tentación, pararon delante de varias tiendas cerradas, y llamando repetidamente después del consiguiente griterío, consiguieron hacer levantar de sus camas a los propietarios y obligándoles a desatrancar las puertas de sus almacenes y a exponer sus géneros a los importunos visitantes.
En algunos puntos no se pudieron librar de ciertas maldiciones, pero las más de las veces por interés o por necesidad se mostraron complacientes, y terminando la entrevista del modo más cordial.
Eran las tres cuando acabó esta ruta, y con un pequeño saco de goma impermeable, atado con correas a sus espaldas, Federico volvió a la posada.
Pero allí le acechaba la Belleza. La Belleza opulenta en encantos y ricos vestidos, persuasiva en el hablar y española en el acento.
En vano repitió la invitación del Excelsior.
El hijo de las sierras rechazó a la Belleza con gallardía, no sin mitigar el desaire con una sonrisa y su última moneda de oro.
Volvió a montar después, y emprendió su camino por la triste calle abajo, y luego por la llanura siempre lúgubre. Muy pronto la negra línea de casas, las aguas y el asta de bandera se perdieron en lontananza detrás de él, como si la tierra las hubiese tragado.
El tiempo había amainado. El aire era penetrante y frío, las siluetas de los cercanos mojones se percibían ya; eran las cinco y media cuando Federico alcanzó la iglesia de la Encrucijada en el camino del Estado.
Con objeto de evitar la rápida pendiente había tomado un camino más largo y de mayor rodeo, en cuyo lodo viscoso Jovita se hundía hasta las orejas a cada paso.
No era muy buena preparación para una seria subida de cinco millas; pero Jovita arremetió con su habitual, ciega e impetuosa furia, y media hora más tarde alcanzó la extensa llanura que conduce a Rattlesnake-Creek: treinta minutos más, y llegaban a la meta.
Federico soltó ligeramente las riendas sobre el cuello de la yegua, excitola con un silbido, y tarareó una canción.